Capítulo 5

– ¡No puedo! ¡Imposible! -exclamó Tracey denegando con la cabeza.

– Cada día es como una pesadilla para él -razonó la doctora-. No se merece algo así.

– Pero la verdad lo destrozará. Hará que cambie radicalmente su forma de ver la vida. Nada volverá a ser lo mismo para él -respondió desesperada.

– Todo cambió para él cuando desapareciste. ¿Es que no sabes que tú y tus hijos sois lo único que le importa en esta vida?

– Por favor, no digas eso. Las personas se divorcian todos los días y sobreviven…

– No las personas que se han amado y se aman tan profundamente como vosotros dos.

– En algún momento encontrará a otra mujer -se resistió Tracey.

– Tiene derecho a saberlo, Tracey. Y tú no tienes derecho a ocultárselo. Mira el daño que os ha hecho el silencio que guardaron tu madre y Henri Chapelle durante tantos años.

– Es lógico que me pidiera volver a la residencia -pensó Tracey en voz alta, sumida de pronto en una especie de trance.

– Cuéntame algo sobre esa parte de tu vida. Antes no podíamos hablar de eso porque no recordabas nada.

Tracey no necesitó que se lo pidiera dos veces. Ya que Louise sabía la verdad, sería sencillo aclararle cualquier detalle que le interesara.

– No sé, supongo que cuando mi madre y Henri Chapelle descubrieron lo que estaba ocurriendo entre nosotros, intentaron separarnos y ya no hubo nunca más visitas familiares. Sólo a Isabelle la dejaban quedarse allí con Angelique unas pocas semanas al año. A mí, en cambio, nunca me volvieron a invitar. Me pregunto si papá lo sabría -dijo con gran tristeza.

– De ser así, está claro que eso nunca cambió sus sentimientos hacia ti. Es más: tiene que haber amado muchísimo a tu madre para haberla perdonado -comentó Louise-. Si no, no tiene sentido que siguiera siendo su marido hasta el día de su muerte.

– Seguro que tienes razón -afirmó Tracey mientras se pasaba una mano por los ojos-. Cuando pienso en ello, la verdad es que nunca me creí que el motivo por el que nos empezamos a quedar en San Francisco fuera que la salud de Celeste había empeorado. Ella siempre había estado muy delicada, de modo que no me parecía lógico que, de repente, no pudiera atender a las visitas. Además, Henri siempre tuvo a muchas personas a su servicio para que la cuidaran.

Tracey hizo una pausa recordando lo extrañada que se había quedado con el corte repentino de relación con los Chapelle.

– Nunca le pregunté nada al respecto a Julien -prosiguió Tracey-, pero estoy segura de que tampoco él se creía la excusa de la salud de Celeste. Lo más probable es que pensara que aquel distanciamiento definitivo se había debido a algún problema entre Jacques y yo. Por eso debió de insistir en que nos casásemos en secreto, sin que ningún familiar se enterase. No creo que les dijera nada sobre nuestra intención de casarnos cuando se marchó de Suiza en un viaje de negocios.

– Pues ha llegado la hora de que la verdad salga a la luz -intervino Louise-. Si le ocultas esto a tu marido, no sólo le harás un daño irreparable, sino que serás partícipe del pecado de tus padres, lo cual podría llegar a tener consecuencias directas sobre tus hijos.

– Louise -dijo Tracey aterrorizada por las últimas palabras de la doctora-, esto no nos afecta sólo a Julien y a mí. También hay que tener en cuenta a nuestros hermanos y hermanas. Una noticia tan escandalosa separaría nuestras familias por completo… De momento, sólo yo sé la verdad, aparte de ti. No puedo correr ese riesgo. Julien sufrirá durante un tiempo, pero logrará superarlo y seguirá adelante con su vida -concluyó mordiéndose el labio inferior con tanta fuerza que se hizo sangre.

– Sabes que eso no es verdad -se opuso Louise-. No lo superará, Tracey. Lo he visto al lado de tu cama idolatrándote durante meses todas las noches, intentando consolarte cuando tenías pesadillas, deseando tu recuperación con toda su alma. El amor que siente por ti supera todas las barreras imaginables. Si de verdad lo amas, debes contárselo. Tanto tus padres como los suyos están muertos ya, así que no hay riesgo de hacerles daño. Y los escándalos no duran toda la vida. Sabes que decirle la verdad es el único modo de liberar a tu marido. Una vez la sepa, pero nunca antes, será capaz de encontrar a otra mujer a la que amar, si es que ésa fuera su decisión. ¿No te das cuenta de que si te callas, lo estarás condenando a una prisión que no se merece?

– Si Henri hubiera pensado que Julien lo soportaría, él mismo le habría contado la verdad a él en vez de a mí -argumentó Tracey.

– Tonterías -replicó Louise convencida-. Por lo que me has contado de Henri Chapelle, creo que se comportó egoístamente y que se alegró de irse a la tumba sabiendo que su hijo mayor lo adoraba en su ignorancia. Para él era muy sencillo descargar la conciencia contigo, ya que tu madre también había muerto y no tenía que pedir permiso a nadie para desvelarte su secreto. Además, te conocía bien y sabía que le serías fiel; que preferirías guardar el secreto antes que poner en riesgo la armonía de la familia. ¡Piénsalo! Desapareciste en cuanto Henri murió. ¿No ves que te manipuló y que sigue manipulándote?

– No puedo decírselo, Louise -murmuró Tracey juntando las manos-. Julien estaba muy unido a su padre. No soportaría acabar con el cariño que le tenía. Tienes que prometerme que nunca se lo contarás a nadie.

– Esa promesa la hice cuando decidí ser doctora, Tracey. Cualquier cosa que me digas tendrá siempre carácter confidencial; pero te lo advierto: si guardas este secreto, será a costa de tu paz interior -suspiró-. Tengo que marcharme. Ya sabes donde encontrarme si quieres que sigamos hablando. Simplemente, recuerda que estoy de tu lado. Siempre lo estaré.

– Gracias, Louise.

Después de despedirla, Tracey se dio una ducha para relajarse. Tal vez pudiera ver al pediatra ese mismo día. Necesitaba estar vestida por si éste le pedía en algún momento que fuera a visitarlo.

Tenía que someter a sus hijos a una serie de pruebas para determinar si habían sufrido algún tipo de deficiencia genética. A Julien no le extrañaría que quisiera ver al pediatra; era lo mínimo que podía hacer, después de tanto tiempo de separación, si realmente quería a sus hijos. De hecho, le agradaría comprobar su interés por ellos. Sin duda, Julien lo interpretaría positivamente, como un síntoma de que se estaba haciendo a la idea de convertirse en una verdadera madre. Y en su esposa.

Se puso el mismo modelo que había usado para ir a la residencia desde el hospital y salió rápidamente de la habitación. Nada más cerrar la puerta, se encontró frente a Julien.

Desvió los ojos para no cruzarlos con los suyos, pero no pudo evitar registrar en la retina aquellos rasgos tan atractivos y masculinos. Vestía un polo y unos vaqueros como los que llevaba durante la luna de miel.

Julien no había metido en su equipaje ropa formal. Los dos se habían comportado como niños, jugando y amándose allá donde les apeteciera, con frecuencia despreocupados del paradero de su ropa olvidada…

También en aquella ocasión en la que fueron a cenar a un pueblo cercano iban los dos vestidos informalmente. Tracey no podía borrar esos recuerdos de su cabeza. Era imposible.

– Parece que la visita de Louise te ha hecho bien. Has recuperado el color de la cara -dijo con voz aterciopelada rompiendo la tensión de aquel encuentro inesperado.

– Sí. Hemos estado hablando de los bebés.

– Tracey, tenía que haberte puesto al corriente sobre los bebés anoche, cuando estábamos en el hospital. Pero, como a mí no me reconociste hasta que me oíste hablar, supuse que tendrías que verlos u oírlos llorar para que el milagro se repitiese.

– Se repitió. Tu plan funcionó como esperabas. Ya no tengo ninguna laguna en la memoria. Lo recuerdo todo, hasta el color del taxi que me atropelló.

– Sí, funcionó; pero, ¿a qué precio? -preguntó Julien, que había palidecido al recordar el accidente.

– Tranquilo, Julien. Tus instintos no suelen traicionarte. Me alegra saber por fin toda la verdad. Por eso había salido a buscarte: para decirte que ya me encuentro bien. No debes temer ningún tipo de recaída por mi parte.

Julien estaba quieto con sus robustas piernas clavadas en el suelo, mirándola con el ceño fruncido escépticamente y rascándose la nuca, un gesto que mostraba desconfianza por lo que estaba oyendo.

– De hecho, me siento con fuerzas para ir a ver al pediatra -prosiguió Tracey-. Hoy mismo, si es posible.

– ¿Por qué? ¿Estás preocupada por los niños? No hay ningún motivo para estarlo -respondió sorprendido-. Te prometo que se encuentran perfectamente.

Aquel comentario la tranquilizaba, pero quería estar plenamente convencida del estado de salud de los bebés.

– Preciosa -continuó hablando Julien-, si estás preocupada por Raoul, deja de hacerlo. Es cierto que antes del accidente tenía dificultades para respirar; pero ese problema se solucionó por sí solo un par de semanas más tarde.

– ¡Gracias a Dios! -exclamó con verdadero agradecimiento-. Julien, sabes que te creo; pero me he perdido tanto en estos últimos meses que quiero enterarme de todo lo que pueda saber sobre su historial médico antes de que vuelva a acostumbrarme a mis preciosos bebés. Quiero ver las gráficas que muestran como han ido creciendo; quiero saber qué han comido con gusto y a disgusto… Ese sinfín de pequeños detalles que cualquier madre sabe -concluyó saltándosele las lágrimas.

Julien no esperaba aquella reacción de su mujer y, a juzgar por la relajación de los músculos del cuerpo, parecía complacido.

– Habiendo estado separada de ellos tanto tiempo, es natural que quieras responder a todas esas preguntas -reforzó Julien con exquisita dulzura-. En seguida llamo al doctor Chappuis, preciosa.

«Deja de llamarme así», gritaba el corazón de Tracey. Iba a tener que aprender a convivir con esos tratamientos tan cariñosos.

– Imagino que estará muy ocupado, así que…

– Si no está en el hospital -la interrumpió Julien-, me aseguraré de que venga a vernos mañana por la mañana.

«A vemos», se dijo Tracey. Julien hablaba en serio cuando decía que iban a estar juntos todo el tiempo durante el mes entero.

– ¿Dónde están los niños ahora?

– Dando un paseo en sus cochecitos. Hace un día maravilloso -dijo Julien. Era el tipo de día que habían compartido y disfrutado juntos muchas veces en el pasado.

– Bueno, si no te importa ir llamando al doctor, voy a la cocina a desayunar algo.

Fue hacia las escaleras sin esperar respuesta alguna, rezando para que Julien no la siguiera.

Se sintió muy aliviada cuando entró en la cocina y comprobó que su marido no estaba detrás de ella. Tracey saludó a Solange, que se mostró encantada de verla y le ofreció un riquísimo chocolate caliente con unas no menos exquisitas pastitas.

Dadas las circunstancias, la idea de ayunar para alejarse de Julien no sólo resultaba absurda, sino también negligente. Sus niños la necesitaban sana. Lo último que deseaba era tener que separarse de ellos otra vez debido a una debilidad premeditada.

Antes bien, sintió que tenía que ganar el peso que había perdido lo más rápidamente posible, para así poder alimentar a los bebés sin ayuda.

Lógicamente, Julien no había tenido más remedio que recurrir a niñeras internas, pero habiendo vuelto ella a casa, las cosas tenían que cambiar. No quería que ninguna otra persona interfiriera en la educación de sus hijos. Si Julien le pedía que se quedara en la residencia durante un mes, ella también podía imponer ciertas condiciones.

La primera sería que las niñeras se marcharan. Los niños, según Julien, se encontraban perfectamente; de modo que, salvo que estuviera demasiado ocupada, y en tal caso siempre podía echar mano de Solange, no hacía falta que se quedaran.

Tracey quería estar junto a sus hijos y permanecer ocupada para que Julien no lograra intimar con ella durante los treinta días. Cuando el mes terminara, ya se vería qué sucedería con los niños. Julien nunca la dejaría marcharse con ellos, así que tal vez podría alquilar un apartamento cerca de la residencia para poder educarlos a medias con su padre.

Tracey podría cuidarlos durante el día y Julien se ocuparía de ellos después de salir de trabajar, si le parecía bien. Sería una especie de tutela compartida que le permitiría a su marido empezar una nueva vida con otra mujer.

Sus planes de estudiar una carrera y viajar habían quedado atrás. Se había convertido en una madre, algo que siempre había querido ser. Y estaba segura de que Julien haría cuanto ella le pidiera para que sus hijos pudieran disfrutar del amor de su madre.

Se había propuesto educarlos, bañarlos y mimarlos, jugar con ellos y contarles sus cuentos favoritos; enseñarles a hablar, a cantar y a rezar, a amar y a ser dignos de amor, a comportarse como caballeros y señoritas educadas, para que su padre estuviera orgulloso de ellos.

Les dedicaría toda su atención, pues eso era lo mejor que podía hacer para canalizar todo el amor frustrado que sentía hacia Julien.

– ¿Tracey? -preguntó Julien al entrar en la cocina-. La enfermera del doctor Chappuis dice que aún no ha acabado con las visitas del hospital, pero que terminará dentro de poco. Que vayamos lo antes posible y ella nos hará un hueco para que lo veamos.

– Gracias por encargarte de todo, Julien -respondió con una mezcla de miedo y alivio, pues ya pronto sabría si sus temores en relación con los niños eran justificados-. Subo un segundo a por el bolso y en seguida estoy lista.

– Ya te lo he traído, para que te ahorraras el viaje.

Julien pensaba siempre en todo y se anticipaba a cualquier idea o deseo que pudiera ocurrírsele a Tracey. Y, además, era capaz de lograr algún que otro milagro, la mayoría de las consultas de los pediatras estaban atestadas de niños enfermos, y Julien había conseguido que el médico los atendiera sin tener cita previa.

Cuando le entregó el bolso de cuero, sus dedos se cruzaron en un roce de fuego que atravesó su cuerpo como una flecha. Evitó el contacto.

– ¿Nos vamos? -preguntó Julien.

Tracey se despidió de Solange y siguió a Julien hasta el Ferrari. Nada más salir a la calle y ver aquel bello sol de otoño, se acordó de unas mañanas soleadas y lejanas en las que ambos se escapaban de casa para disfrutar de unas horas juntos, ya fuera remando en barca para visitar un castillo o de picnic por las montañas repletas de narcisos.

A diferencia de lo que ahora ocurría, antes reinaba una absoluta armonía entre ambos y ella se alegraba de poder tenerlo a solas el máximo tiempo posible.

Una vez solos, Tracey se insinuaría para que la besara, pero Julien siempre mantendría el control de sus emociones, sin dar rienda suelta a unos deseos ardientes que sin duda sentía.

Julien nunca le mostró su lado sensual hasta que un día, por sorpresa, acudió a su fiesta de graduación del instituto. Aquella noche la besó por primera vez. Un beso que se alargó hasta distorsionar la realidad; un beso que le hizo ver el mundo a través de los ojos de una mujer enamorada. Cuando separó sus labios, le anunció que se casarían la próxima vez que volviera a San Francisco y le pidió que no le contara a nadie sus intenciones.

– ¿Tracey?

– ¿Sí? -respondió desconcertada despertando de su mundo de recuerdos.

– ¿Te has fijado en Valentine? Tiene el mismo perfil que tú. Es una delicia, ¿sabes lo increíble que resulta mirarla y verte a ti cada vez que abre los ojos y sonríe?

«No sigas», pensó Tracey con sentimiento de culpabilidad.

– Ha sacado tus uñas y el color de tu pelo, Julien -comentó Tracey.

Le lanzó una mirada que le hizo darse cuenta del error que acababa de cometer: el hecho de que se hubiera parado a buscar parecidos entre Valentine y él indicaba a las claras que no era indiferente hacia Julien, por mucho que se esforzara en fingir lo contrario.

– Tiene una cara preciosa -añadió Julien-. Clair siempre me regaña porque dice que la mimo más que a los dos niños. Pobre Clair. Imagino que nunca habrá sentido un amor como el nuestro; por eso es incapaz de entenderlo.

– Julien -intervino Tracey, que sentía que empezaban a meterse en aguas resbaladizas-. Soy consciente de que no podías ocuparte de ellos tú solo; pero ahora que el doctor Simoness me ha dado el alta definitiva, quiero ser yo la que los cuide.

Apretó sus largos dedos sobre el volante hasta que los nudillos se le marcaron. Estaba emocionado.

– Deseaba oír eso. Esta noche reuniremos a las niñeras durante la cena y les diremos que ya no necesitamos que sigan viniendo.

Julien arrancó el coche y salió a la carretera principal mientras Tracey miraba por la ventana intentando divisar a sus hijos.

– Fueron camino del lago -comentó Julien adivinándole el pensamiento una vez más-. Si mañana hace igual de bueno, le pediremos al cocinero que nos prepare una cesta con comida para ir de picnic y daremos un paseo en barca con los niños.

– ¡Qué buena idea! -exclamó entusiasmada para arrepentirse un segundo después.

– Lo tengo todo preparado. ¡Hace tanto que esperaba este día…! -comentó animado-. Después de ver al doctor Chappuis, comeremos en La Fermiére. Siempre te gustó comer allí.

La Fermiére, uno de sus restaurantes favoritos, en el que servían unas patatas con una deliciosa fondue de queso… Nunca había probado comida tan exquisita, aunque probablemente influyera que siempre había ido allí con Julien. Él convertía cada segundo en un mágico recuerdo.

Resultaba inútil intentar persuadirlo de que no quería comer con él, pues, aparte de preocuparse por su pérdida de peso, estaba decidido a comportarse como si formaran una auténtica familia. Tracey tenía que aceptar que su marido haría todo lo posible por reavivar la pasión anterior y reconstruir su matrimonio.

No le quedaba más remedio que acompañarlo y tratarlo como a un buen amigo. Eso era todo lo que podía ofrecerle.

– De acuerdo -respondió finalmente intentando mantener un tono de voz neutro.

Julien no dijo nada, pero Tracey sintió su mirada penetrante en lo más hondo de su cuerpo; una mirada que la asustó, pues indicaba que la acosaría hasta seducirla. No pondría freno a sus deseos…

Tracey confiaba en que, al terminar el mes, su marido se diera cuenta de que su pasión se había enfriado y entonces, sólo entonces, la dejaría marchar.


– El doctor Chappuis quiere verlos -anunció la enfermera.

– Julien, si no te importa -le dijo Tracey agitada y con cierto sentimiento de incomodidad-, me gustaría entrar sola. Hasta ahora, no me has dejado hacer nada por mí misma, como si estuviera inválida o algo así. Quiero demostrarme que vuelvo a ser una persona autónoma, independiente. Entiendes lo que digo, ¿verdad?

Los ojos de Julien se apagaron doloridos. Lo había herido. Y tendría que seguir hiriéndolo durante los restantes veintiocho días.

Julien asintió con un imperceptible movimiento de cabeza y se quedó inmóvil mientras Tracey seguía los pasos de la enfermera. Se sintió aliviada cuando por fin dejó de sentir la mirada de Julien en el cogote, y entró apresuradamente en el despacho privado del pediatra.

El doctor Chappuis parecía rondar los sesenta y era un hombre bajito, sonriente y amable. Se alegró de ver tan recuperada a la madre de los famosos trillizos de la familia Chapelle.

Antes de que pudiera hacerle ninguna pregunta, la invitó a que tomara asiento y, a continuación, le aseguró que los tres bebés se encontraban en perfecto estado.

A Tracey no le sorprendió la opinión del doctor, pues venía a confirmar lo que Julien ya le había adelantado. Aun así, le gustó escuchar una noticia tan buena.

Cuando hubo terminado de enseñarle el historial médico de los tres, el doctor Chappuis supuso que ya estaría satisfecha, así que se puso de pie, dando por sentado que la consulta había finalizado.

Fue en ese momento cuando Tracey logró reunir el valor para mirarlo a la cara y contarle toda la verdad. Después de hacerle jurar que guardaría el secreto, le fue explicando por qué había escapado, a qué se debía su amnesia temporal y por qué estaba allí hablando con él: porque necesitaba tener un diagnóstico médico de sus trillizos, para así prepararse de cara a futuros problemas médicos posibles.

La radiante expresión del doctor Chappuis trocó inmediatamente en una de sorpresa y pesar. Se volvió a sentar mirándola con compasión.

– En un caso como el tuyo -comentó el doctor después de aclararse la voz-, no podemos hacer ningún tipo de pruebas para revelar posibles lesiones genéticas. Sólo se puede esperar e intentar observar algún tipo de deficiencia mental, la cual, de producirse, sólo se manifestaría dentro de varios años. Si te sirve de consuelo, tus hijos se han desarrollado normalmente de momento.

Bueno, al menos eso era algo de agradecer. Tracey cerró los ojos. A partir de ese día, dedicaría todo su tiempo a cuidar a sus pequeños y a rogar a Dios porque no hubiera complicaciones.

Se levantó de la silla de un salto, impulsada por un repentino deseo de estrecharlos entre sus brazos. Agradeció al doctor su amabilidad por recibirla y abandonó la consulta.

Nada más salir se encontró frente a Julien y necesitó de todas sus fuerzas para reprimir sus ganas de abrazarlo.

– ¿Qué pasa, preciosa? -preguntó al detectar cierta preocupación en la expresión de Tracey-. Pareces acelerada.

– Es que después de hablar con el doctor, tengo tantas ganas de volver a ver a mis niños que no quiero perder ni un solo segundo -respondió con sinceridad, aunque le ocultó que su nerviosismo se debía en parte a él-. ¿Te importa si dejamos lo de La Fermiére para otro día?

Julien la miró algo sorprendido. A Tracey no paraban de temblarle las piernas, pues era consciente de lo perspicaz que su marido era y no sabía cuanto tiempo sería capaz de engañarlo.

– Sólo lo propuse por si no te encontrabas con fuerzas para empezar a criar de golpe a los tres bebés. Es una tarea muy fatigosa -murmuró Julien.

– Estoy más que lista.

– En tal caso, iremos a casa directamente.

Durante el viaje de vuelta hacia la residencia, Tracey centró la conversación en los niños, lo cual no le resultó complicado después de toda la información que había obtenido sobre ellos en el transcurso de la consulta al pediatra. Cualquiera que los hubiera escuchado, habría pensado que formaban una pareja ideal.

Pero, a pesar de intentar no prestarle atención, no podía evitar lanzar alguna mirada furtiva a Julien. Tracey sabía que distaban mucho de ser una pareja ideal y se sintió morir, pues cada uno de sus poros respiraba amor por el hombre que tenía a su lado.

Presa del pánico que le producía comprobar que sus sentimientos hacia Julien no sólo no se enfriaban, sino que cada vez eran más apasionados, se alejó de él a toda velocidad nada más llegar a la residencia. Ni siquiera esperó a que Julien quitara la llave del contacto.

Una de las criadas la saludó mientras subía la escalera y Tracey le devolvió el saludo, aunque no se dio la vuelta ni detuvo su marcha decidida hacia el cuarto de los niños.

Abrió la puerta de la habitación guardería y se encontró a una niñera cambiándole los pañales a uno de los bebés, que estaba tumbado sobre una cunita. Era rubio como su abuelo, Henri Chapelle; pero no era momento de atormentarse con eso.

– ¿Quién de los dos es? -preguntó en voz baja.

– Raoul -respondió su marido, que acababa de unirse a ella-. Buenas tardes, Jeannette.

– Es el más tranquilo de sus dos hijos, señora -respondió la niñera con tono amable-. Salvo cuando tiene hambre. Creo que de mayor va a ser muy serio; me recuerda mucho a su marido.

Aquellas palabras pillaron a Tracey desprevenida. Jeannette había sido la madre de su hijo Raoul mientras ella había estado en coma. ¡Cuanto la envidiaba!

– ¡Raoul! -exclamó mientras se acercaba a levantarlo.

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