Alex se portó como un caballero durante el viaje a la isla de Kayven.
Pararon en Los Angeles para cenar. Emma durmió y descansó durante el siguiente vuelo sobre el pacífico. Llegaron a la isla de madrugada.
Estaba a medio camino entre Hawai y Fiji. Llena de playas de fina arena blanca, arrecifes de coral y aguas color esmeralda. En el complejo hotelero McKinley había un edificio principal con habitaciones y restaurantes y una docena de cabañas esparcidas bajo las palmeras.
La que habían reservado tenía una terraza que daba directamente a la playa.
No tardaron en darse cuenta de que sus teléfonos móviles no funcionaban. Tampoco tenían conexión a Internet en la cabaña, sólo en el edificio principal y no durante todo el día.
Así que, después de un delicioso desayuno, Alex le sugirió que se olvidaran de sus obligaciones por un día y salieran al mar en catamarán. Emma no le llevó la contraria, estaba dejándose llevar por el ambiente lánguido y tranquilo de la isla.
Así que a las diez de la mañana, cuando normalmente tenía su primera reunión de trabajo, estaba sentada en el catamarán con un bikini lila y dejando que las olas la meciesen.
– ¡Delfines! -exclamó Alex desde el otro lado del barco.
Emma se giró a tiempo de ver una docena de aletas deslizándose entre el agua esmeralda.
– ¿Cómo sabes que no son tiburones? -repuso ella, algo preocupada.
– ¡Acerquémonos más! -sugirió Alex.
– Cobarde.
– Me gustaría conservar mis piernas, gracias.
– Son delfines.
– No quiero ofenderte, pero no creo que seas un experto.
– Suelo ver documentales de naturaleza.
– Un argumento más a mi favor. Sólo los has visto por televisión.
– Tienes que aprender a confiar en mí.
– Te estoy dejando conducir, ¿no?
– ¿Dejando?
– Vale, yo me encargo de manejar el timón a la vuelta.
– ¡De eso nada!
– Alex, tienes que aprender a confiar en mí -repitió ella en tono burlón.
– Te dejaré decorar la planta principal de mi casa.
– ¿Vamos a redecorar tu casa?
El se quedó ensimismado, mirando las olas. Le resultaba muy dificil no observar su cuerpo, húmedo y bronceado. Sus gemelos eran puro músculo y su torso parecía el de un modelo. Estaba más guapo que nunca. Le gustaba ver su pelo revuelto. Le intimidaba menos que en Nueva York.
De repente se dio cuenta de que iban a pasar el día solos en una playa desierta. Se había prometido que no volvería a hacer el amor con él, pero ya no se acordaba de las razones que había tenido para hacerse tal promesa. No sabía por qué era tan importante que se mantuviera alejada de él.
– He pensado en redecorarla antes de la fiesta -le dijo él.
– ¿Qué fiesta? -preguntó ella, volviendo a la realidad.
– Se me ha ocurrido que estaría bien hacer una fiesta de presentación.
– ¿Otra fiesta? ¿No tuviste bastante con la de ayer? ¿O fue anteayer?
– Lo cierto es que creo que hoy es aún el día de la boda.
– No me tomes el pelo.
– No, es verdad. Hemos viajado hacia el este y sigue siendo el mismo día. Hay muchas horas de diferencia.
– Bueno, aún es mediodía, así que todavía no estamos casados -bromeó ella.
– Entonces aún estoy a tiempo de tener una última aventura.
Ella miró a su alrededor con teatralidad. Estaban en medio del océano.
– ¿Con quién?
Alex levantó las cejas insinuante.
– Ni lo sueñes -repuso ella.
Aunque lo cierto era que Emma tenía las mismas fantasías.
– ¡Mira! -exclamó él de repente-. Allí está la palmera torcida de la que nos hablaron.
Giró el timón y se dirigieron hacia una playa con forma de media luna y rodeada de acantilados.
– ¡Vaya! Es precioso. Creo que ya no estamos en Manhattan.
– Al diablo con los teléfonos móviles -repuso Alex-. El mundo puede vivir sin nosotros durante un día.
Dejaron el catamarán sobre la arena blanca y lo amarraron. Hacía mucho calor.
– ¿Nadamos o buceamos?
– Cualquiera de las dos cosas, con tal de refrescarme.
Nadaron en sus aguas cristalinas y bucearon cerca de los arrecifes durante horas. Había miles de peces de todos los colores, cangrejos, estrellas de mar y preciosos corales.
Sedientos y hambrientos, volvieron por fin a la superficie. El sol se había alejado lo suficiente como para que encontraran sombra al lado de uno de los acandlados. Esparcieron la manta que traían en la arena. Estaban junto a una cascada que refrescaba mucho el ambiente.
Emma se tumbó, cerró los ojos e inspiró el dulce aroma de las flores tropicales.
– ¿De verdad tenemos que volver? -dijo, suspirando.
– No, no tenemos que hacerlo -contestó él con una voz llena de promesas.
Abrió los ojos y lo miró. El también se había tumbado.
– Tarde o temprano nos moriríamos de hambre.
– Podemos sobrevivir con cocos y pescado.
– ¿Vas a ponerte a pescar?
– Soy un tipo muy versátil.
– ¿Y cómo los vas a cocinar?
– Recogeré leña para hacer un fuego -dijo él, quitándole las gafas de sol a Emma.
Apenas la rozó, pero fue suficiente para acelerar su pulso.
– ¿Y cómo harás el fuego? ¿Frotando dos palitos hasta conseguir una chispa?
– Lo haré si tengo que hacerlo. No me he hecho rico rindiéndome pronto.
– Pensé que te habías hecho rico heredando montones de dinero.
El se acercó un poco más.
– Sí, también así. Pero eso no quiere decir que no sea un tipo con muchos recursos -repuso él mientras deslizaba la mirada hacía su escote.
– Alex…
– No pasa nada -le dijo él mientras metía el dedo bajo el tirante del bikini y lo bajaba por el brazo.
Su movimiento reveló la mitad de su pecho y parte del pezón. A Alex se le oscureció la mirada, y ella pudo sentir la sensualidad que le transmitía. Después, se inclinó sobre ella y le besó el hombro. Sus labios estaban fríos contra su piel calentada por el sol.
Sabía que lo mejor era parar aquello, pero estaba en una playa tropical, con un hombre sexy y atractivo que estaba haciendo que se sintiera la mujer más deseable del planeta. Hubiera sido una locura detenerlo.
Alex comenzó a besarle el pecho mientras le acariciaba el estómago. Ella trató de respirar con calma, pero le faltaba el aire.
– Te deseo -le dijo Alex.
Y ella también lo deseaba. Tanto que no podía respirar. Sentía presión en el pecho y estaba temblando.
– ¡Oh, Alex!
El se inclinó sobre ella y la besó en la comisura de los labios.
– No pasa nada. Son más de las tres, ya estamos casados -le dijo él.
La besó en la boca antes de que Emma tuviera tiempo de sonreír, agarrando su trasero con fuerza para presionarla contra su cuerpo.
Ella abrió la boca y dejó que su lengua se enredara con la de Alex. Tomó su cara entre las manos, sujetándolo cerca e intentando fundirse con él y ser sólo uno.
Emma le besó en la mejilla, en los hombros y en sus bíceps, saboreando su piel salada por el mar.
El le desabrochó la parte de arriba del bikini, dejando sus pechos al aire.
– La más guapa -murmuró él-. La hermana bonita, sexy y encantadora. Estoy tan contento de que entraras aquel día en mi despacho hecha una furia…
Emma intentó entender sus palabras, pero no le encontró el sentido. Alex comenzó a lamer sus pezones y no pudo seguir pensando. Estaba con Alex. Estaban casados y estaba enamorándose más y más de él.
Las caricias de Alex hicieron que se estremeciera. Arqueó la espalda y echó la cabeza hacia atrás, cerrando los ojos y dejándose llevar por las sensaciones.
Emma acanció sus brazos, fuertes y musculosos, y siguió hasta los hombros. Enredó después los dedos en su pelo, agarrando con fuerza la cabeza de Alex contra su pecho sin poder sofocar los gemidos.
El se concentró en el otro pecho y ella le acarició la espalda, moviéndose para sentir todo el peso de la excitación de Alex entre sus muslos.
El se separó unos centímetros.
– ¿Estás segura?
– Sí -espetó ella sin pensárselo dos veces-. Estoy segura. Te deseo. Dime qué es lo que tengo que decir…
El rió y la besó de nuevo.
– Sólo preguntaba si estabas segura de que querías ir tan deprisa…
– Sí. Ahora. ¡Ahora mismo!
Alex le acarició el estómago y descendió hasta las braguitas de su bikini, bajándoselas muy despacio. Emma había dejado ya de respirar y lo miraba extasiada. El se desnudó rápidamente y volvió a acariciarla. Ella se estremeció, sin poder esperar más. Alex deslizó un dedo en su interior sin dejar de mirarla a los ojos.
Emma respiró con dificultad y cubrió la mano de Alex con las suyas, controlando el ritmo de sus caricias, controlando su propio placer.
El maldijo entre dientes. Apartó las manos de Emma y le separó las rodillas, forzando su masculinidad en su interior. Se deslizó dentro muy despacio, desesperados los dos con la urgencia de su deseo, hasta llegar a lo más profundo y fundirse de nuevo en un ardoroso beso.
Y se dejaron llevar por la pasión más primitiva.
Alex se movía en su interior al ritmo de las olas del mar, torturándola de placer. Después aceleró los movimientos y ella arqueó su cuerpo para encontrarse con el de él, para forzar su ritmo.
Después el mundo se detuvo a su alrededor y Emma dejó de respirar. Ya no había playa, mar ni cascada allí, sólo ellos dos. Ella gritó su nombre mientras alcanzaba las cotas más altas de placer una y otra vez.
El también gritó, con un gruñido casi animal, espantando a un grupo de papagayos de un árbol cercano. Se dejó caer sobre ella, envolviéndola con su peso, sus brazos, su aliento y el latido de su corazón.
Estaba atardeciendo ya cuando volvieron a su cabaña y el cielo se había cubierto de nubes.
Comenzó a llover en cuanto se sentaron a cenar en el restaurante del hotel. Vieron los relámpagos en la distancia y oyeron el agua golpeando con fuerza el tejado del local.
La tormenta refrescó el ambiente, y Emma se relajó en su cómoda silla de teca. Estaba disfrutando mucho del momento.
La lamparita de la mesa resaltaba las apuestas facciones de Alex. No podía creerse que hubieran consumado su matrimonio. Había sido increíble.
– ¿En qué estás pensando? -le preguntó él.
Ella sonrió.
– Pensaba que estoy casada con el hombre más guapo de todo el restaurante.
El miró a su alrededor.
– Muy bien. Pero el resto de los hombres son, en su mayoría, jubilados.
Llegó un camarero en ese instante.
– Señores Garrison, soy Peter, el director del restaurante. El chef quiere saber si les gustaría conocer sus sugerencias para esta noche.
– Encantado, Peter. Por favor, dígale al chef que estaremos encantados de oírlas.
– Muy bien -replicó Peter, alejándose.
– ¿Champán? -le preguntó Alex al ver que se acercaba el camarero.
– Por supuesto, es nuestra noche de bodas -contestó ella con una gran sonrisa.
No podía evitarlo. Aún era sábado, y la mirada de Alex le prometía una noche de pasión.
El camarero se alejó, yAlex le acarició una mano.
– Entonces, ¿quieres hablar de esto o prefieres que simplemente ocurra y no analizarlo?
– ¿Hablas del champán? -preguntó ella con cara de inocente.
– No. Pero como veo que cambias de tema, me imagino que no quieres hablar de ello.
– Aún no sé a qué te refieres.
– Yo creo que sí -repuso él con seriedad. Peter los interrumpió en ese instante.
– Señores Garrison, les presentó al chef Olivier.
– Encantado -contestó Alex, levantándose. La brisa era cada más fuerte.
– ¿Tiene frío? ¿Quiere que cierre las ventanas? -le preguntó Peter a Emma.
– No, por favor.
Le encantaba ver, oír y sentir la tormenta tropical. Había algo excitante y salvaje en ella. Le recordaba a la tormenta que estaba formándose en su interior.