Capítulo Dos

– ¿Y bien? -dijo Flora, que aún esperaba la respuesta de Bram-. ¿Te asustan? -¿Las arañas? Me aterrorizan -contestó él, que utilizó la larga pausa para dar autenticidad a su aparentemente reacia confesión. Según su experiencia, reconocer una debilidad era una táctica idónea para hacer aflorar el instinto protector que anidaba en toda mujer.

¿Por qué estropear una oportunidad tan perfecta de despertar la compasión de Flora diciendo la verdad?

Ella lo miró un momento, como decidiendo si creerlo o no.

– El avión se ha detenido -dijo finalmente.

Bram seguía sin saber lo que pensaba aquella mujer. Sobre nada. Para ocultar su desconcierto miró por la ventanilla los edificios de madera del aeropuerto, cubiertos de enredaderas.

– Creo que tienes razón -contestó, y se puso en pie para tomar sus bolsos y sus chaquetas del compartimento superior.

Una vaharada de aire caliente y olor a flores tropicales invadió el avión cuando se abrieron las puertas.

– Desde luego, esto supera con creces un día gris en Londres -dijo mientras avanzaban hacia la terminal.

– En Londres no hay serpientes -replicó Flora-. Ni arañas venenosas -sabía que Bram había mentido. O al menos lo sospechaba.

– Siempre tiene que haber alguna desventaja. No se puede tener todo.

– No, no se puede -el oficial de aduanas les hizo un gesto para que pasaran y sonrió-. Por ejemplo, tú no puedes tener Claibourne's.

Sorprendido por su inesperada mención del conflicto, Bram aún estaba buscando una respuesta adecuada cuando un hombre bajo y delgado, vestido con el tradicional sarong, se acercó a Flora e hizo una delicada inclinación antes de ofrecerle su mano.

– ¡Señorita Claibourne! Es un placer volver a tenerla con nosotros. Y ha sido muy amable por su parte venir hasta aquí para escribir sobre nuestro pequeño tesoro.

– El placer es mío, señor Myan. He leído algunos artículos en la prensa y estoy deseando ver personalmente lo que han encontrado -Flora se volvió hacia Bram-. Le presento a mi colega, Bram Gifford.

– Señor Gifford -el señor Myan ocultó su sorpresa con una pequeña inclinación de cabeza-. ¿Es usted experto en el mismo terreno que la señorita Claibourne?

– No. Con la palabra «colega», la señorita Claibourne se refería a otros intereses que compartimos.

– Ah -con una mirada que no ocultó por completo un toque de resentimiento, el señor Myan sacó la conclusión que le pareció oportuna-. Ah, ya veo. De todos modos, estoy seguro de que disfrutará de su estancia entre nosotros, señor Gifford. Tal vez podamos organizarle algunas excursiones mientras la señorita Claibourne trabaja -añadió-. Saraminda es un país encantador y maravillosamente pacífico.

– Paz y amor. Lo que más me gusta en el mundo.

La expresión de enfado que cruzó el rostro de Flora por el hecho de que el señor Myan hubiera asumido que la palabra «colega» significaba «amante», y la insinuación de Bram, fue la primera reacción desconsiderada que este obtuvo de ella. Pero no le dio la oportunidad de aclarar la situación.

– Pero aunque le agradezco el ofrecimiento, me temo que tendré que pasar por alto las excursiones. Prefiero mantenerme cerca de Flora, vaya donde vaya.

Myan no dijo nada, pero su silencio fue elocuente. Mientras indicaba a Flora que lo acompañara hacia un coche grande y negro con matrícula oficial, Bram se preguntó si su anfitrión se sentiría atraído por ella.

No parecía probable. Flora medía casi diez centímetros más que el Ministro y no se vestía precisamente para hacer volver la cabeza a los que pasaban a su lado. Tal vez lo que admiraba Myan era su inteligencia. O tal vez había esperado obtener toda su atención le molestaba comprobar que no iba a ser así.

Pero el viaje desde el aeropuerto debió darle ánimos, porque Flora no dejó de hacerle preguntas sobre lo que habían encontrado en las excavaciones. Finalmente quiso saber cuándo podía ir a visitarlas.

– ¿Quiere ver la tumba? -preguntó Myan-. Pero ¿por qué? Allí ya no queda nada.

– A pesar de todo, creo que debería ir.

– Es un viaje difícil, señorita Claibourne. Incluso para un hombre -contestó Myan, y Bram pensó que, probablemente, había cometido un error diciendo aquello-. Además, no es necesario -reiteró-. Todo el tesoro está en el museo.

– Pero usted me preguntó si quería ver la tumba -le -recordó Flora-. Necesito ir a ver las excavaciones para ver si encuentro alguna relación entre la decoración de la tumba y los diseños de las joyas.

– Lo siento -dijo Myan con expresión de pesar-, pero no va a ser posible.

– ¿Por qué?

Tal vez, las mujeres de Saraminda no hacían preguntas, porque era evidente que Myan había asumido que su palabra bastaría. No estaba preparado para dar explicaciones, y por un momento se quedó sin saber qué decir.

– El temblor de tierra produjo más daños de lo que esperábamos -dijo finalmente-. No podemos correr riesgos.

– ¿Han tomado medidas para estabilizar la estructura? -preguntó Bram.

– Hay planes para ello y se ha consultado con diversos ingenieros -contestó Myan con cautela, sopesando cada palabra-. Tenemos intención de restaurarlo todo para que los visitantes puedan verlo tal como era. También queremos construir un pabellón de descanso de estilo tradicional para que puedan disfrutar del ambiente de la selva después de la visita.

– Si la ascensión hasta la tumba no los mata antes -murmuró Flora.

– ¿Piensan introducirse en el mercado del ecoturismo? -preguntó Bram.

– Tenemos flores maravillosas, mariposas…

Flora ya había tenido suficiente.

– Todo eso es muy interesante, señor Myan, pero yo debo tomar fotos de la tumba para mi artículo.

Bram la tomó de la mano para llamar su atención. Ella se volvió con el ceño fruncido. Aunque él no dijo nada, Flora captó el mensaje. No iba a llegar a ninguna parte dando la lata al señor Myan. Ella retiró la mano sin aspavientos y no insistió en el tema.

– Ah, ya hemos llegado -tras dejarlos ante la entrada de un centro turístico de lujo, Myan se excusó a toda prisa y aseguró tener una cita urgente-. Volveré pasado mañana, después de la fiesta. Descansen y diviértanse.

– ¿Fiesta? ¿Qué fiesta?

– Mañana celebramos una festividad religiosa.

– Fiesta -repitió Flora con disgusto en cuanto Myan se hubo ido-. He recorrido medio mundo para estudiar una tumba que no se puede ver y ahora me dicen que me siente a descansar porque están de vacaciones. ¿Qué voy a hacer mañana?

A Bram se le ocurrían una docena de cosas. Sin embargo, y ya que Flora estaba claramente enfadada, le pareció mejor no sugerir que podía bañarse y tomar el sol o ir de excursión.

En lugar de hacerlo se ocupó de las formalidades en recepción antes de que los condujeran a través de los jardines a un bungaló tradicional situado en un jardín que llegaba hasta la playa.

Maravillosamente construido, con una amplia terraza que daba al mar, el búngalo ofrecía la imagen perfecta de un paraíso tropical.

Sin embargo, Flora parecía tan poco interesada por lo que la rodeaba como por su forma de vestir. Estaba mucho más interesada en las fotos que Tipi Myan le había dejado, ninguna de ellas de la tumba, que en el sencillo lujo que los rodeaba.

Por supuesto, siempre era posible que Claibourne & Farraday hubiera reservado su alojamiento con antelación. Tal vez ése era el motivo por el que tenían uno de los bungalós más grandes, con dos habitaciones, pues era evidente que el Ministro de Patrimonio Artístico del país no esperaba que Flora llegara acompañada. A Bram se le ocurrió que era posible que el señor Myan hubiera tenido intención de entretenerla durante su estancia en la isla.

Pero pensó que no tenía por qué preocuparse, ya que nunca había visto a nadie tan centrado en su trabajo.

– ¿Quieres desayunar? -preguntó al ver que Flora no parecía haber escuchado la pregunta del botones que había llevado su equipaje.

Ella frunció el ceño, irritada por la interrupción.

– ¿Qué? Ah, no -sonrió al ver al joven que esperaba ansioso en la puerta-. Sólo un poco de té, gracias -dijo antes de volver a concentrarse en las fotos.

Por un instante Bram creyó haber captado su atención, pero era obvio que a ella sólo le interesaban las piezas de oro antiguo.

Tomó una de las fotografías, en la que se veía una copa exquisitamente decorada.

– ¿Esto es lo que causa tanta expectación?

– No es cuestión de expectación -Flora le quitó la fotografía y la miró-. Si los descubrimientos son genuinos… -dejó la frase en suspenso y se fijó en un detalle de la fotografía.

– ¿Qué? -Bram la animó a seguir. A Flora pareció desconcertarla la pregunta-. Has dicho que si los descubrimientos son genuinos…

– ¿He dicho eso? No debería expresar mis pensamientos en voz alta. Al señor Myan lo ofendería saber que manifiesto dudas.

– Pero…

Flora echó una ojeada a la fotografía antes de dejarla sobre las demás.

– Pero yo no corroboraría nada sólo con la evidencia de unas fotografías, por muy buenas que sean. Tengo que visitar la excavación.

– ¿Por qué? Eres una experta en joyería, no en arqueología.

– Quieren que firme un artículo en un prestigioso periódico británico, y para eso necesito más información de la que me proporcionan unas simples fotografías -se retiró unos mechones de pelo de la cara y continuó-. No me has dejado hacer preguntas. ¿Por qué?

Bram acababa de darse cuenta de que las peinetas le servían de mecanismo de defensa. Flora las utilizaba para levantar una barrera entre ellos dos y para esquivar su mirada, como si se sintiera avergonzada de haberle hecho una pregunta tan directa. Era evidente que no estaba tan tranquila como fingía, sino más nerviosa que un gatito.

Bram se preguntó por qué estaría tan asustada cuando él no había hecho nada para provocarla.

– Me ha dado la impresión de que el señor Myan no quería hablar de ello -respondió al fin.

– Pero ¿por qué?

Por un instante los dos compartieron la sospecha callada de que el señor Myan tenía algo que ocultar. Flora rompió aquel silencio cómplice devolviendo su atención a las fotografías, como un caracol refugiándose en su concha.

– No puedo soportar la idea de perder dos días antes de poder ver la tumba -dijo con una energía que pretendía esconder cualquier relación entre su nerviosismo y Bram.

Él decidió no sacar conclusiones, pues estaba claro que Flora Claibourne era mucho más compleja de lo que había esperado.

– No tiene por qué ser una pérdida de tiempo -indicó-. Seguro que esta isla tiene más cosas de interés que una tumba misteriosa. Por ejemplo, esa playa parece de lo más apetecible. Espero que además de las botas de montaña hayas traído un bañador.

Flora lo miró y desvió la mirada hacia el jardín.

– No se me ocurrió -dijo-. Pero que eso no te impida disfrutar de la playa -añadió antes de encender su ordenador portátil y conectarlo a la línea telefónica.

Bram pensó sugerirle que pusiera los pies en alto y se echara una siesta, pero decidió que a Flora no le gustaría que adoptara una actitud paternalista y, sin añadir más, fue en busca de su bolsa de viaje.

La encontró junto a la de Flora, en un dormitorio espacioso y diáfano, con el techo alto y acabado en una elevada punta.

A Bram le agradó la ausencia de objetos. El enorme suelo era de madera encerada, salpicado por alfombras con dibujos azules y dorados. Nada más distraía la atención de una magnífica cama con dosel, rodeada por cortinas de gasa levemente agitadas por la brisa. Una visión muy apetecible.

Estaba seguro de que a Flora no le hacía ninguna gracia su intención de no separarse de ella «hiciera lo que hiciera», así que agarró su bolsa y la llevó hasta el otro dormitorio, una habitación prácticamente idéntica a la de Flora, con un enorme cuarto de baño y un gran vestidor. Sólo le faltaba una mujer cálida y solícita para compartir las largas noches tropicales. Pero en lugar de eso tenía a Flora.

Era una suerte que en ese momento no estuviera especialmente interesado en pasarlo bien. Estaba agotado y necesitaba darse una ducha. La cama le parecía el lugar más apetecible, pero sabía que la única manera de combatir el jet lag era intentar adaptarse al horario del lugar de destino, y, con un suspiro de resignación, se alejó de la cama y se dio una ducha larga y tibia que le ayudara a despertarse.


Flora tecleó su contraseña en el ordenador, aunque su mente estaba entretenida en la espalda de Bram, que se alejaba hacia los dormitorios.

¿A qué estaba jugando aquel hombre? Una cosa era que el problema entre las Claibourne y los Farraday sólo fuera asunto de ellos, y otra que prácticamente hubiera insinuado a Tipi Myan que eran amantes.

¿Y por qué no había hecho ella nada para deshacer esa confusión? Se pasó las manos por la cara para intentar espabilarse. Su única excusa era que la situación habría resultado difícil de explicar, y que, después de todo, no tenía por qué dar explicaciones a Tipi Myan.

Frunció el ceño. A pesar de su cortés bienvenida, algo había cambiado en la actitud de Myan desde la conversación telefónica en la que ella había accedido a escribir el artículo.

Se acarició la mano que Bram había tomado y recordó el instante en el que les dos habían compartido un pensamiento común, convirtiéndose por una fracción de segundo en aliados contra el mundo. Para quitarse aquel recuerdo de la cabeza, se rascó la palma de la mano. El roce de Bram le había resultado demasiado familiar. Todo en él lo era. Pero eso se debía a que las mujeres siempre tendían a enamorarse del mismo tipo de hombre. Nunca aprendían.

Quizá ella era más inteligente que las demás mujeres. O quizá había aprendido una lección más difícil que las demás. Lo cierto era que había levantado un muro a su alrededor y ni la fama de su apellido ni su fortuna eran tentación suficiente para que los hombres se le acercaran. Y si alguno lo hacía a pesar de todo, siempre acababa demostrándose que era por interés.

Sin embargo, Bram Gifford era distinto. Él tenía todo el dinero que necesitaba y un apellido tan famoso o más que el de ella. Era un Farraday de pura cepa.

Lo único que quería Bram de ella era descubrir sus debilidades y utilizarlas contra su familia.

Decidida a no olvidar cuáles eran las intenciones de su acompañante tecleó la palabra «Saraminda», confiando en que el resultado de la búsqueda le proporcionara explicaciones sobre lo que allí estaba pasando.


Bram volvió a sentirse un ser humano. Un café y algo de comer lo ayudarían a recuperarse del todo. O eso esperaba.

Se puso unos cómodos pantalones cortos y una camiseta gastada y, descalzo, fue hasta la terraza y se sentó en un sillón de bambú, donde lo encontró el camarero que le llevaba el desayuno.

Bram firmó la nota y le dio las gracias al joven, que parecía un poco inquieto.

– Señor… -dijo con tono indeciso-, la señora está dormida.

A Bram lo tranquilizó saber que Flora había decido echarse una siesta. Debía estar agotada. En otra época, también él había forzado su cuerpo sin tener en cuenta los cambios horarios y había funcionado a base de pura adrenalina. Al final, siempre se pagaban los excesos.

– No se preocupe. Tomará su té más tarde.

– No, señor. La señora duerme sobre la silla -dijo el camarero, cruzándose de brazos y agachando la cabeza para explicarle que Flora se había quedado dormida ante el ordenador.

– ¡Ah! Ya entiendo -Bram también había pasado por eso y sabía que Flora se levantaría con el cuello dolorido y necesitado urgentemente de un osteópata-. Ya me ocupo yo.

Fue hasta el salón y lo que vio lo hizo sonreír. Flora debía de haberse quedado dormida apenas él se había marchado. El ordenador seguía conectado a Internet. Ella tenía la cabeza apoyada en el teclado y la pantalla saltaba de una imagen a otra.

Bram le tocó el hombro con delicadeza. Flora no se movió. La sacudió suavemente. Ella masculló algo y giró la cabeza en la otra dirección, dejando al descubierto las marcas del teclado en su rostro. Pero no se despertó.

Su mente, agotada tras veinticuatro horas de funcionamiento ininterrumpido, se había apagado.

Bram no podía culparla. Cerró Internet, apagó el ordenador y se preguntó cómo llevarla a la cama. Era alta y no precisamente menuda. Debajo del traje amorfo que vestía, se escondía un cuerpo hecho para vestidos ajustados y trajes de baño de corte alto.

El peligro era que Bram podía hacerse daño en la espalda si la levantaba en brazos. Pero no podía dejarla tirada en la silla, pues todos sus músculos gritarían de dolor. Claro que tal vez fuera ella, y no Sus músculos, quien gritara si se despertaba en sus brazos.

Bram fijó su atención en la oreja de Flora y le pasó las yemas de los dedos en una caricia que hubiera despertado a cualquiera. Llevaba unos pequeños pendientes de oro como único adorno. También eso era peculiar en una mujer cuya vida giraba en tomo a la joyería.

El único movimiento que consiguió su caricia fue el de una peineta que se deslizó de su cabello y que Bram se guardó en el bolsillo. Después, aun diciéndose que se arrepentiría de lo que estaba haciendo, se inclinó, pasó un brazo por debajo de las rodillas de Flora y el otro por su cintura y la levantó.

La cabeza de ella rodó hasta quedar apoyada en su pecho. Las horquillas y las peinetas que recogían su cabello fueron deslizándose, dejando caer mechones que atrapaban los rayos de sol. Bram descubrió que tenía el cabello mucho más largo de lo que parecía y se preguntó por qué una mujer a quien no le importaba su aspecto físico se aferraba a un elemento tan sensual, tan atractivo para los hombres, y que tanto trabajo parecía darle.

¿Por qué detrás de una mujer que aparentaba una total sencillez se escondían tantas contradicciones?

Bram echó el peso de Flora sobre su pecho y dio un paso precavido.

Ella no se inmutó. Estaba exhausta.

Mientras la llevaba hasta el dormitorio, Bram pensó que hubiera hecho mejor echándose él también una siesta. Pero al fin llegó a la cama y depositó su carga con tanto cuidado como pudo, aun sabiendo que no se hubiera despertado ni aunque la hubiera dejado caer de golpe. Y de lo que estaba más seguro aún era de que Flora no le agradecería el trabajo que se estaba tomando. Con toda seguridad lo miraría con esos ojos que no permitían adivinar nada y le diría que no tenía por qué haberse tomado tantas molestias.

¿Qué le pasaba a aquella mujer? Bram no era ningún monstruo y estaba acostumbrado a gustar a las mujeres. Muchas de sus amigas eran mujeres. Aunque también debía admitir que muchas de sus antiguas novias preferirían verlo en el infierno; las que habían esperado que su relación fuera definitiva.

Tal vez Flora, sin tan siquiera disfrutar de la parte divertida, era de las que querían mandarlo al infierno. Bram tenía que admitir que era una mujer inteligente.

Le quitó los zapatos. Tenía los pies estrechos y alargados; elegantes, en opinión de Bram. En ellos descubrió una nueva sorpresa: Flora llevaba las uñas pintadas de azul. ¿Qué tipo de mujer se pintaría las uñas de los pies, que quedaban ocultas, y en cambio no se pintaría las de las manos?

¿Qué tipo de mujer se dejaría el cabello largo para recogérselo en desorden en lo alto de la cabeza?

Una mujer con pies bonitos y tobillos elegantes.

Bram dejó los zapatos junto a la cama y comenzó a quitarle la chaqueta. Estaba completamente arrugada, lo que demostraba que era de lino puro. Para ayudarse, se sentó en el borde de la cama e incorporó a Flora. Esta dejó caer la cabeza y su rostro quedó apoyado en el cuello de Bram. Él estaba seguro de que si llegaba a despertarse en aquellos momentos lo mataría. Con cuidado, consiguió quitarle la chaqueta y dejó caer esta al suelo, pero después de hacerlo, no se apresuró a soltar a Flora.

Si tenía que morir, prefería que hubiera una causa que lo justificara. Dejando la cabeza de Flora apoyada en su pecho, le retiró todas las horquillas y peinetas.

El cabello cayó desde lo alto de su cabeza, pesado y oscuro como chocolate espeso, cubriendo las manos de Bram y la espalda de Flora. Él lo sacudió para soltarlo, pasó los dedos por sus mechones de seda y, finalmente, dejó la cabeza de Flora sobre la almohada y se puso de pie.

No era la Bella Durmiente, pero se parecía mucho más a esta de lo que Bram había pensado al verla por primera vez en el asiento de la limusina, en la gris mañana de Londres.

Habiendo llegado a aquel punto de intimidad le pareció ridículo no atreverse a quitarle los pantalones. No tuvo dificultad en hacerlo y tampoco le costó darse cuenta de que sus bragas no eran sencillas y funcionales, sino de encaje negro y ajustadas como una segunda piel.

Tampoco le costó darse cuenta de que sus piernas hacían juego con sus tobillos.

Corrió las cortinas de gasa para librarla de molestos insectos y, cerrando a su espalda las puertas correderas que daban a la terraza, la dejó dormir.

Volvió a su desayuno. Tenía que reflexionar sobre el acertijo que representaba Flora Claibourne, la verdadera mujer que se ocultaba tras un disfraz de solterona intelectual a la que sólo le faltaban las gafas.

Unas gafas de cristales gruesos, a juego con las peinetas de carey.

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