Apenas terminó de decir su nombre y ya lo tenía entre los brazos. No podía creerse que fuera ese niño tan robusto y mofletudo el que había tenido tantos problemas al principio para respirar.
La enfermedad había hecho que Tracey se sintiera especialmente unida a él. Recordaba las horas que había pasado rezando para que lograra respirar con normalidad.
– Ratita mía -exclamó mientras le daba un sonoro beso en su rosada mejilla.
Durante los siguientes minutos, Tracey no paró de darle besos y pellizquitos, examinando el cuerpecito de Raoul centímetro a centímetro.
Por sorprendente que pareciera, el bebé no extrañó a Tracey, a pesar de los meses de ausencia. Tenía unos ojos idénticos a los de Julien; eran igual de negros y expresaban la misma amabilidad.
Tracey empezó a sollozar; procuró calmarse sofocando su llanto contra el pijamita de Raoul, que en ese momento rompió a llorar, sin duda asustado al percibir la agonía de su madre.
– Perdona, Raoul -le dijo mientras lo mecía entre los brazos-. Mamá siente haberte asustado. Es que te quiero mucho -le repetía una y otra vez, sin lograr apaciguar su llanto.
– Antes de que usted llegara, lloraba porque tenía hambre -intervino Jeannette-. Me da la impresión de que es como muchos hombres, que se ponen gruñones si no tienen el estómago lleno.
Tracey no quería seguir dejando a Raoul en manos de la niñera, aunque no tenía nada en realidad en contra de ésta.
– Mientras tú intentas calmar tu insaciable apetito -dijo Julien dándole un beso a Raoul en la cabeza-, tu madre y yo vamos a ver qué tal se encuentra tu hermano mayor.
Aunque no había estado durante el parto, Julien parecía saber todo acerca de sus hijos, de las precarias circunstancias en que nacieron y hasta del orden en que lo habían hecho: Jules, Valentine y Raoul.
El doctor Learned le había explicado a Tracey que, como Raoul había salido el último, tal vez había tenido poco espacio en el útero, motivo al cual podía deberse el que hubiera nacido con los pulmones poco desarrollados.
Pero, a juzgar por sus gemidos, era evidente que se había recuperado. El pobre, después de haber sido el centro de atención, tal vez se sentiría un poco abandonado.
A Tracey no le importó que Jeannette alimentara una vez más a Raoul, pues estaba ansiosa por tener cuanto antes en sus brazos a sus otros dos bebés.
Salió de la habitación en la que estaba la niñera y, evitando el contacto visual con Julien para que éste no notara su emoción, fue hacia el dormitorio contiguo.
Cuando entró, una segunda niñera, a la que Julien saludó como Lise, pareció sorprendida. Pero Tracey sólo tenía ojos para su otro hijo: aunque él también era rubio, si bien no tanto como Raoul, se parecía una barbaridad a Julien. Sin duda, con sus largas piernas y delgado cuerpo, él sería quien más se asemejaría a su padre cuando fuera mayor.
Tracey se acercó a Jules y se arrodilló delante de él para ver el color de sus ojos, marrones y con grandes pestañas, muy parecidos a los de ella misma. Tenía restos de su última papilla en el labio superior.
– ¡Jules! ¡Eres adorable! -exclamó al tiempo que abarcaba su carita con las manos y la llenaba de besos.
De pronto, Jules rompió a llorar y echó los brazos hacia su padre, que nada más levantarlo lo tranquilizó. Se quedó allí, escondiéndose tras el cuello de su padre. Tracey rodeó a Julien e intentó captar la atención del niño, pero éste giró la cabeza, como si le asustara que ella fuera a separarlo de Julien.
Tracey comprendía la reacción del bebé, pero la lógica no tenía nada que ver con el sentimiento de frustración que experimentó al saberse rechazada por su propio hijo.
– ¿Por qué no te acercas a ver a Valentine mientras calmo del todo a Jules? -le sugirió Julien, que había intuido el calvario que estaba pasando Tracey.
No quería, pero, ¿qué iba a hacer si no? Mientras siguiera con ellos, Jules no se atrevería a levantar la cabeza ni terminaría de comer. A Tracey le habría gustado que ese primer encuentro hubiese sido más satisfactorio.
Después de aceptar la propuesta de su marido con un gesto de la cabeza, se fue en busca de Valentine, agradeciendo que Raoul no hubiera tenido la misma reacción que su hermano. No lo habría podido soportar.
Cuando entró en la habitación de Valentine, Clair le estaba poniendo un pijamita y unos zapatos. En esta ocasión, después de la experiencia con Jules, se aproximó a Valentine con cuidado.
– ¿Ha comido ya? -le preguntó a Clair en voz baja. Valentine, nada más escuchar la voz de su madre, giró la cabeza en dirección a ella.
– Sí, ha comido muy bien. Iba a darle un pequeño biberón y a acostarla. ¿Quieres dárselo tú? -le preguntó Clair.
– Si me deja…
– Vamos a ver. Venga, siéntate.
Una vez se hubo sentado, la niñera le acercó el bebé. Al principio, Valentine se resistió un poco e hizo algunos gestos de protesta. Pero se calmó y empezó a beber en cuanto Tracey le colocó la tetilla del biberón en la boca.
– Valentine, amor mío.
No dejaba de chupar y de hacer sonidos con la nariz mientras respiraba y miraba a los ojos de Tracey, igual de verdes que los de ella.
¿Era posible que Valentine recordara la voz y el olor de su madre? Durante el mes que había estado con ellos en el hospital, los había tenido siempre en sus brazos en esa posición. ¿Se debía a eso que Valentine estuviera tan relajada en el regazo de su madre?
Tracey no cabía en sí de gozo y no dejaba de hacer arrumacos a Valentine, que la miraba con absoluta confianza.
De repente, Tracey sintió la necesidad de estar con los tres bebés al mismo tiempo y, respondiendo a un instinto maternal, se levantó de la silla y salió de la habitación meciendo a Valentine en los brazos. Fue hacia la habitación de Raoul y se alegró de que aún no se hubiera dormido.
– ¿Jeannette? ¿Te importaría pedirle a una de las doncellas que traiga un edredón grande?
– En absoluto -respondió algo sorprendida por tal petición. Salió de la habitación y, entonces, Tracey acarició la cara de Raoul con la mano que tenía libre.
Raoul estiró la mano izquierda, agarró un dedo de Tracey e intentó metérselo en la boca.
– Aquí está -dijo Jeannette cuando regresó.
– ¿Te importa colocarlo sobre la silla? Luego, Clair y tú podéis tomaros el resto del día libre -dijo Tracey, que, al ver el gesto de sorpresa de la niñera, se vio obligada a dar una explicación-. Necesito tiempo para estar con mis hijos.
– Muy bien. Pero no nos alejaremos mucho, no vaya a necesitarnos.
Tracey no estaba segura de si Jeannette no quería separarse de Raoul debido al apego que sentía por él o a que estuviera preocupada por su salud. Sería una suma de ambas cosas.
Sin duda, si ella hubiera estado con Raoul tanto tiempo como Jeannette, sería incapaz de renunciar a él llegado el momento. No podía permitir que las niñeras siguieran encariñándose con los bebés. Tenía que pedirles que abandonaran su trabajo y que intentaran contratarse en otra familia. Tracey sintió algo de lástima por ellas, pues sabía que en ningún sitio las tratarían tan bien como las habría tratado Julien. Cuando se quedó a solas con los dos bebés, colocó a Valentine dentro de la cuna en la que ya estaba Raoul y, durante unos minutos, no dejó de mirarlos, mientras éstos sujetaban con sus manitas los biberones y terminaban de bebérselos.
Aprovechando que estaba sola, extendió el edredón junto a la cuna sobre la moqueta. Luego se quitó la chaqueta y los zapatos, todo lo cual colocó sobre una silla, sacó a Raoul de la cuna y empezó a jugar con él poniéndolo boca abajo. Después le tocó el turno a Valentine y así estuvo jugando durante varios minutos con uno y otro alternativamente.
Tracey estaba disfrutando muchísimo, se sentía exultante, inmensamente feliz y no dejaba de besar a sus hijos, de acariciarles la espalda y contarles los planes que tenía para ellos.
– Vaya, vaya, Jules -dijo una voz familiar que aceleró los latidos de Tracey-. Parece que mi familia está de reunión. ¿Nos unimos a ver de qué están hablando?
Acto seguido, Julien colocó a Jules entre sus dos hermanos y luego se tumbó tan cerca de Tracey que habría podido tocarla con sólo mover ligeramente la mano.
Tracey se sentía muy alterada por la proximidad de su marido. En cuanto a Jules, tampoco él parecía muy contento, aunque, en su caso, su desdicha se debía a que lo alejaran de su padre.
Movida por un deseo de calmar a su niño, Tracey fue acercándose centímetro a centímetro hacia Jules y empezó a jugar con sus deditos. Al principio no hizo caso de su madre, pero ésta siguió hablándole y jugando con él y, finalmente, dejó de protestar.
Tracey tenía la cabeza tan cerca de los otros dos bebés que empezó a acariciarlos con su rubia melena. De todos modos, no lograba dejar de notar el calor que le producía estar junto a su marido, que seguía pegado a ella. Casi perdió el conocimiento al oler la fragancia varonil de su cuerpo mezclada con el olor de su jabón.
Se tumbó boca arriba y siguió jugando con Jules, a quien fue levantando y bajando con los brazos alternativamente, a la vez que le daba besitos en la tripa. Los otros dos bebés se entretenían con el pelo de su madre, sin que los molestara el que Jules estuviera acaparando la atención de Tracey.
De pronto, se dio cuenta de que Julien la estaba mirando. Estaba quieto y sus ojos refulgían como llamas ardientes. Aunque no hizo ningún movimiento concreto, nada de lo que pudiera acusarlo, el deseo de su marido era casi palpable, o al menos ella se sentía rozada por aquella mirada tan penetrante y peligrosa.
Tracey se vio obligada a cambiar de posición para darle la espalda y vencer cualquier posible tentación. Empezó a mecer a Jules entre sus temblorosas manos y decidió cantarle una nana. Tal vez fuera la música lo que más lo serenara, porque Jules dejó que su madre lo besara y lo mimara sin oponer resistencia.
Estaba viviendo un momento agridulce y las lágrimas, de alegría y dolor, se le agolpaban en las esquinas de los ojos. Alegría, porque se sentía realizada y rebosante como madre; pero estaba pagando un precio que le destrozaba el corazón. A su lado yacía el hombre al que amaría toda su vida; el hombre que no le estaba destinado.
Con todo, parte de ella se rebelaba contra aquel descubrimiento que había destruido su mundo de felicidad; parte de ella quería olvidar que eran hermanos y seguir amando a Julien como antes de que Henri Chapelle hiciera su confesión.
Pero Dios sabía ese terrible secreto, y Tracey no podía fingir que lo ignoraba. No podían ocultarse en ningún sitio; no existía ningún limbo perdido donde Julien y ella pudieran vivir felices el resto de sus días.
Dio un beso a Jules en un intento de disimular su dolor e intentó aceptar la idea de que, a partir de entonces, sólo sus hijos serían su razón de ser.
– ¿Preciosa?
«No, por favor. No digas nada», pensó Tracey.
Pero era demasiado tarde. Ya había hablado. Su voz, dulce y aterciopelada, tampoco escondía el ferviente deseo que sentía hacia ella.
– Estos meses atrás -prosiguió Julien-, cuando estabas sumida en la oscuridad, soñaba con momentos como éste, en casa, rodeado por mis hijos y mi mujer… ¿Cómo es posible que no sientas la misma dicha que yo?, ¿que no quieras que este estado de felicidad se prolongue eternamente? Respóndeme si puedes, amor mío. Convénceme de que no perteneces a mis brazos, de que no echas de menos aquella pasión arrebatada que compartimos hasta que desapareciste de mi vida.
Tracey no podía escuchar ese cortejo desesperado. Se sintió cruel y miserable por no poder contestar a sus preguntas y deseó quedarse dormida junto a sus bebés. ¡Cuanto le gustaría ser uno de ellos, felices y carentes de preocupaciones!
Sabía que Julien esperaba algún tipo de respuesta, de reacción a sus palabras, sabía que Julien quería escuchar que su amor era correspondido.
Empezó a rezar para seguir firme, sin perder la compostura, y, por suerte, poco a poco consiguió relajarse hasta cerrar los ojos y quedarse dormida.
Cuando empezó a recobrar la consciencia, sintió un peso sobre el vientre. En el estado de somnolencia en el que se hallaba, supuso que, de algún modo, Jules se las habría ingeniado para trepar hasta allí y, sin pensarlo dos veces, estiró la mano para rozar su pelo sedoso con la palma de la mano.
Pero se dio cuenta de que algo no iba bien nada más tocar la cabeza que reposaba sobre su vientre. Era demasiado grande para ser la cabeza de Jules. Abrió los ojos de golpe y tuvo que morderse los labios para no gritar.
Al parecer, durante la siesta, había soltado a Jules, que se habría ido a dormir con sus hermanos, y había girado el cuerpo en dirección a Julien, que también se había quedado traspuesto.
Lo que había logrado evitar estando despierta, había sucedido mientras ambos dormían instintivamente, Julien la había rodeado por la cintura y Tracey había dejado reposar un brazo sobre la cabeza de su marido.
Cuando Tracey estaba intentando recuperarse de la impresión y librarse del abrazo de Julien, Clair entró en la habitación, aunque se marchó inmediatamente, consciente de que estaba interrumpiendo una escena muy íntima entre dos amantes.
Tracey se dio cuenta de que tenía la blusa arrugada y de que la llevaba por fuera de la falda. Además, el brazo de Julien había ido remontando las piernas de su esposa hasta dejarle las pantorrillas al descubierto.
Se sintió azorada y culpable al mismo tiempo y sus mejillas se arrebolaron. No podía permitir que algo así volviera a suceder.
Todavía quedaban veintisiete días y ya habían «dormido» juntos. Se apartó de Julien presa del pánico, con la esperanza de no despertarlo; pero había olvidado a Jules, al que no le agradó el ligero golpe que su madre le propinó con el cuerpo al retirarse. Empezó a llorar y a gritar hasta que todos despertaron y, un segundo más tarde, sus hermanos lo acompañaron en el llanto.
Tracey se levantó a toda velocidad, pero no la suficiente para que Julien no la viera, pues había abierto los ojos nada más notar la ausencia de su «vientre almohada», unos ojos que indicaban que Julien era consciente de lo que había sucedido mientras ambos dormían…
Tracey sabía que, una vez expuesto ese síntoma de debilidad y querencia, Julien no cesaría en su acoso hasta destruir todas las barreras que cercaban el corazón de su mujer.
Levantó a Raoul con un movimiento nervioso. Curiosamente, era él el que lloraba con más fuerza, el que más gritaba, así que lo llevó a la cuna para cambiarle el pañal. Le puso el chupete en la boca con suavidad y, afortunadamente, las lágrimas se estancaron. Por su parte, Julien había logrado calmar a los otros dos bebés.
– Vamos a dejar que mamá esté un rato a solas con tu hermano -le oyó decir Tracey a su marido mientras éste salía de la habitación-. En seguida te tocará a ti. Ha vuelto a casa para quedarse y vamos a tener el resto de nuestras vidas para estar juntos.
– Pasear en el cochecito les gusta -dijo Julien refiriéndose a los bebés-. Pero creo que están disfrutando más con este paseo en barca. ¿Tú qué piensas?
Julien prefirió centrar la conversación en los niños y no mencionar en ningún momento lo que había ocurrido el día anterior en la habitación de Raoul.
– Todo esto es nuevo para mí; así que no sé qué decirte. Pero sí parece que están contentos -respondió Tracey.
Los tres niños estaban sentados en una gran cuna junto a Julien, que era quien dirigía el rumbo de la barca. Tracey, para no mirar a Julien, se fijaba en los tres bebés, que jugaban con sus manitas y mordían unos sonajeros que su padre les había comprado.
Llevaban unos jerséis para no enfriarse y tenían la cabeza cubierta con una capucha que sólo dejaba al aire libre sus caritas, iluminadas por el sol otoñal.
Les dio de comer y les cambió los pañales. Luego estuvo acunándolos de uno en uno y, a medida que avanzaban por el lago, miraba aquellos parajes tan preciosos.
En la Château de Clarens, un antiguo castillo cercano a la orilla, Julien apagó el motor de la barca para sacar algo de comer de una pequeña nevera. El cocinero había preparado unas deliciosas tartaletas de frambuesa que a Tracey le encantaba tomar con Grapillon, su zumo de uvas preferido.
Mientras Tracey miraba con detenimiento los viñedos, repletos de uvas y listos para la recolección, Julien sirvió un plato para cada uno y comieron compartiendo un agradable silencio. Pero, por dentro, Tracey sólo quería gritar de nerviosa que estaba.
– Anoche les diste una «propina» muy generosa a las niñeras cuando les dijiste que ya no necesitábamos sus servicios. Seguro que te están muy agradecidas, Julien -comentó Tracey para romper la tensión.
– No hay suficiente dinero en todo el mundo para recompensarlas por criar a los niños mientras tú no estabas. Pero, por ellas, me alegro de que se marchen, estaban tomándoles demasiado cariño. Sobre todo, Jeannette sentía devoción por Raoul.
– Lo noté. Es tan dulce… -dijo con orgullo de madre-. Son todos tan dulces…
– Son perfectos y hoy me siento el hombre más afortunado del mundo -comentó con sincera emoción.
– Julien -intervino Tracey para que la conversación no se desviara a terrenos peligrosos-. Espero que no te haya molestado que llamase esta mañana a Isabelle y que…
– ¿Y por qué habría de importarme? -la interrumpió Julien algo frustrado por ese nuevo giro de la conversación-. Ésta es tu casa ahora y, al fin y al cabo, Isabelle es tu hermana.
– No me has dejado terminar. Hace medio año que no veo a mi hermana ni a Alex y tengo miedo de que mi sobrino me olvide; así que… los he invitado a venir a la residencia unos días.
Julien no movió un sólo músculo de la cara; pero mordió con rabia un trozo de su pastelillo de frambuesa.
– ¿Crees que es adecuado después de lo que Rose dijo anoche? -preguntó.
– Te refieres a Bruce -dijo conteniendo la respiración.
– Tracey, tu cuñado no sabe lo que significa trabajar. Venir aquí de invitado para no hacer nada sólo contribuirá a distanciarlo más de tu hermana.
– Lo sé -susurró-. Por eso no lo he invitado a él. Rose y yo estuvimos charlando después de acostar a los niños y está de acuerdo en que, quizá, es Bruce, y no los mareos del embarazo, el causante de su malestar general. Puede que le venga bien pasar unos días con nosotros, jugando con los niños y olvidándose de su marido. Yo creo que nos necesita -expuso Tracey con sinceridad, si bien se había movido a invitarla para que se interpusiera entre Julien y ella.
– ¿Cuándo quieres que venga?
– Tan pronto como sea posible.
– Entonces intentaré reservar los billetes de avión en cuanto volvamos a casa.
– No, Julien -Tracey rechazó el ofrecimiento de su marido-. Creo que ella se iba a ocupar de eso.
– ¿Cómo?
– Creo que todavía le quedan algunos ahorros.
– No debería echar mano de ellos para esto -comentó Julien.
– Papá le dejó ese dinero para que lo usase cuando lo necesitara y ahora es el momento. Tiene que darle un aviso a Bruce, o su matrimonio acabará viniéndose abajo.
Nada más decirlo, se dio cuenta de que no debía haberlo hecho. Se sintió morir al ver la palidez del rostro de Julien, totalmente inexpresivo.
– ¿Crees que podría dirigir la motora en el viaje de vuelta? -preguntó Tracey para cambiar de tema-. Sé que hace tiempo que no llevo los mandos, pero, como no hay viento, no creo que me resulte difícil.
– Seguro que lo harás perfectamente, preciosa -respondió Julien-. Pero los niños y yo no queremos volver todavía a casa. ¿Por qué no nos llevas a Évian? -preguntó con aparente inocencia, aunque, implícitamente, se trataba de una orden.
Tracey estaba desolada. Sabía que no podía negarse y Évian estaba a muchos kilómetros de distancia; kilómetros en los que tendría que seguir inventando nuevos pretextos para mantener a Julien a distancia.
Después del incidente del día anterior, no quería parecer vulnerable y, por eso, tenía que obedecer sus deseos, aunque ello implicara permanecer a solas junto a él. Las piernas le temblaron cuando se incorporó para arrancar el motor.
– Usa mejor el otro depósito -propuso Julien-. Volveremos a echar gasolina cuando lleguemos a la otra orilla.
Salvo el ruido del motor, nada rompía el silencio mientras navegaban sobre las aguas azules. Parecía que estaban solos en el lago. Ni siquiera se oían otras motoras en la distancia.
Pensando en los últimos años, Tracey recordó algunos días lejanos, antes de la confesión de Henri Chapelle, en los que ella y Julien habían disfrutado de su mutua compañía en el lago.
Tuvo que luchar con todas sus fuerzas para que las lágrimas no se le saltaran, pues sabía que, lo más seguro, también Julien estaría pensando en aquellos días de ignorante inocencia. Pero aquellos tiempos no podrían repetirse jamás. La cruel realidad se opondría siempre a su amor.
Julien había insistido en que pasara un mes junto a él, para convencerlo de que no quería seguir siendo su esposa. Pero Tracey empezaba a pensar que no sería capaz de aguantar tanto tiempo a su lado. Si la visita de Isabelle no producía los efectos disuasorios esperados, no sabría qué hacer.
Decirle la verdad sin rodeos trastornaría a Julien profundamente. Sabía que tendría suficiente personalidad como para sobrevivir al dolor y la desilusión de tamaña noticia; pero algo dentro de él se moriría. Nunca más volvería a ser el Julien al que admiraba y amaba.
Por más vueltas que le diera, siempre llegaba a la misma conclusión: Julien no debía enterarse de la verdad. Le resultaría mucho menos desgarrador recuperarse de un desengaño amoroso.
Estaba tan sumida en sus pensamientos, que no se dio cuenta de que Julien había estado haciéndole gestos con las manos hasta que, finalmente, optó por agarrarla de un brazo. Le entró un escalofrío al sentir el roce de sus dedos, y se dirigió hacia los bebés a paso ligero.
– Si paramos allí -dijo Julien apuntando hacia un muelle que había a cierta distancia-, nos llenarán el depósito mientras tomamos algo en el restaurante. Han cambiado de dueño y ahora sirven un pescado excepcional.
– Pero los niños… -se opuso Tracey, intentando encontrar alguna excusa para regresar a casa cuanto antes.
– Estarán bien -insistió.
– Julien…
– Por favor, preciosa. No imaginas cuanto tiempo he deseado que llegara un día en que pudiera salir a cenar con toda mi familia -comentó en aquel tono aterciopelado que siempre ablandaba el corazón de Tracey-. El día ha llegado y quiero que lo celebremos.