El juzgado de Hawken's Cove era el eje del pueblo; su viejo edificio de piedra constituía el hito a partir del cual todo el mundo daba indicaciones. Si se torcía a la izquierda en el juzgado, la Tavern Grill quedaba a la derecha, al lado del bar Night Owl. Si se giraba a la derecha en el juzgado, la gasolinera quedaba en la esquina. La heladería estaba frente al juzgado.
Como abogado que era, Hunter se pasaba el día deambulando por el juzgado cuando tenía un juicio y trabajando en su pequeña oficina, situada en la calle de atrás, cuando no lo tenía. A algunas personas podía parecerles extraño que Hunter se hubiera quedado en Hawken's Cove después de la infancia que había tenido, pero el peso de los buenos recuerdos superaba al de los malos, y allí vivían aún su mejor amigo y la única familia que había conocido.
Hunter nunca había pensado en irse a otra parte. Pero, para que su vida siguiera siendo estimulante, vivía a veinte minutos del trabajo, en Albany, lo más parecido a una ciudad que podía encontrar en el interior del estado de Nueva York.
Salió de la sala del tribunal a las cuatro de la tarde y enfiló el sacrosanto vestíbulo camino de las puertas de la calle. Ese día había ganado un caso reñido. Un hombre inocente que no podía permitirse contratar a un abogado caro había recurrido a Hunter y éste había hecho cuanto había podido. Aquéllos eran los casos de los que más disfrutaba. Sólo representaba a los ricos y repelentes para permitirse el lujo de aceptar los casos de los que se ocupaba desinteresadamente y que prefería.
Tras trabajar horas sin fin durante meses y meses, lo único que quería era tomarse una copa y no tener que usar el cerebro durante al menos veinticuatro horas. Pero, al pasar por la oficina de la secretaria, su mirada se posó en unas piernas largas y unos zapatos de tacón de aguja de color rosa brillante. Sólo había una mujer que llevara zapatos tan alegres y llamativos.
– Molly Gifford -dijo Hunter, parándose junto a la chica que había sido su cruz en la facultad. Molly y él habían competido por ser los mejores de su promoción en la facultad de Derecho de Albany. Y a Hunter todavía le escocía admitir que había ganado ella.
Después de su graduación, sus caminos se habían separado y Molly se había ido a trabajar a otro estado. Pero se había trasladado al pueblo recientemente y, desde hacía un mes, Hunter tenía el placer de ver aquellas piernas increíbles casi a diario. Sin embargo, su llegada había sido una sorpresa, porque Molly no había nacido ni se había criado en Hawken's Cove. Cuando Hunter le había preguntado, ella le había dicho algo acerca de retomar el contacto con su madre, y poco más.
Molly apartó la mirada de la secretaria, con la que había estado hablando, y posó en él sus ojos marrones.
– Hunter -dijo con una sonrisa de bienvenida en los labios-. Tengo entendido que hay que darte la enhorabuena.
A Hunter no le sorprendió que ya se hubiera enterado, pero, aun así, se alegró. Qué demonios, si ella no lo hubiera felicitado, se lo habría dicho él mismo. No era muy dado a la modestia, sobre todo cuando se trataba de quedar bien delante de una mujer.
– Las noticias vuelan por aquí.
– Una victoria siempre da que hablar. Espero que vayas a celebrarlo -dijo ella.
Una cosa que Hunter siempre había admirado en Molly era su disposición a reconocer los éxitos de los demás.
– Podría dejarme persuadir -la miró a los ojos y se inclinó sobre el mostrador-. ¿Me acompañas a tomar una copa?
– No puedo -ella sacudió la cabeza. El pelo rubio le caía en suaves ondas alrededor de la cara de hermosos rasgos, y la antigua atracción volvió a avivarse dentro de él.
A Hunter no le extrañó su respuesta. Él la invitaba y ella declinaba la invitación. Ya en la facultad de Derecho se habían entregado a aquel viejo juego. Hunter tenía claros sus motivos para no presionarla. Molly era una chica encantadora y para él había sido siempre mucho más fácil eludir una relación seria con las no tan encantadoras. Las que no esperaban mucho más que sexo y diversión.
Aun así, no podía resistirse al impulso de seguir invitando a Molly a salir y, ahora que el destino había vuelto a reunirlos, confiaba en que ella le diera (les diera) una oportunidad. Porque al fin había llegado a la conclusión de que había madurado lo suficiente como para desear intentarlo con ella.
– ¿Qué excusa tienes esta vez? ¿Tienes que bañar a tu perro? -le preguntó.
Ella sonrió.
– Nada tan emocionante. El prometido de mi madre quiere que me ocupe de un asunto legal. Lo cual me recuerda una cosa -miró su reloj-. Si no me doy prisa, voy a llegar tarde. Tal vez en otra ocasión -dijo, y se apresuró hacia la puerta, dejando a su paso una estela de perfume embriagador.
Hunter dejó escapar un gruñido; sabía que iba a pasarse la noche dando vueltas en la cama, y no sólo a causa de su olor sensual. Molly nunca había empleado con él las palabras «tal vez en otra ocasión». En el pasado, un no había sido siempre un no definitivo, hasta que él volvía a invitarla a salir. El corazón de Hunter latía más aprisa ante la posibilidad de que Molly pudiera mostrarse más accesible.
Se volvió hacia la secretaria del juzgado, que, sentada tras su mesa, había escuchado atentamente la conversación.
– Entonces, ¿la madre de Molly va a casarse con alguien del pueblo? -preguntó, a sabiendas de que Anna Marie conocía todas las respuestas.
Anna Marie Costanza era la secretaria del juzgado desde hacía más tiempo del que cualquiera que ejerciera el Derecho era capaz de recordar. Procedía de una familia que ostentaba cargos importantes en el pueblo. Uno de sus hermanos era el alcalde, otro el interventor municipal y un tercero formaba parte del prestigioso bufete de abogados de Albany Dunne & Dunne. Todos ellos estaban en contacto y podían procurar consejo y respuesta a la mayoría de las preguntas que cualquiera quisiera ver contestadas.
En cuanto a Anna Marie, ella constituía la principal fuente de habladurías del juzgado, pero era también muy estricta en el cumplimiento de sus funciones. Sus hermanos y ella eran propietarios de una de las casas de huéspedes más antiguas del pueblo. Anna Marie vivía en ella, actuaba como superintendente a cargo de todo y, por suerte para Hunter, Molly había alquilado una de sus habitaciones. Entre su trabajo de día y su ocupación como casera, Hunter estaba seguro de que Anna Marie conocía hasta el último detalle disponible acerca de los vecinos del pueblo. Y, sobre todo, de Molly.
– Sí, señor. Su madre va a casarse con un vecino que vive desde hace mucho tiempo en nuestro bello pueblo -Anna Marie se inclinó hacia delante-. ¿No quieres saber quién es el afortunado? -preguntó, visiblemente ansiosa por darle aquella información.
– A eso iba -respondió Hunter, riendo.
– Su prometido es Marc Dumont. Me enteré cuando la madre de Molly vino a pedir una licencia matrimonial -Anna Marie lo miró a los ojos y asintió lentamente para darle tiempo a que asimilara las implicaciones de la noticia.
Al hacerlo, la sonrisa de Hunter se desvaneció. El recuerdo de un tiempo en que era joven y no tan engreído como le gustaba aparentar lo golpeó con fuerza. Apretó los puños y la antigua ira que se esforzaba por controlar afloró a la superficie. Luchó por sofocarla.
No era culpa de Anna Marie el recordar sus lazos con Dumont. No había ningún vecino del pueblo que no conociera la historia de la desaparición de Lilly, presumiblemente al precipitarse por un barranco y hundirse en la laguna de más abajo. Su cuerpo nunca había sido hallado.
Tampoco había nadie que no supiera que Marc Dumont culpaba a los mejores amigos de Lilly, Hunter y Ty, de la «muerte» de su sobrina. Había intentado sin éxito mantener los cargos por el robo del coche. Pero, en cambio, había convencido a la administración para que separara a los amigos y apartara a Hunter del hogar de acogida de Flo Benson.
Hunter había pasado el año anterior a su decimoctavo cumpleaños en un albergue juvenil estatal para adolescentes problemáticos. Su ira y su resentimiento habían vuelto a aflorar y su actitud le había llevado a meterse en tantas peleas que estuvo a punto de acabar en prisión. Pero, al final, se había visto obligado a asistir a un programa especial de disuasión en una cárcel de verdad, y la realidad le había dado la vuelta en un abrir y cerrar de ojos, como pretendía el programa. Cosa que había logrado usando a Lilly como motivación.
Oía la voz de Lilly diciéndole que no quería que acabara en prisión. Pero todavía culpaba a Dumont por aquella temporada en el albergue, del mismo modo que atribuía su cambio de vida a la influencia de Lilly, Ty y Flo.
El oír el nombre de Dumont todavía lo sacaba de quicio.
– ¿Qué anda buscando ahora esa viejo sinvergüenza, que necesita la ayuda de Molly? -le pregunto a Anna Marie.
Ella frunció los labios.
– Pst, pst. Ya sabes que no puedo difundir información privilegiada.
Hunter se echó a reír al oír el tono de burlona indignación de la secretaria. Anna Marie y él compartían su amor por la información, conseguida de la manera que fuera.
– ¿El señor Dumont ha presentado oficialmente algún documento ante el juzgado? -preguntó Hunter.
Anna Marie sonrió.
– Pues no.
– Entonces, ¿qué tiene de privilegiado un chismorreo de juzgado? -Hunter sentía la repentina y urgente necesidad de saber para qué quería Dumont un abogado en aquel momento de su vida, por qué había implicado a Molly y a quién estaba utilizando aquel canalla.
– Tienes razón. Piensas tan rápido como dicen. ¿Seguro que eres demasiado joven para mí? -preguntó ella al tiempo que le daba un codazo juguetón en el brazo.
– Creo que tú eres demasiado joven para mí. Me temo que tu energía me dejaría agotado -contestó él, riendo.
Aunque no sabía la edad exacta de Anna Marie, habría apostado que rondaba los sesenta y cinco y, aunque ella no se mantenía a la moda, era muy activa.
Anna Marie dio una palmada sobre el mostrador y se echó a reír.
– Venga, dime lo que sabes -Hunter notaba por el brillo de sus ojos que estaba deseando compartir sus secretos.
– Bueno, ya que me lo pides tan amablemente… Antes oí hablar a Molly por teléfono. Marc Dumont se está preparando para reclamar la herencia de su sobrina.
– ¿Qué? -preguntó Hunter, seguro de que había entendido mal.
– Como han pasado casi diez años, piensa acudir a los tribunales para que la declaren legalmente muerta. Ya sabes, como no se encontró ningún cuerpo después de que el coche cayera a la Laguna del Muerto -dijo Anna Marie, mencionando el nombre oficioso que la gente del pueblo había dado al barranco y a la laguna tras la «muerte» de Lilly Dumont.
Hunter sintió una náusea al pensarlo. No pasaba ni un día sin que pensara en Lilly, en aquella noche fatídica y en el papel que él había desempeñado en su desaparición. Siempre la había echado de menos, su risa, su amistad. El no haber oído mencionar el nombre de Dumont durante años lo había ayudado. Marc Dumont era un tema de conversación que intentaba eludir, cosa que le había resultado fácil hasta ese día. Dumont había permanecido por debajo de su radar durante años, recluido en la vieja casa de Lilly, sin causar problemas. Pero, de pronto, en cuestión de cinco minutos, Hunter había descubierto que iba a casarse con la madre de Molly y a intentar enterrar legalmente a su sobrina para apoderarse de los millones que seguían depositados en el fondo fiduciario de su herencia.
No podía haber elegido peor momento. Justo cuando Molly parecía estar considerando la idea de salir con Hunter, Dumont volvía convertirse en un obstáculo.
El muy canalla no había cambiado. Simplemente había permanecido escondido, aguardando para reaparecer en el momento en que los tres amigos creerían haber dejado atrás su pasado. Aquel hombre había cambiado ya antes sus vidas. Y Hunter tenía la corazonada de que tampoco esta vez saldrían indemnes de la confrontación.
Tyler Benson no era muy madrugador. Prefería hacer el turno de noche en el Night Owl que tener un trabajo de nueve a cinco. Lo ayudaba el hecho de haberle alquilado el apartamento de encima del bar a su amigo Rufus, que también era el dueño del establecimiento y agradecía que Ty lo ayudara de vez en cuando. Cuando no atendía el bar por hacer un favor a su amigo, Ty llevaba su agencia de investigaciones privadas desde su apartamento, o bien desde el bar o la pequeña oficina que tenía enfrente del juzgado. La gente del pueblo podía encontrar a Ty allá donde estuviera y él valoraba la flexibilidad y la espontaneidad de la vida que había elegido. Pero, sobre todo, le gustaba saber que no se ganaba la vida a expensas de nadie.
Tenía unos ingresos lo bastante decentes como para permitirse escoger los casos en los que quería trabajar; los más fáciles se los pasaba a Derek, un joven que se había sacado la licencia de investigador privado pero que era nuevo en el pueblo y necesitaba el nombre de Ty para apuntalar su reputación. Ty había llegado a la conclusión de que era preferible tener a Derek como empleado que competir con él en una ciudad tan pequeña, así que los dos sacaban provecho de la situación. De hecho, el negocio crecía rápidamente y les hacía falta contratar a un auxiliar administrativo y a otro detective.
Ty sirvió una cerveza de grifo y se la dio al tipo al que estaba atendiendo. Miró su reloj. Eran sólo las siete de la tarde, pero, siendo octubre y estando la liga de béisbol en pleno apogeo (los Yanquis contra los Red Sox), media hora después el local estaría lleno a rebosar. En ese momento, sin embargo, el tiempo se arrastraba lentamente y Ty se tapó la boca para sofocar un bostezo.
– Dentro de cinco minutos desearás que tu vida sea tan aburrida como evidentemente te parece ahora -Hunter, el mejor amigo de Ty, se deslizó en un taburete, delante de él.
Ty sonrió.
– No sé por qué, pero dudo que oírte hablar de cómo te ha ido hoy en el juzgado vaya a ponerme a tono -se rió y echó mano de los ingredientes del refinado martini que su amigo había llegado a preferir a la cerveza de antaño.
El otro sacudió la cabeza.
– Ponme un Jack Daniels. Solo.
Ty levantó una ceja, sorprendido.
– Debe de pasar algo gordo si vas a cambiar el martini por el whisky solo. Y yo que iba a felicitarte por haber ganado el caso… Pero, si fueras a celebrarlo, no pedirías whisky.
Hunter tenía el semblante enturbiado. Saltaba a la vista que estaba muy lejos de allí y que no pensaba en su hazaña de ese día.
Ty dedujo que pronto sabría qué era lo que preocupaba a su amigo. Cuando Hunter se enfrentaba a algún problema, solía rumiarlo un tiempo antes de desahogarse.
– ¿Te acuerdas de cuando fui a vivir contigo y con tu madre en acogida? -preguntó.
Aquello pilló a Ty por sorpresa.
– Sí, me acuerdo. Pero de eso hace mucho tiempo y han cambiado muchas cosas. Para empezar, entonces estabas distinto. Eras distinto.
A los dieciséis años, Daniel Hunter había llegado al hogar de los Benson cargado de resentimiento y dispuesto a no permitir que nadie se le acercara. Había llegado a la conclusión de que, de todos modos, no había nadie en el mundo a quien le importara. Pero en ambas cosas estaba equivocado. Había pasado casi un año con Tyler y su madre, y para ambos se había convertido en parte de su familia.
Hunter asintió con la cabeza.
– He intentado ser distinto. Mejor, en cierto modo.
Ty miró a su amigo. Entendía sus razones. Había luchado denodadamente por convertirse en un abogado notable, en un miembro de la comunidad, y lo había conseguido. Esa noche, llevaba vaqueros oscuros que parecían nuevos y recién planchados, y una camiseta de rugby. Su modo de vestir era un símbolo del hombre en que se había convertido.
– Puedes vestirte como un niño bien, pero en el fondo sigues siendo un chaval de la calle -bromeó Ty. Por eso habían seguido estando tan unidos con el paso de los años-. Bueno, ¿qué pasa? ¿A qué viene acordarse ahora del pasado?
– Pasan algunas cosas. Y no es sólo que necesite recordar, sino que necesito que tú también retrocedas en el tiempo.
– Recuerdo cuando mi madre te acogió -dijo Ty.
– Éramos tan distintos que pensé que me matarías mientras dormía -dijo Hunter, y su risa irónica interrumpió los pensamientos de Ty.
– Tienes suerte de que no lo hiciera -Ty sonrió. El recuerdo de la primera noche de Hunter en casa de los Benson todavía estaba fresco en su memoria.
– El chico de la casa en la que había estado antes me dio una patada en el culo porque su madre me dejó dormir en su cuarto. Tú te limitaste a tirarme una almohada y a advertirme que no roncara -le recordó Hunter.
– Roncaste de todos modos -Ty se echó a reír.
En apariencia, no podrían haber sido más distintos: Ty con su pelo largo, oscuro y revuelto y la tez olivácea de su madre; Hunter, con su pelo rubicundo y su piel pálida. Pero se habían hecho amigos. Se parecían lo suficiente como para forjar una alianza improbable, debido a que Ty, al igual que Hunter, no entregaba fácilmente su confianza.
¿Cómo iba a hacerlo cuando su padre había marcado la tónica de una juventud llena de promesas rotas? «Iré a verte al partido. Te recogeré después del entrenamiento». Si no se entretenía antes con las apuestas y el juego, pensó Ty amargamente. En la irresponsabilidad de su padre, se podía confiar. Pero, cosa irónica, el saber que no podía contar con él no había preparado a Ty para la patada final.
Hacía una semana que había cumplido nueve años cuando su padre prometió ir a recogerlo al entrenamiento de baloncesto. Ty no se había extrañado al verse solo en el aparcamiento en pleno invierno. No era la primera vez. Así que se había acurrucado contra una farola, convencido de que su padre acabaría apareciendo, cargado de excusas y disculpas. Cuando no apareció, Ty se arrastró por fin hasta el comercio más cercano y llamó a su madre, que fue inmediatamente a recogerlo. Juntos descubrieron que su padre se había largado para siempre.
Por primera vez en su vida, Joe Benson había dejado una nota. También había dejado a Ty paralizado y para siempre receloso de confianzas y promesas. Hasta que Hunter llegó a su casa y, poco después, Lilly.
Antes de permitirse tomar ese camino, se volvió hacia su amigo.
– Bueno, ¿qué te ha hecho recorrer la senda del recuerdo esta noche? -preguntó mientras servía el whisky en un vaso y se lo pasaba a Hunter.
Este sonrió amargamente.
– Tú también deberías servirte uno.
Ty levantó una ceja.
– ¿Por qué?
Hunter se inclinó hacia él y dijo en voz baja:
– Se trata de Lilly.
El solo hecho de oír mencionar su nombre hacía que una serie de emociones abrumadoras atravesara a Ty y que la cabeza le estallara. Ni Hunter ni él habían vuelto a tener noticias de Lilly desde la noche en que se marchó para no volver.
– ¿Qué ocurre? -preguntó, ansioso.
Hunter exhaló un largo suspiro antes de contestar.
– Dumont piensa hacer declarar a Lilly oficialmente muerta para reclamar su herencia.
Ty no esperó a asimilar la noticia para reaccionar. Dio un puñetazo encima de la barra.
– Hijo de puta.
El viejo resentimiento y la ira que había alimentado durante años para luego enterrarlo volvieron a brotar dentro de él. Gracias, quizás, a Dumont había conocido a Lilly, pero también gracias a él la había perdido para siempre. Nunca perdonaría a aquel sujeto por eso, ni por cómo había maltratado a Lilly durante los años anteriores a que ellos se conocieran.
A medida que iba asimilando la noticia, el pasado regresó y envolvió a Ty como si estuviera sucediendo en ese mismo instante. La sangre le martillaba en la cabeza, tenía los nervios a flor de piel. Primero había llegado Hunter a su casa y había roto de algún modo los muros que él había erigido tras la marcha de su padre. Más tarde llegó Lilly, y fue como si el pequeño hueco que Ty había hecho para Hunter hubiera debilitado sus defensas hasta hacerlas derrumbarse. Ty había pagado por ello durante muchos años de soledad, pero no podía lamentar el haber conocido a Lilly, ni el haberla querido.
Durante un tiempo, aunque hubiera sido breve, había aprendido a abrir su corazón. Había pasado de ser un solitario a ser un chico con un gran amigo y una novia; al menos, así pensaba en ella entonces, aunque en realidad nunca tuvieron tiempo de actuar conforme a los sentimientos que bullían bajo la superficie. Tal vez habían sido lo bastante sabios, pese a su juventud, para anteponer la amistad. Tal vez el tiempo no había estado de su lado. Ty nunca lo sabría. Porque poco después llegó una carta anunciando la intención del tío de Lilly, aquel maltratador, de recuperar su custodia, y los tres amigos pusieron su plan en acción.
– Cuesta creer que Dumont tenga huevos, después de todos estos años, ¿eh? -dijo Hunter.
Ty levantó la mirada hacia el cielo.
– Ojalá lo hubiéramos previsto.
Hunter puso los ojos en blanco.
– ¿Y lo dices tú, que insististe en que no volviéramos a hablar de esa noche?
– Cállate -masculló Ty. Odiaba que sus propias palabras volvieran para atormentarlo.
Pero su amigo tenía razón. Ty había pensado neciamente que, si no volvía a hablar de Lilly, podría quitársela de la cabeza. Había creído que sería capaz de olvidarla.
«Te lo juro». Sus palabras, dichas en voz baja, retornaron a él. La última vez que la había visto, ella había prometido que nunca lo olvidaría. Y, por más que lo había intentado, él tampoco había podido sacársela del recuerdo. Por doloroso que fuera pensar en lo que podría haber sido, se había acordado de Lilly a menudo. Todavía pensaba en ella.
Desde el instante en que la había visto ponerse la gorra de béisbol y alejarse, no había deseado otra cosa que irse con ella. Durante días, había luchado a brazo partido con la idea de seguirla. Pero se había quedado en casa porque su madre lo necesitaba. Ty sabía que Flo no podría soportar que su hijo se marchara tan pronto después de la desaparición de Lilly, y su madre no se merecía que le rompieran el corazón dos veces en tan poco tiempo. Tres, si Ty contaba el hecho de que también hubieran apartado a Hunter de ellos. Pero desde entonces no había pasado un solo día sin que echara en falta a Lilly.
Años después, había cedido a la tentación. Había hecho algunos contactos entre la policía de Nueva York y, con su ayuda, había indagado un poco acerca de Lacey Kincaid, el nombre que habían elegido para ella. A partir de ahí, había sido sorprendentemente fácil descubrir que estaba viva y se encontraba bien.
Ty no había ido más allá. No había contactado con ella. Evidentemente, Lilly había seguido adelante con su vida y él no se atrevía a turbarla con aquellos fantasmas. Él mismo había insistido en cortar por lo sano. Y, aunque había sido él quien se había empeñado, ella había seguido sus instrucciones. No se había puesto en contacto con él, ni tras cumplir veintiún años, cuando ya no tenía nada que temer de su tío, ni años después, siendo ya una mujer independiente y capaz de decidir por sí misma.
Las noches que ponía en duda su decisión, Ty se decía que sus sentimientos hacia ella no eran más un encaprichamiento o un amor adolescente, como los padres de los chicos huidos a los que Ty seguía la pista llamaban a menudo a las emociones hormonales de sus hijos. El mismo se había esforzado por convencerse de ello. Lilly no podía ser tan guapa como recordaba. Su piel no podía ser tan suave. Su olor no podía abrirse paso aún hasta su corazón. Todas esas cosas tenían que ser una ilusión basada en las cosas que representaba Lilly. La rica heredera cuyo tutor no sólo la había echado de casa, sino que le había negado su fortuna, dejándola indefensa y a expensas de que otros, más fuertes, cuidaran de ella.
Ty había desempeñado con gusto ese papel, pero en el fondo sabía que Lilly era más fuerte de lo que él creía y que no lo necesitaba tanto como él deseaba. Había escapado a la gran ciudad y allí había florecido y demostrado que no era la frágil princesa que él había puesto en un pedestal. Y, por suerte, no lo era, o no habría sobrevivido mientras él seguía viviendo desahogadamente de un dinero que su madre jamás debería haber aceptado.
– Sabía que esto no iba a ser fácil para ninguno de los dos -dijo Hunter-. Pero te estás poniendo verde. ¿Te encuentras bien?
Ty se aclaró la garganta.
– Sí, estoy bien. ¿Cómo te has enterado de lo de Dumont? -preguntó Ty.
– Indirectamente, a través de Molly Gifford.
– ¿La chica a la que conociste en la facultad?
Hunter asintió con la cabeza.
– Me he encontrado con ella hoy en el juzgado.
– ¿Ya ha aceptado salir contigo? -Ty se echó a reír, seguro de que su amigo había vuelto a intentarlo.
– No, pero estoy haciendo progresos. Por desgracia, el momento no es el más oportuno. Su madre va a casarse con Dumont, así que Molly es mi único contacto para conseguir información sobre él -se removió en el asiento, visiblemente incómodo con el papel que le había tocado desempeñar.
– No fastidies. ¿La madre de Molly va a casarse con ese cerdo? -Hunter contestó apurando su copa de un trago-. Pues vas a tener que sacar a relucir tu encanto.
– Y ella me va a ver las intenciones -repuso Hunter, y guiñó un ojo. Pero, pese a su sonrisa engreída, era evidente que aquella situación le desagradaba.
Ty le sirvió otro trago.
– Pero ¿lo harás para ayudar a Lilly?
Hunter inclinó la cabeza.
– ¿Tengo elección? Estamos unidos, los tres. La ayudé entonces y la ayudaré ahora.
Porque él también quería a Lilly. Durante los muchos años de su amistad, nunca habían hablado de los sentimientos no correspondidos de Hunter, ni de la competición entre ellos, que no había tenido tiempo de florecer. Otra razón por la que el regreso de Lilly sería incómodo para todos los implicados.
– Entonces, ¿estamos de acuerdo? -preguntó Ty-. Dumont no tiene derecho a ese dinero -Ty torció la cabeza de un lado a otro para intentar aliviar los músculos agarrotados de su cuello, pero la tensión no se disipó. Su vida estaba a punto de cambiar drásticamente.
– Estamos de acuerdo. Pero tienes razón. Deberíamos haber pensado en el futuro -dijo Hunter-. Sobre su herencia y lo que ocurriría con el tiempo. Pero no lo hicimos. Y ahora Lilly va a tener que enfrentarse a esa parte de su vida.
Que, de paso, afectaría también a las suyas, pensó Ty.
– Hay que decírselo a Lilly -dijo Hunter con firmeza.
– Lacey. Ahora se llama Lacey -repuso Ty, que intentaba obligarse a cambiar de mentalidad para reencontrarse con la mujer en la que Lilly se habría convertido.
– Hay que decirle a Lacey que Dumont piensa hacer que la declaren legalmente muerta para vivir a lo grande con el dinero de sus padres.
A Ty empezaba a dolerle la cabeza. Las palabras de Hunter le recordaban que eso era precisamente lo que había hecho su madre.
Hunter lo miró cansinamente.
– No me refería a eso y tú lo sabes.
Ty se encogió de hombros.
– Puede que no, pero es la verdad. Creíamos que Lacey era una chica de acogida más, pero no lo era. Mi madre aceptó dinero de Dumont para hacerse cargo de ella. Oficiosamente, sin que quedara constancia de ello en ninguna parte. Le pagó para que cuidara de su sobrina hasta que le pareció que Lilly había escarmentado y sería más fácil de controlar si volvía a casa.
– En aquella época, tu madre no conocía los motivos de Dumont. Creía que estaba ayudando a un hombre que no sabía cómo manejar a una sobrina rebelde y que, de paso, ganaría dinero para darte una vida mejor. Dumont le ofreció una oportunidad y ella la aceptó.
Ty asintió con la cabeza. Todavía le costaba trabajo aceptar lo que había hecho su madre. Aún sentía cierta culpa por el estilo de vida que habían llevado gracias a un dinero que pertenecía por derecho a Lilly.
– Ya pagaste tus deudas, aunque no tuvieras ninguna. Dejar los estudios fue una forma de castigarte, si quieres mi opinión. ¿Quién salió ganando con ello? -preguntó Hunter.
– Mi orgullo. Así pude mirarme al espejo cada mañana -no era la primera vez que tenían aquella conversación, pero era la primera vez que Ty se explicaba, porque tenía la sensación de que Hunter lo sabía desde siempre.
Su amigo asintió con la cabeza.
– El destino te brinda la ocasión de devolverle a Lilly lo que perdió. Ve a buscarla y dile que vuelva y recupere su fortuna.
Ty se pasó la mano por el pelo demasiado largo. Tenía que cortárselo, pensó, deseando poder concentrarse en algo tan trivial.
– Tiene muy malos recuerdos de este pueblo -Ty aceptó el consejo de su amigo y se sirvió una copa. Bebió un sorbo de licor y disfrutó de la quemazón del alcohol en su bajada.
– Es una mujer adulta. Aquí no hay nada que pueda hacerle daño, excepto viejos fantasmas -contestó Hunter.
– Algo a lo que todos tenemos que enfrentarnos -Ty hizo girar el líquido en su vaso.
– ¿Crees que será fácil encontrarla?
– Ya me conoces cuando me empeño en algo -Ty compuso una sonrisa envanecida y levantó el vaso.
El truco estaba en que, aquella primera vez, no le había costado ningún trabajo localizarla. Lilly vivía bajo el nombre de Lacey Kincaid, pero utilizaba su verdadero número de la seguridad social y pagaba impuestos legalmente. Si su tío hubiera intentado buscarla de nuevo años más tarde, después de que Lilly se convirtiera en una próspera empresaria, habría acabado dando con ella. Sencillamente, no tenía motivos para creer que no había perecido en las aguas profundas y oscuras de la laguna aquella noche fatídica. Por suerte para Lacey, su plan había sido un éxito.
Aunque Ty había encontrado su dirección cinco años antes, ¿quién sabía cuántas veces se habría mudado desde entonces? Aun así, no estaba muy preocupado. Tenía sus contactos y sus mañas.
Hunter también levantó su vaso.
– Buena suerte.
– Algo me dice que voy a necesitarla -dijo Ty mientras levantaba su copa para hacerla entrechocar con la de Hunter.
Y el tintineo que normalmente era señal de celebración, sonó como una advertencia.