AL DÍA siguiente del compromiso de su hermano Pietro, Luke empezó a hacer su maleta.
– Esto es una locura -murmuró- Debería quedarme y luchar por ella.
A pesar de todo, subió a su moderno coche deportivo y enfiló hacia la autopista en la que podría correr dentro de los límites permitidos y llegar a Roma en menos de tres horas.
Luke se registró en un lujoso hotel en Parioli, la parte más elegante y cara de la ciudad. Más tarde, se mimó con la mejor comida y vino de Roma que bebió sumido en sus reflexiones.
«Debí haberme quedado», pensó con el rostro de Olympia en su mente, tal como la había visto por última vez, con los ojos extasiados en Pietro, su novio, que muy pronto sería su marido. Sin embargo, Luke se vio obligado a reconocer que nunca había tenido la menor oportunidad con ella.
Estaba pensando en recogerse temprano cuando sintió que una mano le daba unas palmaditas en el hombro.
– Debiste haberme avisado que venías -dijo una voz en tono afectuoso.
Era Bernardo, el gerente del hotel, un hombre gordo, de unos cuarenta y cinco años y buen talante. Luke solía hospedarse allí cuando iba a Roma y siempre habían mantenido una buena relación.
– Fue una decisión de última hora -Luke intentó responder en tono risueño-. De pronto me he convertido en el propietario de una finca que necesito visitar.
– ¿Propiedades? Creía que lo tuyo era la industria.
– Y lo es. Me cedieron la finca como pago de una deuda.
– ¿Queda en este sector?
– No, en el Trastevere.
Bernardo alzó las cejas. Si Parioli era el barrio más elegante de Roma, Trastevere era el más pintoresco.
– Tengo entendido que no está en buenas condiciones, así que pienso hacerle algunas reparaciones y luego venderla.
– ¿Y por qué no la vendes tal como está? Deja que otro se ocupe de las obras.
– La signora Manfredi nunca me lo permitiría. Es una letrada que vive y trabaja allí. Ya me ha notificado lo que espera de mí a través de un bombardeo de cartas.
– ¿Y piensas hacer lo que esa mujer te dice?
– No es una mujer, es un dragón. Por eso no te avisé de que venía a Roma. Primero quiero echar un vistazo al lugar antes de que ella empiece a escupir fuego por la boca.
– ¿Ésa es la única razón de tu viaje? ¿No hay ninguna mujer que te haya destrozado el corazón? -inquirió Bernardo, con una mirada perspicaz.
– Nunca permito que eso suceda -respondió, tajante.
– Muy prudente por tu parte.
– Aunque debo confesar que me aficioné bastante a una joven, a sabiendas de que estaba enamorada de mi hermano. Fue un error, aunque los errores se pueden corregir.
– ¿Y lo corregiste con tu acostumbrada eficacia? Se te conoce como un hombre que valora el orden, tranquilo e invulnerable. Te envidio. Lo que necesitas ahora es emborracharte con unos buenos amigos que más tarde te traigan al hotel.
– ¡Cielo santo, Bernardo! ¿Cuántas veces me has visto borracho?
– Muy rara vez.
Luke rió a su pesar.
– Uno hombre debe ser responsable de su vida, y eso es lo que importa. Buenas noches.
Luke se marchó a su habitación, repentinamente inquieto. Durante un momento se vio a sí mismo a través de los ojos de su amigo: un hombre que apreciaba el orden y el control de sí mismo sobre todas las cosas. Un hombre frío y duro que daba poco, y tras cuidadosas consideraciones. Esa visión de sí mismo no estaba lejos de la verdad, aunque nunca le había causado problemas.
Luke observó que en su móvil había un mensaje de Hope Rinucci, su madre adoptiva, y la llamó de inmediato.
– Hola, Mamma. Sí, llegué sin novedad.
– ¿No has visto a la signora Manfredi?
– Pero si acabo de llegar. Por lo demás, antes de enfrentarme a ella debo armarme de valor.
– No me digas que le tienes miedo.
– Sí, te juro que estoy temblando.
– Irás al infierno por embustero, y te lo mereces.
Luke se echó a reír. Ella siempre le hacía sentirse bien. En su mente podía verla en la Villa Rinucci, enclavada en lo alto de una colina que miraba a la bahía de Nápoles.
– ¿Estás cansada después de todos los festejos?
– No he tenido tiempo para cansarme. Ahora estoy planeando la fiesta del compromiso de Pietro y Olympia.
– Pensé que había sido anoche.
– No, lo de anoche fue sólo un brindis por ellos al final de la boda de Justin. Seguro que querrán su propia celebración.
– Y si no fuera así, de todos modos la organizarías -observó con afectuosa ironía.
– Bueno, no puedes esperar que pase por alto una fiesta.
– Nunca se me ocurriría.
– Y luego celebraremos la boda.
– Espero ese día con ilusión. Por nada del mundo me perdería la oportunidad de recrearme con la caída de Pietro.
– Luke, encontrarás a la mujer adecuada para ti.
– Tal vez no. Puede que me convierta en un viejo solterón y cascarrabias.
Hope se echó a reír.
– ¿Un chico tan apuesto como tú?
– ¿Chico? Tengo treinta y ocho años.
– Siempre serás un niño para mí. Tu esposa es la próxima en mi lista, así que no lo olvides. Y ahora ve a divertirte.
– Mamma, son las once de la noche.
– ¿Y qué? Una hora perfecta para… lo que quieras.
Luke sonrió. Su madre nunca había sido mojigata, y en gran parte sus hijos la adoraban precisamente por eso. Toni, su marido, era más estricto.
– Necesito tener la cabeza despejada para tratar con la signora Manfredi.
– ¡Tonterías! Saca a relucir todo tu encanto y te la ganarás.
Hope Rinucci estaba convencida de que sus hijos eran encantadores y que ninguna mujer se les resistía. Luke pensaba que tal vez sus hermanos menores lo fueran. En cuanto a él, era un hombre alto, de constitución atlética y facciones regulares, aunque sonreía poco y su expresión era autoritaria.
Con Olympia había sido diferente. Bajo su influencia, hasta había llegado a ser encantador. Aunque dudaba que volviera a sucederle una segunda vez.
Cuando cortó la comunicación, volvió a sentir aquel extraño desasosiego y optó por refugiarse en el trabajo. Así que se puso a examinar la carpeta que contenía los detalles de su nueva propiedad no deseada.
Se llamaba Residenza Gallini. Era una finca de cinco plantas que ocupaba los cuatro lados de un patio interior. La signora Manfredi había abierto las hostilidades a través de una carta razonablemente comedida en la que se interesaba por saber cuándo iría a Roma a fin de dar comienzo a las obras indispensables para mejorar las condiciones deplorables en que vivían sus clientes. Luke respondió que iría cuando fuera oportuno y, con toda delicadeza, aventuró que tal vez se exageraban las malas condiciones del inmueble.
Al parecer, ella hizo caso omiso de su delicadeza y lo bombardeó con una lista de reparaciones imprescindibles y su correspondiente presupuesto cuya suma final dejó a Luke muy impresionado.
Luego pensó que los autores del presupuesto tal vez fueran amigos o parientes de la letrada y se sintió ofendido por el modo en que ella pensaba que podía someterlo a su voluntad.
Volvió a asegurarle que iría a Roma cuando lo considerara oportuno. Y así había continuado la correspondencia, cada cual más contenido que el otro a medida que aumentaba su propia irritación.
Luke se la imaginaba como una cincuentona hecha de granito que gobernaba el mundo con inflexible eficacia. Hasta su nombre era alarmante. Minerva era la diosa de la sabiduría, famosa por su brillante intelecto, aunque también por llevar armadura y empuñar una lanza.
Iría a Roma y se comportaría como un propietario responsable, aunque no aceptaría órdenes de nadie.
De pronto, Luke se sintió oprimido en aquella lujosa estancia. Así que dejó a un lado la carpeta, sacó dinero del billetero y lo puso en el bolsillo trasero del pantalón junto con la tarjeta de plástico que hacía de llave de la habitación. Luego guardó el billetero en la caja fuerte empotrada en la pared y bajó a la calle.
La noche era cálida y Luke se sintió a gusto en mangas de camisa. Entonces hizo parar un taxi.
– Déjeme aquí -pidió cuando llegaron al puente Garibaldi, sobre el Tíber.
Se encontraba en el Trastevere, la parte más antigua y pintoresca de la ciudad. Las estrechas calles del barrio, llenas de bares y restaurantes, estaban muy animadas a esa hora. Por todas partes se oían canciones y risas y Luke disfrutó el apetitoso aroma a comida que invadía el ambiente.
Más tarde entró en un bar y luego en otro, donde bebió un vino exquisito. Tres bares más tarde, empezó a sentir que la vida era buena. Después se detuvo en una callejuela y se quedó arrobado contemplando la luna llena. Minutos después, volvió a mirar la calle y en ese instante cayó en la cuenta de que no tenía idea de dónde se encontraba.
– ¿Buscas algo?
Luke giró la cabeza y vio a un joven sentado en una terraza. Su rostro era expresivo, con unos animados ojos oscuros. Al sonreír dejó al descubierto una blanca y brillante dentadura.
– ¡Ciao! -dijo Luke al ver que el joven alzaba su copa en señal de saludo-. Acabo de darme cuenta de que me he perdido -añadió al tiempo que se sentaba a la mesa junto al chico.
– ¿Eres nuevo por aquí?
– Acabo de aterrizar en Roma.
– Bueno, ahora que te has aventurado por este barrio, debes quedarte. Bonito lugar, gente agradable.
Luke hizo una seña a un camarero. Muy pronto apareció con una botella de vino y dos vasos limpios, recibió el dinero que el recién llegado le tendía y se marchó.
– Tal vez no debí haberlo hecho -dijo Luke, con un repentino sentimiento de culpa-. Me parece que ya has bebido demasiado.
– Si el vino es bueno, nunca es suficiente -replicó el joven al tiempo que llenaba los vasos. Muy pronto habré bebido demasiado y todavía no será suficiente. Soy un hombre muy juicioso, o al menos lo parezco.
– Sí -convino tras saborear el vino-. A propósito, me llamo Luke.
– ¿Luke? ¿Lucio?
– Bueno, Lucio si lo prefieres.
– Yo soy Charlie.
– ¿Un italiano que se llama Charlie? Querrás decir Carlo.
– No, Charlie. Diminutivo de Carlomagno. No se lo digo a todo el mundo, sólo a mis buenos amigos.
– Entonces cuéntale a este buen amigo por qué te pusieron Carlomagno.
– Porque soy descendiente del Emperador, desde luego.
– Pero él vivió hace doce siglos. ¿Cómo puedes estar tan seguro?
– Porque mi madre me lo dijo.
– ¿Y tú crees todo lo que tu madre te dice?
– Es mejor creerla, porque de lo contrario puedes lamentarlo.
– Comprendo, mi madre también es así -replicó Luke, con una mueca divertida al tiempo que hacían chocar las copas.
– Bebo para olvidar -comentó Charlie mientras volvía a llenar la suya.
– ¿Olvidar qué?
– Lo que sea. ¿A quién le importa? ¿Por qué bebes tú?
– Porque necesito ánimos para enfrentarme a un dragón. De lo contrario, ella me comerá.
– Ah, es un dragón femenino. Son los peores. Pero la matarás.
– Creo que esa dama no se intimida tan fácilmente.
– Limítate a decirle que no vas a tolerar tonterías. Es el único modo de tratar con las mujeres.
Tras visitar otros dos bares, llegó la hora de volver a casa.
En ese mismo momento, oyeron un grito en la próxima calle acompañado del llanto de un niño y el chillido de un animal. De pronto, un grupo de jóvenes emergió desde las sombras dando traspiés. El cabecilla llevaba un perrito que luchaba por escapar. Con ellos iba un chico de unos doce años que intentaba rescatar al cachorro, pero el patán lo lanzó a uno de sus compinches.
– ¡Bastardi! -exclamó Charlie con violencia.
– Lo mismo pienso yo -dijo Luke al tiempo que echaban a correr hacia el grupo.
Al ver que iban a arremeter contra ellos, los mozalbetes se pararon en seco y Charlie aprovechó la ocasión para arrebatar el perrito al cabecilla. Otros dos intentaron recuperarlo, pero Luke se ocupó de ellos mientras Charlie entregaba el cachorro a su dueño quien, al verlo en sus brazos, echó a correr a toda prisa.
Dos contra cuatro era una batalla desigual, pero Charlie estaba furioso y Luke era fuerte. Así que entre los dos se las ingeniaron para evitar que siguieran al niño. De pronto, se oyó el sonido inconfundible de la sirena de un coche policial, muchos gritos y los seis se vieron rodeados de agentes que los condujeron a la comisaría más cercana.
A juzgar por el modo en que llamaban a la puerta, no podía ser otra persona que Mamma Netta Manfredi. Con una sonrisa, Minnie fue a abrir.
– ¿No es muy tarde? -Netta preguntó de inmediato.
– No, todavía no es mi hora de ir a la cama.
– Trabajas demasiado. Todas las noches te quedas hasta tarde. Te he traído la compra porque sé que no tienes tiempo para hacerla.
Era una ficción que mantenían durante años. Minnie había puesto un lujoso bufete en la Via Veneto y tenía una secretaria que podía hacerle la compra. Sin embargo, la costumbre de confiar en Netta había comenzado a sus dieciocho años, cuando era novia de Gianni Manfredi y esa cálida y sonriente mujer la había abrazado por primera vez.
Entonces estudiaba Derecho y el ritual continuó durante las prácticas y se mantuvo hasta el presente, cuando Minerva ya era una abogada de éxito. Hacía cuatro años que Gianni había fallecido. Sin embargo, Minnie no se mudó a un piso más lujoso ni tampoco se debilitaron sus lazos afectivos con Netta, a quien quería como a una madre.
– Jamón, queso parmesano y tu pasta favorita -canturreó Netta al tiempo que dejaba las bolsas sobre la mesa-. Revisa la cuenta.
– No es necesario, siempre está correcta -dijo Minnie con una sonrisa-. Siéntate y toma algo. ¿Un café? ¿Un whisky?
– Whisky -respondió Netta con una risita al tiempo que acomodaba su voluminosa figura en una silla.
– Yo tomaré té.
– Todavía eres inglesa. Hace catorce años que vives en Italia y todavía tomas té inglés.
Minnie apartó las bolsas e hizo una pausa al ver un pequeño ramo de flores.
– Pensé que te gustarían -dijo Netta en un tono fingidamente casual.
– Me encantan -respondió Minnie al tiempo que la besaba en la mejilla-. Se las vamos a poner a Gianni.
Luego arregló el ramo en un florero lleno de agua y lo colocó en una estantería, junto a la fotografía de Gianni. Se la habían hecho una semana antes de su muerte y mostraba a un joven con una amplia boca sonriente y ojos de brillante mirada. El pelo rizado, más bien largo, le caía sobre la frente y el cuello, lo que aumentaba su encanto. Junto a aquélla, había una fotografía de la jovencita que había sido Minnie a los dieciocho años. Sus facciones eran suaves, redondeadas, todavía sin definir y con una mirada llena de ilusiones. Aún no conocía las penas y la desesperación.
En la actualidad, su rostro era más fino, de rasgos más marcados, pero todavía abierto al buen humor. Los largos cabellos rubios de la joven de la fotografía se habían transformado en una melena que apenas le rozaba los hombros.
Minnie cambió dos veces la posición de las flores antes de quedar satisfecha.
– Le gustarán. Siempre le han gustado las flores -comentó Netta-. ¿Te acuerdas que siempre te las regalaba? Flores para tu cumpleaños, flores para la boda, flores para vuestro aniversario…
– Sí, nunca se olvidaba.
Ninguna de las dos se daba cuenta de que hablaban tanto en presente como en pasado cuando se referían a él. Para ellas era natural.
– ¿Cómo está Pappa?
– Siempre quejándose.
– Normal -comentó Minnie y ambas se echaron a reír-. ¿Y Charlie?
Netta dejó escapar un gemido al oír el nombre de su hijo menor.
– Es un chico malo. Cree que ya es un hombre porque llega tarde por las noches, bebe demasiado y frecuenta demasiadas chicas.
– De lo más normal en un joven de dieciocho años -repuso Minnie, con suavidad.
De hecho, ella también se había inquietado un poco a causa de los hábitos exuberantes de su joven cuñado, pero había evitado mencionarlo por la tranquilidad de Netta.
– Se comportaba mejor cuando estaba enamorado de ti -se lamentó la madre.
– Mamma, no estaba enamorado de mí. Recuerda que tiene dieciocho años y yo treinta y dos. Sólo fue una ilusión ingenua, propia de la adolescencia, que me encargué de apaciguar; al menos eso espero. Y naturalmente que no me interesa en ese aspecto.
– Ningún hombre te interesa. Eso no es normal. Eres una hermosa mujer.
– Soy una viuda.
– Llevas siéndolo demasiado tiempo. Ya es hora de cambiar.
– ¿Y lo dice mi suegra?
– No, una mujer que habla a otra mujer. Hace cuatro años que eres viuda y todavía no te interesas por un hombre. ¡Scandaloso!
– No es del todo cierto que no haya habido hombres en mi vida -dijo Minnie, con cautela-. Y lo sabes bien porque vives en la misma finca.
– De acuerdo, los veo entrar y los veo salir. Pero no veo que se queden.
– No los invito a quedarse -dijo Minnie con calma.
– La esposa de ningún hombre podría ser mejor que la que tuvo Gianni -puntualizó al tiempo que la abrazaba-. Ahora es tiempo de que pienses en ti. Necesitas un hombre en tu vida, en tu cama.
– Netta, por favor…
– A tu edad yo tenía…
– Un marido y cinco hijos -le recordó Minnie.
– Es cierto, pero… bueno, eso fue hace mucho tiempo.
– Estoy muy bien sin un hombre -insistió Minnie.
– Tonterías. Ninguna mujer es feliz sin un hombre.
– Y si quisiera uno, no sería Charlie. No soy una asaltacunas.
– Desde luego que no. Pero puedes hacer que te escuche. ¿Dónde ha ido esta noche? No lo sé. Aunque podría asegurar que anda en malas compañías.
– Y yo estoy segura de que cuando llegues a casa lo encontrarás con una expresión de niño tímido y culpable.
– Entonces me voy. Y le diré que debería avergonzarse por preocupar a su madre de esta manera.
– Yo también se lo diré. Vamos, te acompaño.
El hogar de Minnie se encontraba en la tercera planta y daba al patio. Algunos de los otros pisos también estaban ocupados por miembros de la familia Manfredi, porque siempre les había gustado vivir en cercanía. Luego subieron la escalera de hierro que recorría la fachada del edificio que daba al patio y llegaron a la cuarta planta, donde estaba el piso que Netta compartía con su marido, su hermano y Charlie, el hijo menor que, por cierto, no estaba en casa.
– Pronto llegará. Está probando sus alas, como todos los jóvenes.
Minnie besó a su suegra y volvió a su pequeño apartamento. Como siempre, estaba muy silencioso. Desde el día que su joven marido había muerto en sus brazos.
De pronto, se sintió muy cansada. La charla con Netta le había hecho recordar cosas en las que normalmente intentaba no pensar.
Minnie sonrió a la fotografía de Gianni para encontrar el consuelo que siempre sentía al mirarlo. Sin embargo, esa vez no lo consiguió.
La mesa de la cocina estaba llena de papeles. Sin mayor entusiasmo, se sentó con la intención de acabar su trabajo pero, incapaz de concentrarse, fue un alivio oír el timbre del teléfono.
– ¡Charlie! La Mamma está preocupada por ti. ¿Dónde te has metido? ¿Dónde?