Capítulo 1

– Buenos días, Tracey. ¿Qué tal está hoy nuestra paciente milagrosa?

– Buenos días, Louise -saludó Tracey dejando de escribir.

– Me alegra que me llames simplemente por mi nombre.

– ¿No te molesta? -preguntó Tracey con una leve sonrisa.

– En absoluto -respondió. Luego la examinó superficialmente-. Parece que estás bien.

– Y me siento bien. Tan bien que, en realidad, me gustaría salir fuera a pasear.

– Todo a su tiempo -comentó Louise mientras echaba un vistazo a las últimas anotaciones del diario de Tracey-. Perfecto: tu escritura es perfectamente lógica y coherente. Te voy a dar una sorpresa. Te lo mereces.

– ¡Me encantan las sorpresas!

– Muy bien. Entonces, la tendrás; pero, antes, me gustaría que me hicieras otro dibujo.

– Preferiría que echáramos una partida a las cartas o a las damas -propuso Tracey.

– Esto es como un juego.

– ¿Qué tengo que dibujar?

– Todavía sigues soñando con cierto animal que te tiene aterrorizada. Siento curiosidad por saber qué aspecto tiene -dijo Louise mirándola con compasión-. Vamos, Tracey. Puedes hacerlo -insistió al ver que su paciente denegaba con la cabeza-. Es importante. Si te enseño algunas fotos, quizá puedas decirme si alguna te recuerda al animal del que hablas en tus sueños.

Louise abrió un libró y pasó sus hojas lentamente. Tracey, a pesar de estar asustada, parecía fascinada por aquellas fotos de animales; por los enormes rinocerontes y las ágiles gacelas de África.

– Ninguno se parece -dijo Tracey cuando terminó de ver las fotos.

– Lo suponía. Por eso quiero que me lo dibujes. Recuerda que sólo sería un trozo de papel: no podría hacerte daño -la animó Louise mientras le ofrecía una hoja y un lápiz.

– Si lo hago, ¿me dejarás pasear un rato por los alrededores? -preguntó Tracey después de vacilar unos segundos.

– Tracey, estoy haciendo lo posible para darte de alta y que lleves una vida totalmente normal. Pero, ¿cómo quieres que te deje salir fuera, donde hay todo tipo de animales, si le tienes tanto miedo a uno de ellos?

– Tienes razón. No puedes -admitió suspirando-. Está bien… Lo haré; pero conste que no me agrada en absoluto.

Le temblaban las manos, pero, aun así, empezó a dibujar aquella criatura terrible que la amenazaba constantemente cada vez que cerraba los ojos y se dormía; sólo podía librarse de ella despertándose y, entonces, se sorprendía gritando y con un río de sudor corriéndole por todo el cuerpo.

– ¡Ya está! -exclamó entregándole el dibujo a Louise. Ésta lo recogió sin mirarlo. Luego sacó una chocolatina y se la ofreció a Tracey-. La Maison Chappelle. Fabrique en Suisse -leyó el envoltorio en voz alta.

– Chocolates «Chapelle House» -explicó Louise-. ¿Te suena haber probado esta marca antes?

– Sí -contestó convencida. Frunció el ceño-. Ese nombre, Chapelle…

– Tu padre fue el representante de Chapelle House en los Estados Unidos hasta que se murió.

– Es la segunda vez que nombras a mi padre. El otro día…

– ¿Te acuerdas de él? -la interrumpió Louise.

– No. Pero el nombre Chapelle me resulta familiar.

– Puede que sea porque se trata de los chocolates más ricos y famosos de todo el mundo. Chapelle House tiene más de cien años. Es una compañía de mucho prestigio. Vamos, prueba.

Tracey se metió uno de los cuadraditos en la boca y tuvo la sensación de haber vivido esa situación con anterioridad.

– ¡Qué rico! Es de avellana; el que más me gusta. ¿Cómo lo sabías?

– Tengo poderes.

– ¿Ah, sí? -sonrió Tracey-. Pues adivina qué otro chocolate me encanta.

– Pues… espera un momento… Chocolate blanco con nueces.

– ¿De verdad tienes poderes? -preguntó Tracey asombrada.

– No. Cuestión de suerte. Simplemente, a mí me gustan las nueces, eso es todo. Te traeré una tableta la próxima vez -Louise se levantó y la miró unos segundos-. Y ahora tengo otra sorpresa para ti. Fuera hay una mujer que tiene muchas ganas de verte. Claro que si no te sientes preparada para ver a nadie, basta con que lo digas.

– ¿La conozco? -preguntó Tracey con curiosidad.

– Sí. No ha dejado de preguntar por ti y te quiere mucho. Mira: una foto suya -dijo Louise.

Al principio, Tracey no reconocía a aquella elegante mujer; pero, después de mirarla con detenimiento, sus rasgos faciales parecieron despertar algún tipo de recuerdo en ella.

– ¡Es mi tía Rose! -exclamó cuando por fin la identificó.

– Exacto -corroboró la doctora con satisfacción-. Pronto recuperarás toda la memoria. Sí, esa mujer es tu tía Rose Harris. Estabas viviendo con ella cuando sufriste el accidente. ¿No te acuerdas?

– No. No me acuerdo de nada. Pero la cara sí me suena vagamente -respondió. Luego empezó a acariciar la foto de su tía, cuya expresión se parecía muchísimo a la de su propia madre. De pronto, la imagen de su padre se le vino también a la cabeza-. ¡Papá! -exclamó sin poder evitar que se le saltaran las lágrimas: acababa de recuperar un sinfín de recuerdos de su juventud, de su hermana y de sus padres, de un verano feliz en el campo…

Algunos recuerdos eran tan dolorosos, llevaban tanto tiempo reprimidos, que Tracey no podía asimilarlos, de modo que, de repente, se sumió en una tristeza profunda e inconsolable, que no podía expresar con palabras.

– Quiero ver a mi tía. Tengo que verla -afirmó finalmente-. Déjame salir contigo -le suplicó Tracey, ansiosa por reencontrarse con Rose Harris, que la había acogido, al igual que a su hermana Isabelle, después del accidente aéreo en el que habían muerto sus padres.

– Está en la sala de espera -le dijo Louise mientras le abría la puerta.

– ¡Rose! -exclamó Tracey cuando la vio al salir al pasillo.

– ¡Tracey, cariño! -replicó su tía mientras se daban un caluroso abrazo entre sollozos emocionados-. ¡Por fin! ¡Recuerdas como me llamo!

– Louise me acaba de enseñar una foto tuya y te he reconocido en seguida -dijo Tracey. Luego se separaron para secarse las lágrimas.

– Hace cuatro meses los médicos decían que no había esperanzas; pero estás aquí, viva, más sana y guapa que nunca. Es un milagro.

– Al paso que está recuperando la memoria, podrá volver a casa dentro de nada -terció Louise-. Y ahora, os dejo a solas para que habléis con tranquilidad.

– Gracias -dijo Rose mientras Tracey miraba a su tía: tenía sesenta años, pelo moreno y se parecía mucho a su madre y a su hermana; sin embargo, mientras que las dos mujeres mayores tenían ojos marrones, los de Isabelle eran azules. Los de Tracey eran verdes y, bajo unas cejas muy negras, armonizaban con su cara ovalada de rasgos clásicos y con su rubio cabello-. Vamos a tu habitación. Allí podremos hablar en privado. Tenemos que recuperar cuatro meses de silencios.

– ¿Qué tal está Isabelle? ¿Cómo están Bruce y Alex? Acabo de recordar que tengo una hermana casada y un sobrino.

– ¿Qué quieres que conteste antes? -preguntó Rose no bien hubo cerrado la puerta de su habitación.

– Las dos cosas. Ven, siéntate a mi lado -dijo eufórica mientras reforzaba su invitación con un gesto de la mano hacia el sofá. Parecía que estaban en un lujoso hotel en vez de un hospital-. Venga, cuéntamelo todo.

– Bueno… -vaciló Rose jugueteando con su pelo-. A tu hermana le gustaría estar aquí, pero no se encuentra muy bien ahora mismo.

– ¿Está grave?

– No, ¡qué va! -dijo con cautela.

– Tía Rose, conozco esa mirada. Sé que me ocultas algo. Por favor, no tengas miedo de decírmelo. Estoy bien y cada día me encuentro más fuerte.

– Ya lo veo, cariño. Y doy gracias a Dios por tu increíble recuperación. La verdad es que… -miró a Tracey intranquila- está esperando otro bebé y se marea mucho y vomita por las mañanas.

– ¡Ay, pobre! Le pasó lo mismo con Alex. Pero, ¡qué bonito tiene que ser estar embarazada!, ¡ser una mamá! -exclamó con ilusión y tristeza a la vez. Tenía la sensación de que ella jamás llegaría a formar una familia-. ¿Está Bruce nervioso?

– Me temo que está demasiado ocupado pensando como malgastar dinero y arruinar a toda la familia como para darse cuenta de lo que está pasando. Espero que reaccione antes de que sea demasiado tarde.

– Yo también -Tracey se puso de pie de golpe-. ¿Qué te parece si vamos a Sausalito en cuanto me dejen salir y les damos una sorpresa? ¡Me muero de ganas por ver a Alex! He tenido que pasar en coma su segundo cumpleaños… De verdad, estoy deseando salir de aquí. No quiero parecer desagradecida: todo el mundo me dice que soy un milagro viviente y los creo. Y todos se han portado de maravilla conmigo… Pero tengo la sensación de que llevo toda mi vida encerrada entre estas cuatro paredes. Estoy empezando a tener claustrofobia.

– ¡Natural! Yo también me sentiría así -comentó Rose mientras pasaba un brazo por encima de los hombros de Tracey-. Los médicos sólo quieren que sigas aquí un poco más de tiempo.

– ¡Ojalá pudiera marcharme contigo ahora mismo! ¡Estar tan cerca del mar y no poder verlo ni olerlo…! Me muero de ganas por navegar y volver a sentir el aire azotándome contra la cara -comentó Tracey, que se dio cuenta de que su tía estaba inquieta-. ¿Pasa algo? Pareces diferente, estás rara… ¿Es que me he vuelto loca? ¿Te han dicho los médicos que he perdido el juicio o algo así? -preguntó angustiada, con lágrimas en los ojos.

– No, no, cariño. Nada de eso -la tranquilizó Rose. De pronto, Tracey rompió a llorar y se apoyó sobre el hombro de su tía-. Creía que sabías que estamos en Suiza, no en San Francisco.

– ¿Que no estamos en San Francisco? -preguntó Tracey asombrada, preocupada por no haberse dado cuenta por sí sola-. Sí, seguro que estoy loca.

– ¡Que no, cariño! ¡De verdad!

– No me extraña que Louise no me deje salir de aquí todavía. Soy como un bebé recién nacido que no sabe nada -afirmó llorando-. Quizá nunca me recupere y no pueda marcharme de este hospital.

– Calla, no hables así. Estabas muy grave y has sobrevivido, cosa que muchos no habrían logrado. Has trabajado muy duro por recuperar tu memoria y lo has hecho tan rápidamente que has sorprendido a todo el personal médico del hospital. ¡Es normal que estés un poco desorientada aún! Todavía tienes que readaptarte al mundo exterior. Pero, cariño, eso no importa.

– Claro que importa. Tenía que haberme dado cuenta de inmediato. Mira los muebles de la habitación. No son que se diga del más puro estilo californiano… ¿Dónde estoy exactamente?

– En Lausana.

– ¿Lausana?

– Sí.

– La ciudad a la que van los dementes con las enfermedades irreversibles. La ciudad cuyas clínicas son tan caras que tienes que ser una estrella de cine o un magnate empresarial para empezar a pagarlas… ¿Es ahí donde estoy, tía Rose? ¿En uno de esos maravillosos hospitales que han acabado con tu pensión y con la herencia que papá nos dejó a Isabelle y a mí?

– Estás en un hospital que te va a ayudar a recobrarte por completo. Eso es lo único que importa -le dijo acariciándole una mejilla.

– No es lo único si por mi culpa te has quedado sin dinero. No podría soportarlo; no después del sacrificio que hiciste: de no haber sido por nosotras, podrías haberte vuelto a casar.

– Eso no es cierto, Tracey. Yo no quería casarme con Lawrence. Simplemente éramos buenos amigos.

– No me lo creo -denegó con la cabeza-. Y no quiero ni ver la monstruosa factura de lo que está costando mi estancia aquí. Ahora mismo hago las maletas y me marcho en avión a San Francisco. Alquilaré un apartamento, buscaré un trabajo y así podré empezar a devolverte el dinero.

– Eso es precisamente lo que no vas a hacer -replicó Rose con firmeza.

– Sé que harías cualquier cosa para protegerme, tía Rose. Pero ya soy una mujer. La doctora me ha dicho que no puedo marcharme de aquí hasta que no esté preparada para el mundo real otra vez -se detuvo para tomar aliento-. Pues pagar lo que una debe forma parte de la vida real. Después de cuatro meses de gastar tu dinero y mantenerte alejada de Lawrence, ya va siendo hora de que empiece a justificar mi existencia.

– Tracey… Jamás podría casarme con Lawrence; no después de todo lo que compartí con tu tío. Además, Lawrence murió hace tres meses de un ataque al corazón.

– ¡Tía Rose! -exclamó Tracey apenada. Le dio un abrazo-. Lo siento. Lo siento mucho.

– No lo hagas. Ahora estará reunido con su mujer. Tú eres la única persona que importa en estos momentos -sentenció con nerviosismo.

– Pareces alterada. ¿Algo va mal?

– Nada. Por eso me molesta tanto que te sofoques sin necesidad por el dinero. Ha sido… otra persona la que ha estado pagando tu estancia aquí todo este tiempo; así que no tienes que preocuparte por mí.

«¿Otra persona?», se preguntó muy extrañada.

– Tía Rose, ¿a quién conoces que tenga tanto dinero y que, además, esté dispuesto a pagar tanto dinero por mí?

– Yo puedo responderte a eso -contestó en tono aterciopelado una voz masculina.

Tracey empezó a sentir un sudor helado por todo el cuerpo; estaba angustiada y era incapaz de darse la vuelta, porque aquélla era la voz que la atormentaba en sus pesadillas.

– ¡Julien! -exclamó tía Rose, haciéndole gestos para que saliera de la habitación.

El mero hecho de oír aquel nombre descompuso a Tracey. No tenía que ver a aquel hombre para recordarlo. Sabía que sería moreno, de ojos negros, alto y delgado, arrebatadoramente varonil. A su lado, cualquier hombre parecería insignificante. Tracey lo amaba más que a su propia vida… Pero era un amor prohibido.

De pronto, Tracey sintió un dolor indescriptible; un dolor que le había hecho sufrir mucho los meses anteriores al accidente; un dolor que sólo el estado de coma había podido anestesiar… temporalmente.

– ¡Dios mío! -exclamó con agonía. Entonces le entró una terrible arcada y apenas logró llegar al baño.

– Tracey -murmuró Julien con ansiedad en ese tono ronco que la volvía loca. Luego la siguió al baño.

«No me toques», quiso gritar Tracey cuando Julien le acarició por la cintura, en un gesto que tantas veces había repetido durante su luna de miel. Por aquel entonces no eran capaces de estar separados ni un sólo segundo.

Cada vez que él la tocaba era como la primera vez. Pero en ese momento tenía demasiadas ganas de vomitar y estaba demasiado impresionada como para decir nada.

– Si no le importa, señor Chappelle, yo me encargaré de ella -dijo Gerard, uno de los enfermeros, con autoridad.

– Por supuesto que me importa -exclamó Julien-. ¡Es mi mujer!

– ¡Julien, por favor! -intervino Rose-. Es mejor que esperemos en la sala de estar.

Tracey notó que a Julien le costaba despegar las manos de su cintura; pero finalmente se resignó a soltarla y se marchó.

– En seguida vuelvo, preciosa -susurró con dulzura.

Una vez se hubieron marchado, se apoyó en Gerard para llegar hasta la cama.

– No le dejes que vuelva, Gerard -le imploró mientras éste la ayudaba a recostarla y le tomaba las constantes vitales-. Ya no es mi marido. Manténlo alejado de mí. Por favor, no quiero verlo.

– Mientras la doctora Louise no diga lo contrario, nadie podrá entrar aquí salvo el personal del hospital -la tranquilizó-. Vamos, métete en la cama, Louise viene en seguida.

– Sí, tengo que ver a Louise. Necesito verla -dijo nerviosa.

Cuando Gerard la dejó a solas, Tracey fue al armario y se puso un camisón. Luego volvió a meterse en la cama. Se sentía sin fuerzas. Sólo quería descansar y olvidar.

Nada más cubrirse con las sábanas, Louise entró en la habitación con su bata blanca. Las dos mujeres se miraron a la cara mientras la doctora colocaba una silla frente a la cama de Tracey para sentarse cerca de ésta.

– Has tenido un día muy intenso y creo que tenemos que hablar de como te sientes después de lo que has averiguado.

– No voy a poder pegar ojo mientras sepa que él va a estar fuera esperándome; que puede venir y entrar en cualquier momento -comentó Tracey aterrorizada, tapándose la boca con el embozo de la sábana.

– Tranquila, ya se ha marchado del hospital con tu tía. Les pedí que se fueran y vi como se iban en el coche.

– ¡Gracias a Dios!

– Cuando se dio cuenta de que había sido su presencia la que te había indispuesto, no necesitó que nadie le dijera que se fuese. Tienes que entender que ha pasado todas las noches a tu lado durante los últimos meses, intentando calmarte cuando tenías pesadillas. Se ha portado de maravilla.

«Perdóname por hacerte esto, Julien. Pero tendremos que separarnos cuando salga de aquí», pensó Tracey sumamente afligida.

– Cuéntame algo sobre tu marido.

– No es mi marido.

– ¿Por que no quieres que lo sea?

– No, porque estamos divorciados -explicó.

– Pues está pagando las facturas del hospital.

– Lo sé. Ya me lo ha dicho mi tía. La culpa es suya -dijo saltándosele las lágrimas mejilla abajo.

– ¿Ella tiene la culpa de que pague las facturas?

– No, de que haya averiguado donde estoy. Él insistió y acabó sonsacándole la respuesta porque ella siempre ha pensado que Julien era el hombre más maravilloso del mundo… Lo que, sin duda, es cierto -añadió.

– Entiendo. O sea, que no se lo reveló para que se encargara él de los gastos, ¿no?

– No, no. Mi mari… Julien no habría parado hasta pagarlo él todo. Siempre ha sido así.

– ¿Siempre? ¿Cuánto tiempo llevabais casados?

– Dos meses; pero nuestras familias se conocen hace muchos años. El hecho es que él es el hombre más honrado que hay sobre la capa de la tierra. A nadie se le escapa su bondad y lo bien que se porta con todo el mundo. Es excepcional… ése es el problema: aunque estamos divorciados, me temo que siempre se va a sentir responsable de mí. Sería inútil decirle que quiero pagarme yo mi tratamiento ahora que he recuperado la consciencia. No lo permitiría.

– A ver si te estoy entendiendo bien: me estás diciendo que es el hombre más maravilloso del mundo, pero que, simplemente, no quieres seguir viviendo con él.

– ¡Exacto! -exclamó.

– Él sigue locamente enamorado de ti.

– Lo sé -Tracey bajó la cabeza-. Si no te importa, preferiría no seguir hablando de este tema. No quiero seguir en el hospital más tiempo. Te agradezco mucho todo lo que has hecho por mí. Si no fuera por lo mucho que me has ayudado, lo más seguro es que no siguiera viva. Pero ya estoy bien. Tú misma me lo has dicho esta mañana.

– Eso es verdad. Físicamente estás en perfectas condiciones.

– Quiero volver a mi casa, Louise. Quiero irme esta misma noche.

– ¿Dónde está «tu casa»? -preguntó la doctora recostándose sobre el respaldo de la silla.

– En San Francisco.

– ¿Y cómo vas a ir allí?

– Tengo suficiente dinero en el monedero para ir en taxi hasta el aeropuerto de Ginebra. Puedo telefonear a mi hermana para que me tenga reservado un billete para el avión. Ella me recogerá en el aeropuerto y me llevará a su casa. Dentro de unos pocos días habré alquilado un apartamento, estaré trabajando y empezaré a vivir mi vida.

– En teoría, parece un buen plan. Pero no puedes salir del hospital así como así.

– ¿Cómo que no puedo? ¿Qué quieres decir? -dijo enfadada.

– Fue tu marido el que te ingresó aquí y él es el único que puede decir cuando puedes marcharte.

– Pero si te lo acabo de explicar ¡ya no es mi marido!, ¡estamos divorciados!

– Puede que para ti lo estéis; pero él nunca llegó a firmar los papeles del divorcio. Legalmente sigues siendo su mujer.

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