Capítulo Uno

Laura Stanley estaba secándose las manos en un trapo de la cocina cuando oyó un golpe en la puerta. Eran más de las once.

Fue a la puerta y abrió. Cuando vio al hombre que había de pie, se llevó la mano al corazón.

– ¡Santa Claus! ¿Qué haces en la calle? Es Nochebuena, por el amor de Dios. ¡Se supone que tienes que estar entregando regalos!

– Lo estoy haciendo. Ésta es mi parada más crítica.

Laura inclinó la cabeza y miró suspicaz al recién llegado.

– No sé si debería dejarte entrar. ¿Tienes alguna credencial? A mí me parece que tienes pinta de ladronzuelo, y no veo ningún reno ahí fuera.

Laura miró detrás de él. El coche deportivo negro aparcado frente a su casa no tenía nada que ver con un reno y un trineo, aunque el intruso llevaba un auténtico sombrero rojo de Santa Claus y un voluminoso saco echado al hombro. Pero la cazadora de cuero tampoco tenía que ver con el atuendo de Santa Claus, e incluso en las sombras del porche, Laura podía ver que el tipo era fuerte y elegante. No había barriga, mejillas regordetas ni barba blanca. El pelo le llegaba al cuello y era negro. En lugar de inocentes ojos azules, los suyos eran oscuros e impenetrables.

– Traigo regalos, pero tienes que dejarme entrar para sacarlos.

– ¿Crees que puedes sobornarme con regalos?

– No, claro que no. Pero si quieres credenciales tengo que sacar los regalos para mostrártelas. Y no quiero sacar los regalos aquí, en la nieve. O sea que si me dejas entrar sólo durante un par de segundos…

Laura odiaba ceder a una estafa tan clara. Pero se había levantado un viento helado y caían copos de nieve. Su conciencia no sobreviviría si ese hombre se quedaba helado en su porche. Así que se cruzó de brazos y lo dejó entrar.

El se quitó los zapatos de cuero en la puerta, pasó y dejó la bolsa en una silla, actuando como si conociera la casa.

Ella cerró la puerta sin dejar de mirarlo. Él se quitó en seguida el sombrero de Santa Claus y la cazadora de cuero. Dejó todo eso también en la silla, respiró profundamente y miró alrededor.

La única iluminación en el diminuto salón era la de las velas y las luces del árbol de Navidad.

El árbol estaba alegremente decorado y debajo había regalos. Las velas llenaban toda la repisa de la chimenea. El brillo de la decoración navideña lo llenaba todo, y los tonos rojos y verdes contrastaban con la original decoración azul.

La habitación abarrotada no pareció molestarlo. Nunca había visto antes esa casa adornada para Navidad, pero movió la cabeza como si el lío y la confusión fueran exactamente lo que había esperado. Se acercó al árbol y enderezó el ángel en la punta.

Luego se acercó a ella y sus ojos se encontraron.

– Ven aquí.

– ¿Yo?

– ¿Hay alguna otra morena de pelo rizado con ojos castaños en la casa que se llame Laura Stanley?

– No, sólo yo.

– Pues ven aquí y te daré una de esas credenciales que me habías pedido.

Ella lo hizo, con cuidado. Él no pegaba en esa casa… ni en su vida. Posiblemente Laura tuviera harina en la punta de la nariz, ya que había estado preparando la comida de navidad del día siguiente. Y su sudadera roja, vaqueros viejos y calcetines de Mickey Mouse, eran de las rebajas.

Y él estaba impecable. La camisa blanca era de lino y el reloj que llevaba en la muñeca tenía pinta de costar un riñón. Pero no era sólo el dinero lo que le daba ese aspecto intimidante. Incluso de pie, quieto, su cuerpo emanaba poder y tensión, y una fuerte energía viril. El rostro tenía pómulos salientes y mandíbula fuerte. El pelo oscuro y despeinado contrastaba con su piel blanca, y los ojos negros parecían penetrarlo todo. No tenía ni un rasgo suave, y no era guapo, aunque Laura lo encontraba muy atractivo.

A los treinta y un años, Laura era demasiado madura para dejarse llevar por un montón de química masculina. Tendría que esta loca para arriesgarse emocionalmente con un tipo así.

Pero él le acarició la barbilla con los nudillos, haciéndola levantar la cabeza, y entonces la besó.

El primer beso fue frío. Sus labios estaban tan helados como el paisaje nevado fuera. Pero eran sorprendentemente suaves comparados con las líneas duras de su rostro.

Y los labios se calentaron deprisa. Igual que él.

Cuando Laura le subió las manos por los hombros, pudo sentir que la tensión poco a poco desaparecía de sus músculos. Will Montana rara vez perdía, siempre estaba relajado, siempre parecía dispuesto a luchar contra una banda de matones. No había matones en su casa, ni guerras que luchar, pero él siempre tardaba un tiempo en darse cuenta.

Sus ojos negros empezaron a arder, y la besó con más profundidad, como si ella fuera lo único bueno que había tenido ese día.

Seis meses antes, cuando Will se paró para ayudarla a cambiar una rueda pinchada, ella se sintió encantada por su caballerosidad, pero nunca esperó volver a verlo. Durante mucho tiempo no pudo comprender por qué Will quería verla cuando no tenían nada en común, ni en el aspecto económico ni en el temperamento. Pero ésa no era la primera vez que él la besaba como si ella fuera lo único que hubiera entre él y la locura de la vida. Will era estupendo en su trabajo, un triunfador, pero era horrible relajándose y olvidándose de ello.

Nunca bajaba la guardia… hasta que la tocaba. Siempre era un extraño poderoso que le daba miedo… hasta que ella lo tenía entre sus brazos.

Laura metió los dedos en el pelo de su nuca. El beso se volvió más húmedo y oscuro. Ella movió el cuerpo, acurrucándose contra él, y un torbellino de sensaciones la sacudió.

A veces no se sentía muy segura de él, y se daba cuenta de que Will nunca mencionaba el matrimonio, el futuro o los hijos, todo lo que a ella le importaba. Pero enamorarse de él había sido muy fácil y las razones, elementales. Él la hacía sentirse toda una mujer. La hacía sentirse más necesitaba que el aire. Ella nunca había deseado así a otro hombre.

Laura se apartó porque tenía que respirar.

– Bueno, parece que eres tú y no Santa Claus.

– ¿Has tenido que besarme para darte cuenta? ¿Besas a todos los hombres que aparecen en tu puerta para comprobar su identidad?

– A todos no. Sólo a los que entran llevando sombreros de Santa Claus. Ha sido un disfraz muy efectivo. Durante un momento me habías engañado completamente.

Will sonrió y sus ojos se iluminaron. Le sujetó la mano que tenía apoyada en su pecho.

– Tienes problemas, Laura Stanley.

– Eso no es nuevo. Lo supe en cuanto te dejé entrar.

– Si no apartas las manos de mi cuerpo, no podrás abrir los regalos durante un largo rato -dijo mirándola con intensidad.

– No necesito otros regalos. Estoy muy contenta con el que tengo ahora mismo frente a mí.

– Ése será el último. Estoy deseando que los abras.

– Hasta mañana no es Navidad -protestó Laura.

Pero Will insistió, tirando de ella.

Una vez Laura estuvo instalada en la alfombra junto al árbol, Will sacó el montón de regalos de su saco. A Laura se le puso un nudo en la garganta. Debió imaginar que Will querría con ella una navidad privada. Ella le había convencido para que fuera a comer al día siguiente.

Sólo iría su padre, ya que su única hermana se había mudado al otro lado del país. Pero Will había crecido solo, un huérfano, y se sentía incómodo con las fiestas y tradiciones familiares.

Laura entendía que él quisiera compartir con ella una Navidad privada, pero esa generosidad era demasiado. El primer paquete era un camisón blanco de seda. El siguiente, un montón de películas clásicas para el vídeo. Había calcetines de Mickey Mouse para un año, una caja de bombones, una enorme toalla de baño roja, un jersey de lana.

Con cada paquete se sentía más incómoda. Ella siempre había sido más feliz dando que recibiendo. Pero él se estaba divirtiendo y ella no quería estropearle el momento. Así que todo fue más o menos bien hasta que abrió el último regalo. Era una caja pequeña de terciopelo negro, y dentro había un colgante de zafiro en forma de corazón, precioso.

– Will… no puedes hacer esto.

– Puedes cambiar lo que no te guste.

– No tiene nada que ver con el gusto. Es porque me has dado demasiados regalos y has gastado mucho dinero. Y no puedo aceptar algo así.

Tenía miedo de tocar la joya. La cadena de oro era muy delicada y los zafiros parecían tener vida propia.

– ¿Por qué?

– Porque yo no puedo hacerte a ti lo mismo.

Él también estaba rodeado de cajas. Laura le había comprado guantes y una bufanda que él se había puesto al cuello, ilusionado como un niño.

– Laura, de niño nunca tuve nada. Ahora tengo mucho dinero y no hay ninguna razón por la que no pueda gastarlo como más me guste. Y adoro sorprenderte. ¿Qué tiene de malo?

No era la primera vez que ella intentaba discutir el problema de su extravagancia, pero era imposible.

– Sorprenderme está bien. Las sorpresas son maravillosas, pero aceptar un colgante así es… diferente. Es demasiado caro. Y no quiero que pienses que tu dinero me importa.

El la miró divertido.

– Bueno, si ése es el único problema… Ya sé lo que opinas de mi dinero. Deberías haberme dejado que cambiara el tejado de esta casa si no fueras tan alérgica a un poco de ayuda. Y también deberías haberme dejado que cambiara tu vieja y oxidada lavadora. Casi me cortaste la cabeza cuando te arreglé los frenos del coche, ¿recuerdas? Pensé que ibas a estrangularme.

– Yo puedo arreglar los frenos de mi coche.

– Lo sé, señora Independiente. Pero estabas esperando un cheque el viernes, y esos frenos fallaron el martes. Era una cuestión de seguridad, no de dinero.

– Estás intentando distraerme. No estamos hablando sobre frenos, sino sobre colgantes.

– Puedes tirarlo si no lo quieres.

– Por encima de mi cadáver. Te estoy diciendo que no necesito que seas tan extravagante conmigo. Habría sido muy feliz con un llavero, por el amor de Dios…

– ¿Necesitas un llavero nuevo?

Eso bastó. Laura se echó sobre él con un gruñido de frustración. Will era capaz de salir a comprarle un llavero incluso a esa hora. Tenía que haber algún modo de distraerle para que pensara en otra cosa.

Y la había.

El beso fue para él como un narcótico. Cayó hacia atrás, sobre los lazos y papeles de regalo. Y la tenía sujeta de la cintura, así que ella cayó encima.

Sus lenguas se encontraron. Will estaba hambriento y sus manos tocaban su cuerpo sin parar. Ella sintió que su cuerpo se puso duro y caliente de deseo.

– No voy a quedarme con el colgante.

– Ya hablaremos de eso… pero luego.

La puso bajo él. Rápidamente, se dio cuenta de que ella no llevaba sujetador bajo la sudadera. Fue un error peligroso no ponerse sujetador estando Will cerca, pero era muy divertido tentarlo.

Él necesitaba tentación. Había cientos de cosas que ella no entendía sobre el hombre misterioso de quien se había enamorado. Pero sabía que no tenía apellido. Él había elegido Montana porque fue el estado en el que nació, y no tenía ningún lazo familiar con nadie. Quizás él amara ese abandono porque fue abandonado de pequeño. Quizás se entregara tan completamente porque era el único modo de expresar sus sentimientos.

Laura consiguió quitarle el cinturón y sacarle la camisa. Quería tocarlo, pero él no la ayudaba. Will ya le había quitado la sudadera y había metido la cabeza entre sus pechos. Sus mejillas eran rugosas y eróticas, especialmente comparadas con su lengua. Will conocía su cuerpo mejor que ella misma.

Al final Laura ganó la batalla con los botones de la camisa y se la quitó. Cuando su pecho quedó desnudo, ella extendió las manos por su piel.

La luz de las velas brillaba en la cara de Will, reflejando la solitaria oscuridad en sus ojos. Las luces de colores del árbol se reflejaban en sus enormes hombros desnudos. Ese hombre solitario que necesitaba una familia había sido el que le había robado el corazón, y no el amante extravagante y alocado.

Aunque posiblemente su relación con él era sólo un sueño. Posiblemente su misterioso caballero evitaba temas como los bebés y las familias porque no tenía interés en ello y nunca lo tendría.

– ¿Qué ocurre, Laura?

– Nada.

Lo besó con fuerza, queriendo borrar todos sus miedos. Dado su pasado, era normal que él no quisiera compromisos. No sabía nada de la felicidad de una familia, y Will no era un hombre al que se pudiera forzar.

Aún así, ella nunca había estado tan enamorada.

– Laura.

– Sshh…

– Laura, hay alguien en la puerta. Están llamando.

No era posible. Laura acababa de oír el reloj de cuco en la cocina que había dado las doce. Nadie podría llamar a esa hora.

Pero entonces oyó los golpes impacientes en la puerta, y miró a Will confundida.

– No puede haber nadie ahí.

– Pues lo hay. Yo me ocuparé.

Will recogió su camisa y se puso de pie.

Laura se pasó una mano por el pelo revuelto. Se levantó y buscó su sudadera. Se la puso y trató de ordenarse el pelo mientras iba también hacia la puerta.

Cuando Will la abrió, sus anchos hombros le bloquearon la visión.

– ¿Quién es?

Entonces se puso junto a Will y lo vio.

No había visto a su hermana pequeña desde hacía un años. A Laura nunca le había gustado el hombre con el que ella se casó tres años antes, pero la pareja se había mudado a Oregón, lo que parecía el otro lado del mundo.

Deb se quedó embarazada el año anterior, y a pesar de que las conferencias eran muy caras, Laura llamaba a menudo a su hermana. Y estaba preocupada, porque últimamente Deb le parecía distinta. Ella sabía que el embarazo suponía un trastorno emocional, y Deb le había dicho una y otra vez que estaba bien y feliz, de manera que pensó que se preocupaba sin necesidad pues, según creía, su hermana no tenía ninguna razón para mentirle.

Pero no se dio cuenta hasta ese momento de lo bien que mentía Deb.

Deb no llevaba sombrero, y su vieja chaqueta de lana estaba abierta y sin botones. Habría perdido casi diez kilos desde la última vez que Laura la vio, y a su hermana nunca le había sobrado peso precisamente. Deb siempre había sido la bella de la familia, pero en ese momento tenía las mejillas hundidas y el rostro demacrado, y el pelo despeinado. Y sus ojos, sus maravillosos ojos llenos de vida, estaban llenos de miedo.

– ¡Laura!

Deb echó una mirada rápida a Will pero luego se dirigió a su hermana. Pareció desmoronarse. Se le llenaron los ojos de lágrimas y al instante empezó a llorar descontrolada.

Laura, atónita, corrió hacia su hermana con los brazos abiertos.

Algo tarde se dio cuenta de que Deb no era la única ahí fuera.

El bebé en los brazos de su hermana estaba acurrucado hecho un ovillo y llorando sin parar.

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