Cuando Tracey despertó a la mañana siguiente, los rayos del sol que se colaban entre las cortinas de la ventana le indicaban que había dormido muchas horas. Miró el reloj: ¡las cuatro y media de la tarde!
Sorprendida por la hora que era y todavía más extrañada por no encontrarse a Julien vigilándola, saltó de la cama y se dio cuenta de que habían metido su equipaje en la habitación mientras descansaba.
Fue de puntillas hacia el baño, se dio una ducha rápida y se puso unos vaqueros y una blusa, la indumentaria que se había acostumbrado a llevar desde que había recobrado la consciencia en el hospital.
Se ató con una cinta el pelo, que le llegaba hasta los hombros, se puso unas zapatillas y salió en busca de Rose. Probablemente ocuparía una de las habitaciones del segundo piso, pues el tercero estaba reservado para los familiares directos.
Tracey tenía un montón de preguntas para las que sólo su tía tenía respuesta. Sobre todo, quería saber porqué se había mostrado tan fiel a Julien, es decir, tan fiel como para pasar por encima de los deseos de Tracey y revelarle a su marido su paradero.
Aunque hacía un año que no pisaba la residencia, la recordaba a la perfección, pues la había recorrido con gran atención durante muchos años, explorando sus secretos arquitectónicos una y otra vez con el hermano y la hermana de Julien. Los pasillos de las distintas plantas daban a una escalera central que comunicaba con las estancias del piso de abajo.
Bajó a toda velocidad para hablar con Rose, que probablemente estaría tomando una taza de té en su habitación, tal como tenía por costumbre a esas horas de la tarde.
Sus pasos se detuvieron cuando Tracey escuchó el llanto de un bebé. Miró en derredor preguntándose de qué dormitorio habría salido aquel llanto, e intentó imaginar qué amigo de Julien podría encontrarse en la residencia con un niño.
No había sonado como si se tratase de un recién nacido, pero, desde luego, no era el llanto de su sobrino Alex. Además, Julien le habría dicho que Isabelle y Bruce estaban allí.
Tracey no tenía conocimiento de que Angelique, la hermana de Julien, tuviera ningún niño, de modo que no podía tratarse de su hijo salvo que en el último año hubiera habido alguna novedad al respecto.
Poco a poco fue avanzando en dirección a la puerta de la que provenía aquel misterioso llanto, cada vez más potente. Entonces oyó la voz de una mujer que intentaba en vano apaciguar el desconsuelo del bebé.
Impulsada por un instinto que no comprendía, pero que tampoco puso en duda, Tracey llamó a la puerta en la que antes solía dormir Isabelle y aquella voz desconocida la invitó a pasar.
Tracey empujó la puerta y se quedó asombrada al ver que aquélla ya no era una habitación para invitados, sino más bien una especie de guardería decorada con muchos colores.
¿A qué venía eso? ¿Qué niño podía importarle tanto a Julien como para convertir una habitación de la residencia en una guardería?
La mujer que la había instado a entrar debía de tener unos cuarenta años, vestía como las enfermeras del hospital y estaba sujetando una niña de cinco o seis meses, apoyándola contra su hombro. Saludó a Tracey con cordialidad, pero estaba demasiado ocupada con el bebé como para darle conversación.
Tracey se fijó en las trencitas negras que bordeaban la ovalada cara del bebé. Tenía los mofletes rojos y humedecidos por las lágrimas. Era la criatura más adorable que Tracey había visto en toda su vida.
Llevaba una camisetita blanca y un pañal del que salían dos robustas piernecitas. Tracey tuvo ganas de comerse a pequeños bocados el cuerpo de esa preciosa niña.
No sabía si lloraba porque acababa de despertarse de una siesta o porque querían obligarla a que se durmiera; pero, en cualquier caso, daba la impresión de que su llanto era inconsolable.
Tracey se acercó para mirarla más de cerca y, entonces, sintió un profundo latigazo en el corazón: la forma de fruncir el ceño y la pequeña y firme barbilla le resultaban cada vez más familiares.
Después de estudiar la complexión de la niña, sus largos dedos, que acababan en uñas de media luna, Tracey no pudo evitar relacionarla con el hombre al que amaba más que a nada en el mundo: Julien.
Como si se tratara de una revelación, comprendió que aquella niña era hija de Julien. Los genes no mienten y, además, nadie que no fuera de su misma sangre recibiría tantos honores y atenciones…
De modo que, si esa niñita era de Julien, éste habría encontrado a otra mujer después de que Tracey desapareciera. ¿A quién? ¿La conocía Tracey?
Sintió unos celos lacerantes, un sentimiento que no había experimentado jamás hasta ese momento.
¿Por qué no quería el divorcio si había otra mujer que lo amaba tanto como para darle una hija? Se agarró a la cuna para no desplomarse, preguntándose por qué había insistido en que compartieran ese mes juntos, cuando era totalmente evidente que había otra mujer esperándolo.
En realidad, ya sabía la respuesta a esa pregunta. Julien era un hombre íntegro y honrado y, después de enterarse de que Tracey había despertado del coma, querría darle una última oportunidad a su matrimonio.
Incapaz de mirar a esa niña, dio media vuelta y salió de la guardería a todo correr.
Dado que su amor por Julien era un amor prohibido, tal vez, con el tiempo, sería capaz de alegrarse de que Julien hubiera conocido a otra mujer a la que amar.
Pero en ese preciso instante se sentía desgarrada.
De pronto, se encontró en el pasillo con Julien, que la estaba mirando con una expresión enigmática.
La rozó con las manos para que se detuviera, pero Tracey no soportaba el tacto de su piel y retrocedió inmediatamente.
– Parece que has estado ocupado mientras yo estaba fuera -comentó. No quería acusarlo de nada, no tenía derecho; pero estaba segura de que su comentario era el de cualquier mujer normal enloquecida por los celos al descubrir la perfidia de su marido.
– Eso parece -respondió sin aparentar culpabilidad o embarazo. Luego le pidió a Clair, la niñera, que le acercara el bebé.
Ésta pareció aliviada al desprenderse de la niña, que seguía llorando sin parar. Pero no bien la hubo estrechado Julien entre sus brazos, se tranquilizó, como si el hombro de su padre fuera la almohada que hubiera estado esperando todo el rato.
No cabía duda de que Julien amaba con locura a su pequeña niñita: los ojos le brillaban emocionados, no dejaba de acariciarle la espalda con gran mimo, jugueteaba con las trenzas del pelo y colmaba su cuello de múltiples besos y carantoñas.
– ¿Quién es, Julien? -preguntó Tracey, que no podía seguir conteniendo su curiosidad.
– Se llama Valentine -respondió-. Y nació el catorce de febrero.
– No digo la niña -exclamó Tracey-. Me refiero a la madre.
– ¿Tú quién crees que es? -preguntó tras un tenso silencio.
– No tengo ni idea -respondió temblorosa.
– Es la mujer más bella del mundo. La única mujer a la que jamás podré amar -dijo con una veta de dolor en la voz.
Tracey bajó la cabeza, degollada por tanta crueldad. ¿Por qué quería seguir junto a ella si acababa de confesar el rabioso amor que sentía por la mujer que le había dado a esa niñita?
Empezó a pensar en todas las mujeres que Julien conocía, muchas de las cuales eran consideradas verdaderas bellezas. ¿Cuál habría sido la elegida?
– Si la miras de cerca, reconocerás a su madre. Fíjate sobre todo en sus ojos verdes.
Tracey se quedó sin aliento. ¿Ojos verdes? Julien no paraba de hablar de los preciosos ojos verdes de Tracey. Lo miró a la cara sin comprender.
– Cuando Louise te enseñó una foto de Rose, reconociste a tu tía. Tenía la esperanza de que al ver a Valentine, te dieras cuenta de que es nuestra hija, Tracey. Tuya y mía -explicó con temor.
– ¿Nuestra? -preguntó aturdida. Las piernas le temblaban tanto que Julien tuvo que conducirla a la habitación de la niña para que se sentara en una silla.
– Sí, preciosa. Nuestra y sólo nuestra.
– ¡Pero eso es imposible! -exclamó alterada.
– Parece que, por una vez, ha sucedido un imposible. Puedes llamar si quieres al hospital Hillview de San Francisco. Te atendió el doctor Benjamin. Mírala con detenimiento y verás que tiene tu sonrisa y tus preciosos ojos verdes.
Julien se puso de cuclillas y le entregó la niña a Tracey, aunque siguió sujetándole un dedito para que Valentine no rompiera a llorar de nuevo.
Tracey no se podía creer lo que Julien le decía, pero se sintió obligada a abrazar a aquella dulce criaturita y la miró mientras la sujetaba en su regazo: un milagro de la naturaleza.
Entonces, después de reconocer ciertos rasgos que sin duda sólo podían pertenecer a su familia y a la de los Chapelle, empezó a sollozar: Valentine era su niña. Y la de Julien…
– ¡No! -exclamó al ser consciente de las consecuencias de ese increíble descubrimiento. No podía seguir en aquella habitación.
Tracey transmitió su nerviosismo a Valentine, que rompió a llorar de nuevo echando los bracitos hacia el cuello de su padre.
– Tracey, por favor, ¡vuelve! -exclamó Julien angustiado.
Pero ella ya estaba subiendo las escaleras para encerrarse en el cuarto de baño de su dormitorio y mirarse en el espejo. El accidente que la había dejado en coma le había producido muchos cortes y heridas en las piernas y los brazos, de modo que no se había parado a preguntarse por las cicatrices que tenía bajo el ombligo.
– ¡Santo cielo! -exclamó al ver las líneas rosáceas de su vientre, trazadas por el escalpelo de algún médico. ¿Cómo era posible que fuera la madre de Valentine y no lo recordara?
Cuando, en el hospital, Louise le había dicho que le quedaban más cosas por recordar, que debía acordarse de ellas por su cuenta, Tracey no podía imaginarse que…
– ¿Tracey? -la llamó Julien desde el otro lado de la puerta-. Tracey, ya sé que tienes que estar muy impresionada… Déjame entrar. Tenemos que hablar.
Ahora entendía por qué había insistido tanto Julien en que fuera a vivir con él: Julien sabía que el bebé estaba esperando a su madre en la residencia. Un bebé que jamás debía haber nacido. Un bebé que probablemente tendría problemas y deficiencias…
Las lágrimas arrasaron las mejillas de Tracey, que enterró la cara en una toalla para sofocar su llanto.
– Márchate, Julien -le rogó histérica.
– No puedo, amor mío. Ahora que sabes quién es Valentine, tienes que enterarte de todo para que no haya nuevas sorpresas.
– ¿Qué… qué quieres decir? ¿Cómo va a haber más sorpresas? -preguntó alarmada.
– Abre la puerta y lo descubrirás.
Estaba traumatizada por haber traído a una niña al mundo con Julien y no lograba reunir fuerzas para girar el pestillo. Pero entonces oyó el balbuceo de Valentine… y el de otro bebé, o al menos eso le pareció. Tal vez estaba alucinando. Escuchó con atención a través de la puerta mientras Julien la hablaba con una dulzura y una suavidad que le partían el corazón.
– No nos vamos a ir hasta que salgas, Tracey. Abre la puerta. Raoul y Jules quieren decirle hola a su mamá desde hace mucho tiempo.
¿Raoul?, ¿Jules? Los nombres rebullían en su cabeza y, de pronto, estalló un último relámpago de recuerdos: el llanto de sus bebés; tres bebés, nacidos un mes antes del accidente, a los que había bautizado sin consultar a Julien, pues pensaba que nunca se enteraría de su existencia. Bebés que nunca podrían ser normales.
– ¡Tracey!
En circunstancias normales, la angustia que revelaba el tono de voz de Julien habría bastado para que Tracey abriera la puerta; pero en ese momento no podía moverse. Había recuperado toda la memoria: el vuelo a Inglaterra, la impresión de saber que estaba embarazada de trillizos, los meses que pasó encerrada en California en la casa de un amigo de Rose, las complicaciones del parto, los días y las noches que pasó con los bebés en los brazos, alimentándolos, grabando en la memoria cada rasgo de su fisonomía y su carácter… toda la memoria.
Recordaba aquellas largas noches de vigilia cuidando, alimentando y amando a sus hijitos, cambiándoles los pañales, pensando como los educaría sin la ayuda de Julien.
«Mis bebés», pensó azotada por una ola de amor maternal. Llevaba un año separada de sus preciosos niños; cinco meses en los que otra mujer habría tenido que ocupar el lugar de la madre.
Pero no les habría faltado amor. Julien habría estado junto a ellos desde el principio, dedicándoles tanto cariño como sólo él, su maravilloso padre, podía ofrecer; mientras que ella…
«¡El taxi!», recordó el golpe. Recordaba el enfado que había tenido con Rose antes de salir del coche, porque su tía estaba del lado de Julien y pensaba que era inmoral que le pidiera el divorcio sin comunicarle que era el padre de sus tres hijos.
Recordó el portazo que dio al bajar del coche. Había salido a toda prisa y, entonces, se dio cuenta de que un taxi se le venía encima. Luego todo se volvió oscuro… tan oscuro como en ese mismo momento.
– ¡Louise!
– Buenos días, Tracey.
Cuando Tracey se percató de que no hablaba con Julien, se incorporó, apoyándose sobre la almohada.
Tracey se había negado a hablar o a ver a Julien la noche anterior y, por eso, su marido le habría pedido a Louise que hablara con ella, sabedor de la gran estima en que Tracey tenía a su doctora.
Louise entró en la habitación, cerró la puerta y, sin pedirle permiso a Tracey, arrimó una silla a su cama y se sentó.
– ¿Qué… qué haces aquí? -preguntó, aunque sabía muy bien la respuesta.
– Le diste un buen susto a tu marido cuando te encerraste en el cuarto de baño -contestó la doctora-. Según tengo entendido, tuvo que romper la puerta para rescatarte; pensaba que al desmayarte te habías vuelto a quedar en coma.
Tracey sintió un escalofrío de arrepentimiento que le recorrió toda la espalda.
– Según el doctor Simoness -prosiguió Louise-, cuando llegó a la residencia después de que Julien lo telefoneara, tu marido estaba en un estado de nervios preocupante.
– ¿Se encuentra bien ya? -preguntó con ansiedad.
– ¿Tú qué crees?
– ¡No puedo seguir aquí, Louise! -exclamó después de un terrible silencio-. Julien me sacó del hospital bajo la condición de que pasara con él treinta días; me dijo que si al final de ese plazo seguía queriendo el divorcio, entonces me lo concedería. Pensé que podría soportar los treinta días, pero…
– Pero tú nunca quisiste tener hijos, porque no eres de las que se casan; y ahora que has descubierto que eres madre de trillizos, la idea te resulta insoportable.
– ¡No! -exclamó Tracey, apenada por lo mal que estaba pensando de ella Louise, la cual en vez de sorprenderse por aquel grito, parecía incluso complacida. Sólo le había hecho esa acusación para averiguar sus verdaderos sentimientos.
– Pues eso es lo que tu marido empieza a pensar, ¿sabes? Me ha dicho que te has negado a mirar a tus hijos, que ni siquiera reconoces que son tuyos.
Louise sabía perfectamente qué fibras tocar para sensibilizar a Tracey, que decidió salir de la cama para mirar por la ventana. La vista era bonita, pero sólo podía «ver» la expresión atormentada de Julien al recuperarse de su desmayo. Se secó las mejillas, humedecidas por unas lágrimas irreprimibles, y se giró para mirar a Louise.
– Me da… miedo mirarlos -le confesó temblorosa al recordar lo mucho que Valentine se parecía a los Chapelle.
– ¿Porque se parecen mucho a tu marido y ya no quieres seguir viviendo con él?
– ¡No! -denegó con vigor. Louise no dijo nada, pero la invitó en silencio a que se sincerara. Después de un largo y tenso silencio, Tracey prosiguió-. No soporto mirarlos porque… me da miedo reconocer en ellos al padre de Julien.
– Pero es normal que se parezcan a su abuelo, ¿no crees?
– ¡No! No me entiendes: Henri Chapelle también es mi padre.
– Ah…
Louise no sabía qué decir y permaneció mirando a Tracey mientras intentaba asimilar el secreto que con tanto celo había guardado su paciente milagrosa.
– Dime una cosa, Tracey. ¿Henri Chapelle era un hombre alto y moreno de mirada penetrante?
– Sí, exactamente así. ¿Cómo lo sabes? ¿Has visto alguna foto de él?, ¿tanto se le parecen mis hijos? -preguntó desesperada.
– Nunca he visto a tus hijos, pero sí tengo un retrato suyo. El que tú me dibujaste anteayer -dijo con calma.
– ¿Qué?
– No era un animal lo que tú estabas dibujando. Era un hombre con forma de un ave de rapiña, de un águila, para ser exactos. Acabas de darme la pieza del puzzle que me faltaba: él, y no Julien como te dije, era la causa de las pesadillas que tanto te atormentaban -explicó mientras Tracey lloraba desconsolada-. Me extrañó que aquel retrato fuera el de tu marido, y estaba claro que no era el de tu padre, porque tu tía ya me había enseñado fotos suyas.
– Sólo que mi padre no es mi padre -susurró Tracey con tono patético.
– Supongo que fue el propio Henri Chapelle el que te reveló ese terrible secreto después de que volvieses con tu marido de vuestra luna de miel -comentó Louise.
– Sí.
– Eso explica el que te marcharas tan precipitadamente.
– Sí -repitió sollozando.
– ¿Se arrepintió en el lecho de muerte?
– Me confesó su aventura con mi madre justo antes de que monseñor Louvel procediera con los últimos sacramentos -respondió.
– Querida, no sabes cuanto lo siento. Ojalá supiera unas palabras mágicas para hacer desaparecer tu dolor…
– Ojalá estuviera muerta.
– Entiendo que te sientas así -dijo Louise-. Después de vivir como marido y mujer, pedirte que trates a tu amado Julien como si fuera un hermano es pedirte demasiado. Ahora ya está claro porqué tu memoria borró todo lo referente a tu embarazo y a tu parto durante tanto tiempo. Es completamente lógico. Y también comprendo que te sientas culpable, porque sólo puedes ver a Julien como tu amante.
– Sí -afirmó Tracey que no podía parar de llorar, aunque agradecía el abrazo de Louise. Era tan comprensiva…
– Pero por mucho que te duela, tienes dos hijos monísimos y una niña preciosa. Debes pensar en ellos, porque necesitan a su madre. Debes vivir por ellos, Tracey.
– Lo sé -respondió después de un largo silencio durante el cual permaneció quieta, abrazada a Louise.
– Es lógico que tengas miedo a que tus hijos, siendo Julien y tú medio hermanos, padezcan algún tipo de deficiencia, lo cual puede suceder, pero tal vez no. Debes ir al pediatra cuanto antes.
– Ya había pensado en eso esta mañana.
– Muy bien. Pero, por favor, recuerda una cosa: te diga lo que te diga, nada puede ser peor que el infierno que has pasado después de tu luna de miel. Eso tiene que darte fuerzas -la animó.
– Eso mismo pensé anoche -susurró con voz lastimera.
– Y una cosa más: no puedes seguir manteniéndolo en secreto; tienes que contárselo a Julien.