– ¿Tracey? Creo que he encontrado el papel que andamos buscando. Ven al salón a ver si te gusta -dijo Rose refiriéndose al papel para empapelar su nueva casa.
– En seguida, tía. Ahora vamos -dijo Tracey después de dar un beso a Jules en la tripa. Antes tenía que limpiar al niño, ponerle un pañal limpio y cambiarle de ropa.
Por fin, los tres bebés estaban listos para que su padre se los llevara para pasar el fin de semana. Desde aquella terrible noche tres semanas atrás, en la que el sacerdote había confirmado lo que tanto habían temido, Tracey había estado viviendo en una especie de limbo nebuloso. Julien le dejaba a los niños durante el día y luego los recogía a la salida del trabajo.
Habían decidido turnárselos dos fines de semana al mes. Tracey tenía miedo de quedarse a solas en su nuevo apartamento cuando los niños se iban con su padre. Sobrevivir de viernes a lunes sin sus hijos se había convertido en el mayor logro de su vida.
Rose sabía lo mal que lo estaba pasando y había decidido acompañarla para que no estuviera sola esa noche. Ella era quien le había recomendado redecorar el piso de tres habitaciones que Julien le había encontrado. Tracey tenía que imprimir su huella personal en él para que se sintiera más en casa.
Sólo estaba a tres minutos de la residencia de Julien, pero era suficiente para sentirse segura y evitar caer en tentaciones imperdonables. Tracey no estaba muy convencida de que hiciera falta empapelar las habitaciones, pero agradecía los esfuerzos de Rose por intentar mantenerla entretenida.
Todavía no se sabía nada de los resultados de las pruebas de paternidad. El médico le había dicho que todavía pasarían un par de semanas antes de tener los resultados. Tracey prefería no pensar en ellos, pues no harían sino confirmar lo que ya sabían.
Por mucho que les hubiera dolido, Tracey se alegraba de que Julien no hubiera insistido en que siguieran juntos en la residencia. Como habían decidido repartirse el cuidado de los niños, éstos acabarían sintiéndose en su casa estuvieran con su madre o con su padre.
Ninguno de los dos quería que nadie de la familia, ni siquiera Rose, se enterara del motivo que les había llevado a separarse. Ya habían sufrido ellos demasiado: una palabra de más podría herir los sentimientos de muchas personas innecesariamente.
Cuando Tracey y Julien estaban juntos, sólo hablaban de los niños. Nunca comentaban qué hacían cuando estaban a solas con los bebés o como llenaban las horas vacías del día.
Tracey no se atrevía siquiera a mirar a Julien a los ojos. Si un desconocido los viera, probablemente pensaría que sólo eran dos personas que se trataban con educación y respeto.
No podía soportar lo ausente que Julien se mostraba. Se había convertido en la sombra inanimada del hombre vital que solía ser. Sólo al hablar de los niños parecía reaccionar y le recordaba un poco al hombre al que tanto amaba.
No quería ni pensar qué sería de sus vidas si no estuvieran unidos por sus preciosos bebés, que cada vez estaban más grandes y se estaban transformando en pequeñas personitas con personalidades diferentes.
Julien no tardaría en llegar. Estaría ansioso por jugar con ellos. Tracey soñaba con participar de aquellos juegos como si fueran una familia unida; pero luego, cuando se sorprendía deseando lo imposible, se entristecía y hacía todo lo posible por centrar su atención en alguna actividad. Pero era inútil: estaba perdidamente enamorada de Julien.
– ¿Quién era? -preguntó Tracey mientras se acercaba al salón con Jules en brazos. Había oído el teléfono y sabía que Rose había contestado.
– Julien -respondió-. Dice que se va a retrasar.
Tracey sintió una mezcla de alivio y tristeza. Por un lado, podría estar con sus hijitos un rato más; por otro, ansiaba la llegada de Julien, por breves que fueran sus visitas.
– ¿Te ha dicho por qué?
– Creo que una cena de negocios.
– ¿En la residencia?
– No, en casa de los D'Ouchy.
– Ya veo -dijo Tracey con tono de fingida indiferencia. Si Julien salía por la noche a alguna reunión, se reuniría con hombres, pero también con mujeres.
Nunca se había considerado celosa, pero eso era antes de que Julien fuera un horizonte prohibido. A partir de entonces, cualquier mujer podría intentar seducirlo y tal vez él…
– ¿Cariño? -la llamó Rose al ver la expresión de dolor de Tracey-. ¿Te pasa algo?
– No, nada -le aseguró-. Estaba pensando que los niños van a tener calor con esos jerséis. Se los voy a quitar hasta que venga Julien.
Después de quitarles a cada uno sus respectivas prendas, puso a los tres niños en el parquecito y se arrodilló para jugar con ellos.
Las risas de los niños eran tan contagiosas que Rose tuvo que secarse unas lágrimas que empezaban a caerle por las mejillas.
– Tracey, eres una madre maravillosa. Tus hijos te adoran.
– Eso espero, porque son lo único que me importa en esta vida.
– ¿Por qué no incluyes a Julien en esa afirmación? -preguntó con seriedad.
La mera mención de su nombre apagó la alegría de los juegos con los niños.
– Ya hemos hablado de eso muchas veces, Rose. ¿Por qué no dejas ese tema tranquilo? Por cierto, ¿sabes algo de Isabelle?
– No, no he vuelto a tener noticias suyas desde que se marchó. Julien le sugirió que acudiera a un consejero matrimonial y creo que ha convencido a Bruce para hacerlo. Es un paso adelante. Si sigue así, tal vez llegue a sacar a flote su matrimonio y a ser tan buena madre como tú.
– Pues yo creo que se las arreglaba bien con Alex; sobre todo, teniendo en cuenta que está embarazada de cuatro meses -la defendió Tracey.
– Pero no le salía espontáneamente. Se fijaba en ti y luego te imitaba.
– ¿De verdad hablas en serio?
– Totalmente. Trata a Alex como si fuera un juguete caro que tiene que manejar con cuidado. Lo levanta y lo pone en el suelo, pero no juega con él como tú con tus hijos. Tu padre jugaba contigo mucho. Seguramente lo hayas heredado de él.
– ¿Papá?
– Claro que sí. Nada más llegar del trabajo iba directo hacia ti. Luego os poníais a jugar en el suelo hasta que tu madre lo llamaba para cenar.
– ¿Y no jugaba con Isabelle?
– Me temo que de Isa se ocupaba más tu madre.
– Pero eso es horrible, los padres nunca deberían hacer ese tipo de distinciones. Todos los niños deberían recibir todo el afecto de su padre y de su madre.
– ¿Lo ves, cariño? Tú sí que tienes auténticos instintos maternales; pero hay padres que no son tan afortunados -comentó Rose, que, de repente, pareció entristecer-. Y, a veces, las circunstancias cambian el proceder natural de las personas.
Lo había expresado en un tono tan grave que Tracey se dio cuenta de que su tía intentaba decirle algo. ¿Acaso sabía Rose la verdad?
– No estás hablando en general, ¿verdad? -preguntó Tracey.
– No. Estoy hablando de tus padres, porque ellos no están aquí para defenderse y tengo la impresión de que has malinterpretado lo que acabo de decir sobre vuestra infancia.
– ¿Te refieres a lo de las preferencias de mis padres por Isabelle y por mí?
– Exacto.
Tracey sintió un sudor frío al pensar en aquel hombre que tanto se había esforzado por querer a una hija que no era suya. Por otro lado, era lógico que su madre sintiera más cariño por Isabelle, nacida de una unión sin pecado.
– Sé a qué se debió -dijo Tracey impulsivamente.
– ¿Hace cuánto? -preguntó Rose estupefacta.
– Un año.
– ¿Quién te lo dijo?
– Mi padre.
– Pero aseguró que no lo contaría hasta después del matrimonio.
– Eso fue precisamente lo que hizo.
– Tracey, lo que dices no tiene sentido. El accidente de avión en el que tus padres se mataron sucedió mucho antes de que te casaras con Julien -dijo Rose, dejando a su sobrina confundida.
– ¡Eres tú la que habla sin sentido! Las dos sabemos que mi verdadero padre fue Henri Chapelle.
– ¡Oh, no, Tracey! ¡No! -exclamó Rose agitada-. ¿Cómo se te ha ocurrido algo así?
– Horas antes de que Henri muriera, estuve un rato charlando con él -explicó Tracey, que cada vez estaba más nerviosa-. Él me contó lo de la aventura que había tenido con mi madre. Decidieron que el futuro bebé se educara junto a papá para que nadie descubriera nunca la verdad. Henri me rogó que no se lo contara a Julien, porque sabía que lo destrozaría. Entonces empezó a llorar, acarició mi mano y me dijo que me quería como a una hija. Creo que le oí decir algo así como que lo perdonara; pero no lo recuerdo con claridad. Estaba hecha un manojo de nervios cuando me despedí de él.
– ¡No! -gritó Rose-. ¡Tú pensabas que ese bebe eras tú! ¡Por eso huiste y querías acabar con vuestro matrimonio! ¡No! ¿Es que no sabes que el bebé al que se refería era Isabelle?
– ¿Isabelle? -preguntó pálida.
– Sí, Tracey. Henri es el padre de Isabelle, pero no el tuyo. Si lo piensas, tu hermana tiene sus ojos y su complexión física. Me sorprende que nunca hayas reparado en ello. Tu hermana fue concebida en una época en la que tus padres estaban distanciados.
– ¿Qué? -Tracey no comprendía nada.
– Poco después de casarse, tu madre tuvo un aborto. A tu padre le afectó tanto que no quería volver a intentarlo para evitar que la historia se repitiese. Tu madre, en cambio, lo interpretó como una señal de que ya no la amaba -empezó Rose a narrar-. En uno de sus viajes a Lausana, intimó con Henri, cuyo matrimonio con Celeste pasaba a su vez por dificultades… Tu madre me dijo que sólo estuvieron juntos una vez. Pero fue suficiente para quedar embarazada de Isabelle.
– ¡No es posible! -exclamó Tracey.
– Fue muy triste. Tu madre se sinceró con tu padre y éste la perdonó porque era consciente de que no había estado a su lado cuando ella lo había necesitado. Pero insistió en educar a Isabelle bajo su techo para evitar escándalos. Convino en que se lo dirían algún día, después de que se casara. Luego, aunque lo intentó, nunca logró quererla como a ti.
– ¿Lo sabía Celeste?
– Sí, y en parte se sentía culpable, pues ella había sido la que había ido expulsando a Henri de su vida. Nada de esto habría ocurrido si no hubiera dejado de quererlo.
– ¡Qué horrible para todos!
– Sí -respondió Rose pensativa-. Por eso tu padre te dedicaba a ti la mayor parte de su tiempo y, para compensar, tu madre atendía a Isabelle. Luego, el día en que Jacques intentó propasarse contigo, tu padre se enojó tanto que decidió no volver a Lausana de vacaciones. Sólo dejó que Isabelle fuera unas semanas al año porque sentía pena por Henri.
– ¡Así que fue por eso! Ahora lo entiendo. ¿Isabelle sabe la verdad?
– No, todavía no. Algún día se lo contaré todo, cuando lo considere adecuado.
– Pero entonces no entiendo la confesión de Henri.
– Supondría que tus padres ya te habrían contado lo de Isabelle. Henri te pediría perdón porque sabía lo mucho que amabas a Julien y que, por su culpa, tuviste que dejar de reunirte con él a pasar las vacaciones. Tendría miedo de que le echaras la culpa de vuestra separación.
– ¡Tía! -exclamó temblorosa-. Me acabas de hacer la mujer más feliz del mundo. Según eso, ¡Julien y yo no somos familia! -exclamó emocionada mientras abrazaba a los niños. Tracey no sabía si romper a reír o a llorar.
«Mis niños no tendrán problemas. Podrán vivir normalmente. Mis niños. Julien…», pensó Tracey, que no cabía en sí de gozo.
– Bueno, sí sois familia -sonrió Rose-. Que yo sepa, estáis casados, ¿no? De verdad, Tracey, nunca en mi vida he visto a un hombre más enamorado de su mujer que Julien.
– ¡Tengo que ir a verlo! -exclamó eufórica-. Tengo que verlo en seguida. Tengo que contárselo. Tía…
– ¿Qué te parece si me ocupo yo de los niños este fin de semana? -se anticipó Rose-. Ponte ese precioso vestido violeta que te regaló porque le gustaba como combinaba con el color de tu pelo. Y venga, vete: ya ha sufrido demasiado como para hacerle esperar un sólo segundo más… Tracey, no sabes como me gustaría ver lo contento que se pondrá cuando le aclares este terrible malentendido y termines con su tortura.
Tracey se duchó y se cambió de ropa en un tiempo récord, mientras Rose llamaba a la residencia de los D'Ouchy para asegurarse de que Julien seguía allí.
Se puso unos pendientes elegantes, unos tacones y se dispuso a salir al encuentro de su marido. Después de darles un beso a sus bebés y un gran abrazo a su tía, fue corriendo hacia un taxi que Rose había llamado y que ya estaba esperándola.
Estaba tan nerviosa que no podía conducir. Le dio al taxista la dirección a la que debía dirigirse y le pidió, por favor, que fuera lo más rápido posible.
Al llegar, preguntó a un sirviente por Julien Chapelle. Estaba sofocada y radiante de felicidad. Sin prestar atención a las cabezas que se giraban para mirarla, fue con decisión hacia el salón principal.
Se sentía como si tuviera de nuevo diecisiete años, locamente enamorada del apuesto hombre que estaba viendo sentado frente a ella en una de las mesas del salón.
Julien estaba maravilloso con cualquier cosa, pero su presencia resultaba más irresistible si cabe cuando iba de traje. Incluso con diecisiete años se había sentido fuertemente atraída hacia él; seis años más tarde, no había desaparecido aquella química apasionada. Nunca desaparecería.
Se detuvo un momento para saborear la feliz antesala del reencuentro. Después de doce meses de dolor, los dos podrían saciar su apetito sin sentirse culpables por ello. Eran totalmente libres para amarse sin barreras.
Julien no la había visto aún. Paul Loti, el interventor de la residencia de los Chapelle, acaparaba la atención de su marido. Los dos estaban hablando de algo que parecía sumamente importante, a juzgar por lo concentrados que estaban. Tracey dio unos pasos hacia Julien.
De pronto, el salón se fue quedando en silencio. Todos los empleados de Julien y las mujeres de éstos la reconocieron y la saludaron con amabilidad. Julien debió de notar que algo estaba sucediendo, pues levantó la cabeza y se dio media vuelta.
Nada más verla se puso de pie con tanta decisión que estuvo a punto de tirar su silla al suelo, lo cual no podría haberle importado menos a Julien, que avanzaba en dirección a su mujer.
Tracey notó que estaba sorprendido, contento y alarmado al mismo tiempo. Desde que despertó del coma, nunca había tenido la iniciativa de ir a buscarlo.
Cuando estaban a pocos metros de distancia, intuyó cierto miedo: después de haberse mostrado tan firme respecto a la separación, debió de temer que algo grave le habría pasado a alguno de los niños para que ella se presentase allí de repente.
Con todo, más allá de su sorpresa y de su ansiedad, tenía aspecto de incredulidad. Tracey sabía que él estaba viendo a la mujer de antes, a su esposa, a la amada que se había entregado a él en cuerpo y alma durante la luna de miel en Tahití.
– Tracey… -pronunció su nombre con cuidado, como temeroso de romper la magia y la incertidumbre del momento.
Por primera vez desde que lo conocía, parecía inseguro. El temor a que aquello sólo fuera un sueño maravilloso del que acabaría despertando parecía restarle parte de su carácter decidido.
Tracey no podía seguir resistiendo, así que se acercó a él alegre y resuelta. Julien entendió en ese gesto que por fin habían terminado los días de sufrimiento. Las palabras y las explicaciones llegarían más adelante.
De pronto, las facciones de su cara se relajaron. El dolor y la rabia que Julien había acumulado desaparecieron y, a cambio, renació el brillo de sus ojos negros.
Tracey sonrió con toda su alma y los ojos se le iluminaron en una llamarada de fuego verde. Ambos se miraron para disfrutar de esos segundos inolvidables que prometían una vida de futura felicidad.
Entonces, con la confianza de una mujer que se sabe amada, consciente de que ella y sólo ella tenía el derecho y el privilegio de reclamar a ese maravilloso hombre como su marido, se dio la vuelta y se dirigió a los allí presentes.
– Queridos amigos, os ruego que me perdonéis, pero tengo que hablar con mi marido en privado -empezó a hablar-. A mí se debe que haya estado tan tenso y preocupado este último año. Sé que habéis sido muy comprensivos y pacientes con él y os agradezco que lo hayáis ayudado a superar los malos momentos… A cambio, quiero prometeros que, de ahora en adelante, todo será diferente. Si nos dais unos pocos días para que disfrutemos de una segunda luna de miel, cuando vuelva, os encontraréis con un hombre completamente nuevo.
Al principio sólo se escuchó un enorme silencio, pero Paul empezó a aplaudir y, poco a poco, todas las personas que llenaban el salón estaban de pie aplaudiendo también.
– Quien dice unos días -corrigió Julien con picardía-, dice unas semanas, ¿de acuerdo? -Julien agarró a Tracey por la mano y la guió hacia la salida. Todos los allí presentes sonrieron con complicidad y se alegraron de que, sin duda, Julien no pensaría en ese tiempo en nada relacionado con asuntos de negocios.
Tracey suponía que Julien se dirigía hacia el aparcamiento y por eso no entendió que se parara en el recibidor de la residencia, que en verdad era también un lujoso hotel.
– Queríamos una habitación, por favor. A ser posible, la suite nupcial.
– Por supuesto, señor Chapelle. ¡Enhorabuena! -los felicitó el recepcionista.
– Sólo estamos a unos pocos minutos de casa -susurró Tracey al oído de su marido-. No hace falta que…
– Ya lo creo que hace falta -la interrumpió. Luego besó sus seductores labios-. Llevo tantos meses esperando este momento que no soy capaz de esperar un sólo segundo más. ¿Me entiendes, amor mío?
– Su ascensor es el que está justo a su derecha -indicó el recepcionista para que no perdieran más tiempo-. ¿Necesita algo, señor Chapelle?
– Solamente a mi mujer -bromeó Julien, que seguía abrazándola conmovido. Atravesaron el pasillo hasta llegar a su ascensor privado y, una vez dentro, nada más se cerraron las puertas de éste, Julien empezó a cubrir de besos el pelo, los ojos, la nariz, las mejillas y el cuello de Tracey, su legítima y adorable mujer-. Es como si estuviera soñando. Dime, preciosa, ¿te llamó el doctor dándote los resultados de las pruebas?
– No. Me he enterado por una fuente infalible.
– ¿Quieres decir que monseñor Louvel acabó diciéndote lo que mi padre le confesó? -preguntó entre beso y beso.
– No, cariño. Tía Rose: ella me confirmó que tu padre y mi madre tuvieron una aventura. Pero es Isabelle la que es tu hermana.
– ¿Isabelle? -preguntó mientras se abrían las puertas del ascensor.
– Sí, cariño. Ahora que sé la verdad, entiendo por que siempre has sido capaz de ayudar a Isabelle cuando nadie podía.
Julien estaba aturdido. Entraron lentamente en la suite y se sentó en un sofá con Tracey sobre las piernas. Se abrazaron como antaño, escondiendo Julián la cabeza en el cabello de su querida mujer. Era como ver la luz después de años y años de oscuridad y confusión.
– Monseñor Louvel nos advirtió que podía haber otra explicación -recordó Julien.
– Sí -afirmó Tracey con lágrimas en los ojos-. Tenías razón. A su manera, intentó darnos esperanzas.
– Cuéntamelo todo, amor mío. No te saltes ningún detalle -le pidió mientras la estrechaba con fuerza contra el pecho.
Tracey no necesitó que insistiera. Deseaba compartir el secreto de sus padres, así que no tuvo ningún problema en relatarle las tristes circunstancias del embarazo de Isabelle.
– Cuando pienso en lo duro que he sido con Jacques… -murmuró Julien en tono atormentado, que de pronto sintió un gran deseó de recuperar el afecto de su hermano.
– No más que yo con tu padre. Antes de que tía Rose dijera nada, siempre tuve la sensación de que yo no le gustaba. Me dolió muchísimo que sólo permitiera a Isabelle visitaros en Lausana.
– Ninguno de nosotros sabíamos que tu padre era el único responsable -dijo Julien acariciándole el pelo-. Siempre pareció distante conmigo. Por eso nunca me atrevía a entablar relaciones sexuales contigo.
– ¿Me estás diciendo que no querías besarme para no disgustar a mi padre? -preguntó divertida.
– Eso es, pequeña. Quería casarme contigo y me negaba a hacer nada que pudiera poner en peligro mis planes. Cuando me preguntó por qué iba a recogerte todos los días a la salida del instituto y por qué te contraté en mi empresa, le dije que era para protegerte de Jacques, lo que era verdad, aunque no toda la verdad. Le di mi palabra de que podía confiar en mí y de que te trataría como a una hermana.
– Julien…
– ¿Te sorprende? No creo que ningún hombre haya tenido nunca que aguantar tanto.
– Cariño, cuando pienso en como me entregué a ti…
– Lo recuerdo -le besó el cuello-. Eras inocente y yo te adoraba. Y a medida que tu amor crecía y tus ojos verdes me miraban y me hacían comprender que sólo por verlos merecía la pena vivir, juré que tendría paciencia hasta que tu padre me concediera tu mano. Por desgracia, murió antes de que pudiera hablar con él; pero ahora que sé la verdad, no sé si, siendo yo hijo de Henri, me habría dado su bendición.
– Sí lo habría hecho -replicó Tracey-. Él era consciente de que eras, de que eres, mi razón de ser. Sabía lo maravilloso que eras; si no, no te habría dejado que me cuidaras. Papá y yo estábamos muy unidos. Sé que nunca habría supuesto un obstáculo a mi felicidad.
– Supongo que tendrás razón -la abrazó con más fuerza-, aunque imagino que le costaría fiarse de mí, después de que mi padre lo traicionara. Esa noche de debilidad debió de martirizar a mi padre durante el resto de su vida.
– Seguro que a mi madre también. Pero todo eso ya se ha acabado.
– No del todo. Isabelle aún no lo sabe.
– Rose se lo contará cuando lo considere oportuno. Creo que ella es la indicada para decírselo. Ella estaba muy unida a mi madre y conseguirá que comprenda y acepte la verdad -Tracey paseó un dedo por los labios de Julien-. Cuando descubra que eres su hermano, te querrá todavía más. Siempre has sido su favorito.
– En cuanto lleguemos a la residencia -le dijo a la vez que le besaba la palma de la mano-, telefonearé a Jacques a Bruselas y le diré que vuelva a casa. También invitaré a Angelique y les diré que por fin todo se ha solucionado entre tú yo. Quiero que estén cerca de nosotros y que seamos una gran familia unida.
– Me haría muy feliz que estuviéramos todos juntos. El dolor que hemos sufrido por culpa de la aventura que tuvieron nuestros padres debería haberse ido a la tumba con ellos. Gracias a Dios, al final podemos seguir viviendo juntos, como un auténtico matrimonio.
– Y gracias a Dios también, sobreviviste a tu terrible accidente -dijo Julien con voz temblorosa-. Cuando pienso lo cerca que estuve de perderte…
– Eso era imposible -afirmó Tracey mientras secaba las lágrimas de Julien beso a beso-, estando tú para cuidar de mí y de los bebés. Soy la mujer más afortunada del mundo, Julien Chapelle. Gracias por no darte nunca por vencido. Gracias por ser como eres, por hacer de padre y de madre durante un periodo de nuestras vidas tan traumático. Ahora me toca a mí cuidar de ti. A partir de ahora, y durante el resto de nuestras vidas, pienso pasar cada minuto, cada segundo a tu lado, para demostrarte lo mucho que significas para mí. Te quiero tanto que no puedo expresarlo con palabras.
Julien le dio un beso profundo que se alargó durante varios deliciosos minutos.
– Julien -prosiguió Tracey-, ¿tú crees que alguien podría morirse por sentir demasiado amor?
– Sólo hay una manera de averiguarlo -respondió con aparente serenidad mientras la colocaba sobre la cama-. Pero si esta noche nos abrasamos en nuestra pasión, vida mía, al menos arderemos juntos eternamente. Una cosa te puedo prometer, nos lleven donde nos lleven los pasos de nuestro amor, nuestro camino no ha hecho más que comenzar.