Capítulo 2

La señora Nash llevaba toda la vida llamándolo Alex, pero desde que dejara el ático para mudarse a la mansión familiar de Long Island, otra de las ideas de Ryan para mejorar su imagen, había comenzado a llamarlo señor Garrison. Cada vez que lo hacía, Alex se daba la vuelta para ver si estaba hablando con su padre en vez de con él. Su progenitor llevaba tres años muerto, pero aún le ponía nervioso la mera mención de su nombre.

– Llámame Alex -le dijo.

– Señor Garrison -insistió la mujer-. Una tal señorita McKinley ha venido a verlo.

Alex bajó un momento el periódico que estaba leyendo.

– ¿Cuál de las dos?

– La señorita Emma McKinley, señor.

– ¿Estás intentando molestarme?

– ¿Qué quiere decir, señor?

– Ya te he dicho que es Alex. Por el amor de Dios, solías cambiarme los pañales y darme azotes…

– Y si me lo permite, le diré que no fue de mucha ayuda.

El se levantó y se acercó a la mujer.

– Estás despedida.

La señora Nash ni siquiera se inmutó.

– No creo.

– ¿Por qué? ¿Porque conoces todos los secretos de esta familia?

– No, porque nunca puede recordar la combinación para abrir la puerta de la bodega.

El se quedó en silencio un segundo.

– En eso tienes razón.

– Gracias, señor.

– Insubordinada -murmuró él al pasar a su lado.

– ¿Se quedará la señorita McKinley a comer?

Eso le hubiera gustado saber a él. Esperaba que aceptara su propuesta. Las vidas de los dos serían mucho más sencillas. No tenía ni idea de qué le iba a decir.

– No lo sé.

Se dirigió hacia el vestíbulo mientras sus antepasados lo contemplaban desde sus retratos en la escalera. Su padre era el último de la fila y lo miraba con el ceño fruncido. Alex se imaginaba que le resultaba muy duro estar muerto y no poder intervenir en las decisiones de su hijo.

Entró en el vestíbulo y se encontró con su último problema relacionado con los negocios. Vestida con un elegante traje y aferrada a su bolso color marfil, lo esperaba Emma. Llevaba su melena castaña suelta y recogida tras las orejas. Las gafas de sol sobre la cabeza. Tenía los ojos del color del café, rodeados por espesas pestañas. Estaba perfectamente maquillada y vestida. Parecía muy nerviosa, y él no supo descifrar si sería una buena o mala señal.

– Emma -lo saludó él, extendiendo la mano.

– Alex -respondió ella, asintiendo.

– ¿Quieres pasar? -preguntó él, señalando el pasillo.

Ella miró hacia allí con algo de temor.

– Vayamos a mi despacho, creo que allí estaremos más cómodos -explicó Alex.

– Sí, gracias -repuso ella después de dudar un segundo.

– ¿Qué tal el tráfico? -le preguntó él mientras se encaminaban a su despacho.

Se arrepintió al instante de haber iniciado una charla intrascendental. El no estaba nervioso. Siempre permanecía frío en los asuntos de negocios y aquello no era más que un acuerdo financiero.

Si ella le decía que no, intentaría hacerle cambiar de opinión o probar con el plan B. Creía que Ryan estaba exagerando con el tema de la boda. Pensaba que su futuro no podía depender de lo que quisiera hacer la señorita McKinley.

Entraron en el despacho. Alex sabía que debía sentarse en su sillón, poniéndose así en una posición de poder sobre ella, pero no lo hizo. Señaló una de las dos sillas que había al lado de la chimenea de piedra para que Emma se sentara allí.

Ella asintió e hizo lo que le decía. Cruzó las piernas y alisó su falda beige. Después levantó la vista y él apartó la mirada de sus piernas.

– No había mucho tráfico -le contestó Emma.

Alex decidió centsarse en el asunto que la traía hasta allí.

– ¿Has tomado una decisión?

– Sí -repuso ella, asintiendo.

– ¿Y?

Ella jugó con un anillo de esmeraldas en su mano antes de contestas.

– Me casaré contigo.

Hablaba como si acabaran de condenarla a muerte.

Él sabía que tampoco iba a ser fácil para él. Tendría que cargar con una esposa que se casaba a regañadientes. Mientras estuvieran casados, Alex tendría que dar su vida social y sexual por suspendida. No tenía más que mirarla e interpretar la actitud de Emma para anticipar que tampoco iba a tener relaciones conyugales con ella. Seguro que tampoco iban a ser parte del acuerdo matrimonial.

Así que iba a tener que ser célibe.

– Gracias -repuso él de mala gana.

Ella asintió y se preparó para levantarse.

– Espera.

Emma levantó una ceja.

– ¿No crees que tenemos más cosas que decidir?

– ¿De qué hay que hablar? -preguntó ella, sentándose de nuevo.

– Para empezar, ¿a quién tienes que decírselo sin remedio?

– ¿Que me caso contigo?

– No, que todo es una farsa.

– ¡Ah!

– Sí, esa parte. Mis socios lo saben.

– Mi hermana también.

– ¿Alguien más?

– Sí, mi abogado. Te llamará para hablar del acuerdo prematrimonial.

Alex no pudo evitar reírse.

– ¿Quieres un acuerdo prematrimonial?

– Por supuesto.

– ¿Has visto el valor de mi fortuna en la revista Forbes?

Alex sabía que un acuerdo de ese tipo le convenía más a él que a ella.

– Claro que no. Me importa muy poco tu fortuna. A él le costaba creerlo, pero decidió no ahondar más en el tema.

– Lo primero que tenemos que hacer es comprometernos -le dijo él.

– Creí que eso era lo que acabábamos de hacer.

Alex abrió la boca para replicar, pero ella siguió hablando.

– Dijiste «cásate o te llevaré a la bancarrota», y decidí elegir el menor de los dos males. Creo que no he oído nada tan romántico en mi vida.

No podía creer lo que oía. Estaba siendo sarcástica. Ella iba a recibir millones de dólares y, a cambio, él estaba aceptando un acuerdo de negocios poco favorable por el bien de su reputación.

– No eres demasiado agradecida, ¿verdad?

– ¿Tus víctimas del chantaje suelen ser más agradecidas que yo?

Alex sacudió incrédulo la cabeza. Emma ya no le parecía asustada y frustrada.

– ¿Qué esperabas? ¿Champán y flores? -le preguntó él.

– No. Esperaba un crédito bancario y un libro de cuentas equilibrado.

– Bueno, pues tendrás que conformarte conmigo.

– Ya me he dado cuenta -repuso ella.

Esa conversación no iba a llevarlos a ninguna parte. El se levantó, tenía demasiada energía y no sabía qué hacer con ella.

– Si queremos que esto funcione, tendremos que acordar antes algunas cosas.

– ¿Como aprender a tolerarnos mutuamente?

– No, como convencer a la prensa de que estamos enamorados.

Los labios de Emma se curvaron lentamente hasta formar una sonrisa. Era la primera vez que la veía sonreír. Ese gesto le proporcionaba un brillo dorado a sus ojos. Y se dio cuenta de que tenía un hoyuelo en la mejilla derecha. Cuando vio cómo se tocaba los dientes con la punta de la lengua, sintió una corriente eléctrica de deseo recorriendo todo su cuerpo.

Empezaba a darse cuenta de que había estado equivocado, ya no sabía cuál de las dos hermanas era más guapa.

– ¿Qué pasa? -le preguntó él segundos después.

– Acabo de darme cuenta de cuál es la diferencia entre nosotros.

Alex la miró con los ojos entrecerrados. No la entendía.

– Yo tengo los pies anclados en la realidad, y tú sueñas con lo imposible.

El no lo habría definido así, pero reconoció que podía ser verdad.

– Creo que podemos aprender a tolerarnos -le dijo ella-. Pero no creo que vayamos a poder convencer a nadie de que estamos enamorados.

Alex se acercó un poco a ella, aspirando su perfume, lo que le hizo sentir otra ola de deseo electrizante. Aquello era una locura. No podía sentirse atraído por Emma, no iba a dejar que eso sucediera.

– ¿Sabes cuál es tu mayor problema? -le preguntó él.

Ella se puso también de pie.

– No, pero seguro que vas a decírmelo.

– Es tu actitud derrotista.

– Pues yo creo que mi mayor problema eres tú.

– Cariño, yo soy tu salvación.

– Y encima eres modesto.

– Cuando trabajas tan duro como yo y prestas atención a las cosas, no hace falta ser modesto -le dijo, acercándose aún más a ella y bajando la voz-. Sólo hay seis personas en este mundo que saben que no estoy enamorado de ti. Y estoy a punto de convencer al resto de lo contrario.

– ¿El mundo entero?

– Hay que pensar a lo grande, Emma.

– Hay que ser realista, Alex.

– Se pueden hacer las dos cosas a la vez.

– No estoy de acuerdo.

– Entonces este asunto será la excepción -le dijo él, sonriendo-. Y pronto te darás cuenta, querida, de que soy excepcional.

Ella puso los ojos en blanco.

– ¿Puedo especificar en el acuerdo prematrimonial una cláusula que limite tu ego?

– Sólo si tu abogado es mejor que el mío.

– ¿Así que ése es tu gran plan? ¿Nos miramos a los ojos en público como dos corderitos mientras nuestros abogados lo disponen todo en la trastienda?

El le hizo un gesto para que se sentara de nuevo.

– Sí, es algo así. Pero hablemos de nuevo de nuestro compromiso.

Ella se sentó y respiró profundamente.

– Supongo que estás hablando de un anillo ostentoso y esas cosas…

– Por supuesto -repuso él, sentándose también-. El asunto es que no queremos que la prensa hable de si estamos prometidos o no, sino de cómo lo hice, cómo te propuse en matrimonio.

– Creo que esto no me va a gustar en absoluto.

– ¿Eres admiradora del equipo de los Yankees?

Ella sacudió la cabeza y un segundo después se dio cuenta de lo que hablaba.

– ¡Oh, no! No en la pantalla gigante del estadio, por favor.

– Sería espectacular.

– Te mataría.

– ¡Ah! Entonces no iba a funcionar, porque no conseguirías estar en mi testamento.

– Puede que no te hayas dado cuenta aún, pero Katie es la que se encarga de la publicidad de la cadena, ella es la extrovertida de las dos.

– Si no lo recuerdas, ya intenté casarme con ella.

Emma arrugó el ceño durante un segundo, y él se dio cuenta de que sus palabras podían haber sido interpretadas como un insulto.

– Ella ya está comprometida. Tendrás que hacerte a la idea.

– No quise decir que…

– Claro que sí -lo interrumpió Emma-. Pero ya te he dicho que nada de pantalla gigante.

El no había querido implicar que prefería a una hermana más que a la otra. Lo cierto era que le daba igual, pero sabía que sería pasarse volver a intentar explicárselo. A lo mejor sólo conseguía que se enfadara aún más.

– ¿Y si te sorprendo? -le preguntó-. Eso añadirá algo de realismo a la situación.

– Esto es una bobada -repuso ella, enderezándose y recolocando su falda-. Deberíamos estar hablando de la fusión de las empresas. ¿A quién le importa cómo nos hemos prometido?

Parecía que ella no lo entendía. Toda la operación era para mejorar su imagen pública y su reputación.

– A mí sí me importa -le dijo con claridad-. Tú consigues el negocio del siglo y yo reparar mi lastimada reputación. Así que sí que es importante cómo lo hacemos.

Ella abrió la boca para protestar, pero él no parecía dispuesto a dialogar.

– No te equivoques, Emma. Vamos a convencer a todo el mundo de que estamos enamorados o morir en el intento.


– No sé cómo voy a sobrevivir -le dijo Emma a su hermana mientras salían de la pista doce de su club de campo.

Estaba tan distraída pensando en su acuerdo con Alex, que Katie le había ganado todos los puntos del partido de tenis.

No era una actriz ni una persona pública. A algunos miembros de la alta sociedad hotelera les gustaba salir por la noche y aparecer en las revistas del corazón, pero a ella no. A Emma le gustaba mantener su vida privada a buen recaudo.

– ¿Está siendo insoportable? -le preguntó Katie mientras se sentaban a la sombra.

– No más de lo que esperábamos -contestó Emma-. El problema es que es un poco fantasioso y se ha propuesto engañar a la prensa. Y yo no estoy dispuesta a hacer mi papel de dulce y tonta novia neoyorquina.

Katie la miró con el ceño fruncido.

– Bueno, supongo que quiere sacar algo de toda esta situación.

– Ya va a conseguir nuestros hoteles.

– Sólo la mitad.

Emma levantó las cejas. No podía creerse que su hermana pensara que Alex estaba siendo razonable.

– Nos comprometimos a que me casara con él, no a que me paseara por todas las portadas de las revistas.

Katie se encogió de hombros.

– Bueno, quiere presumir de novia, ¿por qué no te dejas llevar?

Emma se quitó la diadema y se sacudió el pelo.

– Porque va a ser vergonzoso y humillante. Además de ser todo mentira.

– No pasa nada por disfrutar un poco mientras mientes -repuso sonriendo su hermana.

Emma tomó una botella de agua minera1.

– Deja de reírte de mí.

– Lo siento. Es que…

– ¿Que qué? ¿Que se trata de mí y no de ti?

– Claro que no. Sabes que te lo agradezco. Ya sabes que es así.

Emma suspiró.

– Tengo que convencerlo para que lleve todo esto con discreción. Prefiero un juez de paz, un pequeño aviso en la sección de sociedad de los periódicos…

– O podría prestarte algo de ropa y podrías salir de fiesta con él por toda la ciudad.

– No me estás ayudando.

– Pero te vendría bien salir un poco más. Sabes que trabajas demasiado duro.

– No lo bastante como para salvar la empresa.

– ¡Eh! Lo estás haciendo ahora.

Se dejó caer sobre el respaldo de la silla. No sentía que estaba salvando la compañía, al menos no con su trabajo.

– Lo que estoy haciendo es lo más parecido a la prostitución.

– Pero sin sexo.

– Sin sexo -recalcó Emma.

– Entonces no es prostitución, ¿no? Anímate, Emma. Vamos de compras.

– Sí, claro, eso solucionará las cosas.

Su hermana debía de creer que un vestuario apropiado que pudiera lucir por Manhattan haría todo más fácil. No pudo evitar estremecerse.

– ¿Dios mío? -murmuró Katie, mirando más allá de donde estaba su hermana.

– ¿Qué pasa?

– Está aquí.

– ¿Quién está aquí? -preguntó Emma mientras giraba la cabeza.

– Alex -contestó Katie.

Emma se quedó helada.

– ¿Qué?

– Que Alex está aquí.

– Pero no es miembro del club.

– A lo mejor no.

– Es un club privado.

– ¿Crees que la recepcionista le va a decir a Alex Garrison que no puede conseguir un pase de un día?

A Emma le dio un vuelco el estómago.

– ¿Qué está haciendo?

– Viene hacia aquí.

– ¡No!

Katie asintió.

– Sí -repuso-. ¡Hola, Alex! -añadió con una amplia sonrisa.

Emma sintió una cálida mano posarse en su hombro desnudo y sudoroso. Sus músculos se contrajeron bajo el contacto. Era como si nunca la hubieran tocado.

Se resistió para no apartarse de golpe.

– Hola, cariño -saludó Alex mientras le besaba en la sien.

Fue un beso ligero y superficial pero hizo que dejara de respirar durante unos segundos. Después, el pulso se le aceleró y sintió todos sus nervios a flor de piel.

Intentó tranquilizarse, aquello no tenía sentido.

El se sentó a su lado de manera casual y tomó una de las botellas de agua.

– ¿Qué tal el partido?

Llevaba una camiseta tipo polo de color blanco. Hacía que destacaran su piel bronceada y su fuerte y musculoso torso.

Emma no contestó hasta que vio que él levantaba una ceja.

– Bien -repuso.

Ahora que empezaba a recobrarse tras la sorpresa, se dio cuenta de hasta qué punto estaba enfadada. Un beso en ese club era casi tan malo como un mensaje de amor en la pantalla gigante de un estadio de béisbol. YAlex lo sabía. Los miraban desde las otras mesas.

– Me alegro -repuso él.

– Le he dado una buena paliza -comentó Katie en un tono demasiado simpático para el gusto de Emma.

– Pensé que íbamos a hablar de esto -susurró Emma, acercándose a Alex.

– Ya estoy harto de hablar.

– Pues yo no.

– ¿De verdad? ¡Qué pena! -repuso él, mirando a su alrededor-. Porque creo que ya es demasiado tarde.

– Tramposo -murmuró ella.

Sabía que él había ganado. Al menos una docena de personas habían visto su calculado beso.

Alex se rió. Después miró a Katie.

– Felicidades por el partido.

Katie sonrió.

– Emma ha tenido problemas esta mañana para concentrarse.

– ¿De verdad? -repuso Alex, acariciando de nuevo su hombro.

El cuerpo de Emma reaccionó de la misma manera. No le gustaba lo que ocurría. No quería que le gustara y no lo entendía.

– ¿Tiene algo que ver con lo de anoche? -preguntó Alex en voz alta y clara.

Dos mesas más allá, las cejas de Marion Thurston se dispararon. Después de unos segundos, sacó su móvil del bolso e hizo una llamada. Estaba claro a quién llamaba. Todo el mundo sabía que Marion se encargaba de proporcionarle historias a la periodista del corazón Leanne Height.

Emma se acercó de nuevo hacia Alex.

– Ahora sí que voy a matarte.

– Pero aún no estás en mi testamento.

– No me importa.

Alex volvió a reírse.

– ¿Tienes algo que hacer mañana por la noche? Y tú también -añadió, mirando a Katie-. Me han invitado a la fiesta de la Fundación Teddybear en el casino.

– No juego -repuso Emma.

– Pues ya es hora de que aprendas.

– Yo me apunto -dijo Katie-. ¿Hay sitio para David?

– ¡Ah! El famoso David.

– Yo no quiero aprender -persistió Emma.

– Jugaremos al blackjack. Te proporcionaré dinero para apostar -le dijo Alex.

– No vas a…

– Te daré dinero para apostar -repitió él con frialdad.

– Muy bien. ¿Quieres también ponerme un sello en la frente para anunciar que eres mi propietario?

El le levantó la mano y se la besó.

– No, sólo un anillo de diamantes en el dedo.


– Tenemos problemas con la boda -anunció Ryan, dejándose caer en un sillón del despacho de Alex.

– ¿Qué tipo de problemas? -repuso Alex, apartando su vista del informe de los hoteles McKinley que estaba revisando.

– Problemas que tienen que ver con la cadena Dream Lodge y la isla de Kayven.

– ¿El viejo de Murdoch sabe lo de la isla?

– Tiene que saberlo, no encuentro otra explicación.

– ¿Exp1icación para qué?

– Está preparando una oferta para entregarle a las hermanas McKinley.

– Maldito… -repuso Alex poniéndose en pie-. ¿Una oferta por toda la cadena?

– Sólo por el hotel de Rayven.

Alex cerró un instante los ojos y se frotó la nuca.

– ¿Y las hermanas podrían quedarse con el resto?

– Así es -repuso Ryan.

– ¿Cuánto tiempo tenemos?

– Les presentará la oferta el lunes por la mañana.

– ¿Quién te lo ha dicho?

– Adam, de contabilidad. Su cuñado trabaja en Williamson Smythe y allí están repasando los mismos estudios geológicos de la zona que estamos mirando nosotros.

– Y con esa información ha logrado averiguar de qué se trata.

– No, Adam no sabe nada. Yo he sido el que he sacado las conclusiones pertinentes usando seis fuentes distintas. Seguimos siendo los únicos con toda la información.

Alex comenzó a pensar en todas las posibilidades.

– No puedo dejar que les haga esa oferta. -Ryan asintió. Pero Alex no sabía cómo iba a conseguir deshacerse de Murdoch antes del lunes. Casarse con Emma rápidamente era la única opción.

– Me pregunto si le gustaría ir a Las Vegas…

– No puedes casarte con Emma en menos de cuarenta y ocho horas.

– El avión privado está en el aeropuerto de Nueva York. No necesitaría ni cinco horas para hacerlo.

– ¿No crees que una rápida boda en Las Vegas parecerá sospechoso y oportunista?

– Prefiero parecer oportunista que arruinar todo el acuerdo.

– ¿Y qué pasará cuando Murdoch hable con ella?

– Para cuando eso ocurra, Emma será ya la señora de Alex Garrison.

Ryan sacudió la cabeza.

– No me gusta. No queremos que Murdoch consiga hablar con ella.

– No podemos impedir que lo haga.

Al fin y al cabo, era un país libre y la cadena de hoteles de Murdoch tenía la capacidad de ponerse en comunicación con Emma de mil maneras.

– Podemos evitar que lo haga haciéndole saber que no tiene sentido que hable con ella.

– Hay cientos de millones de dólares en juego.

– Sí -reconoció Ryan-. Y vamos a hacer que piense que es todo nuestro.

Alex reconoció el brillo en los ojos de Ryan. Eso hizo que se calmara, sabía que se le había ocurrido alguna idea.

– ¿Cómo?

– Necesitamos cuatro cosas -dijo Ryan.

Alex lo escuchaba con atención. Había una razón por la que había convertido a ese hombre en su socio: era un genio de la estrategia.

– Necesitamos los informes financieros de McKinley, un topo en Dream Lodge, unos cuantos trucos de marketing y a Emma McKinley con un anillo en el dedo.

Alex podía encargarse del marketing y del anillo. Suponía que podía convencer a Emma de alguna manera para que le proporcionase los informes financieros de la empresa cuanto antes. Pero en la cadena Dream Lodge no tenía ningún contacto.

– ¿Qué tipo de topo?

Ryan dudó durante un segundo

– ¿Puedes llamar a Nathaniel?

Alex parpadeó al oír el nombre de su primo.

– ¿Hablas en serio?

– Recuerda que hay millones en juego -le contesto Ryan.

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