– La muerte llega, como debe ser, a todos los hombres y trae consigo la separación inevitable de los seres queridos, – entonó el Reverendo Tippet en su solemne tono lacónico-. Acabamos de perder a Henry Shaw, amado esposo, padre y destacado miembro de nuestra comunidad-. El reverendo hizo una pausa y recorrió con la mirada al numeroso grupo reunido para el último adios-. Henry estaría complacido de ver tantos amigos hoy aquí.
Henry Shaw habría echado una mirada a la línea de coches aparcados más arriba de la entrada del Cementerio Salvation y habría considerado la respetable concurrencia como algo que se merecía. Hasta que lo habían derrotado en las elecciones del año anterior en favor de ese vil demócrata George Tanasee, había sido alcalde de Truly, Idaho, durante más de veinticuatro años.
Henry fue un hombre eminente en la pequeña comunidad. Poseía la mitad de los negocios y tenía más dinero él solo que el resto del pueblo junto. Poco después de que su primera esposa se divorciara de él hacía veintiséis años, había salido de juerga y la había reemplazado por la mujer más bonita que pudo encontrar. Poseía el más fino par de Weimaraners [2] del estado, Duke y Dolores, y hasta hacía poco, había vivido en la casa más grande del pueblo. Pero eso había sido antes de que esos chicos de los Allegrezza hubieran empezado a construir por todo el maldito lugar. También tenía una hijastra, pero no había hablado con ella durante años.
Henry amó su posición en la comunidad. Fue cálido y generoso con la gente que estaba de acuerdo con sus opiniones, pero si no eras amigo de Henry, entonces eras su enemigo. Los que se habían atrevido a desafiarle normalmente acabaron lamentándolo. Había sido un pomposo blanco hijo de puta, y cuando encontraron sus restos calcinados en el cobertizo donde acabó su vida, algunos miembros de la comunidad opinaron que Henry Shaw había tenido exactamente lo que se merecía.
– A la tierra firme damos el cuerpo de nuestro amado hermano. La vida de Henry…
Delaney Shaw, la hijastra de Henry, mientras oía el tono blando en la voz del Reverendo Tippet miró de reojo a su madre. Los colores oscuros del luto le sentaban bien a Gwen Shaw, pero Delaney no estaba sorprendida. A su madre todo le sentaba bien. Siempre había sido así. Delaney volvió a mirar los ramos de rosas amarillas que cubrían el ataúd de Henry. Los rayos brillantes del sol de junio encendían chispas en la caoba pulida y el brillante latón. Metió la mano dentro del bolsillo del traje verde que había pedido prestado a su madre y cogió sus gafas de sol. Deslizando la montura de carey sobre su cara, se ocultó de los hirientes rayos de sol y de las miradas curiosas de la gente a su alrededor. Enderezó los hombros y respiró profundamente varias veces. No había vuelto a casa durante diez años. Siempre había tenido intención de regresar y hacer las paces con Henry. Ahora era demasiado tarde.
Una brisa ligera movió sus rizos dorados veteados de rojo rozando su cara, se colocó el pelo por detrás de la oreja. Debería haberlo intentado. No debería haber estado alejada tanto tiempo. No debería haber permitido que pasaran tantos años, pero nunca había pensado que se moriría. No Henry. La última vez que se habían visto, se habían dicho cosas horribles el uno al otro. Su cólera había sido tan feroz, que todavía la podía recordar claramente.
Un sonido como la cólera de Dios sonó en la distancia, y Delaney subió la mirada al cielo, medio esperando ver truenos y relámpagos, como si la llegada de un hombre como Henry hubiera creado turbulencias en el paraíso. El cielo azul permanecía claro, pero el estruendo continuaba, llamando la atención hacia las puertas de hierro del cementerio.
Montado a horcajadas sobre la laca negra y el brillante cromo, con el pelo despeinado por el viento cayendo sobre los anchos hombros, un solitario motorista llamaba la atención de la multitud congregada para ofrecer su adiós. El monstruoso motor hacía vibrar la tierra y sacudía el aire, ahogando el acto con el sonido que salía por los enormes tubos de escape. Con unos descoloridos pantalones vaqueros y una suave camiseta blanca, el motorista desaceleró y paró la ensordecedora Harley delante del coche fúnebre gris. El motor se detuvo, y el talón de su bota raspó el asfalto mientras colocaba la moto sobre el soporte. Luego con un movimiento fluido, se levantó. La barba de varios días hacía más oscuras las mejillas y la mandíbula, desviando la atención a la boca firme. Un pequeño aro de oro perforaba su oreja, mientras unas Oakley plateadas ocultaban sus ojos.
Había algo vagamente familiar en el grosero motorista. Algo en su suave piel olivacea y en su pelo negro, pero Delaney no lo lograba situar.
– Oh, Dios mío, – a su lado, su madre se quedó sin aliento-. No me puedo creer que se atreva a presentarse vestido así.
Su falta de fe fue compartida por otras personas, lo suficientemente maleducadas para cuchichear en voz alta.
– Él es un problema.
– Siempre ha sido malo hasta los huesos.
Los Levi’s acariciaban sus muslos firmes, ahuecándose en su entrepierna, cubriendo sus largas piernas con el suave tejido. La cálida brisa aplastó su camiseta contra su ancho y musculoso pecho. Delaney levantó su mirada a su cara otra vez. Lentamente él se quitó las gafas de sol del puente de la nariz recta y las metió en el bolsillo de la camiseta. Sus ojos gris claros miraron directamente hacia ella.
El corazón de Delaney se detuvo y sus huesos se derritieron. Reconoció esos ojos que la habían hecho arder. Eran exactamente iguales a los de su padre irlandés pero mucho más sorprendentes porque estaban alojados en una cara producto de su herencia vasca.
Nick Allegrezza, la fuente de sus fascinaciones de juventud y el origen de sus desilusiones. Nick, la serpiente de labia hábil y zalamera. Apoyó su peso en un pie como si no advirtiera la agitación que había causado. Lo más seguro era que la advirtiera y simplemente no le importara. Delaney llevaba fuera diez años, pero algunas cosas obviamente no habían cambiado. Nick estaba más musculoso y sus rasgos habían madurado, pero seguía teniendo una presencia imponente.
El reverendo Tippet inclinó la cabeza-. Recemos por Henry Shaw, – comenzó. Delaney inclinó la barbilla y cerró los ojos. Incluso cuando era un niño, Nick había atraído más que un poco de atención. Su hermano mayor, Louis, también había sido salvaje, pero Louie nunca había sido tan salvaje como Nick. Todo el mundo conocía a los hermanos Allegrezza como los locos e impulsivos vascos, de manos largas y tan brutos como los reclusos.
Cada chica del pueblo había sido advertida de que se alejara de los hermanos, pero igual que las polillas eran atraídas por la luz, muchas habían sucumbido a la llamada salvaje y se habían lanzado sobre “Esos chicos vascos”. Nick había ganado la reputación despojando a inocentes vírgenes de su ropa interior. Pero no había seducido a Delaney. En contra de la creencia popular, ella no se había sacado las botas con Nick Allegrezza. No le había quitado “su” virginidad.
Al menos no técnicamente.
– Amén, – los asistentes lo recitaron como si fueran uno.
– Sí. Amén, -pronunció Delaney, sintiéndose un poco culpable por sus irreverentes pensamientos durante una oración al Señor. Ella miró por encima de sus gafas de sol, y sus ojos se entrecerraron. Observó el movimiento de los labios de Nick mientras hacía una rápida señal de la cruz. Era católico por supuesto, como las otras familias vascas del área. No obstante, parecía un sacrilegio ver como un motorista abiertamente sexual, con el pelo largo y con un pendiente, hacía la señal de la cruz como si fuera un sacerdote. Entonces como si tuviera todo el día, él alzó la mirada lentamente del traje de Delaney a su cara. Por un instante, algo centelleó en sus ojos, pero tan rápidamente como apareció se fue, y su atención fue atraída por la mujer rubia con un vestido rosa y ajustado que tenía al lado. Ella se puso de puntillas y murmuró algo en su oído.
Los asistentes se agruparon alrededor de Delaney y su madre, deteniéndose para ofrecer sus condolencias antes de irse hacia sus coches. Perdió de vista a Nick y centró su atención en la gente que desfilaba por delante de ella. Reconoció a la mayor parte de las amistades de Henry, que se pararon para hablarle, pero vio muy pocos rostros por debajo de la cincuentena. Sonrió e inclinó la cabeza estrechando manos, odiando cada minuto de su escrutinio. Quería estar sola. Quería estar a solas para poder pensar en Henry y en los buenos tiempos. Quería recordar al Henry de antes de la discusión en la que se habían insultado terriblemente. Pero sabía que no tendría oportunidad hasta mucho más tarde. Estaba emocionalmente exhausta, y cuando su madre y ella lograron llegar a la limusina que las llevaría de regreso a casa, no quería hacer nada más que dormir.
El trueno de la Harley de Nick atrajo su atención y lo miró por encima del hombro. Él aceleró al máximo el motor dos veces, luego quitó el apoyo y arrancó la gran moto. Las cejas de Delaney descendieron mientras lo veía pasar por delante, sus ojos centraron su atención en la rubia que se apretaba contra su espalda como una lapa humana. Él había ligado con una mujer en el entierro de Henry, se la llevaba como si la hubiera pescado en un bar. Delaney no la reconoció, pero no estaba realmente sorprendida de ver una mujer dejando el entierro con Nick. Nada era sagrado para él. No tenía límites.
Se subió a la limusina y se hundió en los lujosos asientos de terciopelo. Henry había muerto, pero nada más se había alterado.
– Fue un oficio realmente bonito, ¿no crees?
La pregunta de Gwen, interrumpió los pensamientos de Delaney mientras el coche se alejaba del cementerio y se dirigía hacia la autopista 55.
Delaney posó su mirada en los destellos azules del Lago Mary apenas visible entre el denso bosque de pinos-. Sí, -contestó, fijando su atención en su madre-. Fue estupendo.
– Henry te quería. Pero no sabía como demostrarlo.
Habían tenido esa misma conversación muchas veces, y Delaney siempre tenía la impresión de que no hablaban de él. La conversación siempre empezaba y acababa igual, pero nunca resolvía nada-. ¿Cuántas personas crees que vendrán?- preguntó, refiriéndose al buffet posterior al funeral.
– Casi todo el mundo, supongo-. Gwen acortó la distancia que las separaba y colocó el pelo de Delaney detrás de su oreja.
Delaney medio esperó que su madre se mojara los dedos y colocara un rizo sobre su frente como había hecho cuando Delaney era niña. Lo odiaba entonces, y lo odiaba ahora. Era una fijación, como si no fuera lo suficientemente buena tal y como era. La continua y constante queja, como si así la pudiera convertir en algo que no era.
No. Nada había cambiado.
– Estoy tan contenta de que estés en casa, Laney.
Delaney se sintió sofocada y se apresuró a abrir la ventanilla eléctrica. Aspiró el aire fresco de la montaña y lo expulsó lentamente. Dos días, se dijo a sí misma. Se iría a casa en dos días.
La semana pasada, había recibido la notificación de que la mencionaban en el testamento de Henry. Después de la forma en que habían terminado, no suponía que la hubiera incluido. Se preguntó si habría incluido también a Nick, o si ignoraría a su hijo, incluso después de su muerte.
En seguida se preguntó si Henry le habría dejado dinero o propiedades. Muy probablemente le hubiera dejado algo para hacer la gracia, como un viejo barco pesquero oxidado o un chaquetón usado. Fuera lo que fuera no tenía importancia, se iba exactamente después de que leyeran el testamento. Ahora todo lo que tenía que hacer era reunir el coraje para decírselo a su madre. Tal vez era mejor que la llamara desde un teléfono público de las afueras de Salt Lake City. Hasta entonces, tenía intención de buscar algunas de sus antiguas amigas, dejarse caer en algunos de los bares locales, y esperaba poder soportarlo hasta que se pudiera ir a casa, a una gran ciudad donde sí podía respirar. Sabía que si se quedaba más de unos días, perdería la cabeza, o incluso peor, se perdería a sí misma.
– Pero bueno, mira quien ha vuelto.
Delaney colocó una bandeja de champiñones rellenos en la mesa del buffet y luego miró los ojos de su enemiga de infancia, Helen Schnupp. Mientras crecía, Helen había sido como una espina clavada en Delaney, una piedra en su zapato y un dolor colosal en el culo. Cada vez que Delaney se había dado la vuelta, Helen había estado allí, normalmente un paso por delante. Helen había sido más bonita, más rápida en la pista y mejor en baloncesto. En segundo grado Helen le había quitado el primer lugar en el concurso de ortografía del condado. En octavo Helen había ganado las elecciones de delegada de curso, y en décimo primer grado la habían pillado en el cine al aire libre con el novio de Delaney, Tommy Markham, cabalgando sobre su “salchicha” en la parte trasera de la camioneta de la familia Markham. Una chica no olvidaba una cosa como esa, pero Delaney tuvo el silencioso placer de ver la caída de Helen y ver la luz al final del tunel.
– Helen Schnupp, -dijo, odiando admitir para sí misma que quitando el desastroso peinado, su vieja enemiga era todavía muy bonita.
– Es Markham ahora-. Helen cogió un croissant y lo rellenó con lonchas de jamón-. Tommy y yo llevamos siete años felizmente casados.
Delaney forzó una sonrisa-. ¿No es maravilloso?- también se dijo a sí misma que los dos le importaban un bledo, pero siempre había disfrutado de la fantasía de un final estilo Bonnie & Clyde para Helen y Tommy. El hecho que ella todavía albergara tal animosidad no la molestó tanto como debería. Tal vez fuera el momento de comenzar esa psicoterapia que había estado postergando.
– ¿Estás casada?
– No.
Helen le echó una mirada llena de piedad-. Tu madre me dijo que vives en Scottsdale.
Delaney contuvo el deseo de aplastar el cruasán de Helen en su nariz-. Vivo en Phoenix.
– ¿Oh?- Helen cogió unos champiñones y los puso en su plato-. No debí entenderla bien.
Delaney dudaba que hubiera nada mal en el oído de Helen. Su pelo era otra cosa, sin embargo, si Delaney no tuviera la intención de irse a los pocos días, y si fuera una buena persona, se hubiera podido ofrecer a reparar una parte del desaguisado. Podría haber echado una mascarilla de proteínas en el pelo indomable de Helen y podría haber envuelto su cabeza en celofán. Pero no era una buena persona.
Su mirada escudriñó el comedor lleno de gente hasta que localizó a su madre. Rodeada de sus amistades, cada cabello rubio en perfecto orden, con el maquillaje impecable, Gwen Shaw era igual que una reina recibiendo a sus súbditos. Gwen siempre había sido la Grace Kelly de Truly, Idaho. Ella incluso se parecía un poco a Gwen. A los cuarenta y cuatro años, aparentaba treinta y nueve y, como ella decía, era demasiado joven para tener una hija de veintinueve años.
En cualquier otro sitio, una diferencia de edad de quince años entre madre e hija podía haber hecho arquear algunas cejas, pero en un pequeño pueblo de Idaho, no era raro que algunos “dulces corazones” se casaran al día siguiente de la graduación, algunas veces porque la novia estaba a punto de ponerse de parto. Pero nadie pensaba mal de un embarazo en una menor de edad, a menos que por supuesto la adolescente no estuviese casada. Eso sí era algo tan escandaloso como para alimentar los chismes durante años.
Todos los habitantes de Truly creían que la joven esposa del alcalde había quedado viuda poco después de que se hubiera casado con el padre biológico de Delaney, pero era mentira. A los quince años, Gwen había estado liada con un hombre casado, y cuando él se enteró de que estaba embarazada, se deshizo de ella que abandonó su pueblo.
– Veo que regresaste. Creía que habías muerto.
Ese comentario atrajo la atención de Delaney, la vieja señora Van Damme encorvada sobre un bastón de aluminio se inclinaba hacia un huevo picante, su aplastado pelo blanco estaba exactamente igual que como lo recordaba Delaney. No podía acordarse del nombre de pila de la mujer. Ni siquiera sabía si alguien lo había usado alguna vez. Todo el mundo se había referido a ella como la vieja señora Van Damme. La mujer era realmente vieja ahora, con la espalda encorvada por la edad y la osteoporosis, parecía un fósil humano.
– ¿Le puedo traer algo de comer?- se ofreció Delaney, intentando recordar si la había visto alguna vez con un vaso de leche, o como mínimo con Tums [3] enriquecido en calcio.
La señora Van Damme peló un huevo, luego le dio a Delaney su plato-. Algo de esto y eso, -dirigió, apuntando varios platos diferentes.
– ¿Le gusta la ensalada?
– Me da gases, – murmuró la Sra. Van Damme, luego señaló un tazón de ambrosía-. Eso me parece bien y un ala de pollo también. Me dan ardores, pero traje mi Pepto [4].
Para ser tan pequeña y endeble, la vieja Sra. Van Damme comia como un leñador-. ¿Está emparentada con Jean Claude?- bromeó Delaney, tratando de aligerar un poco la sombría ocasión.
– ¿Con quién?
– Jean Claude Van Damme, el actor de artes marciales.
– No, no sé quien es Jean Claude, pero tal vez lo esté con la familia de Emmett. Los Emmett Van Dammes siempre tienen problemas, siempre arman jaleo sobre una cosa u otra. El último año, a Teddy, su segundo nieto, lo arrestaron por robar en Smokey un gran oso que había delante del Centro de Visitantes ¿Para que lo querría de todas formas?
– Puede que porque su nombre era Teddy.
– ¿Cómo?
Delaney frunció el ceño-. No importa-. Ni siquiera debía haberlo intentado. Había olvidado que su sentido del humor no era apreciado en los pequeños pueblos “sureños” dónde los hombres usaban los bolsillos de sus camisas como ceniceros. Sentó a la Sra. Van Damme en una mesa cerca del buffet y luego se dirigió a la barra.
A menudo había pensado que las reuniones después de los funerales para comer como cerdos y emborracharse eran un poco extrañas, pero suponía que eran para acompañar y consolar a la familia. Delaney no se sentía confortada en lo más mínimo. Se sentía como en un escaparate, pero siempre había sentido eso en Truly. Había crecido como la hija del alcalde y de su muy bella esposa. Delaney siempre se había sentido fuera de lugar en cierta forma. Nunca había sido extrovertida o bulliciosa como Henry y nunca había sido bella como Gwen.
Entró en la sala donde los colegas de Henry del Moose Lodge estaban ocupando la barra y degustando Johnnie Walker. Le prestaron poca atención mientras se servía un vaso de vino y se quitaba los zapatos de tacón bajo que su madre había insistido en prestarle.
Si bien Delaney asumía que algunas veces era un poco compulsiva, sabía que sólo tenía una adicción. Era adicta a los zapatos. Aunque pensaba que Imelda Marcos había obrado mal. Delaney amaba los zapatos. Todos los zapatos. Exceptuando algunos deportivos con talones espantosos. Eran demasiado aburridos. Su gusto se inclinaba por tacones de aguja, botas divertidas, o sandalias tipo Hercules [5]. Sus ropas no eran exactamente convencionales, dicho sea de paso. Durante los últimos los años había trabajado en Valentina, una peluquería de moda donde los clientes pagaban cien dólares por cortarse el pelo y querían ver a su estilista con ropas a la última. Con su dinero, los clientes de Delaney pagaban por ver minifaldas eléctricas de plástico, pantalones de cuero o blusas transparentes con sujetadores negros. No era la ropa más indicada para ser llevada a un funeral por la hijastra del hombre que había regido el pequeño pueblo durante largos años.
Delaney estaba a punto de volver al salón cuando una conversación la detuvo.
– Don dice que parecía un trozo de carbón vegetal cuando lo sacaron.
– Una manera horrible de morir.
Los hombres asintieron con las cabezas colectivamente y dieron un sorbo a su bebida. Delaney sabía que el incendio fue en un cobertizo que Henry había construido en el pueblo. Según Gwen, él tenía un reciente interés por la cría de Appaloosas, pero no quería oler el estiércol cerca de su casa.
– Henry amaba esos caballos, – dijo Moose con un traje de vaquero arreglado-. Oí que una chispa hizo arder también el granero. Allí ya no queda mucho de esos Appaloosas, sólo algunos huesos de fémur y una pezuña o dos.
– ¿Crees que fue un incendio premeditado?
Delaney puso los ojos en blanco. Incendio premeditado. Como cualquier pueblo al que aún no había llegado la televisión por cable, Truly amaba más que nada escuchar chismes y propagar intrigas. Vivian para eso. Era como si fuera una comida más.
– Los investigadores de Boise creen que no, pero no se ha descartado.
Hubo una pausa en la conversación antes de que alguien dijese, – dudo que el fuego fuera intencionado. ¿Quién le haría eso a Henry?
– Tal vez Allegrezza.
– ¿Nick?
– Él odiaba a Henry.
– Y mucha más gente, si te digo la verdad. Pero quemar a un hombre y a sus caballos es mucho odio de nuestro Señor. No sé si Allegrezza odiaba tanto a Henry.
– Henry estaba muy pendiente de esos condominios que Nick está construyendo en Crescent Bay, y los dos casi se dieron de hostias por ellos en el Chevron hace uno o dos meses. No sé cómo consiguió que Henry soltara ese trozo de terreno, pero lo hizo. Después fue y construyó condominios por todo el maldito lugar.
Otra vez movieron sus cabezas y vaciaron sus vasos. Delaney había pasado un montón de horas descansando sobre las blancas arenas y nadando sobre las aguas azules de Crescent Bay. Codiciada por casi todo el pueblo, Bay era un trozo de terreno en mitad de una playa virgen. La propiedad había estado en la familia de Henry durante generaciones y Delaney se preguntó cómo Nick había puesto sus manos sobre ella.
– Por último oí que esos condominios [6] van a hacer que Allegrezza gane una fortuna.
– Sí. Son muy codiciados por los californianos. Por lo que sé, seremos invadidos por “progres”, “fumados” y “afeminados”.
– O peor todavía, por actores.
– No hay nada peor que a un tío como Bruce Willis se le ocurra mudarse y tratar de cambiarlo todo. Él es lo peor que le podría haber ocurrido a Hailey. Caramba, subirá aquí, reformará algunos edificios, luego creerá que le puede decir a todo el mundo de esté maldito estado a quien votar.
Los hombres asintieron con una inclinación de cabeza simultánea y una sonrisa desganada. Cuando la conversación pasó a ser sobre estrellas de cine y películas de acción, Delaney salió discretamente de la habitación. Se movió a lo largo del vestíbulo hasta el estudio de Henry y cerró las puertas correderas detrás de ella. En la pared detrás del escritorio macizo de caoba, la cara de Henry la miraba fijamente. Delaney recordaba cuando le habían pintado ese retrato. Ella tenía trece años, fue la época en la que intentó tener un poco de independencia. Primero quiso agujerearse las orejas. Henry dijo que no. No fue ni la primera ni la última vez que ejerció su control sobre ella. Henry siempre quería tener el control.
Delaney se sentó en la enorme silla de cuero y se sorprendió de ver una foto suya sobre el escritorio. Recordó el día que Henry le había sacado esa foto. Fue el día en el que su vida entera dio un giro de trescientos sesenta grados. Tenía siete años y su madre se acababa de casar con Henry. Fue el día que salió de una caravana de las afueras de Las Vegas y, después de un rápido vuelo, entró en una casa victoriana de Truly.
La primera vez que vio la casa, con sus torres gemelas y su tejado de tejas, pensó que era un palacio, lo cual quería decir que obviamente Henry era un rey. El bosque rodeaba la mansión por tres de sus lados, que se interrumpía delante del edificio para mostrar un bello jardín, al tiempo que la parte trasera se inclinaba suavemente hacia las aguas del Lago Mary.
En unas horas, Delaney salió de la pobreza y aterrizó en uno de los cuentos de sus libros. Su madre era feliz y Delaney se sentía como una princesa. Y ese día, dentro de un vestido blanco lleno de lazos que su madre la había obligado a ponerse, se había enamorado de Henry Shaw. Era más viejo que los otros hombres de la vida de su madre y también más agradable. Él no gritaba a Delaney y no hacía llorar a su madre. La hacía sentir a salvo y segura, algo que no había sentido con frecuencia en su joven vida. La adoptó y fue el único padre que conoció. Aunque sólo fuera por eso, quería a Henry y siempre lo haría.
Fue también la primera vez que había puesto los ojos en Nick Allegrezza. Él había salido de pronto de los arbustos del patio de Henry, proclamando su odio en sus ojos grises, con las mejillas rojas por la cólera. La había asustado, pero al mismo tiempo se había sentido fascinada. Nick había sido un niño hermoso, de pelo negro, suave piel morena y ojos como el humo.
Se plantó sobre el césped, con los brazos a los costados, rígidos por la furia y el desafío. Toda esa rebelde sangre vasca e irlandesa ardiendo dentro de sus venas. Él los había mirado a los dos, luego se había dirigido a Henry. Años más tarde Delaney no podía recordar las palabras exactas, pero nunca olvidaría el sentimiento de enojo que transmitían.
– Asegúrate de que te alejas de él, -había dicho Henry cuando lo vieron volverse y desaparecer de su vista con la barbilla alta y dándoles la espalda.
No sería la última vez que le advertía que se mantuviera lejos de Nick, pero años más tarde, fue una advertencia que deseó haber escuchado.
Nick metió las piernas en sus Levi's, luego se abrochó el botón. Miró por encima del hombro a la mujer enredada en las sábanas del motel. Su cabello rubio estaba extendido alrededor de la cabeza. Sus ojos estaban cerrados, su respiración era lenta y fácil. Gail Oliver era hija de un juez y la madre recientemente divorciada de un niño pequeño. Para celebrar el fin de su matrimonio, se había hecho la liposucción y se había puesto pechos de silicona. En el entierro de Henry se había acercado a él con audacia y le había anunciado que quería que fuera el primero en ver su nuevo cuerpo. Él había leído en sus ojos que ella pensaba que debería sentirse halagado. Pero no lo estaba. Sólo había querido una distracción y ella se la había ofrecido. Ella se había sentido ofendida cuando había detenido la Harley delante del Starlight Motel, pero no le había pedido que la llevara a casa.
Nick se apartó de la mujer de la cama y se movió sobre la alfombra verde hasta una puerta corredera de cristal que daba a una pequeña terraza encima de la Autopista 55. No planeaba asistir al entierro del viejo. Ni siquiera sabía exactamente cómo había llegado allí. Un minuto antes había estado de pie sobre Beach Crescent discutiendo algunos aspectos de la obra con un subcontratista, y lo siguiente que supo era que estaba en la Harley dirigiéndose al cementerio. No había tenido intención de ir. Sabía que era una “persona non grata” pero de todos modos había ido. Por alguna razón que no quería analizar detenidamente, había tenido que despedirse.
Se movió a una esquina de la terraza, sobre el ligero pavimento de tablas de madera, y rápidamente fue engullido por la oscuridad. El reverendo Tippet apenas había pronunciado la palabra “amen” cuando Gail, dentro de ese pequeño vestido transparente con estrechos tirantes, le había hecho la proposición a Nick.
– Mi cuerpo es mejor a los treinta y tres que a los dieciséis, -había murmurado en su oído. Nick no podía recordar con claridad como era ella a los dieciséis, pero recordaba que le gustaba el sexo. Ella había sido una de esas chicas que les gustaba tener sexo pero que luego actuaban como vírgenes. Solía salir a hurtadillas de su casa y llamar suavemente a la puerta trasera de la Tienda de Lomax donde él trabajaba después de cerrar barriendo el piso. Si estaba de humor, la dejaba entrar y se la tiraba contra una caja o contra el mostrador. Luego ella se comportaba como si fuera la que le estuviera haciendo el favor. Cuando ambos sabían que era al revés.
El aire fresco de la noche movió el pelo sobre sus hombros y rozó su piel desnuda. Él apenas advirtió el escalofrío. Delaney estaba de vuelta. Cuando supo lo de Henry, se figuró que volvería para su entierro. Incluso viéndola desde el otro lado del ataúd del viejo, con su pelo teñido en cinco tonos de rojo, había sido un shock. Después de diez años ella todavía le parecía una muñeca de porcelana, suave como la seda y delicada. Verla le hizo recordar, se acordó de la primera vez que puso los ojos en ella. Su pelo había sido rubio en ese momento y tenía siete años.
Ese día, dos décadas atrás, él estaba en la cola del Taste Freeze cuando se enteró de lo de la nueva esposa de Henry Shaw. No se lo podía creer. Henry había vuelto a casarse, y desde luego todo lo que Henry hacía, interesaba a Nick, él y su hermano mayor Louie habían montado sobre sus viejas bicicletas y habían pasado delante de todas las casas de alrededor del lago hasta la enorme casa victoriana de Henry. Igual que las ruedas de su bicicleta, también la cabeza de Nick daba vueltas. Sabía que Henry nunca se casaría con su madre. Se odiaban mutuamente desde que Nick podía recordar. Ni siquiera se hablaban. Pero Henry también ignoraba a Nick, y quizá eso cambiaría ahora. Tal vez a la nueva esposa de Henry le gustasen los niños. Tal vez a ella le gustase él.
Nick y Louie escondieron sus bicicletas detrás de los pinos y se arrastraron sobre sus barrigas por el borde del bien recortado césped. Era un lugar que conocían al dedillo. Louie tenía doce años, era dos años mayor que Nick, pero Nick era mejor vigilante que su hermano. Tal vez fuera porque tenía más paciencia, o porque su interés por Henry Shaw era más personal que el de su hermano. Los dos niños se pusieron cómodos y se dispusieron a esperar.
– Él ni siquiera salió, -se quejó Louie al cabo de una hora de vigilancia-. Llevámos aquí mucho tiempo, y no salió.
– Lo hará tarde o temprano-. Nick miró a su hermano, luego devolvió su atención al frente de la gran casa gris-. Lo hará.
– Vayamos a pescar algo al estanque del Sr. Bender.
Cada verano Clark Bender llenaba el estanque en su patio trasero de truchas moteadas. Y cada verano los niños Allegrezza le birlaban varias bellezas de medio metro-. Mami se enfurecerá, -recordó Nick a su hermano, la experiencia de la semana anterior con una cuchara de madera golpeando las palmas de sus manos todavía estaba fresca en su memoria. Normalmente Benita Allegrezza defendía a sus hijos con ferocidad ciega. Pero ni siquiera ella podía negar al Sr. Bender la acusación cuando los dos chicos habían sido escoltados a casa oliendo a vísceras de pez y con varias truchas colgando de sus cañas.
– No se enterará porqué Bender está fuera del pueblo.
Nick miró a Louie otra vez, y pensando en todas esas truchas hambrientas sintió una picazón en sus manos anhelando su caña de pescar-. ¿Estás seguro?
– Sí.
Pensó en el estanque y en todos esos peces que sólo esperaban un Pautzke [7] y un anzuelo afilado. Luego negó con la cabeza y apretó los dientes. Si Henry se había casado otra vez, entonces Nick iba a estar allí para ver a su esposa.
– Estás loco, -dijo Louie con disgusto y gateó hacia atrás, por el césped.
– ¿Te vas de pesca?
– No, me voy a casa, pero primero vaciaré el “lagarto”.
Nick sonrió. Le gustaba cuando su hermano mayor decía cosas atrevidas como esa-. No le digas a mamá donde estoy.
Louie abrió la cremallera de sus pantalones y suspiró mientras se aliviaba-. No se lo diré, pero se lo imaginará ella sola.
– No lo hará-. Cuando Louie montó de un salto sobre su bicicleta y rodeó la casa, Nick volvió a mirar la fachada de la mansión. Sostuvo su barbilla con la mano y observó la puerta principal. Mientras esperaba, pensó en Louie y en lo afortunado que era de tener un hermano que iba a séptimo grado. Le podía contar cualquier cosa y Louie nunca se reía. Louie ya había visto la película de la pubertad en la escuela, así que Nick le podía interrogar sobre las preguntas importantes, como cuando le iba a salir pelo en las pelotas, cosas de chicos que uno no le podía preguntar a una madre católica.
Una hormiga avanzó por el brazo de Nick y estaba a punto de aplastarla entre sus dedos cuando la puerta principal se abrió y se quedó helado. Henry salió de la casa y se paró en la terraza para mirar sobre su hombro. Hizo una seña con la mano y al poco tiempo salió una niña por la puerta. Una masa de rizos rubios enmarcaba su cara y caía en cascada sobre su espalda. Ella puso su mano en la de Henry y los dos caminaron por el porche y bajaron las escaleras. Llevaba un vestido blanco lleno de lazos con calcetines de encaje parecidos a los que las chicas llevaban puestos en su Primera Comunión, pero ni siquiera era domingo. Henry señaló en la dirección de Nick, y Nick aguantó la respiración, temiendo que le hubieran visto.
– Por aquí detrás, -dijo Henry a la niñita mientras caminaba a través del césped hacia el escondite de Nick-. Hay un gran árbol donde he pensado que se podría hacer una casa.
La niñita miró al hombre de imponente altura a su lado e inclinó la cabeza. Sus rizos dorados se movieron como muelles. La piel de la chica era bastante más pálida que la de Nick, y sus grandes ojos eran castaños. Nick pensó que parecía una de esas pequeñas muñecas que su tía Narcisa guardaba en una vitrina de cristal, lejos de las sucias manos de niños patosos. A Nick nunca le habían permitido tocarlas, aunque tampoco había querido hacerlo.
– ¿Te Gusta Winnie The Pooh?- preguntó ella.
– ¿Te gusta a ti?
– Sí, Henry.
Henry se apoyó en una rodilla y miró los ojos de la chica-. Ahora soy tu padre. Me puedes llamar papá.
El pecho de Nick se hundió y su corazón golpeó tan fuerte que no podía respirar. Había esperado toda su vida escuchar esas palabras, pero Henry se las había dicho a una estúpida niña de cara pálida a la que le gustaba Winnie The Pooh. Debió hacer algún ruido porque Henry y la chica miraron hacia su escondite.
– ¿Quién está ahí?- preguntó Henry levantándose.
Lentamente, con la aprensión estrujando su estómago, Nick se puso de pie y se enfrentó al hombre que su madre siempre había dicho que era su padre. Enderezó los hombros y miró fijamente los ojos gris pálido de Henry. Quería correr, pero no se movió.
– ¿Qué haces ahí?- preguntó Henry otra vez.
Nick levantó la barbilla pero no le contestó.
– ¿Quién es, Henry?- preguntó la niña.
– Nadie – contestó y se giró hacia Nick-. Vete a casa. Ahora mismo, y no vuelvas nunca.
Allí parado resistiendo la presión de su pecho, con las rodillas temblando y con el estómago revuelto, Nick Allegrezza sintió que sus esperanzas morían. Odió a Henry Shaw-. Eres un hijo de puta chupa-lagartos, -dijo, luego bajo la mirada a la niña del pelo dorado. También la odió. Con su odio ardiendo en los ojos e inflamado por la cólera, giró y salió de su escondite. Nunca regresó. Nunca volvió a esperar en las sombras. A esperar cosas que nunca tendría.
El ruido de pasos hizo regresar los pensamientos de Nick del pasado, pero no se dio la vuelta.
– ¿Qué piensas?- Gail se movió detrás de él y envolvió sus brazos alrededor de su cintura. La delgada tela de su vestido era lo único que separaba sus pechos desnudos de su espalda.
– ¿Sobre qué?
– Sobre mi nuevo y mejorado cuerpo.
Él se giró y la miró. Ella estaba inmersa en la oscuridad y no la podía ver demasiado bien-. Está bien -contestó.
– ¿Bien? ¿Me he gastado miles de dólares en las tetas, y eso es lo único que dices? ¿Qué está bien?
– ¿Qué quieres que te diga?, ¿que hubieras sido más lista si hubieras invertido tu dinero en otra cosa que en silicona?
– Creía que a los hombres les gustaban los pechos grandes -dijo haciendo pucheros.
Pechos grandes o pequeños no era tan importante como lo era lo que una mujer hacía con su cuerpo. Le gustaban las mujeres que sabían como usar lo que tenían, que perdieran el control en la cama. Mujeres que lo empujaran, que se movieran y se ensuciaran con él. Gail estaba demasiado preocupada por su aspecto.
– Pensaba que todos los hombres fantaseaban con pechos grandes, -continuó ella.
– No todos los hombres-. Nick no había fantaseado con ninguna mujer hacía mucho tiempo. De hecho, no tenía fantasías desde que era un niño y además esas ilusiones habían dado lo mismo.
Gail envolvió sus brazos alrededor de su cuello y se puso de puntillas-. Parecías apreciarlos hace un rato.
– No dije que no los apreciara.
Ella deslizó su mano de su pecho a su estómago-. Entonces haz el amor conmigo otra vez.
Él pasó los dedos alrededor de su muñeca-. Yo no hago el amor.
– ¿Entonces qué fue lo que hicimos hace media hora?
Él pensó en darle una respuesta con una palabra más gráfica, pero supuso que no apreciaría su sinceridad. Pensó en regresar a su casa, pero ella deslizó su mano a la parte delantera de sus pantalones vaqueros y recapacitando esperó un rato para ver lo que ella tenía en mente-. Eso fue sexo -dijo-. Una cosa no tiene nada que ver con la otra.
– Suenas amargado.
– ¿Por qué, porque no confundo sexo y amor?- Nick no se consideraba amargado, sólo desinteresado. Tal y como él lo veía, no había ninguna ventaja en enamorarse. Sólo muchas emociones y tiempo desaprovechados.
– Tal vez nunca has amado – dijo ella presionando con la mano el botón de sus pantalones-. Tal vez te enamores de mí.
Nick se rió entre dientes desde lo más profundo de su pecho-. No cuentes con eso.