Capítulo Cinco

Flora siempre viajaba con poco equipaje, y no había cambiado sus hábitos porque Bram Gifford la acompañara a Saraminda.

Tenía un conjunto de blusón y pantalones negros que le servía para la mayoría de las ocasiones. Ocupaba poco en la maleta, no necesitaba plancha y, como era de corte clásico, no pasaba de moda.

Lo sacudió, lo colgó en una percha y lo contempló, intentando imaginar qué pensaría Bram de él. Tal vez había llegado el momento de retirarlo y comprarse uno nuevo. Un traje animado y colorido que borrara la expresión de tedio de la cara de Bram.

Preocuparse por lo que él pensara era el camino más directo al llanto, se recordó Flora. Ya había sufrido esa experiencia en el pasado y se había prometido no volver a caer. Cuando una experiencia era lo suficientemente traumática, era sencillo no cometer el mismo error.

Hasta ese momento se había mantenido firme en su actitud: ni maquillaje ni ropa sugerente. Pero quizá más que fuerza de voluntad lo que la había ayudado era no haber tenido ninguna tentación lo suficientemente poderosa.

Se estiró el cabello aún más de lo que acostumbraba y se lo sujetó con más horquillas. Seguía sin encontrar una de sus peinetas, pero no estaba dispuesta a pasar por la humillación de preguntarle a Bram por ella.

Tomó su bolso y las llaves del coche y se dirigió a la terraza para esperar a Bram. El sonido de su ducha le había indicado que no necesitaba ir a despertarlo.

Bram la esperaba contemplando el mar, apoyado en la barandilla. También él había elegido ropa informal. Llevaba una camisa sin cuello y unos pantalones claros. El cabello le caía sobre la frente.

Sin cambiar de posición, miró a Flora de soslayo con una expresión a la que ella comenzaba a acostumbrarse y con la que parecía maldecir su mala suerte por tener que compartir su tiempo con una mujer como ella.

Ésa era la impresión que Flora quería causarle. ¿Por qué, entonces, no se alegraba más de haberlo conseguido? Instintivamente, se ajustó una peineta.

– Espero no haberte hecho esperar. Quedamos a las ocho.

– No hay ninguna prisa -dijo Bram al tiempo que se incorporaba y alargaba la mano para que Flora le diera las llaves del Jeep.

Flora pasó por alto su gesto y se encaminó con paso decidido hacia el coche. Bram podía seguirla si quería.

Bram la alcanzó y se colocó entre ella y el coche.

– Conduzco yo, Flora.

Debía haberse confundido al creer que era listo, pensó ella, cuando no era más que un machista que no soportaba la idea de que una mujer llevara el coche. Y si eso era lo que pensaba, tampoco la creería capacitada para sentarse en el Consejo de Administración de una empresa millonaria.

Daba lo mismo que tampoco ella estuviera particularmente interesada. El comportamiento de Bram hacía crecer su determinación.

– Si quieres conducir, alquílate otro coche -dijo con una sonrisa cínica.

– He dado mis datos en recepción y me han incluido en el seguro, si es eso lo que te preocupa.

– No me preocupa en absoluto -dijo ella sacudiendo las llaves para indicarle que se quitara de en medio.

Bram no se movió.

– No quiero ofenderte, Flora, pero si no eres capaz de controlar tu cabello no quiero imaginar cómo controlas el resto de tu vida. Si vamos juntos, conduzco yo.

Sin apartar su mirada de la de Flora, le tomó la muñeca con firmeza y, con la otra mano, le arrebató las llaves. Ella no pudo reaccionar a tiempo.

– Gracias -dijo él. Abrió la puerta del conductor y al ver que Flora no se movía, añadió-: Te abriría la puerta pero supongo que te parecería demasiado machista.

– Eres un… -Flora se mordió la lengua. Bram no estaba intentado hacerla enfadar a propósito. Era así. Y perder el control sólo la perjudicaría a ella.

– ¿Un…? -la animó Bram.

– Puede que tengas razón respecto a mi cabello -dijo ella-, pero conduciendo… Da lo mismo. No tengo que demostrarte nada, así que si tu masculinidad se tambalea por dejar conducir a una mujer, te cedo el puesto.

Flora rodeó el vehículo y se sentó en el asiento de delante. Era capaz de enfrentarse a cualquier situación sin la ayuda de un hombre y, en ocasiones, ceder era la mejor victoria.

Miró a Bram de soslayo. Estaba paralizado y una pequeña arruga de desconcierto separaba sus ojos castaños, como si tratara de averiguar cómo al dejarlo ganar, Flora había conseguido salir victoriosa.

Lo que no sabía era que ella se guardaba una carta. Su venganza sería dejarlo plantado al día siguiente.

– ¿No habrás visto por casualidad una de mis peinetas, verdad? -preguntó.

Bram se metió en el coche.

– ¿Por qué no te cortas el cabello? -preguntó a su vez, y arrancó.

– Estuve a punto de hacerlo en una ocasión.

Flora pensaba que los comentarios personales no formaban parte de una relación laboral, pero estaba dispuesta a responder. En ese campo tenía demasiadas cicatrices como para que Bram pudiera herirla.

– ¿Qué te impidió hacerlo?-preguntó él, sin apartar la mirada del tráfico.

– No fue un «qué» sino un «quién». Se llamaba Sam. ¿O tal vez era Seb? -Flora fingió hacer un esfuerzo para recordar, y sacudió la cabeza-. El caso es que empezaba por la letra ese.

– ¿Un hombre?

Por supuesto que un hombre. El hombre que, acariciándole el cabello, le había dicho que era como la seda y que no se lo cortara nunca. El hombre que siempre se lo había visto suelto y cuidado, jamás recogido o enredado.

Cada mañana, al cepillárselo, Flora recordaba sus palabras. Y cada mañana, se lo recogía y juraba no volver a creer mentiras.

– No pongas esa cara, Bram. No es de buena educación mostrar tanta sorpresa.

Flora tenía razón. Él buscó una excusa.

– Mi sorpresa se debe a que me cuesta creer que una Claibourne acceda a lo que le pida un hombre.

– Mi única excusa es que era muy joven.

¿Cuántos años?, pensó Bram, ¿dieciséis, diecisiete? ¿Qué aspecto tendría a aquella edad, cuando sus sueños estaban intactos?

– Eso lo explica todo -dijo.

Tal vez explicaba el comportamiento de Flora, pero no el suyo. Estaba molesto porque ella no se había arreglado para salir a cenar con él, lo cual le demostraba que no tenía ningún interés en que la relación entre ellos cambiara. Antes de salir, Bram se había propuesto hacer un esfuerzo. Lograr hacerla reír y que se relajara. Pero Flora había aparecido vestida con un conjunto negro y amorfo, y unas sandalias planas. Ni siquiera se había tomado la pequeña molestia de pintarse los labios. Y, sin embargo, era capaz de pintarse las uñas de los pies.

¿Para quién guardaba esos detalles? ¿Para un antiguo novio cuyo nombre fingía no recordar? ¿Y a él qué más le daba? La única explicación posible de su mal humor era que no estaba acostumbrado a ocupar un segundo lugar.

Había creído que una sonrisa bastaría para lograr que Flora le abriera su corazón. Era evidente que llevaba demasiados años saliendo con mujeres sin tener que esforzarse y que estaba bajo de forma.

Miró a Flora y esta le devolvió una sonrisa forzada.

– ¿Por qué no aparcamos por aquí? -preguntó ella cuando llegaron al centro de Minda. Las calles estaban llenas de gente paseando animadamente-. ¿Crees que puedes aparcar en ese sitio? Es un poco pequeño, pero aparcar se os da mucho mejor a los hombres que a las mujeres.

Bram rió.

– ¿He dicho algo divertido? -preguntó ella.

– Deberías comprarte unas pestañas postizas para poder pestañear con coquetería cuando adoptas ese papel de damisela en apuros -dijo él, a la vez que aparcaba. Apagó el motor-. Está bien, lo siento -continuó, y giró la cabeza hacia Flora-. No es cuestión de que seas mujer o no. Cuando voy en coche, necesito ser el conductor. Debo estar obsesionado con estar al mando.

– No lo sientes en absoluto, Bram. Eres un dinosaurio, igual que tus primos. Sois los Farradaysaurios, tan anticuados que estáis en peligro de extinción. Os resistís a morir.

– ¿Además somos testarudos? -preguntó Bram, con una sonrisa-. Por lo que dices necesito ayuda urgentemente. Tal vez tú…

– No -Flora alzó una mano para detenerlo-. Ahora es cuando te ablandas, prometes que vas a cambiar drásticamente y me entregas las llaves para que conduzca yo de vuelta al hotel. Y se supone que yo te tengo que estar eternamente agradecida porque a partir de este momento sólo puedo beber tónicas mientras tú te vas dulcificando con unas cuantas copas.

No era eso lo que Bram había planeado, pero no podía culpar a Flora por creerlo capaz de algo así.

– Me has pillado. En fin, vamos a buscar un sitio para comer algo. Mientras cebamos puedes enumerar todos mis defectos.

– Eso nos llevaría mucho tiempo.

– Estoy seguro. Por mi parte prometo dedicarte toda mi atención si, a cambio, me cuentas por qué llevas las uñas de los pies pintadas de azul.

– ¿Qué te llama la atención, que me las pinte o que sean azules?

– Las dos cosas -Bram tomó la mano de Flora al adentrarse en el bullicio. Ella intentó soltarse, pero él se la apretó con fuerza-. Nos podemos perder con facilidad.

– Bram, a ver si te enteras de que no soy una niña. Tengo veintiséis años y dirijo los grandes almacenes de mayor prestigio de Londres.

– Dame ese capricho -dijo él-. Recuerda que no soy más que un dinosaurio.

Flora desconfiaba aún más de Bram cuando intentaba ser amable con ella y hacerla reír, pero, con un encogimiento de hombros, cerró los ojos y dejó que la condujera entre la multitud.

– ¿Flora?

Flora abrió los ojos. Bram la miraba con el ceño fruncido.

– Perdona -dijo Flora, sonriente-. Estaba intentando imaginar si serías uno de esos dinosaurios con un cuerpo enorme y un cerebro muy pequeño, o de los carnívoros que…

– Me hago una idea. Preferiría que te guardaras la conclusión a la que llegues.

– Vamos, Bram. Si he aprendido algo de mi madre es que los hombres adoran hablar de sí mismos.

– Debe de ser toda una experta. Tantos matrimonios han debido enseñarle unas cuantas lecciones. A parte de haberle proporcionado una cuenta bancaria millonaria.

– Ya no se comporta así.

– No, claro. Esta vez ha decidido casarse por pura lujuria.

A Flora la asombró descubrir el detalle con el que Bram había estudiado su vida familiar. No permitió que la sonrisa se borrara de sus labios.

– Al menos sabe lo que quiere y lo consigue -afirmó. Y para demostrar lo que quería decir, añadió-: Por eso estoy segura de que ansias saber que has sido clasificado como un primo carnal del Tirannosauros Rex.

– «Ansiar» es una palabra un poco exagerada -Bram le devolvió la sonrisa-. Pero estoy dispuesto a admitir que estaba un poco expectante.

Bram miró a Flora con una intensidad que la perturbó.

– ¿Tienes apetito? -dijo ella para cambiar de tema.

Estaban rodeados de tiendas, restaurantes y puestos de mercadillo. Flora necesitaba cualquier excusa para distraerse y evitar caer en la tentación de intimar con Bram. Debía estar alerta. No podía arriesgarse a bajar sus defensas ante un hombre cuyo objetivo era descubrir sus debilidades y aprovecharse de ellas.

– Me gustaría visitar ese mercadillo -dijo, al fin.

– Tú mandas -contestó Bram.

– Me cuesta creerte.

– ¿No has conseguido que viniera contigo?

Bram tenía razón, pero Flora no estaba segura de cuáles eran sus motivos reales, ni de por qué no había aceptado la invitación muda de la mujer rubia que los observaba en la piscina.

Avanzaron por la calle y Flora, distraída con el bullicio y la actividad que los rodeaba, se olvidó del tema.

Había puestos de comida y de artesanía, con máscaras, tallas de madera y pequeñas figuras de dioses labradas en piedra.

Bram compró una máscara de un espíritu para el hijo de un amigo y se cubrió el rostro con ella para enseñársela a Flora.

– Le va a dar pesadillas -comentó ella. Un puesto de joyas reclamó su atención.

– Va a ser la envidia de sus amigos -dijo Bram. Eligió un par de pendientes de plata y los sujetó junto a la oreja de Flora, rozando levemente su mejilla-. ¿Por qué no usas joyas? ¿No deberías servir de escaparate de tus propios diseños?

– India y Romana lo hacen mucho mejor que yo -replicó Flora. El roce de los pendientes y de la mano de Bram en su mejilla le dio un escalofrío. Tomó los pendientes de la mano de Bram y los contempló. Estaban hechos a mano, con el dibujo de un pictograma que representaba una palabra de la lengua de Saraminda. No eran una pieza refinada, pero resultaban elegantes.

Flora eligió una docena de pendientes y, por medio de signos y mucha simpatía, llegó a un acuerdo sobre el precio con el dueño del puesto.

– ¿Te has dado cuenta de que no hay nada de oro? -preguntó a Bram mientras esperaban a que envolvieran los pendientes.

– ¿No sería raro que hubiera piezas de oro en un mercadillo?

– Tal vez -Flora metió el paquete en el bolso. Quiso quitar importancia a su comentario-. Da lo mismo.

– Te estás preguntando de dónde salió el oro de la princesa. ¿No hay oro en la isla?

– Que yo sepa, no. Puede que hubiera alguna veta que se haya agotado. O puede que lo trajeran de otro lugar para intercambiarlo por otro metal precioso.

– O quizá los antiguos samarindanos eran piratas -propuso Bram-, y lo robaron.

– Es posible. También es posible que la princesa no fuera de aquí, que muriera durante un viaje y que la enterraran en la isla con el ceremonial que le correspondía por su rango.

– ¿Y su séquito se quedaría aquí tanto tiempo como para construirle una tumba?

– Si era una mujer de una posición muy elevada, sí. Por eso es importante tener datos históricos.

– ¿Y por eso estás empeñada en visitar las excavaciones?

– Desde luego. Sin información sólo puedo hacer un inventario de los objetos, sin magia ni misterio -Flora se dio cuenta de que estaba dejándose llevar por el entusiasmo y trató de disimular-. ¡Mira qué preciosidad!

Se dirigió con rapidez hacia un puesto de telas. Las había de todos los tipos y diseños, tejidas con hilo de plata y ricamente decoradas con figuras de animales y dibujos geométricos. Se echó uno de los cortes sobre el hombro para mostrárselo a Bram.

– ¿Qué te parece?

– Que deberíamos ir a los talleres textiles mañana por la mañana para que puedas apreciar las telas a la luz del día.

Puesto que el plan de excursión del día siguiente no había sido más que una excusa para que Bram no la creyera capaz de ir por su cuenta a explorar, Flora había olvidado completamente las visitas que tenían seleccionadas.

– Si esta es la calidad de las telas de Saraminda, iré a los talleres a primera hora del domingo. ¿Qué tela prefieres?

Bram eligió una tela ricamente bordada en plata, azul y bronce. Cuando el dueño del puesto cortó la pieza, Bram la tomó y envolvió los hombros de Flora con ella.

– Me gusta -comentó, convencido de que le quedaría aún mejor si ella se dejara el cabello suelto-. Hace juego con las uñas de tus pies.

Flora se volvió hacia el dueño del puesto para evitar que Bram viera su rubor y eligió más telas.

– ¿Antes de ir al museo? -preguntó Bram cuando esperaban a que las envolvieran. Flora lo miró sin comprender-. Has dicho que irías al taller el domingo. ¿No estabas ansiosa por ver el tesoro de la princesa?

Flora decidió aprovechar a su favor el error que acababa de cometer. Demostraría a Bram que el trabajo que realizaba para Claibourne & Farraday era tan importante para ella como sus investigaciones académicas.

– Tengo trabajo que hacer -dijo, para dar a entender que siempre daba prioridad a los negocios-. Tengo que hacer algunos contactos y organizar el envío de muestras a Londres.

– ¿Y para qué has comprado todo esto?

– Tengo que ver qué tal se adaptan las telas a la costura. Necesito encontrar un sastre -Flora miró en tomo, le dio el paquete a Bram para que pudiera ejercer de macho y, diciéndose que aquel gesto no significaba nada, le dio la mano para adentrarse entre la gente-. Muchas gracias por tener tanta paciencia.

– De nada. Estoy comprobando que hacer compras es un trabajo duro. Además, estás trabajando fuera de tu horario, entregándote a la empresa en cuerpo y alma.

– Te recordaré ese comentario cuando las dientas se agolpen a la entrada de los grandes almacenes, peleándose para conseguir un vestido hecho con telas de Saraminda, diseño exclusivo de Claibourne & Farraday.

– ¿Quieres decir que seguirás diseñando para nosotros cuando nos hagamos con la compañía?

Rora sonrió.

– Bram, es mejor que te hagas a la idea de que eso no va a pasar nunca. Olvídalo.

– Tienes razón.

– ¡No puedo creerlo! ¿Te das por vencido?

– Tienes razón en que este no es el lugar para hablar. ¿Por qué no vamos a comer algo exótico y discutimos este asunto con el estómago lleno?

Hora sabía que Bram bromeaba, pero no se molestó en contestar.

– Mira, ahí -exclamó.

Bram miró en la dirección que Flora señalaba esperando ver un restaurante.

– ¿Dónde?

– Una sastrería.

– ¿Y la comida?

– Primero el deber. Luego la comida.

Flora cruzó la calle y Bram no tuvo más remedio que seguirla. Para evitar separarse de ella, posó la mano en su espalda, y Flora sintió su tacto quemándola a través de la ropa.

– ¿Cuánto tardaremos? -preguntó Bram.

– No lo sé, pero ya sabes que el tiempo vuela cuando estás trabajando. No hace falta que te quedes a mirar -dijo Flora, separándose de él lo suficiente para escapar a su mano-. Hay un bar al lado. Iré a buscarte en cuanto acabe.

– Recuerda: si tú trabajas, yo también.

– En teoría. Pero seguro que has ido a más de un sastre. Visto uno, vistos todos.

– ¿Y que le cuentes a tu hermana que soy tu sombra únicamente de nueve de la mañana a cinco de la tarde? Ni hablar -Bram señaló con la barbilla la tienda en la que un hombre mayor, vestido con una túnica tradicional, los miraba expectante-. Cuando quieras.

Flora se encogió de hombros. Estudió el catálogo del sastre detenidamente, eligió los modelos apropiados para cada una de las telas, seleccionó forros y botones. Y todo el tiempo sintió los ojos de Bram siguiendo cada uno de sus movimientos.

El sastre le tomó la medida del pecho, la cintura y las caderas. Flora dobló el brazo para que se lo midiera y se dio la vuelta para acabar con la espalda, de hombro a hombro y del cuello a la cintura.

La mirada de Bram seguía cada uno de sus movimientos como una mano acariciadora. Era como si fuera él, y no el sastre, quien le rozaba el cuerpo con los dedos, quien le pasaba la mano por la espalda, por la cintura. Y su cuerpo, tan necesitado de la atención de un amante, respondió instintivamente. Sus pechos se llenaron y una sensación dolorosa se cobijó en su vientre.

Flora acababa de descubrir que una mirada podía ser tan física como una caricia.

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