– ¿Saraminda? -Bram Gifford tomó el fax de manos de su secretaria-. ¿No es una isla perdida en medio de la nada, con un vuelo a la semana si el piloto está sobrio?
– No. Según lo que he encontrado en Internet, Saraminda es un paraíso por descubrir. Tratan de venderla como el último grito para pasar unas vacaciones de lujo.
– El paraíso está sobrevalorado. Suele ir inevitablemente acompañado de una serpiente -Bram lo sabía por experiencia. Aún tenía las cicatrices para demostrarlo-. Además, no pueden ser unas vacaciones de lujo si Flora Claibourne está incluida en el paquete. ¿Y qué proyecto relacionado con el trabajo podría implicar pasar un par de semanas en ese dudoso paraíso?
– Puede que las Claibourne se estén planteando la posibilidad de abrir en la isla una sucursal para vender bañadores y gafas de diseño a los turistas ricos.
Bram hizo una mueca.
– Ojalá se trate de eso. Tal nivel de incompetencia sería un regalo.
– Lo dudo. Nada de lo que he oído sobre las chicas Claibourne sugiere que sean unas incompetentes. Lo más probable es que Flora vaya a echar una vistazo a esa «princesa perdida» que han encontrado en una minas del interior de la isla, cubierta de oro, jade, perlas y Dios sabe qué más cosas -la secretaria alcanzó a Bram una hoja con la información que había obtenido del departamento de turismo de la isla-. Flora Claibourne diseña unas joyas maravillosas en exclusiva para los grandes almacenes.
– ¿Y?
– Puede que esté buscando inspiración.
Bram dejó la hoja en el escritorio.
– Lo más probable es que sea una treta de las hermanas para mantenerme alejado mientras sus abogados se dedican a perder el tiempo buscando algún modo de impedir que las desplacemos.
– Puede que sí, pero tienes que supervisar su trabajo de todos modos, y creo que esto puede ser mucho más entretenido que seguirla durante un mes por unos grandes almacenes. No te vendrían mal unas vacaciones.
– No serán unas vacaciones.
– Estoy segura de que no será tan malo como piensas. Tenéis mucho en común.
– Sí, los dos queremos obtener el control sobre los grandes almacenes -replicó Bram en tono irónico.
– ¿Es guapa? Sus hermanas lo son, pero nunca he visto una foto de Flora.
Bram alcanzó a su secretaria una copia de Ashanti Gold. El libro había logrado convertirse en un éxito de ventas a pesar de no ser una obra de ficción.
– Su foto está en la contraportada.
La secretaria contempló un momento la foto.
– Supongo que no se puede tener todo. Estarás en el paraíso; conseguir a Eva ya sería mucho pedir. Tendrás que relajarte, cerrar los ojos y recordar cuánto deseas echar el guante a esos grandes almacenes.
– ¿No tienes algo importante que hacer? -preguntó Bram, irritado.
– Sí, pero esto es más interesante. Voy a preparar café.
Una vez a solas, Bram sacó su cartera. Oculta donde nadie pudiera verla había una foto de un niño pequeño con su osito de peluche. Se quedó mirándola un momento. Luego, a punto de volver a guardarla donde estaba, decidió ponerla en el lugar destinado a tales tesoros en la cartera.
Aquella foto era el recuerdo de que una vez, cuando aún era lo suficientemente joven como para creer en aquel concepto, pensó que había encontrado el paraíso. Mordió la manzana y se encontró con la serpiente.
– ¿Que has hecho qué?
– No me mires así, Flora Claibourne. Sabes muy bien que Bram Gifford iba a supervisar tu trabajo durante el mes de mayo. Te pedí que retrasaras tu viaje, pero no hiciste caso.
Había sido una cuestión de supervivencia, pero Flora sospechaba que su hermana no aceptaría una excusa como aquélla, de manera que alegó otra causa.
– No puedo retrasar una invitación del gobierno de Saraminda hasta que sea más conveniente para ti, India. Puede que aquí seas muy importante, pero no creo que allí hayan oído hablar de Claibourne & Farraday.
– Tonterías. Su familia real tiene una cuenta abierta con nosotros -India se encogió de hombros-. Pero eso da lo mismo. Si no vas a quedarte aquí para que el señor Gifford supervise tu trabajo, debe acompañarte a Saraminda.
– Ni hablar -Flora apartó un mechón de pelo rizado de su frente-. No tendría sentido. No sé nada sobre cómo dirigir Claibourne & Farraday, India. Me limito a diseñar de vez en cuando alguna colección de joyas…
India miró a su hermana sin ocultar su exasperación.
– Haces mucho más que eso -dijo-. No creo que entiendas lo importante que eres para nosotros. Nos traes nuevos diseños de joyas, nuevas telas que eliges en tus viajes y, antes de que te des cuenta, toda la tienda se ha inspirado. El año pasado fuiste a África y este verano todo el mundo va a llevar colores calientes con estampados de animales a juego con tus gargantillas y pulseras de oro. La competencia está haciendo esfuerzos sobrehumanos por ponerse al día. Y ya sabes lo que dicen sobre subirse al carro: «si no puedes verlo…
– … es que ya lo has perdido». Lo sé.
– Y el otoño y el invierno van a ser fabulosos. Joyas celtas de plata y platino sobre delicados verdes y malvas…
Flora sabía muy bien cuándo le estaban dorando la píldora.
– India…
– Ya es suficiente. No protestaste en su momento y, teniendo en cuenta que eres una de las directoras de la compañía, un mes de tu vida no es para tanto.
– Yo no elegí serlo. No soy una mujer de negocios -se había visto obligada a aceptar para mostrar solidaridad contra los Farraday-. En realidad no tengo tiempo para…
– Prometo no pedirte que hagas nada más por mí una vez que esta tontería de los Farraday quede resuelta, pero ahora mismo necesito que te comprometas. No el mes que viene ni el próximo año. Ahora. Debemos mostramos unidas frente a su intento de hacerse con el control. No me pongas las cosas difíciles, por favor.
Flora quería ponerse difícil. Quería gritar, dar patadas y tirar cosas, como solía hacer su madre cuando no conseguía lo que deseaba. Pero sabiendo por experiencia lo poco atractiva que resultaba aquella actitud, se contuvo. Aunque no renunció.
– Voy a Saraminda a investigar un antiguo enterramiento de una princesa, a sacar unas fotos y escribir sobre ella, India; y a Bram Gifford no le va a hacer ninguna gracia descubrir que mi viaje no tiene nada que ver con el negocio.
– Tendrás que convencerlo de que sí tiene que ver. Dile que estás trabajando en la colección del próximo año. Si se pone pesado, pídele consejo sobre los mejores encuadres de la cámara. Los hombres no resisten la oportunidad de mostrar su superioridad. Sobre todo los hombres Farraday -añadió India con sentimiento-. Sólo necesito que tengas a Bram Gifford ocupado mientras nuestros abogados elaboran una estrategia para mantener alejados a los Farraday. No es mucho pedir…, a menos que quieras que ellos se hagan con el poder.
A Flora le daba lo mismo quién se hiciera con el poder, pero no podía decirlo.
– Lo último que quiero -añadió India- es que se quede por aquí, husmeando en la tienda, metiéndose en cosas que no le atañen. Y eso es lo que hará si se queda aquí.
Flora pensaba que, como poseedor del cuarenta y nueve por ciento de las acciones, Abraham Farraday Gifford tenía derecho a hacer preguntas difíciles. Pero ya que parte del acuerdo consistía en que la familia que estuviera al mando podía dirigir el negocio sin interferencias, no se molestó en decir nada.
– ¿Ha habido algún progreso con los abogados? -preguntó, esperanzada.
– El hecho de que el acuerdo establezca que el control de la empresa debe pasar al «heredero varón mayor» ofrece ciertas posibilidades en el terreno de la discriminación sexual, pero eso no va contener a Jordan Farraday por mucho tiempo. Es mayor que yo, así que puede pasar por alto la parte de «varón» sin mayores problemas.
– Después de eso habrá una auténtica carrera por ver quién tiene el primer hijo varón Claibourne o Farraday, de manera que la próxima generación pueda volver a pasar por esto dentro de treinta años -dijo Flora. Presentado de aquel modo, tal vez tenía el deber de ayudar a acabar con aquella estupidez.
Su hermana se encogió de hombros.
– Como mujeres, creo que podemos tener cierta ventaja en eso.
Flora lo dudaba. Sospechaba que Bram Gifford no tendría ninguna dificultad en conseguir «voluntarias» si se lo propusiera.
– Entre tanto -continuó India-, tengo que basar el caso en el terreno de la igualdad en el lugar de trabajo, lo cual significa que debo demostrar que soy tan capaz como Jordan Farraday.
– Pues demuéstralo. Anuncia tus deslumbrantes planes para la completa renovación de Claibourne & Farraday. Sin duda, ése sería el modo más rápido de demostrar tu capacidad.
– Hay un problema con eso -Flora esperó a que su hermana continuara-. No puedo anunciar mis planes ahora mismo porque incluyen retirar el apellido Farraday del nombre de la empresa.
– ¿Qué?
– Voy a relanzarla como «Claibourne's». Un nombre moderno y sonoro en lugar de dos.
– ¡Vaya! Preferiría que no me lo hubieras dicho -dijo Flora en tono enfático. No era buena con los secretos. Al menos, con aquella clase de secretos. Ya había empleado en uno solo toda su capacidad para guardarlos-. Eso sería como…
– ¿Agitar un trapo rojo ante un toro?
– Más o menos.
– Precisamente por eso necesito que mantengas ocupado a Bram Gifford durante el próximo mes. Trata de deslumbrarlo con uno de tus destellos de genialidad; demuéstrale lo imprescindible que eres para el éxito de la tienda. No espero que se ponga de nuestro lado, pero si al menos pudiéramos neutralizarlo…
– No estarás sugiriendo que lo neutralice como Romana neutralizó a Niall, ¿verdad? -preguntó Flora-. Porque ya puedes ir…
– Hasta que vuelvan de su luna de miel no sabremos quién ha neutralizado a quién -dijo India-. Te necesito, Flora. Te necesito de verdad.
Que su hermana admitiera que necesitaba a alguien era una auténtica primicia: India siempre había sido autosuficiente. Pero Flora tenía sus propios problemas.
– Pero no entiendo qué puedo hacer. Voy a estar trabajando en el museo la mayor parte del tiempo, y cuando no esté allí, tendré que viajar al interior para ver las excavaciones. Será un lugar en el que apenas habrá comodidades y que no tiene nada que ver con la empresa -dijo, con la esperanza de que, si lo repetía el suficiente número de veces, India acabara por comprenderlo.
– Bram Gifford no tiene por qué saber eso.
– ¡Oh, vamos! Es un Farraday. No será tan fácil engañarlo.
– En ese caso, ni te molestes en intentarlo. El tesoro de Tutankamon inspiró tu colección egipcia. Con un poco de suerte, la «princesa perdida» podría servirte también de inspiración. Tú limítate a darnos algo sobre lo que podamos trabajar. Y al señor Gifford no le vendrá mal esforzarse en seguirte los pasos por la selva tropical.
– ¿Y qué me dices de mí?
– Ni siquiera notarás la molestia -India sonrió-. No será tan malo, Flora. He investigado un poco por mi cuenta y te aseguro que Bram Gifford encabeza la lista de deseos de cualquier chica.
– No la mía -dijo Flora con firmeza. Había visto fotos de Bram Gifford en la revista Celebrity. Era un hombretón que rezumaba abundancia y poder, con una interminable sucesión de bellas mujeres colgando de su brazo.
Su madre lo adoraría.
– No estoy sugiriendo nada serio, pero no vendría mal que coquetearas un poco con él. Pero, hagas lo que hagas, no se te ocurra enamorarte.
Flora pensó que la advertencia era completamente innecesaria. Si Bram Gifford iba a pisarle los talones durante todo un mes, la situación ya iba a ser lo suficientemente mala como para además hacer el ridículo de aquella manera. Con una vez ya había tenido suficiente. Pero no dijo nada de eso.
– No seas tonta. No hay una sola chica que pueda conocerlo sin enamorarse perdidamente de él. Para eso están en el mundo los hombres como Bram Gifford -su madre tenía toda una colección de ellos. Flora hizo una mueca para que India supiera que estaba bromeando.
Al darse cuenta de que había ganado, India sonrió, aliviada.
– Tengo la sensación de que conocerte va a ser una experiencia única para él.
Bram hojeó el grueso informe con recortes de prensa que de un modo u otro tenían que ver con Flora Claibourne. Pertenecía a una familia cuyos amores y vidas siempre habían provisto de abundante material a la prensa sensacionalista. Sin embargo, y a diferencia de su madre, apenas había informes sobre ella a ese respecto.
La segunda esposa de Peter Claibourne había sido modelo. Alta y bellísima, no permaneció con Claibourne mucho tiempo. De hecho, no había permanecido mucho tiempo con ningún hombre. Debía tener ya unos cincuenta años, aunque gracias a la cirugía estética no parecía mucho mayor que su propia hija. Tal vez ése era el motivo de que apenas se las viera juntas. El mito de la eterna juventud no sobreviviría a la comparación, y dado que el último marido de la madre de Flora era bastante más joven que su esposa, esa ilusión era una necesidad.
Y Flora también debía preferir que las cosas fueran así. Debía resultar duro ser comparada con su madre y salir perdiendo en la comparación.
En las pocas ocasiones en que se había visto obligada a vestir de largo y a maquillarse había parecido incómoda y desesperada por escapar y volver a la seguridad de sus libros. Contemplando algunas de sus fotos, Bram decidió que parecía una virgen que no supiera muy bien para qué servía su cuerpo.
¿Sería tan inocente como aparentaba? No parecía probable. Ya tenía veintiséis, así que debía haber algo más.
En aquel momento sonó el timbre de la puerta. Bram echó un último vistazo a las fotos. Era cierto que Flora no parecía precisamente Eva, pero era muy posible que se abriera como una flor al sol si alguien le prestaba un poco de atención. No pensaba cerrar los ojos: la estaría observando cada minuto del día.
Tomó su bolso de viaje, en el que llevaba el pasaporte y todo lo necesario para un largo vuelo, y fue a abrir.
– ¿Señor Gifford? Su coche lo está esperando.
Flora Claibourne apenas apartó la mirada de las notas que estaba leyendo cuando Bram se reunió con ella en la limusina que iba a llevarlos al aeropuerto. Se limitó a saludar con la cabeza y a decir:
– Siento llevármelo a rastras de este modo, señor Gifford. Espero no haberle causado demasiadas molestias.
Vestía un traje pantalón arrugado de un color indescriptible y apagado. Su pelo parecía un nido de pájaros, sujeto a base de horquillas y peinetas. Bram pensó que, aunque lo hubiera hecho a propósito, no habría podido parecer menos atractiva. Sonrió.
– Llámame Bram, por favor -dijo-. Y no hace falta que te disculpes. Prefiero pasar un par de semanas en una isla tropical que en unos grandes almacenes.
– El propósito de todo esto es demostrar lo que hace falta para dirigir unos grandes almacenes -replicó Flora, sin molestarse en sonreír.
Quisquillosa además de poco agraciada, pensó Bram. No le gustaban las mujeres que no se esforzaban en parecer atractivas y retaban a los hombres a buscar su belleza interior. Pues tenía noticias para ella: el hombre medio no estaba interesado en la belleza interior. Pero su misión no incluía decirle aquello. Lo único que debía hacer era averiguar qué tramaban las hermanas Claibourne respecto al futuro de los grandes almacenes.
No creía que los halagos fueran a funcionar con ella, de manera que dijo:
– Si ése fuera el caso, ambos estaríamos perdiendo el tiempo. Tú apenas sabes nada al respecto y, ya que yo soy abogado, y no un dependiente, no estoy especialmente interesado en el tema.
Como su sonrisa no parecía haber impresionado demasiado a Flora, Bram decidió intentarlo con la franqueza…, aunque lo cierto era que no estaba siendo totalmente sincero. En realidad, lo que le interesaba era echar a las Claibourne y devolver el control a los Farraday con el menor alboroto posible. Legalmente, por supuesto.
– Al menos así estaré malgastando mi tiempo al sol.
Flora volvió a mirarlo sin alzar la cabeza, de reojo, alzando unas pestañas sin rímel, pero largas y lo suficientemente oscuras sin él. En cualquier otra mujer, Bram habría interpretado el gesto como el inicio de un flirteo, pero Flora parecía totalmente ajena al efecto que su mirada podía producir. O tal vez era más lista de lo que había pensado. Debía haber aprendido algo de su madre, aunque sólo hubiera sido por osmosis.
– ¿Has traído botas adecuadas para caminar por el monte? -preguntó Flora.
Bram decidió que no era consciente del efecto de su mirada.
– ¿Debería haberlo hecho?
Flora se encogió de hombros, como si le diera igual.
– Tengo planeado un viaje al interior. Podría resultar bastante duro. Aunque, por supuesto, no tienes por qué acompañarme -alzó una mano y empujó con firmeza una peineta en el nido de pájaros de su pelo-. Estoy segura de que preferirás quedarte en la playa.
– Al contrario, señorita Claibourne; me interesa todo lo que vayas a hacer y estoy dispuesto a acompañarte donde haga falta.
Flora lo miró con expresión escéptica y volvió a concentrarse en los papeles que estaba revisando, sugiriendo sin palabras que eran mucho más interesantes que lo que tuviera que decir Bram.
En el caso de cualquier otra mujer, este habría asumido que todo formaba parte de un juego y se habría divertido, pero estaba claro que Flora Claibourne no jugaba a aquella clase de juegos. Le daba lo mismo.
El primer asalto había sido para ella.
Como no le hacía el menor caso, Bram abrió su maletín y sacó un libro: Ashanti Gold, de Flora Claibourne.
Él también empezó a leer.
A Flora no le pasó por alto su intento de halagarla, aunque le sorprendió que se hubiera molestado en intentarlo. Pero no estaba impresionada. Ya había pasado por aquello antes.
Bram se pasó los dedos por el flequillo rubio para apartarlo de su frente, en un gesto inconscientemente elegante.
Flora pensó que aquél había sido un movimiento clásico y bellamente ejecutado, completamente inconsciente.
Pero seguía sin sentirse impresionada. Era posible que Bram Gifford se considerara un conquistador de primera clase, pero tendría que hacer algo más que comprar su libro y mostrar interés en ella para hacerle volver la cabeza. Pero no dijo nada.
Mientras Bram simulaba concentrarse en la historia y el empleo del oro en África no trataba de hablar con ella, cosa que prefería.
Con un poco de suerte, leería hasta que llegaran a Saraminda.
Saraminda. El nombre tenía un toque exótico que encajaba perfectamente con la isla, decidió Flora mientras aterrizaban y contemplaban la increíble vista de las montañas.
Las laderas más bajas estaban llenas de terrazas de cultivo, pero por encima de estas se alzaban colinas que se perdían en lo alto entre la espesa vegetación de una selva que hasta hacía poco había ocultado las ruinas de un templo en el que una joven había sido enterrada con toda la ceremonia de una reina.
Supuestamente.
Había conocido a Tipi Myan brevemente en una recepción organizada por el departamento de viajes de los grandes almacenes de su familia, más de un año atrás. Por entonces aún no había sido nombrado Ministro de Patrimonio Artístico y se ocupaba del turismo del país.
Si ella hubiera estado en su lugar, también habría aprovechado aquella endeble relación para pedir a la autora de Ashanti Gold que escribiera algo sobre la princesa perdida. Provocaría mucho más interés por la isla que el artículo de algún periodista en busca de una historia que vender.
Había sido una suerte para él que ella estuviera buscando una ruta de escape en aquellos momentos. Pero el tiro le había salido por la culata. Cuando Bram Gifford se inclinó hacia ella para poder mirar mejor por la ventanilla, la vocecita interior que le advertía de que estaba siendo utilizada subió de volumen.
Estaba siendo utilizada por todo el mundo. Lo único que había cambiado era su habilidad para ver las cosas tal como eran y para asegurarse de no salir malparado de todo aquello.
– ¿Vamos a subir ahí arriba? -preguntó Bram antes de volverse hacia ella. Flora se fijó en sus ojos color castaño claro, cálidos y atractivos, que se arrugaban en los bordes cuando sonreía-. ¿No te asustan las serpientes y las arañas?
¡Por Dios santo! ¿Acaso parecía la típica mojigata? Los ojos de Bram perdieron su encanto al instante. -Según mi experiencia, las serpientes y las arañas tienen más motivos para asustarse de mí que yo de ellas -replicó Flora con total naturalidad. Había visto en acción a los hombres más expertos en el flirteo, pero sólo se había dejado atrapar una vez. Aprendía rápido, y haría falta un poco más que «yo Tarzán, tú Jane» para impresionarla-. Hay cosas mucho más desagradables en el mundo que los artrópodos -añadió.
Bram, que esperaba el típico estremecimiento de horror, asintió brevemente. Pocas mujeres de las que conocía habrían resistido la oportunidad de gritar un poco para alimentar su ego de «hombre fuerte». Y ninguna habría utilizado la palabra «artrópodo». Pero él era el primero en admitir que lo que más le interesaba de ellas no era precisamente su cociente intelectual.
Y tras haberlo puesto en su sitio, era evidente que Flora tampoco esperaba un cumplido por su valor. Estaba dejándole bien claro que no le importaba lo que pensara.
Sin ninguna prisa, y sin fijarse en él, comenzó a reunir sus cosas.
Según la experiencia de Bram, aquello era normalmente algo planeado. No fijarse en los hombres había sido elevado a la categoría de arte por cierto tipo de mujeres. La clase de mujeres que quería que se fijaran en ellas.
Debía reconocer que Flora no parecía una de ellas, pero decidió esperar antes de emitir un juicio. En aquellos momentos, el sol que entraba por la ventanilla del avión iluminaba su pelo y una docena de torturantes horquillas. Alguien debería hacerle el favor de tirarlas, pensó Bram. Lo mismo que aquellas malditas peinetas que no dejaba de tocar de forma inconsciente. Como si hubiera leído sus pensamientos, Flora alzó una mano para capturar un mechón suelto y colocarlo en su sitio. La bajó enseguida al notar que la estaba observando.
– Lo siento, no se me había ocurrido que… ¿Te asustan las arañas?
Desde que había empezado el vuelo apenas habían intercambiado algún que otro monosílabo, pero aquello empezaba a parecerse a una conversación. Bram pensó que al menos le había hecho una pregunta, burlona, desde luego, pero que requería una respuesta.
Mientras ella echaba una cabezada durante el vuelo, él había aprovechado la ocasión para observarla atentamente. Era posible que fuera lista, pero era una mujer, y todas las mujeres tenían su punto débil. Si quería conseguir que se abriera a él, que confiara en él, debía descubrir cuál era el de Flora.
De las tres hermanas Claibourne, ella era la que más se parecía a su padre. No podía decirse que fuera un buen comienzo para una chica. En ella, la nariz estaba a punto de ser un desastre. Menos mal que todos sus rasgos eran grandes. Tenía una boca generosa, de labios carnosos, que podría resultar peligrosa si decidiera maquillarse adecuadamente. Y sus ojos, aunque de un marrón un tanto desvaído, estaban muy bien enmarcados por unas pestañas largas y unas cejas delicadas.
Bram decidió que era un rostro de gran carácter. Entonces recordó a su formidable abuela reprendiéndolo cuando, siendo bastante más joven, rechazaba con desagrado a alguna chica por ser poco agraciada.
«Puede que su rostro no sea bonito, Bram, pero tiene carácter. Y también tiene una piel preciosa. Y no durará cuando el envoltorio de la caja de bombones haya perdido su encanto.»
Su abuela no había llegado a convencerlo del todo al respecto. Y aún seguía sin estar convencido, pero debía admitir que Flora Claibourne tenía una piel preciosa. Bajo la claridad de la luz, a tres mil metros de altura, le había parecido casi traslúcida, con algunas pecas dispersas que apenas habían sido visibles en la gris mañana londinense que habían dejado atrás.
También se había fijado en que, dormida, perdía la cautela que ocultaba tras su actitud agresiva. Pero ¿por qué se mostraba cautelosa? ¿Por él? Él no había hecho nada para despertar su recelo. Al menos, de momento.
Cuando había despertado se había vuelto a concentrar en su trabajo y él no había hecho nada por interrumpirla. Al contrario, se había leído su libro de principio a fin, y en aquellos momentos sabía más de lo que nunca habría imaginado sobre la historia del oro en África. Lo cierto era que el estilo ágil e intenso de Flora hacía que la lectura resultara muy amena.
En resumen, Flora Claibourne era agresivamente sosa, cautelosa y lista. Tenía todo lo que le desagradaba en una mujer.
Y, al parecer, tras haber hecho caso omiso de su presencia durante todo el vuelo, estaba aprovechando el momento del aterrizaje para meterse un poco con él. Era posible que no tuviera el estilo de sus hermanas, pero Bram empezaba a anticipar que lidiar con ella tampoco iba a ser tan fácil como había esperado.
Un estremecimiento de expectación lo recorrió. Una inesperada descarga de excitación. Hacía mucho que el resultado de la caza no parecía tan incierto. Y que las apuestas no eran tan altas.