Emma se preparó para la entrada de Alex. Se arregló el traje y respiró profundamente, sabía que su presencia podía despertar muchas emociones.
Decidió que no se movería de su lado de la mesa, eso les daría distancia profesional. No iba a tocarlo, olerlo ni mirarlo directamente a los ojos. También se prometió dejar de tocar el anillo mientras estuviera en su despacho.
Se abrió la puerta de roble y entró él.
– Hola, cariño -dijo en voz alta para que lo oyera la secretaria.
– ¿En qué puedo ayudarte? -preguntó ella en cuanto Alex cerró la puerta.
No habían quedado para verse, aunque Emma sabía que había muchos asuntos que tenían que tratar.
– Te he traído un regalo.
Ella rezó para que no se tratase de ninguna joya. Pero Alex dejó un sobre encima de la mesa.
– Nuestro acuerdo prematrimonial -anunció.
– ¿Lo has escrito sin consultarme?
– Confia en mí.
– ¡Ya! -replicó ella.
Era una única hoja, ya firmada frente a un notario. Alex se quedaría con la mitad de McKinley tras su boda. Si alguno de los dos se divorciaba antes de que pasaran dos años, el otro se quedaría con un diez por ciento de sus propiedades.
Emma levantó la vista y sonrió. No tenía ninguna queja. No iba a poder tener ninguna relación durante dos años, pero eso ya lo esperaba. El acuerdo le favorecía más a ella que a él.
– ¿Y cuánto vales exactamente?
– Menos que Nathaniel y más que tú.
– ¿Quién es Nathaniel?
– Mi primo. Será el padrino de la boda.
– Ya has firmado.
– Así es.
– Entonces, no tienes planes para divorciarte de mí, ¿verdad?
– De ninguna manera.
Emma descolgó el teléfono para hablar con Jenny, la secretaria.
– ¿Puedes traer a alguien del departamento legal? Gracias. Tendremos que esperar cinco minutos -le dijo a Alex en cuanto colgó.
– Muy bien -repuso él, asintiendo-. He oído que habéis contratado a David Cranston.
– ¿Cómo lo sabes?
– Ya te dije que en este negocio no hay secretos.
– Katie lo ha contratado.
Se arrepintió al instante de haber confesado.
– ¿Sin comentártelo antes?
Emma vaciló un segundo.
– No, ya lo habíamos hablado.
– Estás mintiendo.
– No. ¿Cómo te atreves a…?
Pero se quedó callada. El le miró a los ojos.
– Te lo dijo después de hacerlo, ¿verdad?
– Sí, pero no la hubiera detenido aunque me lo hubiera comentado antes.
– Pero no te gusta lo que ha hecho.
Emma se puso de pie.
– No -admitió-. Pero es su relación y su decisión. Además, no es asunto tuyo.
– Sí que lo es -repuso, poniéndose también en pie.
– ¿Vas a controlar a los empleados de Katie?
– ¿Trabaja directamente para ella?
– ¡Alex!
El se acercó a Emma.
– Entre tú y yo…
– Ni siquiera sabes lo que iba a decir.
– Sí que lo sé -le dijo mientras le pinchaba el torso con el dedo índice-. Y no pienses que voy a aliarme contigo para ir en contra de mi hermana. Esta empresa no funciona así y no me importa quién eres.
El le sujetó la mano.
– Es una mala decisión.
– Es su decisión.
– ¿Y vas a quedarte parada sin intervenir?
– Sí. Y tú también.
El se acercó un poco más.
– Yo que tú no me diría lo que tengo que hacer o dejar de hacer.
Emma se quedó callada. No podía forzarlo a hacer nada, ni tampoco él a ella. No sonrió, pero se acercó más a él y de repente se dio cuenta de que él le sujetaba la mano. Sintió la calidez de su piel recorrerle el cuerpo como si fuera una corriente eléctrica. El deseo y la pasión reprimidos volvieron de repente a la vida.
– Vamos a tener que hacer algo con esto -le dijo él en voz baja.
– ¿Hablas de Katie? -preguntó ella, esperanzada.
– Hablo del deseo primitivo que despertamos el uno en el otro.
– No es verdad -mintió ella.
– ¿Quieres que te lo demuestre?
Ella intentó apartarse, pero él no le soltó la mano.
– Tienes que dejar de mentirme, ¿de acuerdo? -le dijo él, sonriendo.
– Y tú tienes que tratarme con más educación.
– ¿Sí? ¿Qué te parece esto? ¿Harías el favor de acompañarme a una fiesta hawaiana?
– ¿Una fiesta hawaiana?
– La empresa de cruceros Kessex va a inaugurar un nuevo barco que se especializa en viajes a esas islas. Nos han invitado a la fiesta, y pensé que podrías llevar la gargantilla de diamantes y rubíes.
Emma ya había aceptado la idea de que tendría que salir con él en público. Era parte del acuerdo. Además, empezaba a darse cuenta de que era más seguro estar con él en público que en privado. En público podía hablar, reír y tocarlo sin examinar las razones, todo era parte de una actuación. Cuando lo hacía en privado se daba cuenta de que ese hombre empezaba a gustarle. Hasta le divertía discutir con él.
Por otro lado, confiaba en él. A lo mejor no era lo más inteligente, pero tenía que confiar en alguien.
– ¿Crees que esa gargantilla va a ir bien con un vestido de estampado tropical?
– ¿Quieres tener buen aspecto o hacer feliz a tu futuro marido?
– ¿No puedo hacer las dos cosas a la vez?
– En este caso, no.
Se quedaron mirando largo rato.
– ¿Y bien?
Ella inclinó la cabeza a un lado antes de hablar.
– ¿No te arrepientes a veces de no haber elegido a la guapa?
– Cuidado con lo que dices.
– ¿Cuidado con qué?
Creía que era una verdad objetiva, Katie era la más guapa de las dos.
– Métete conmigo y haré que admitas que te excito.
– ¿Cómo vas a…?
Vio la mirada en los ojos de Alex y se echó atrás.
– Olvídalo -repuso ella, respirando profundamente-. Vivo para hacer feliz a mi marido -añadió con edulcorada suavidad.
El sonrió y le apartó el pelo de la cara.
– Así me gusta, no es tan dificil. Te recojo el viernes a las siete. Traeré la gargantilla.
Mientras subían las escalerillas hasta el barco, Alex intentó calmarse. No le extrañó que Emma estuviera preciosa con su vestido hawaiano rojo. Tampoco le sorprendió que la gargantilla resultara tan deslumbrante contra la suave y cremosa piel de su garganta. Hasta se había acostumbrado a la sensación que sentía en el estómago cada vez que estaba a su lado.
Lo que le había dejado atónito era darse cuenta de que quería tenerla para él solo toda la noche.
Esa noche iban a pasear su amor frente a la prensa, consolidando su relación y estableciendo lazos con otros peces gordos de la industria del turismo. Pero nada de eso le importaba. Una orquesta tocaba al lado de la piscina, y sólo podía pensar en bailar con ella allí bajo las estrellas.
Sabía que Emma odiaba todo aquello, pero lo estaba haciendo de todas formas. Estaba cumpliendo su parte del trato. Seguramente lo odiaba, pero no dejaba de mirarlo sonriente mientras andaban de la mano y posaban frente a innumerables fotógrafos.
Hasta ese instante, no se había dado cuenta de hasta que punto estaba sacrificándose ella. Por supuesto, era por el bien de la empresa y los trabajos de su hermana y el resto de los empleados, pero todo recaía sobre los hombros de Emma.
Se había quejado, pero siempre argumentando otras opciones que podían ser mejores. Al no encontrarlas, gracias a las artimañas de Alex, ella había aceptado la única solución.
Admiraba lo que había hecho. La admiraba a ella.
Fueron hacia los ascensores de cristal.
– ¿Lista para subir? -le susurró al oído mientras aspiraba el aroma de su champú y se fijaba en los pendientes de rubí que le colgaban de las orejas.
Apretó con más fuerza su mano, dejando que el anillo de pedida se le clavara en la palma.
– ¿Crees que ya nos han hecho suficientes fotos? -preguntó ella.
– Por supuesto. Además, habrá más fotógrafos en la cubierta.
– Bueno, vamos entonces.
– Estás siendo de lo más simpática y razonable esta noche.
Ella sonrió mientras saludaba con la mano a unas mujeres.
– Eso es porque vivo para hacerte feliz.
– No, en serio. Estás… -repuso él, pensando en adjetivos-. Resplandeciente.
– Es por lo rubíes.
Aprovechó la ocasión para acariciar su pulsera.
– Te quedan muy bien, pero no me refería a eso. Entraron en el ascensor. Estaban solos.
– Entonces, será por el champán -repuso ella, agarrando la barra y apoyando la espalda en la pared de cristal.
La postura hizo que la tela del vestido se ajustara más a su pecho. A Alex no se le pasó por alto. Era un traje sin tirantes, con un lazo ajustando la cintura y la tela acariciando sus caderas. La falda llegaba casi hasta las rodillas.
Todas las mujeres llevaban vestidos tropicales, y los hombres, pantalones claros y camisas hawaianas. A Alex no le gustaban las palmeras y había preferido una camisa beige.
Desde su brillante pelo hasta sus pintadas uñas de los pies, Emma parecía una diosa pagana.
– ¿Has bebido demasiado?
A lo mejor eso explicaba lo relajada que parecía. Ella se acercó, recorrió su torso con los dedos y le agarró las solapas de la camisa.
– Estoy actuando, Alex. Es para eso para lo que me pagas, ¿no?
El se inclinó ligeramente.
– Bueno, eres muy buena.
Ella sonrió.
– Casi demasiado buena -agregó Alex. Las puertas del ascensor se abrieron.
– ¿Qué quieres decir con…?
– Bailemos.
No esperó a que ella le contestara y la rodeó por la cintura, uniéndose a otras parejas bajo las estrellas.
Bailaron al compás. Emma estaba al principio algo tensa, pero pronto comenzaron a bailar al unísono. Ella era del tamaño, forma y altura precisos para ser una compañera perfecta.
Dejó de pensar en el baile para irse a otros terrenos, de índole sexual. Sabía que todo podía ser perfecto entre ellos, pero sólo en la cama, porque sabía que la vida con ella sería muy complicada, desde que se levantara cada mañana hasta que se acostara por la noche. Solo.
Porque su matrimonio sólo era de conveniencia. Por primera vez, pensó en la señora Nash y que a lo mejor tenía razón. No le atraía la idea de una muerte fría solitaria.
Tampoco le atraía la idea de una cama fría y solitaria. De hecho, no quería ni pensar en una cama en la que no estuviera Emma.
Pero eso era imposible, a pesar de que en ese instante estaba entre sus brazos.
Cerró los ojos y la abrazó con más fuerza, colocando la cabeza en el hueco de su cuello e inhalando el aroma de su piel. Sintió el flas de una cámara dispararse. Y, a pesar de que eso era exactamente lo que quería, maldijo la intrusión.
Bailó con Emma hasta llevarla a una parte más tranquila y oscura de la cubierta. Ella levantó la cabeza y miró a las estrellas.
– ¿Un escenario romántico para los chicos de la prensa?
– Algo así -repuso él sin dejar de mirar la suave piel de su cuello.
Ella pensaba que estaban actuando, así que aprovechó la excusa. Se inclinó y le besó la clavícula, sintió cómo ella dejaba de respirar y lo intentó de nuevo, esa vez en uno de sus hombros. Deslizó sus labios hasta la oreja, mordisqueando el lóbulo.
Entrelazaron los dedos y él colocó la mano en la parte baja de su espalda, atrayéndola hacia él, buscando su boca.
Sus cuerpos se conocían ya a la perfección y no hubo dudas. Sus labios se encontraron y abrieron casi al instante. El juego de sus lenguas produjo una respuesta inmediata en la entrepierna de Alex.
Era una mala idea.
No, creía que era una idea genial en el sitio menos apropiado. Estaban apartados de la multitud, pero alguien podría verlos en cualquier momento en una postura comprometida.
Claro que aún no era del todo comprometida, sólo estaba besándola, pero era cuestión de minutos. Ella gemía con suavidad, y la mano de Alex seguía deslizándose hacia su trasero.
Se apartó de Emma.
Ella se quedó confundida, con los labios enrojecidos y los ojos nublados por la pasión.
– Quiero enseñarte algo -le susurró él.
La llevó de la mano por detrás de las tumbonas de la cubierta, entraron por una puerta y subieron unas escaleras hasta llegar a la puerta de una suite. El la abrió con una llave electrónica.
– ¿Qué es esto?
– Mi camarote.
Emma entró y miró los sofás, la mesa y el mueble bar.
– Pero aquí no hay periodistas -repuso ella, confusa. No podía creerlo. Entonces, ella había estado actuando todo el tiempo.
– El balcón -improvisó él, deprisa-. Desde allí se ve toda la fiesta.
Separó las cortinas. Tenía que olvidarse de su plan para seducirla. Abrió las puertas que daban al balcón. Desde allí se oían la música y las risas de la gente.
– No hay nada como una foto con zoom que parezca clandestina para convencer al mundo de que estamos enamorados -le dijo.
– Me asusta ver cómo tienes todo tan pensado.
– Y no sabes ni la mitad -murmuró sin que pudiera oírlo-. ¿Nos sentamos en una de las tumbonas?
– Claro -dijo ella, saliendo-. ¿Crees que podrán subirnos algo para beber?
– Por supuesto -repuso él mientras tomaba el teléfono para llamar a un camarero.
Emma se sentía mucho más segura en el balcón que dentro del camarote. Había pensado, y esperado, que se pasarían toda la noche rodeados de gente. No contaba con que Alex fuera a buscar tanto realismo. Sus besos la habían dejado temblando.
Pero tenía sentido, sabía que una pareja de enamorados no se pasaría toda la noche en la fiesta, sino que se escaparían para besarse furtivamente. Lo de la foto en el balcón era una idea inspirada.
Se sentó en la tumbona y se quitó los zapatos de tacón que le había prestado Katie; el vestido también era de su hermana. Emma tenía muchos trajes para el trabajo, pero poco más.
Alex llegó y le dejó un cóctel en la mesa de al lado.
– Un Wiki Waki helado.
– Te acabas de inventar eso -repuso ella, riendo.
– No, te lo juro, es lo que están sirviendo en la fiesta. Se llama así.
Tomó la copa y bebió. La combinación de frutas y licores era deliciosa. Alex se sentó a su lado.
– ¿Qué tomas tú?
– Vodka con hielo.
– Estás geográficamente mal situado.
Alex se tumbó y cerró los ojos.
– No se me da bien ser exótico.
– En cuanto te vi vestido así, supe que eras un fraude.
– ¿Te estás metiendo conmigo otra vez?
– No, simplemente me entretengo mientras posamos para los fotógrafos.
– ¿Cómo? Importunándome con juegos psicológicos?
– ¿Tienes miedo de que te gane?
– Tengo miedo de que te hagas daño intentándolo -dijo él, sentándose-. Pero, venga, ataca.
– ¿De verdad? ¿Puedo?
Ella sonrió y le vacío el contenido de su bebida en el regazo.
Alex se sentó de golpe, con un grito que casi atrajo la atención de los que bailaban abajo.
– Bueno, ya lo he hecho.
La idea le había parecido buena, pero empezaba a arrepentirse.
– No puedo creer que hayas hecho esto -repuso él mientras la bebida caía sobre sus muslos.
– Será mejor que hagas como que nos lo estamos pasando bien -sugirió, mirando a la pista de baile.
– ¡Te lo has buscado! -repuso él, sentándola encima de su regazo.
Ella no pudo evitar gritar cuando sintió el hielo en su trasero.
– ¡No! ¡Es el vestido de Katie!
Alex comenzó a hacerle cosquillas en las costillas.
– ¡No! ¡Para!
– ¿Cómo? ¿Que no pare?
– ¡No! ¡Que pares!
– Haz como que nos estamos divirtiendo -repitió él con sorna.
– No quiero.
Pero lo cierto era que no podía parar de reír.
– ¡Socorro! -gritó ella, intentando atraer la atención de la gente.
Pero la música estaba demasiado alta como para que la oyeran.
Alex se paró de repente, pero sólo para tomarla entre sus brazos y llevarla de nuevo dentro del camarote. La dejó en el suelo.
– ¿Qué es lo que te dije? -preguntó él con un brillo especial en la mirada.
– ¿Sobre qué? -repuso ella, dando un paso atrás. El se acercó más a ella.
– Sobre lo de no meterte conmigo, ¿recuerdas?
De repente se dio cuenta de lo que hablaba, y Emma anduvo hacia atrás hasta quedar contra la pared.
El se acercó y la atrapó entre el sofá y el mueble bar.
– ¡Sí! -dijo él, amenazante-. Ahora es una cuestión de orgullo.
– Pero ya te has vengado.
Su vestido estaba tan mojado como los pantalones de Alex.
– No es suficiente. Admite que te excito, Emma.
Sabía que debía decirlo, decirlo y dejar pasar ese momento. Sabía que si la besaba de nuevo admitiría cualquier cosa.
Pero negó con la cabeza. No podía evitar rendirse sin luchar antes. A lo mejor acababa admitiéndolo, pero él iba a tener que sufrir para conseguirlo.
El se acercó más.
– Sabes que voy a hacerlo -le dijo con voz seductora.
Ella asintió.
– ¿Quieres que lo haga?
Emma se echó a temblar.
El alargó la mano y le acarició la mejilla, enredando después los dedos en su pelo.
– No tienes escapatoria -le dijo él.
– Creo que sí.
– Sabes que no.
Emma casi sonrió ante su amenaza. No entendía cómo no tenía miedo. El caso era que estaba deseando que la besara. Y no sólo esperaba sus besos, sino todo lo que tuviera que ofrecerle.
– Muy bien, Alex. ¿Qué es lo que vas hacer? -le dijo con confianza sin dejar de mirarlo a sus ojos grises.