– ¿Por qué te has pintado de azul las uñas de los pies?
La pregunta de Bram estaba tan alejada de los confusos pensamientos de Flora que por un momento creyó no haberla entendido.
– ¿Qué?
– Las uñas de los pies. No te pintas las de las manos, pero sí las de los pies. ¿Por qué?
El corazón de Flora necesitó unos momentos para volver a latir con normalidad.
– ¿Las uñas de los pies? -repitió-. ¿Quieres saber por qué me las he pintado?
– Ibas a decírmelo, pero nos distrajimos.
– ¿Y eso es todo? -preguntó Flora, que aún no sabia adonde los iba a llevar aquello.
– Tal vez. Dependiendo de tu respuesta, puede que haya una pregunta suplementaria.
– Ah, comprendo.
Por unos instantes, Flora había pensado que el mundo había vuelto a ser creado sólo para ella. Al parecer, se había equivocado. En lugar de ser su caballero andante, Bram era sólo su sombra y lo único que pretendía era sumar equivocaciones, contar errores.
Al parecer, el único fenómeno sin explicación eran sus uñas azules. La noche anterior no habría supuesto ningún problema. Se lo habría contado y probablemente se habrían reído. Pero en aquellos momentos sí era un problema…
– ¿Y bien? -dijo Bram, aparentemente impaciente por oír su respuesta.
– En realidad es una tontería.
– En ese caso, cuéntamela.
– No puedo. Es un secreto compartido.
– ¿Un secreto compartido? ¿Con quién?
– Ésa es la pregunta suplementaria, ¿no?
– ¿Con quién? -insistió Bram.
A Flora le habría gustado poder contarle alguna historia imaginativa sobre un amante secreto, sobre una promesa de amor eterno, pero Bram se habría dado cuenta enseguida de que estaba mintiendo. El rubor la delataría si tratara de inventar algo así. Y no podía mentirle.
– Con mi ahijado de siete años.
Bram parpadeó. Era obvio que lo había sorprendido.
– ¿Por qué?
– ¿Importa eso?
– Todo importa, Flora. Quiero saberlo todo sobre ti.
– ¿En serio? -por un momento, Flora experimento algo parecido a la alegría, pero enseguida comprendió que Bram era un Farraday y, para los Farraday, la información era poder-. Forma parte del equipo de fútbol de su colegio y tenían el partido de final de temporada con sus eternos rivales. Le prometí acudir para animar a su equipo y de pronto surgió este viaje.
– ¿Y en qué ayudó que te pintaras las uñas?
– Cuando le dije que no podría acudir a verlo, me pidió que hiciera algo para saber que estaría pensando en él, que llevaría algo todo el rato con los colores de su equipo -Flora bajó la mirada hacia los dedos de sus pies y los movió juguetonamente-. Así que dejé que me pintara las uñas. Él quería pintarme un pie de azul y el otro de amarillo, pero conseguí que se conformara con el azul.
– Para ser un niño de siete años hizo un buen trabajo.
– Las he retocado un par de veces -«por favor», pensó Flora conteniendo el aliento, «no me preguntes su nombre, por favor».
Como si hubiera leído su mente, Bram dijo:
– ¿Cómo se llama?
Flora permaneció en silencio, indecisa.
– John -dijo Bram, finalmente-. Se llama John, ¿verdad?
Flora asintió.
– ¿Por eso no querías decírmelo?
Ella se encogió de hombros y apartó la mirada. No quería que Bram se diera cuenta de hasta qué punto no quería hacer ni decir nada que pudiera dolerle.
– Voy a tener que hacer esa pregunta suplementaria. Flora.
– Ya has hecho dos preguntas suplementarias.
– En realidad eran todas la misma pregunta. Ahora quiero saber por qué no te pintaste las uñas de las manos a juego. O de otro color. ¿Quién te hizo daño, Flora? ¿Qué hizo quien fuera para conseguir que quieras parecer invisible?
– Ésa es toda una pregunta suplementaria -murmuró ella.
– Son las que merecen la pena.
Cualquier cosa. Flora era muy consciente de que le había dicho que podía preguntarle cualquier cosa. Él le había contado su secreto más oscuro, le había revelado el dolor de su corazón. Ella no podía hacer menos.
– Steve -dijo-. Se llamaba Steve -tras una pausa, añadió-: Supongo que se sigue llamando así.
– ¿No Seb? ¿Ni Sam?
Flora lo miró, insegura, y recordó cómo se había burlado de él, aunque le sorprendió que lo recordara.
– Steve -repitió-. Nunca he olvidado su nombre.
– Eso suponía.
– Era el hombre más guapo que había visto en mi vida. Tenía el pelo rubio color maíz y el cuerpo de un jugador profesional de tenis, cosa que había sido. En aquella época, mi madre estaba entre maridos y había decidido tomar clases de tenis. Es un tópico, ¿verdad? Perder la virginidad con el profesor de tenis.
– Suceda como suceda, perder la virginidad siempre es un tópico.
– Yo tenía diecisiete años -continuó Flora-, y apenas sabía lo que era un beso. Al menos, como los que él me dio. Me arrojé en sus brazos sin ningún reparo.
– Eso es lo que piden las hormonas que hagas cuando tienes diecisiete años. Es el modo que tiene la naturaleza de perpetuar la especie.
– Supongo que tienes razón -Flora cerró los ojos y alzó un momento el rostro hacia el sol.
– Eso no es todo, ¿no?
No. No era todo.
– Hice todo lo posible por llamar su atención. El bromeó y flirteó un poco conmigo, pero yo quería más, mucho más -Flora bajó la mirada hacia la arena y añadió-: Steve tendría que haber sido un santo para resistir la tentación.
– ¿Y dónde estaba tu madre mientras sucedía eso?
– Andaba por allí, pero estaba ocupada. Se pasaba las horas en el salón de belleza y de compras. Al parecer, mantenerse en forma como ella es un trabajo de jomada completa. Entonces no llegué a darme cuenta de que Steve andaba merodeando a mi alrededor por ella, no por mí. Pensaba que yo era la atracción. Era una chica de diecisiete años muy inocente.
– Algo de lo que él debía ser muy consciente, ¿no?
– Tal vez eso fuera parte de la atracción. No hay nada más tentador que la fruta prohibida, y la tentación surgía en todas partes. En el cenador, en el cuarto de estar…
– Y supongo que su capacidad de resistencia a la tentación era nula, ¿no?
– ¿Crees que para un hombre puede resultar excitante tener a la madre y a la hija…?
– No creo que a mí me excitara algo así -dijo Bram en tono cortante-. ¿Qué pasó cuando tu madre se enteró?
– No llegó a enterarse. Fui yo la que «se enteró». Mi madre se llevó a Steve a Estados Unidos durante una semana… Ni siquiera entonces me di cuenta de lo que pasaba. Pero cuando volvieron estaban casados.
– ¿Steve es el amante joven con el que se ha casado? -Bram parecía confundido-. Pensaba que había sido algo más reciente.
– Steve no duró más que unos meses. En la actualidad, mamá tiene un nuevo modelo.
– ¿Y qué explicación te dio?
– No entendía por qué estaba tan disgustada. Me dijo que creía que ya lo sabía, que yo me había comportado como lo había hecho por una especie de acto de rebeldía. Dijo que pensaba que me estaba haciendo un favor, y no entendía por qué no podíamos seguir como hasta entonces.
– ¿Se lo dijiste a tu madre?
– No. Yo sabía que me había portado mal, que había hecho una estupidez. Una vez que supe lo que había estado pasando, todo me pareció muy obvio. Y sabía que mamá se enfadaría más conmigo que con él. Después de todo, él era un hombre. ¿Qué más podías esperar?
– Supongo que un poco más que eso.
– Mi padre fue su primer marido y él fue el primero en engañarla. Sólo fue fiel a la madre de India. Para ser sincera, creo que nunca superó que lo dejara -Flora suspiró antes de continuar-. Además, contarle a mi madre lo sucedido sólo habría servido para hacerla infeliz antes de tiempo. De manera que me fui a Italia a hacer unos cursos de verano y para cuando volví, Steve ya era historia.
– ¿Nunca se lo habías contado a nadie?
– Sólo a ti.
Bram alzó una mano y acarició el rostro de Flora con los dedos. Por un momento, esta creyó que iba a besarla, pero no podía soportar la idea de que sintiera lástima por ella.
– ¿Tienes hambre? -preguntó rápidamente. Sin esperar a que contestara, se volvió y se encaminó hacia el Jeep, negándose a cojear a pesar del dolor que sentía en la rodilla.
– Parece que tu pierna ha mejorado -dijo Bram cuando se reunió con ella.
– Supongo que el agua fría ha ayudado -contestó Flora y, a pesar del sol que caía de lleno sobre ellos, se estremeció. Se secó las manos y la cara con su blusa y, al ir a ponérsela sobre el sujetador empapado, vio un desgarrón que se había hecho cuando Bram la había sujetado por detrás para evitar que cayera.
– Toma -dijo él a la vez que le ofrecía su camisa-. Ponte esto.
– Se va a mojar.
– Es preferible que se moje a que tú te quemes -Flora dudó mientras Bram sostenía la camisa para que se la pusiera, pero acabó introduciendo los brazos en las mangas. A continuación, él empezó a abrochársela sin ninguna prisa. Cuando terminó, no se apartó de ella.
– Gracias -susurró Flora, pero Bram siguió sosteniendo la camisa por el cuello.
– Deberías habérselo contado a alguien, Flora -dijo-. Tal vez a India. O si no podías hablar con ella, a alguien que pudiera aconsejarte. Cualquier persona madura te habría reconfortado y te habría dicho que no habías hecho nada malo.
– No podía… -y sin embargo se lo había dicho a él. Había confiado en él. Como él había confiado en ella.
– No tienes por qué esconderte de mí. Somos socios -Bram la besó en la frente-. No más secretos -la besó en los labios con dulzura, pero el beso acabó casi antes de empezar-. Y se acabaron las peinetas. Prométemelo.
– Lo prometo -susurró ella.
Los dedos de Bram se tensaron en tomo a la tela de la camisa y, por un momento, la tentación de ir más allá fue muy intensa. La deseaba tanto… Quería demostrarle que era la mujer más bella del mundo, que ninguna otra le hacía sombra… Pero ¿por qué iba a creer que él era diferente? A fin de cuentas, estaba trabado de quedarse con algo de lo que ella se enorgullecía, en lo que ella creía.
Le había pedido que confiara en él, pero ¿por qué iba a hacerlo? Y, en realidad, ¿qué sabía él de ella? Habían compartido sus secretos. Él le había contado cosas que nunca le había dicho a nadie. Ella le había abierto su corazón. Habían avanzado mucho en poco tiempo, pero ambos sabían lo fácil que resultaba ser engañado, la facilidad con que podía cometerse una estupidez a causa del deseo.
Sin embargo, a pesar de su reserva, Flora se había arrojado con entusiasmo entre sus brazos la noche anterior. Y la mirada que le estaba dedicando en aquellos momentos estaba calculada para hacer hervir la sangre de cualquier hombre. Y la suya estaba hirviendo, pero de todos modos dio un paso físico y mental atrás para distanciarse de lo que, sólo tres días atrás, habría parecido una imposibilidad. Para distanciarse de la posibilidad del dolor.
– Bien. Ahora que hemos dejado eso aclarado -dijo-, será mejor que comamos algo.
Flora lo miró como si la hubiera abofeteado. Luego dijo:
– Si no te importa, creo que preferiría volver al hotel. Si no hago algo rápidamente con mi pelo, nunca podré volver a peinarlo.
Era una excusa, y ambos lo sabían, pero Bram abrió la puerta del Jeep sin decir una palabra. Hicieron el viaje de vuelta en completo silencio. Cuando entraron en el hotel se encontraron en medio de una celebración con champán. Los empleados del hotel, los huéspedes… Todo el mundo parecía de fiesta. Y entre ellos estaba la rubia misteriosa con Tipi Myan y un hombre alto y robusto que debía tener unos diez años más que Bram.
En cuanto los vio, Tipi Myan se acercó a ellos.
– ¡Señorita Claibourne! ¡Señor Gifford! Me alegra ver que se están divirtiendo. ¿Han estado en alguna de nuestras bellas playas?
– Entre otras cosas -dijo Bram-. ¿Qué están celebrando?
Myan se encogió de hombros.
– No hay motivo para no contárselo ahora. Me temo que, como muchas nuevas naciones emergentes, contamos con una minoría inquieta que quiere alterar el orden establecido y causar problemas.
– ¿Y?
– Un pequeño grupo, empeñado en alejar del poder a nuestra dinastía real, secuestró a un ingeniero que había venido de Australia para asesorarnos sobre el mejor modo de asegurar la tumba, de protegerla. Lo han tenido retenido durante los últimos cinco días.
Bram frunció el ceño.
– ¿Y no se le ocurrió que Flora podía correr peligro si venía? -preguntó.
– Cuando todo sucedió ya era demasiado tarde para alisarla. Ustedes ya se hallaban en camino cuando nosotros nos enteramos de lo sucedido. Por supuesto, no podían ir a la tumba.
– ¿Ha dicho que lo «han tenido» retenido? -preguntó Flora-. ¿En pasado?
– Sí, gracias a Dios. Ha sido rescatado esta mañana. Nuestro servicio de seguridad localizó a los rebeldes en las montañas y logró liberar al rehén sin que sufriera ningún daño. Su pobre esposa ha sido tan comprensiva, tan paciente. Como comprenderán, la necesidad de discreción… -Myan fue distraído por un conocido que se acercó a saludarlo.
– Pobre mujer -dijo Flora-. Había pensado ir a hablar con ella. Ojalá lo hubiera hecho -al mirar a Bram comprendió por qué había estado evitando a la mujer desconocida-. Te recordaba a… -se interrumpió-. Lo siento.
Bram la tomó de la mano.
– Tienes razón, por supuesto, pero yo no debería asumir con tanta facilidad que todo el mundo actúa de manera interesada. Debo tratar de ser más amable.
– Yo no tengo quejas.
– Tú eres demasiado amable -dijo Bram con una sonrisa irónica mientras Tipi Myan volvía a reunirse con ellos.
– Lo siento… ¿Qué estaba diciendo?
– ¿Algo sobre la necesidad de discreción? -sugirió Bram.
– Siempre es mejor mantener estás cosas en secreto. Pero la buena noticia es que ya pueden acudir a ver la tumba. ¿Tal vez mañana? Hay unos grabados en la roca que encontrará realmente interesantes, señorita Claibourne.
– Lo cierto es que ya… -empezó Flora.
– Creo que Flora preferiría que le facilitara algunas fotografías -interrumpió Bram con rapidez antes de que ella terminara de confesar la verdad-. No quiero que corra riesgos innecesarios. Pero estaremos en el museo a primera hora de la mañana. ¿Qué tal a las nueve?
Tipi Myan hizo una inclinación de cabeza.
– Estaré allí, por supuesto.
Bram tiró delicadamente de Flora para alejarla de la celebración.
– No creo que sea necesario explicar a Tipi Myan cómo hemos pasado la mañana, ¿no te parece?
– Nunca seré capaz de guardar un secreto.
Bram movió la cabeza.
– En ese caso, no entiendo cómo has podido mantener tanto tiempo en secreto tu aventura con el profesor de tenis.
– Tal vez porque fue algo excepcional -admitió Flora mientras devolvían la nevera portátil en recepción-. Normalmente soy un desastre para guardar secretos.
– ¿Quieres decir que no voy a tener que torturarte para averiguar qué carta se guarda tu hermana bajo la manga para mantener a los Farraday alejados de la empresa?
– ¿Torturarme?
– Normalmente, las cosquillas funcionan -contestó Bram, sonriente-. Pero está claro que no sabes nada, o a estas alturas ya me lo habrías contado.
Flora se ruborizó al instante.
– ¡Señorita Claibourne! -el recepcionista la saludó casi con alivio-. No esperaba que volvieran hasta más tarde. Tienen visita.
– ¿Visita? -repitió ella, sorprendida.
El recepcionista señaló a un hombre y una mujer joven que se hallaban sentados en un sofá de recepción.
– Han dicho que usted les pidió que vinieran. Yo les he dicho que llegarían tarde, pero han insistido en esperar.
– Bien -dijo Flora, pero no se movió.
Aún estaban atrapados en el secreto no revelado que su rubor había traicionado. Bram dio un paso atrás.
– Sea lo que sea, no quiero saberlo.
– Pero…
– No -Bram cubrió con un dedo los labios de Flora-. Vamos a hablar con tu fabricante de pendientes.
– Ésa ha sido tu buena obra del día -dijo Bram. El hombre que fabricaba las joyas y su esposa, que había acudido para hacer de traductora, se habían ido radiantes del hotel tras acordar con Flora que esta iría a visitar su taller. Bram también sonreía-. Puedes donar las cien libras que me debes a tu asociación benéfica favorita.
– Considéralo hecho.
– O, a cambio, podrías invitarme a cenar.
– Me encantará hacer ambas cosas, pero lo cierto es que aún no hemos comido -le recordó Flora. Miraron hacia la terraza, en la que la celebración se hallaba en pleno apogeo-. No tengo demasiadas ganas de tanta compañía. Llamaré al servicio de habitaciones.
– Buena idea.
– Y luego quiero ir a la tienda de las telas.
– No puedes conducir con la rodilla en ese estado.
– Donde voy yo, vienes tú… ¿No fue eso lo que dijiste? -dijo Flora y, en tono ligeramente irónico, añadió-. ¿O tal vez prefieres quedarte a echar una siesta?
– Sólo si eso es una invitación -Bram rió al ver que ella volvía a ruborizarse-. Y yo que pensaba que esto iba a ser aburrido. Ve a arreglarte el pelo mientras yo encargo la comida. Luego iremos a ver las telas y el jardín botánico…
– Y a recoger mis chaquetas.
– Eso también. A cualquier sitio en el que haya mucha gente.
Flora frunció el ceño.
– ¿Estás buscando multitudes?
– Necesitamos conocernos un poco mejor antes de… antes de llegar a conocemos mucho mejor.
Flora corrió a ducharse antes de cambiar de opinión respecto a aquella siesta. Pero se dejó el pelo suelto y se vistió con más esmero del que ponía desde hacía mucho tiempo.
Bram estaba firmando el recibo del camarero cuando Flora se reunión con él en la terraza. El pelo suelto le llegaba casi a la cintura y llevaba una camisa blanca sujeta con un nudo bajo sus pechos para ofrecer una visión parcial de su estómago firme y plano. Y se había pintado las uñas de las manos a juego con las de los pies.
Por un momento, Bram estuvo a punto de olvidar todos sus planes respecto a la comida. Pero resistió la tentación y, mientras Flora se sentaba frente a él, tomó su servilleta y dijo.
– Háblame de tu primer recuerdo.
Flora hincó su tenedor en un trozo de la ensalada de pollo al jengibre que se hallaba ya sobre la mesa.
– Umm, qué buena está -dijo, y luego miró a Bram a los ojos-. ¿Es éste tu plan para llegar a conocemos… mejor?
– Es un comienzo -contestó él con la voz repentinamente ronca. Se aclaró la garganta-. Yo te hago una pregunta y luego me haces tú otra a mí.
– ¿Puedo preguntar lo que quiera?
– Sólo dejaremos al margen asuntos de la empresa.
Flora se encogió de hombros.
– De acuerdo. Mi primer recuerdo es de mi madre inclinándose hacia mí para darme un beso de buenas noches. Supongo que iba a salir y llevaba un collar. Lo agarré, tiré de él y las perlas salieron disparadas en todas direcciones.
– ¿Se enfadó?
– No. Se rió y dijo que quería seguir sus pasos.
– Pues se equivocó.
– ¿Tú crees? Lo que más deseábamos las dos era que nos quisieran. Y ya sabes lo que se dice…: las mujeres ofrecen sexo para obtener amor.
– ¿Y los hombres? ¿Qué hacen los hombres?
– ¿Ofrecer amor para obtener sexo?
A punto de decirle que se equivocaba, Bram pensó que las palabras no bastaban. Flora necesitaba una demostración, no una declaración, de manera que se limitó a decir:
– Es tu turno.
– ¿De hacerte una pregunta? -Flora permaneció un momento pensativa-. De acuerdo. ¿Quién fue la primera chica a la que besaste?
– Sarah Carstairs -contestó Bram de inmediato-. Fue mi primer día de colegio. Ella sabía dónde se guardaban los lápices de colores y se negó a decírmelo a menos que la besara.
Flora rió.
– Menuda descarada. ¿Cuántos años tenía?
– Cuatro. Si yo hubiera prestado la atención debida a la lección que me dio ese día, tal vez me habría ahorrado muchos pesares.
– No todas las mujeres son iguales.
– No todos los hombres son como Steve.
Flora apartó la mirada.
– ¿Has terminado?
– ¿De comer o de hacer preguntas? -quiso saber él.
– De comer. Tenemos mucho que hacer esta tarde.
– ¿Qué tal está tu pierna? Yo podría hacer de turista mañana mientras estás en el museo. Incluso podría ocuparme de ir a recoger las chaquetas.
Al parecer, Bram había dicho lo que ella quería oír, pues Flora alargó una mano para tomar la suya sobre la mesa.
– Quiero que estés conmigo cuando vea el oro de la princesa, Bram -dijo y, con la voz impregnada de un deseo que ninguno de los dos estaba preparado para reconocer, dijo-: Y entre tanto, si la rodilla sigue molestándome, dejaré que me lleves en brazos a todas partes.
– ¿En serio? -Bram se llevó la mano de Flora a los labios y besó sus uñas recién pintadas-. ¿Y quién es la descarada ahora, señorita Claibourne?
– ¿Es ésa tu siguiente pregunta?
– Sí, pero si realmente quieres ir a ver las telas, te recomiendo que no la contestes.