Capítulo 9

Los tres niños se durmieron por fin. Valentine había dado más guerra que sus hermanos debido al resfriado, pero también acabó rindiéndose.

Tracey miró la hora: la cuatro y diez. Julien y Rose estarían a punto de llegar a Ginebra, adonde habían ido para despedir a Isabelle y a Alex. Era el momento perfecto para escaparse.

En cuanto Solange se despistara, Tracey agarraría un monedero que había escondido en un cajón y desaparecería para siempre. Cuando alguien descubriera su nueva fuga, ya estaría alojada en algún hotel, desde el que telefonearía a la residencia para pedirle a Solange que se ocupara de los niños hasta que Julien volviese.

Después de mirar una vez más a sus hijos, Tracey se dispuso a salir de la habitación con gran sigilo. Pero no lo logró, pues se topó de frente contra algo rocoso que le impedía seguir avanzando.

– ¡Julien! -exclamó aturdida. Éste la estrechó contra su viril cuerpo-. ¿Qué… qué haces aquí?

– Decidí que Rose fuera sola a despedir a tu hermana al aeropuerto. Así podremos pasar el resto de la tarde juntos sin que nadie nos interrumpa -explicó Julien sonriente.

– Pero Valentine…

– Está dormida y las criadas estarán atentas si llora.

– No creo que debamos dejarla sola, Julien -logró decir. Tenía la garganta seca.

– ¿Ah sí? Y, entonces, ¿cómo explicas esto? -preguntó enfadado señalando el monedero-. Te vi esconderlo esta mañana, cuando pensabas que estaba en el despacho. Sé muy bien lo que estabas planeando, pequeña… Y ahora que has roto la promesa que me hiciste en el hospital, ya no hay ningún pacto entre nosotros. Después de un año de abstinencia, tengo intención de hacer el amor con mi mujer y no vas a poder hacer nada por evitarlo.

– ¡No! -gritó desesperada.

Pero Julien no la escuchó: la levantó en brazos y la besó con fiereza hasta desarmarla. Luego se dirigió hacia las escaleras y empezó a subirlas, aún sin soltarla.

Julien era un hombre muy fuerte y siempre sabía mantener sus emociones bajo control. La única vez que le había visto perder su sangre fría fue la noche en que discutió con Jacques y le prohibió que volviera a mirar a Tracey. Desde entonces, Jacques nunca había vuelto a acercarse a ella.

Pero Julien había sufrido mucho durante el último año y, al final, había acabado saliendo a la superficie el salvaje que llevaba dentro.

Cuando llegaron al dormitorio de Julien, Tracey ya no tenía fuerzas para resistirse. No fue capaz de oponerse a Julien cuando éste la colocó sobre la cama. Luego, terminada la lucha, se tumbó encima de ella y empezó a hacerle el amor con una pasión desbordante que había estado reprimiendo demasiado tiempo.

– ¡Para, Julien! -gritó Tracey cuando éste dejó de besarle los labios para descender hacia el cuello. Ya no había marcha atrás-. ¡Lo que estamos haciendo es pecado!

– Estamos casados, amor mío -desdramatizó Julien mientras aspiraba la fragancia de su piel-. Me siento tan feliz que me parece estar pecando. Pero no. ¿Por eso te escapaste? Dime la verdad, preciosa. No más mentiras. Tu padre era bastante puritano; ¿fue él quien te dijo que el amor físico entre un hombre y una mujer era pecado? ¿Es eso?

– No… -denegó con la cabeza al tiempo que rompía a llorar-. Él no era mi padre, Julien.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó atónito.

– Mi verdadero padre era Henri Chapelle -respondió sacando fuerzas de flaqueza-. Tu padre.

Julien estaba tan enamorado que no comprendía lo que oía. Estaba tan ofuscado que no se daba cuenta de la fuerza con la que la estaba sujetando.

– Eres mi hermano, cariño -dijo torturada-. Tu padre me lo confesó antes de que monseñor Louvel le diera los últimos sacramentos.

Julien la miró de tal forma que parecía un salvaje depredador de la selva. La expresión de su cara resultaba mucho más temible que todas las pesadillas que había tenido en el hospital.

– ¡Mientes! -exclamó indignado.

– No -denegó Tracey mientras acariciaba el mentón de Julien, tratando de que se tranquilizara-. Él y mi madre tuvieron una aventura después de que Jacques e Isabelle nacieran. Siempre me había preguntado de donde venía mi pelo rubio.

Julien estaba de piedra. Había estado escuchándola con la esperanza de que todo fuera una invención; pero sabía que Tracey no era tan cruel como para engañarlo de esa forma.

– ¿Me juras por Dios que me estás diciendo la verdad? -preguntó con muestras de inmensa agonía.

– Sí, cariño. Sabes que te amo más que a mi propia vida. Nunca te mentiría. ¿Por qué crees que me escapé? No podía soportarlo -dijo entre sollozos.

– ¿Lo jurarías ante un sacerdote? -preguntó con incredulidad.

– Sí.

– ¡Dios! -exclamó. Parecía la última palabra de un hombre al que acababan de dar muerte.

La miró durante varios minutos intentando descubrir en los ojos de Tracey una explicación a aquella tragedia.

– Quería ahorrarte este dolor -se justificó a lágrima viva-. Al principio, intenté esconderme en algún sitio donde nadie pudiera encontrarme nunca. Así acabarías odiándome y, al menos, podrías amar a otra mujer. Pero cuando me enteré de que estaba embarazada, tuve que acudir a Rose a pedirle ayuda. El resto ya lo sabes… Louise me dijo que tardé tanto en recuperar la memoria porque era una forma de olvidar mi dolor.

Julien la estrechó contra su cuerpo con fuerza y así estuvieron, abrazados y desesperados, durante varios minutos. No tenía sentido seguir hablando.

Tracey trató de calmar a Julien, que no dejaba de temblar. Todavía no era capaz de asimilar aquel brutal revés del destino.

– Sé que no mientes, preciosa; pero me niego a aceptar lo que dices hasta que no hablemos con monseñor Louvel. Él fue el sacerdote con el que se confesó en el lecho de muerte.

– Eso fue lo primero que pensé; pero luego me acordé del voto de confidencialidad de los sacerdotes. Él nunca traicionaría a tu pa… a Henri.

– ¡Por supuesto que hablará con nosotros! -exclamó colérico-. Cuando sepa como nos afecta la confesión que te hizo, se verá obligado a contar todo lo que sabe. Le recordaré que su deber es velar por los vivos y no por los muertos.

Deslizó las manos inconscientemente hasta los hombros de Tracey y la apretó con tanta fuerza que ésta puso una mueca de dolor.

– No quiero esperar a mañana para hablar con él -prosiguió Julien impaciente-. Iremos a la iglesia ahora mismo.

Cuando estaba de ese humor, de nada servía llevarle la contraria o intentar persuadirlo para que llamara primero, no fuera a estar el sacerdote ocupado.

– Puede que los niños…

– A los niños no les pasará nada -la interrumpió Julien con incuestionable autoridad-. Solange vela por ellos como si fueran sus propios hijos. Nunca permitiría que les pasara nada.

Tracey asintió con la cabeza. Se habría levantado de la cama de no ser porque Julien seguía sujetándola con las manos. Sus caras estaban a muy pocos centímetros; sus labios, a un suspiro de distancia. Sabía que él deseaba hacerle el amor hasta el fin de sus días y por Dios que ella lo amaba con la misma fogosidad. Nada había cambiado en ese sentido. Ni cambiaría jamás.

Pero estaban obligados a compartir el fardo de su desgracia. Sus valores morales y religiosos les impedían pasar por alto la confesión de Henri.

Julien sintió un nuevo escalofrío al separarse de su querida mujer. Se mesó el pelo con las manos por no agarrar a Tracey y regresar con ella a la cama.

Tracey prefirió esquivar su mirada y salió escapada de la habitación. Sin embargo, Julien la rodeó por la cintura mientras bajaban las escaleras. Estuvo a punto de perder el sentido al sentir el amparo del potente brazo de su marido.

– Dime que nada de esto es verdad, amor mío -imploró Julien con lágrimas en los ojos-. Dime que esta noche volveremos a casa y podremos hacer el amor como en Tahití.

– Julien -dijo Tracey atormentada por el dolor de su marido-, nunca amaré a ningún otro hombre en toda mi vida. Si no fuera por los niños, no estoy segura de si podría seguir viviendo.

– No digas eso nunca, amor mío -tronó la voz de Julien-. Tengo que creer que se trata de una equivocación. Es posible que no entendieras lo que mi padre te dijo. Apenas estaba en sus cabales los últimos días de su vida. El cura lo aclarará todo y terminará con esta tortura. Vamos -la animó mientras la guiaba escalera abajo.

«No te dejes cegar por tus esperanzas, cariño», pensó Tracey, que, sin embargo, sabía que Julien no se rendiría hasta el último segundo. Julien era un luchador. Si, por alguna remota circunstancia, no había interpretado bien las palabras de Henri, Julien no pararía hasta averiguar la verdad.

Se despidieron brevemente de Solange y fueron hacia el Ferrari por la puerta trasera de la residencia.

Se había hecho de noche. Puso las luces largas y se encaminó a la carretera principal. Estaba demasiado nervioso como para conducir; tanto que a punto estuvo de estrellarse contra el Mercedes de Rose, que regresaba en esos momentos del aeropuerto.

Bajó la ventanilla para disculparse y siguió adelante sin esperar respuesta por parte de la tía de Tracey.

Tracey sintió lástima por Rose, que se habría quedado alarmada al ver la velocidad a la que se había marchado Julien. Además, seguro que se estaría preguntando qué hacía ella en el coche, cuando se suponía que estaba cuidando a Valentine.

Julien estaba tan aturullado que fue incapaz de articular una palabra durante el viaje. Cuando llegaron a la catedral, Tracey ya no podía soportar aquel estado de ansiedad. El convencimiento que su marido tenía de que se trataba de un error había empezado a hacerla dudar.

Empezó a rezar porque Julien estuviera en lo cierto, porque la verdad del cura los liberara de su prisión y les permitiera seguir viviendo como marido y mujer.

– Lo lamento, señor Chapelle -dijo un encargado de la iglesia-. Monseñor Louvel se encuentra en Neuchátel. Si al final decide pasar allí la noche, llamará por teléfono. Lo más que puedo hacer es decirle que ha venido a verlo y que se encuentra ansioso por hablar con él.

La frustración de Julien era inmensa. Apretó la mano de Tracey hasta estrujarla, pero ésta no gritó. De hecho, agradeció aquel dolor físico, mucho más llevadero que el que mortificaba su alma.

Las llantas del coche chirriaron sobre la acera cuando Julien arrancó como llevado por el diablo.

– Julien -se atrevió a decir Tracey-, creo que, después de asegurarme de que los niños están bien, lo mejor que puedo hacer es registrarme en un hotel para pasar la noche.

– Tú no vas a ninguna parte -sentenció-. Dejando de lado lo que el cura tenga que decir, nos haremos la prueba de paternidad para comprobar si la sangre que corre por nuestras venas es o no la misma. Pero hasta que no tenga la certeza absoluta de que hemos nacido del mismo padre, compartirás mi cama.

– No puedo hacer eso, Julien -protestó-. Tú no estabas allí para escuchar a tu padre.

– ¡Exacto! -exclamó hecho un basilisco-. Cada vez me resulta más inconcebible que guardara ese maldito secreto hasta el último segundo y que, al final, sólo te lo dijera a ti. No comprendo como es posible que tus padres nunca hicieran la más mínima alusión a aquella aventura.

Tracey escuchaba con atención aquellas palabras que tantas veces se había repetido ella misma, intentando agarrarse a una última esperanza.

– Mi padre era un hombre frío y no solía expresar sus sentimientos -prosiguió Julien-. Pero nunca imaginé que pudiera ser cruel intencionadamente. La noche en que casi me pegué con Jacques, le conté a mi padre lo que sentía por ti y le comuniqué mi intención de casarme contigo. Ese día tuvo la ocasión de decirme la verdad. Pero no dijo nada.

– ¡Oh, Julien…! -exclamó Tracey, que empezaba a ilusionarse un poco. Tal vez Henri ya hubiera perdido el juicio cuando realizó aquella confesión.

– Supongo que es posible que le fuera infiel a mi madre -comentó Julien alterado-. Estuvo muchos años enferma, aunque siempre tuve la impresión de que era feliz en su matrimonio. Nunca hizo mención a ninguna posible aventura de mi padre con otras mujeres; mucho menos, con tu madre. No, estoy convencido de que tantos sedantes le hicieron perder el juicio; seguro que no tenía ni idea de lo que estaba diciendo.

– ¡Eso es lo que quieres creer! -exclamó Tracey. Estaba preparada para lo peor y no quería esperanzarse para sufrir luego un mazazo del que jamás podría recuperarse.

– ¿Y no es eso lo que tú quieres, vida mía?

– Nada me haría más feliz -respondió sin atreverse a mirarlo a la cara.

– Entonces no hay nada que discutir. Dios. Es un milagro que sigas viva y te encuentres bien. Esta noche vamos a celebrar tu regreso a la vida, a mí. ¿Puedes imaginar lo mucho que necesito tenerte entre mis brazos, sentirte a mi lado toda la noche?

Llegaron a la carreterita privada de la residencia y, sin poder controlarse más, echó el coche a un lado y paró el motor.

– Tracey, no puedo esperar más -dijo con voz temblorosa. Tracey tampoco podía seguir reprimiendo sus impulsos, así que se abandonó a los brazos de Julien y se dejó besar por la única persona a la que jamás amaría.

Perdida la noción del tiempo, Tracey buscó las manos y la boca de su marido, preludiando la intimidad que compartirían en cuanto llegaran a su casa. Pero estaban tan enardecidos que ninguno podía separarse para salir del coche. Llevaban un año sin probar el dulce sabor del amor y querían seguir bebiendo del néctar de sus labios.

Sólo se despegaron cuando los faros de otro coche iluminaron el Ferrari. Julien maldijo a la persona que había roto aquel momento de intimidad.

Tracey tomó aliento y pudo ver una limusina negra con una cruz religiosa pintada en cada lateral.

– ¡Caramba! -exclamó Julien sorprendido-. ¡Si es monseñor Louvel!

Julien bajó del coche y ambos hombres mantuvieron una breve conversación. Antes de que Tracey pudiera reaccionar, Julien había vuelto a ella.

– Vamos a seguirlo a la rectoría -informó Julien dirigiéndose a su mujer-. Dadas las circunstancias, es mejor que nadie de la residencia se entere de esta conversación.

– Cierto. ¿Le… le has dicho de qué queremos hablar con él?

– No.

Tuvo que darse por satisfecha con aquel monosílabo, pues Julien no parecía dispuesto a hablar más.

Por suerte, aunque el viaje fue breve, Tracey tuvo tiempo para peinarse y ponerse algo de maquillaje. Pero nada de eso podía rebajar el éxtasis que había sentido antes de la llegada del sacerdote.

Después de llegar a la iglesia, entraron en una especie de salón. Tracey estaba aterrorizada por lo que monseñor Louvel pudiera decir. Se sintió culpable por haber sucumbido a sus instintos, aunque sólo hubiera sido un fugaz escarceo. Julien le dijo con la mirada que dejara de torturarse; que no tenían nada que temer.

Monseñor les preguntó cual era el motivo de su visita y Julien abordó la cuestión sin rodeos. Luego le pidió a Tracey que le contara al cura exactamente lo que Henri le había dicho en su lecho de muerte.

– ¿Le hizo Henri la misma confesión, Padre? -preguntó Julien cuando Tracey hubo terminado de hablar-. Estamos viviendo un auténtico infierno. El resto de nuestras vidas está en sus manos.

– Lamento vuestro padecimiento -respondió el cura mirándolos fijamente, con las manos apoyadas sobra las rodillas-. Y ruego a Dios que se apiade de vosotros. Pero no puedo desvelar el contenido de ninguna confesión.

– ¿Ni siquiera por algo tan sagrado como nuestro matrimonio? -exclamó Julien angustiado.

– Es verdad que es sagrado. Y por eso, voy a deciros algo. Pero tened cuidado, no vayáis a malinterpretar mis palabras -hizo una pausa y miró a Tracey con gran compasión-. Una vez, hace años, una mujer muy parecida a ti vino a la iglesia a rezar. Parecía muy triste. Cuando le pregunté si podía ayudarla, respondió que no era católica y que, si no me importaba, quería estar un rato rezando porque necesitaba desesperadamente aliviar su conciencia. Le pregunté si quería hablar con alguien y dijo que no serviría de nada en tanto no la perdonara su marido. Luego se marchó. No volví a verla hasta que, años más tarde, apareció en misa acompañando a la familia Chapelle el día de la primera comunión de Angelique… Eso es todo lo que sé -finalizó. Luego hizo la señal de la cruz y los dejó a solas para que hablaran.

Después de un mortificante silencio, Tracey se levantó, traumatizada por las palabras del sacerdote. No necesitaba mirar a Julien para saber que también a él se le habría helado la sangre. Lo que monseñor acababa de contar no hacía sino ratificar la confesión de Henri.

Todo empezó a darle vueltas y, por suerte, Julien llegó a tiempo para sujetarla antes de que se desvaneciera. La rodeó con un brazo por la cintura y la guió hasta el coche. Antes de cerrar la puerta del copiloto, la agarró por la barbilla y la obligó a que lo mirara.

– Recuerda lo que nos ha dicho el cura; nos advirtió que no malinterpretáramos sus palabras.

– ¡Basta, Julien! -gritó angustiada-. No podemos cambiar el pasado.

– Cierto. Pero creo que, de alguna manera, estaba intentando ayudarnos sin romper sus votos.

– Dices eso porque te niegas a aceptar la verdad. A mí me pasaba lo mismo al principio. Pero al final no me ha quedado más remedio que resignarme.

– Tú nunca te has resignado, amor mío. Si no, no me habrías dejado que te besara esta noche.

– Nos equivocamos. ¡Ojalá no nos hubiéramos besado!

– No hablas en serio y lo sabes.

– Por favor, vamos a casa. Valentine está enferma -rogó con lágrimas en los ojos.

Julien la soltó y fue al asiento del conductor. Por segunda vez aquella noche, arrancó el Ferrari frenéticamente en dirección a la residencia.

– Mañana pediremos cita para que nos hagan las pruebas de paternidad.

– Es inútil, Julien.

– Eso fue lo que los médicos de San Francisco me dijeron cuando les anuncié que te iba a llevar a un hospital de Lausana especializado en traumatismos craneales.

– No lo sabía -respondió conmovida por su indómita voluntad-. Te has portado tan bien conmigo…

– ¿Acaso no habrías hecho tú todo lo posible por sacarme del coma si hubiera sido yo quien hubiese tenido el accidente? -le preguntó mientras le acariciaba el muslo con dulzura.

– Sabes de sobra la respuesta.

– Entonces no hay más que hablar.

– Eso espero.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Que me mudaré a un apartamento hasta que nos hagamos las pruebas.

– No es necesario: te juro que no te tocaré.

– Eso mismo me prometí yo cuando convine en pasar este mes contigo. Pero esta noche he roto mi promesa y podría pasar otra vez, sólo que, en esta ocasión, ya sabríamos casi con absoluta certeza que somos hermanos. Sólo de pensarlo me entran escalofríos, Julien. Por favor, no me hagas sentir más despreciable de lo que ya me siento.

Siguieron en silencio hasta llegar a casa. Tracey intentó salir del coche cuando Julien apagó el motor, pero el seguro de su puerta estaba echado.

– ¿Me estás diciendo que te irás de casa si las pruebas demuestran que somos hermanos?

– Julien, tendremos que divorciarnos. ¡No quedará otra solución! Encontraré algún sitio en Chamblandes. Sólo estaremos a dos minutos de distancia. Podremos educar a nuestros hijos juntos; así nos verán a los dos todos los días. Yo los cuidaré mientras estés trabajando y tú podrás venir a buscarlos cuando quieras. Con el tiempo, conocerás a otras mujeres y…

– ¡Por Dios! ¡No puedo creer lo que estoy oyendo!

– Porque todavía no has asimilado esta terrible desgracia. Necesitas dormir.

– Después de hoy, jamás podré dormir.

– No… -le rogó atormentada.

– Te lo advierto, Tracey: pienses lo que pienses, no me he pasado un año de mi vida luchando por recuperarte para dejarte marchar de nuevo.

– Seremos amigos, Julien.

– ¡Amigos! -exclamó con una espantosa risa sarcástica.

– Sí, cariño. Por nuestros hijos. Dicen que el tiempo lo cura todo. Tal vez algún día quieras volver a casarte.

– Si eres capaz de decirme eso, es que nunca has llegado a conocerme -la acusó.

– Yo pude ir haciéndome a la idea antes de que me atropellaran.

– Y fuiste a buscar a otro hombre, quieres decir. ¿Por eso quieres divorciarte de mí a toda costa?, ¿porque hay otro hombre esperando, calentándote la cama?

Tracey nunca había visto a Julien tan fuera de sí.

Había temido que reaccionara mal, pero nunca había imaginado que fuera a desquiciarse tanto.

– Los niños son mi única prioridad -respondió con calma-. Sólo quiero, sólo necesito, que me ayudes a sacarlos adelante.

Tracey levantó el seguro del coche y fue corriendo hacia la residencia. La expresión de Julien a la luz de luna la aterrorizaba.

¡Qué cruel ironía! Estaban condenados desde su nacimiento a privarse de su mutuo amor, lo único que deseaban en la vida.

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