Lacey Kincaid miró a su nueva empleada, una chica hispana que chapurreaba el inglés y no había hecho ningún trabajo esporádico en Nueva York, ni en ninguna otra parte, en realidad. Pero Serena necesitaba el trabajo y Lacey, que sabía muy bien lo que era sentir la desesperación que veía en sus ojos, se había sentido impelida a contratarla de todos modos. Al conocerla, también la había dejado dormir en el sofá de su casa, como había hecho Marina, la mujer que la había ayudado a salir del paso a ella, hacía muchos años.
Sacudió la cabeza para ahuyentar el pasado, como hacía siempre que los recuerdos amenazaban con aflorar. El presente era lo único que importaba y, en el presente, su trabajo la definía. Cuando no estaba ocupada haciendo alguno de los muchos trabajos que le solicitaban sus clientes, estaba resolviendo crisis entre los empleados y los clientes de su pequeña empresa, llamada, muy a propósito, Trabajos Esporádicos.
– ¿Cuál es el problema exactamente? -preguntó Lacey a Amanda Goodwin, una clienta que utilizaba semanalmente sus servicios y era una valiosa fuente de referencias.
Amanda señaló a Serena con sus uñas bien cuidadas.
– No entiende el inglés -dijo-. Limpia de maravilla, pero no habla inglés. Tenía que explicarle una cosa, así que le hablé en español. Y se echó a llorar y te llamó.
Lacey asintió con la cabeza. A Serena se le saltaban las lágrimas fácilmente, cosa que podía causarle problemas en el trabajo.
– ¿Qué le dijiste exactamente? En español, si no te importa -mientras hablaba, Lacey puso una mano sobre los hombros de Serena para reconfortarla.
Lacey había aprendido a hablar español con bastante fluidez durante sus primeros tiempos en Nueva York. Descubrió entonces que el español que había estudiado en el instituto le era útil y le permitía captar el idioma fácilmente, cosa que la ayudó mucho, porque necesitaba un trabajo y la única persona que la contrató fue una mujer llamada Marina que dirigía un servicio de tintorería compuesto principalmente por chicas inmigrantes. Lo que no sabía, Marina se lo enseñó dándole clases por las noches para que no sólo hablara español, sino que pudiera sacarse el título de bachillerato.
Tras llegar a Nueva York, Lilly había adoptado el nombre de Lacey Kincaid y lo había usado religiosamente por miedo a que su tío la encontrara. Más tarde, cuando se convirtió en una mujer adulta y quiso fundar una empresa, comprendió que debía proceder conforme a la ley. Aunque seguía haciéndose llamar Lacey Kincaid, en sus documentos legales figuraba como Lilly Dumont. Pocas personas le hacían preguntas, y a menos aún les importaba, y pasado tanto tiempo a su tío no se le ocurriría buscarla.
Miró a su clienta y le pidió en silencio que le explicara qué había salido mal.
– Quería decirle que no diera de comer al perro -la otra señaló a su pomeranio, el perro que, semejante a una mopa, yacía a sus pies-. Así que le dije: «Por favor, no comas al perro» -Amanda cruzó los brazos sobre el pecho, visiblemente complacida con su capacidad para comunicarse con sus asistentas.
Lacey rompió a reír al mismo tiempo que Serena empezaba a lamentarse en un torrente de español atropellado que ni siquiera Lacey entendió. Lacey captó, sin embargo, un par de palabras que indicaban claramente lo disgustada y ofendida que estaba Serena.
– ¿Lo ves? ¿Qué pasa? ¿Por qué se pone así? -preguntó Amanda.
Lacey se pellizcó el puente de la nariz antes de mirarla a los ojos.
– Porque le dijiste «por favor, no te comas al perro», en vez de «por favor, no le des comida al perro», que es lo correcto -dijo, recordando sus lecciones de español-. Serena se ha ofendido porque pensaras que podía hacer tal cosa -Lacey sofocó otra carcajada.
Entre tanto, Amanda, que tenía muy buen carácter y trataba siempre bien a sus asistentas, se sonrojó, avergonzada.
– Le pedí ayuda a mi hija. Da español en el colegio -explicó.
Al menos estaba tan avergonzada por su error que no se quejó de la reacción exagerada de Serena, cosa de la que Lacey tendría que ocuparse más tarde. De momento, Lacey le aclaró el malentendido a la joven en español y a continuación se volvió hacia su clienta.
– No te preocupes. Sólo ha sido un malentendido.
– Siento que hayas tenido que venir hasta aquí -dijo Amanda.
– Yo no. Ojalá todos mis problemas se resolvieran tan fácilmente.
Tras asegurarse de que a ninguna de las dos le importaba que se marchase, Lacey se dirigió a su casa.
Digger, su perra, salió a recibirla a la puerta meneando la cola cortada como una loca. No había nada que gustara más a Lacey que volver a casa y encontrarse a su perra dando brincos de alegría.
– Hola, hola -dijo mientras le acariciaba la cabeza.
Con la perra pisándole los talones, Lacey dejó el bolso sobre la cama y apretó el botón de encendido del contestador automático. El único mensaje que había era de Alex Duncan, un empleado de banca dedicado a las inversiones al que había conocido a través de un cliente y con el que había intimado hacía poco tiempo. Alex la trataba bien, la llevaba a ver los espectáculos de Broadway y a restaurantes caros, y le compraba cosas de lujo que le recordaban al ambiente en que había vivido hasta la muerte de sus padres, aunque no a su vida desde entonces. Alex hacía aflorar en ella un anhelo de cosas que echaba en falta, como la seguridad y los mimos, el lujo y la estabilidad.
Quería cuidar de ella en el sentido más trasnochado de la palabra, procurándole un hogar y una familia. Lacey ansiaba aquellas cosas desde que había perdido a sus padres. Su madre, Rhona, estaba en casa cada tarde, cuando ella volvía del colegio, y su padre, Eric, la arropaba en la cama cada noche. Perderlos había sido traumático y había vuelto del revés todo su mundo. En su inocencia, Lacey había recurrido a su tío Marc y él la había traicionado.
Aparte de Ty y Hunter, Lacey no había dejado que nadie se acercara a ella durante años. Pero deseaba tener intimidad con otro ser humano. Necesitaba afecto y quería tener a alguien que volviera a casa cada noche. Alex era un buen hombre. Un hombre excelente, en realidad, aunque todavía no hubiera conseguido romper sus barreras. Y ella no había aceptado su proposición de matrimonio…
Aún. Echaba de menos algo que no acertaba a definir y, por más cariño que sintiera por Alex, por más que lo intentaba, no podía decir que se hubiera enamorado de él. Estaban juntos desde hacía algún tiempo, pero, aun así, Lacey añoraba un vínculo más profundo.
Alex, sin embargo, sabía que tenía un pasado difícil, aunque no conocía todos los detalles, y estaba dispuesto a darle tiempo a que se decidiera, porque la quería. Y porque estaba convencido de que el amor podía crecer con el tiempo. Lacey también quería creerlo, así que no había abandonado la idea de tener un futuro con él.
Dejó escapar un gruñido, pulsó la tecla de borrado del contestador y se desvistió rápidamente para darse una larga ducha caliente. Se había pasado la tarde haciendo la compra para una madre que estaba muy ocupada trabajando; luego había paseado a un montón de perros por la Quinta Avenida, y a continuación había ido a resolver la crisis entre Serena y Amanda. Llevaba todo el día deseando tomarse un respiro, un rato para no tener que preocuparse de su negocio ni de diseccionar sus sentimientos hacia Alex.
Media hora después, estaba envuelta en un albornoz y preparándose unos huevos revueltos en la cocina mientras disfrutaba del murmullo de la música, que había puesto baja, cuando sonó el timbre. Digger comenzó a ladrar de inmediato, obsesivamente, y corrió a la puerta.
Lacey suspiró. Sólo podía confiar en que Alex no hubiera decidido hacerle una visita para volver a hablar. Apagó el fuego y apartó la sartén del quemador.
Luego se acercó a la puerta y miró por la mirilla. Alex era rubio y llevaba trajes o camisas abotonadas. El tipo que había al otro lado de la puerta tenía el pelo largo y oscuro, una cazadora vaquera vieja colgada del hombro y le resultaba vagamente familiar.
Lacey parpadeó y concentró de nuevo la vista en él. Un momento después, lo reconoció. «Dios mío, es Ty».
Abrió la puerta del apartamento con manos temblorosas.
– ¿Ty? -preguntó estúpidamente. Lo habría reconocido en cualquier parte. Lo veía no sólo en sus recuerdos, sino también en sueños.
Él asintió con la cabeza, pero, antes de que pudiera contestar, Digger empezó a husmearle los pies y apretar el hocico contra su pierna, reclamando su atención.
– ¡Apártate, Digger! -dijo Lacey, pero el perro no hizo caso.
Lacey siempre había creído que podía juzgarse el carácter de un hombre por cómo se comportaba con los perros, así que sonrió cuando Ty se inclinó y acarició la cabeza de Digger. Estaba claro que no había cambiado. Su punto flaco seguían siendo los necesitados, como lo había sido ella, pensó Lacey. Lo cual la retrotrajo a la insidiosa pregunta que había persistido mucho después de que abandonara Hawken's Cove. ¿Sentía Ty aquel mismo loco deseo, aquel amor juvenil que había experimentado ella por él, o ella había sido sólo otro animalillo descarriado al que Ty había acogido bajo su ala y había protegido, lo mismo que a Hunter?
Lo miró y comprendió en un instante que Ty seguía teniendo la capacidad de turbarla profundamente. Sus emociones se dispararon y pasaron de la euforia por volver a verlo a un cálido cosquilleo en el corazón, y finalmente a un temblor en el vientre que no experimentaba desde hacía años.
Digger, que disfrutaba de las atenciones de aquel desconocido, levantó las patas delanteras y las apoyó sobre las piernas de Ty para pedirle más.
– Ya está bien, sinvergüenza. Deja en paz a Ty -dijo Lacey mientras apartaba a la perra.
– ¿Es una perra? -preguntó Ty, sorprendido.
Lacey asintió con la cabeza.
– Ninguna mujer querría tener su cuerpo, pero es un encanto.
– Tampoco ninguna querría tener su nombre -dijo Ty, riendo.
Su voz se había hecho más grave, pensó ella, y aquel sonido áspero aceleró la sangre en sus venas.
– Me la encontré escarbando en la basura. La pobre estaba muerta de hambre. La traje a casa, le di de comer e intenté encontrar a sus dueños. Pero no hubo suerte -se encogió de hombros y acarició a Digger bajo la barbilla-. Desde entonces es la reina de la casa -Digger era suya, a pesar de su mal aliento. Soltó el collar de la perra-. ¡Anda, ve! -dijo, y la perra corrió finalmente al interior del apartamento.
Lacey se retiró para que Ty pudiera entrar y, al pasar a su lado, él la obsequió con una ráfaga de colonia cálida y sensual. El cuerpo de Lacey se tensó al sentir aquel olor desconocido y, sin embargo, deseado.
Una vez dentro, Lacey dejó que la puerta se cerrara y Ty se volvió para mirarla. La observó sin pudor, tragándosela por entero con la mirada, con curiosidad evidente. Ella se ciñó el cuello del albornoz, pero nada cambiaba el hecho de que, debajo de la bata, estaba desnuda.
Incapaz de resistirse, ella también lo miró de arriba abajo. La última vez que lo había visto, Ty era un chico muy sexy. En los diez años anteriores había madurado. Tenía los hombros más anchos, la cara más fina y una expresión sombría en los ojos castaños que parecía más profunda de lo que ella recordaba. Era muy viril y muy guapo, pensó Lacey.
Y, cuando él volvió a fijar la mirada en su cara, ella no pudo confundir el significado de la leve sonrisa que curvó sus labios.
– Tienes buen aspecto -dijo él al fin.
Lacey se sonrojó.
– Tú también estás muy bien -se mordió el interior de la mejilla y se preguntó qué hacía Ty allí.
¿Qué le tenía reservado el destino y, más que el destino, Ty?
Lacey se excusó antes de desaparecer por una puerta que llevaba a lo que Ty supuso era su habitación. Le había dicho que se pusiera cómodo, cosa que le costaría menos si ella se quitaba la bata. Aunque la tela algodonosa la cubría perfectamente, el profundo escote le hacía preguntarse exactamente qué había bajo ella, y el bajo, muy corto, dejaba al descubierto sus piernas largas y bien tonificadas.
Aquello evidenciaba con toda claridad en qué había estado pensando desde el instante en que ella había abierto la puerta para mostrarle una versión adulta de la Lilly a la que había conocido. Era la misma y era sin embargo distinta, más bella, más segura de sí misma, más difícil de dominar, pensó Ty.
Había estado loco por ella cuando era joven, intrigado por la muchacha de los grandes ojos castaños y el carácter osado. Sólo tras su marcha se dio cuenta de que la había amado. Aquél había sido un primer amor, un amor de adolescente, pero, se llamara como se llamara, perderla había sido doloroso. Se les había negado la oportunidad de descubrir cómo podría haber sido aquello, y desde entonces nadie ni nada lo había hecho sentirse ni de lejos tan vivo como Lilly. Y así seguía siendo, si la chispa que notaba dentro de sí quería decir algo.
Pero el pasado había quedado atrás y abrirle su corazón o su mente sólo podía causarles dolor. Ella tenía allí una vida de la que él no formaba parte. Podía haber vuelto y había optado por no hacerlo. Ambos habían seguido adelante.
Ty no quería que le rompiera el corazón otra vez, después de haberse forjado un estilo de vida tan cómodo. Se conformaba con practicar el sexo sin amor con mujeres que buscaban relaciones sin complicaciones y que no se quejaban cuando él se aburría, cosa que solía pasarle. Últimamente había estado viéndose con Gloria Rubin, una camarera de un bar que frecuentaba cuando no iba al Night Owl. Gloria era divorciada y le gustaba que las cosas fueran así, pero no quería llevar a ningún hombre a casa mientras su hijo estuviera bajo su techo. El tenía un apartamento vacío, lo cual significaba que su relación les convenía a ambos, aunque no fuera especial. Pero funcionaba.
Ty se metió las manos en los bolsillos y paseó la mirada por el cuarto de estar de Lilly, en un intento por descubrir cómo vivía y en quién se había convertido. Había subido tres tramos de oscuras escaleras para llegar a su puerta, pero al menos el barrio parecía bastante seguro y aquel chucho tan feo le servía de protección. El apartamento no era pequeño, era minúsculo. Pero, a pesar de su tamaño, ella le había añadido suficientes toques de calidez como para que pareciera un hogar, no una celda diminuta. Las paredes estaban cubiertas de sencillos carteles enmarcados, con ilustraciones de flores, y la habitación estaba llena de plantas. Unos cojines de colores animaban el sofá y una alfombra a juego se desplegaba bajo la mesa.
Se notaba la falta de fotografías de amigos y familiares y, no por primera vez, Ty se dio cuenta de que Lilly no sólo los había dejado a ellos, a Hunter y a él, atrás. Había abandonado una vida y unos recuerdos tangibles. Había renunciado al dinero y a las cosas materiales. No podía haber vivido bien, ni las cosas podían haberle sido fáciles. Razón de más para que regresara e impidiera que su tío se apoderara de lo que le pertenecía por derecho.
– Perdona que te haya hecho esperar -su voz lo distrajo, y se volvió hacía aquel sonido ligero.
Ella volvió a reunirse con él, vestida con unos vaqueros y una camiseta sencilla de color rosa. Ambas cosas se le ceñían al cuerpo y mostraban unas curvas que Ty no pudo por menos de admirar. El pelo castaño le caía sobre los hombros en ondas húmedas y enmarcaba su tez de porcelana, y sus ojos marrón chocolate seguían siendo tan profundos y sensibles como él recordaba.
– No importa -le aseguró Ty-. No sabías que iba a venir. Ella extendió la mano hacia el sofá. -¿Por qué no nos sentamos y me cuentas qué pasa? Porque sé que no pasabas por el barrio por casualidad.
Ty se sentó a su lado y se inclinó hacia delante, apoyado en los codos. A pesar de que, durante las tres horas de camino hasta allí, había tenido tiempo para ensayar su discurso, las palabras no le salían con facilidad.
– Ojalá hubiera pasado por aquí por casualidad, porque odio lo que tengo que decirte.
– ¿Qué es? -preguntó ella sin perder la calma.
– Tu tío va a casarse -dijo Ty.
Ella se estremeció al oírlo y la repulsión que sentía al oír hablar de aquel hombre se hizo evidente en su rostro expresivo.
Sin poder evitarlo, Ty alargó el brazo y le puso la mano sobre la rodilla. Quería reconfortarla, pero aquel primer contacto fue eléctrico y la pierna de ella se estremeció bajo su mano. Ty comprendió que su roce la perturbaba.
En cuanto a él, su cuerpo se estremeció y el deseo se aposentó en su vientre. «Maldita sea», pensó. Los sentimientos de antaño eran tan vividos como siempre, más fuertes aún porque él era más mayor y más sabio y comprendía que sus reacciones físicas eran sólo la punta del iceberg. Bajo la superficie, sus sentimientos por ella seguían siendo muy hondos, y tuvo que recordarse que Lilly sólo estaba de paso en su vida. Había pasado por ella una vez antes, al igual que otras personas a las que Ty había querido y había perdido.
Después de la marcha de su padre, Ty se había replegado sobre sí mismo hasta la llegada de Hunter y Lilly. Se había abierto para ellos y, al final, Lilly lo había abandonado. Aunque no le había quedado más remedio que irse, había tenido la posibilidad de regresar tras cumplir veintiún años y alcanzar la mayoría de edad. Incluso si ahora volvía con él a Hawken's Cove, sólo sería para reclamar su herencia, no su antigua vida.
Consciente de ello, Ty no estaba dispuesto a exponerse ante ella de tal modo que acabara de nuevo sufriendo y con el corazón roto. Apartó lentamente la mano.
– ¿Qué tiene que ver conmigo el que mi tío vaya a casarse? -preguntó por fin Lilly, que lo miraba con los ojos entornados.
– Su boda es lo de menos, en realidad. También ha decidido hacerte declarar legalmente muerta para apropiarse de tu herencia.
Ella abrió los ojos de par en par y sus mejillas se decoloraron, dejándola pálida. Dejó escapar un gruñido, cerró los ojos y apoyó la cabeza contra la pared.
– Ese hombre es un cerdo -dijo.
– Sí, eso lo define bastante bien -Ty se echó a reír.
Al ver cómo reaccionaba ella a la noticia, no supo cómo iba a acabar de explicarle la otra razón por la que había ido. Pero luego se recordó que, aunque parecía frágil y necesitada de protección, Lilly poseía una gran fortaleza de la que había sacado provecho todos esos años.
Ty se aclaró la garganta y se lanzó.
– Ya sabes que eso significa que vas a tener que volver a casa.
Ella abrió los ojos de golpe, horrorizada.
– No. Imposible.
Él esperaba que al principio se resistiera, al menos hasta que tuviera tiempo de reflexionar.
– Entonces, ¿vas a cederle tu herencia sin luchar?
Ella se encogió de hombros.
– Me ha ido bien sin ella.
Ty se levantó de su asiento y comenzó a pasearse por el pequeño pero alegre apartamento.
– No voy a discutírtelo, pero el dinero no es suyo. Tus padres te lo dejaron a ti y sigues estando vivita y coleando. Una cosa es no tocar el dinero y otra muy distinta dejar que ese canalla se apodere de él.
Ella respiró hondo. Su indecisión y su dolor resultaban evidentes.
– ¿Qué tal está tu madre?
El la miró con recelo.
– Al final tendremos que volver a hablar del tema.
– Lo sé, pero dame tiempo para que me lo piense. ¿Cómo está tu madre?
Él aceptó que necesitara tiempo y asintió con la cabeza.
– Está bien. Tiene una enfermedad cardiaca, pero con la medicación y la dieta sigue siendo la de siempre -intentó que su tono no cambiara al hablar de su madre, pero lo primero que le vino a la cabeza fue el trato que Flo Benson había hecho con Marc Dumont a cambio de dinero.
De joven, Ty no había visto la verdad ni siquiera cuando su madre empezó a comprar cosas bonitas. Había permanecido en la ignorancia cuando ella le sorprendió con un coche en su veintiún cumpleaños y le dijo que lo había comprado con sus ahorros. Para ir a la universidad, había tenido que pedir muchos menos préstamos estudiantiles de los que creía, y de nuevo su madre le había dicho que había estado ahorrando. Ahora, Ty se daba cuenta de que no había querido ver ninguna falta en ella y que, por tanto, había ignorado los indicios de que algo iba mal.
– ¿Cómo se tomó Flo mi… desaparición? -preguntó Lilly-. Para mí fue muy duro pensar en cuánto debió sufrir creyendo que me había matado estando bajo su cuidado -los ojos de Lilly se suavizaron y humedecieron al recordar aquello.
Ty la entendía muy bien. Él había sentido lo mismo.
– Se sentía culpable -reconoció-. Se culpaba a sí misma. Lamentaba no haberte cuidado mejor.
– Lo siento mucho. Yo la quería, ¿sabes?-una sonrisa curvó sus labios-. ¿Y Hunter? ¿Cómo está?
Un tema mucho más fácil, pensó Ty.
– Está bien. Se ha convertido en todo un señor. Es abogado y lleva traje, aunque te cueste creerlo.
– Así que ahora puede discutir y defenderse legalmente. Me alegro por él -Lilly sonrió, complacida y orgullosa-. ¿Y tú? ¿Fuiste a la universidad, como decíamos? -preguntó, esperanzada.
Ty y Hunter habían compartido una habitación, mientras que ella ocupaba una cama en un cuartito que había junto a la cocina y que Flo había convertido para ella en un rincón agradable. Ty recordó que, una noche que se coló en su cama, estuvieron hablando hasta que amaneció acerca del deseo de su madre de que fuera a la universidad y de sus planes para cumplir ese sueño. En aquellos tiempos, estaba tan empeñado en hacer que su madre se sintiera orgullosa de él y en devolverle todo lo que había hecho por él, que no dejaba que sus propios sueños vieran la luz del día.
Sus planes seguían estando tan entrelazados con los de su madre, que todavía no estaba seguro de cuáles eran esos sueños. Las esperanzas de Lilly se basaban en la fantasía que habían tejido siendo adolescentes. Pero la vida de Ty se cimentaba ahora en una realidad distinta.
– Fui a la universidad -dijo-. Y luego lo dejé.
La hermosa boca de Lilly se abrió de par en par.
– Ahora soy camarero.
Ella frunció el ceño. Su curiosidad y su descreimiento eran evidentes.
– ¿Y qué más eres? -preguntó.
– El de camarero es un buen trabajo, un trabajo sólido. ¿Por qué crees que me dedico a otra cosa?
Lilly se inclinó hacia él.
– Porque siempre fuiste culo de mal asiento y atender un bar sería demasiado aburrido para ti -contestó, convencida de que aún lo conocía bien.
Y era cierto.
– También soy investigador privado. Bueno, ¿vas a venir a casa o no?
Ella exhaló y ante los ojos de Ty pasó de ser una mujer segura de sí misma a ser una mujer exhausta.
– Necesito tiempo para pensarlo. Y, antes de que sigas presionándome, deberías saber que ahora mismo no puedo darte otra respuesta.
– Lo entiendo -dijo él en tono cargado de comprensión. Se imaginaba que Lilly necesitaba tiempo y, dado que Hawken's Cove estaba a tres horas de distancia, sabía que su indecisión podía suponerle una o dos noches en Nueva York.
Se levantó y se dirigió a la puerta.
– ¿Ty? -dijo ella, precipitándose tras él con la perra detrás.
– ¿Sí? -él se detuvo y se volvió bruscamente. Lilly se detuvo y chocó con él, apoyando las manos sobre sus hombros.
Todas las dudas con las que Ty había convivido durante diez años se resolvieron de pronto. Su olor no era tan dulce como él recordaba, era más sensual y más cálido, más seductor e irresistible. Su tez refulgía y sus mejillas se sonrojaron cuando sus miradas se encontraron.
Ella se mojó los labios, dejándolos cubiertos de una humedad tentadora.
La comprensión y el deseo se mezclaban en una amalgama confusa y, sin embargo, excitante.
– ¿Adonde vas? -preguntó ella.
Ty había preguntado en un hostal, pero debido a ciertas convenciones y Dios sabía qué más, todas las plazas estaban reservadas. Había hecho la maleta de todos modos y decidido que, caro o no, tendría que pagar una habitación de hotel porque preguntarle a Lacey si podía dormir en su sofá le parecía una insensatez.
– A mi coche. Tengo que encontrar un hotel.
– Podrías… esto… quedarte aquí -sugirió ella mientras señalaba con un amplio gesto el sofá.
Ty sabía que no debía aceptar. Pero no podía negar el deseo de pasar el poco tiempo del que dispusieran volviendo a conocerse.
– Te lo agradecería -miró el sofá con la esperanza de que fuera cómodo. Porque, tras tomar aquella decisión, él desde luego no lo estaba.
– Bien. Me gustaría que habláramos un poco más -dijo ella con voz más profunda y más gutural que antes.
O tal vez fuera la imaginación de Ty, que sobrecargaba sus sentidos. Fuera como fuese, no importaba. Se había metido en un atolladero, y seguramente en algo mucho más serio.
Lacey no podía dormir. Ty estaba tumbado en su sofá y la traidora de su perra, que solía dormir junto a ella, había preferido acostarse al lado de su invitado en la otra habitación. Lo peor de todo era que Lacey no podía reprocharle que quisiera acurrucarse contra el cuerpo cálido y duro de Ty. Ella misma sentía el impulso de hacerlo.
Lo había echado de menos terriblemente, sobre todo al principio, y volver a verlo había abierto las compuertas de unos sentimientos que hasta entonces había mantenido bajo control tras muros de contención. Sus emociones eran un tumulto. Y Ty no era la única razón.
Los recuerdos de su familia la embargaban. El perder a sus padres había dejado en su corazón un hueco que nunca había podido llenar. Su tío, desde luego, no había ayudado a aliviar el dolor. Como Cenicienta, que tras la muerte de su padre quedaba a merced de una madrastra malvada, Lacey se había visto abandonada y traicionada a una edad en la que no tenía armas para enfrentarse a ello. Ni siquiera tenía abuelos a los que recurrir, se recordó tristemente.
Sus padres la habían tenido ya mayores y todos sus abuelos habían muerto ya al nacer ella. Aunque su padre tenía dos hermanos, Marc y Robert, no estaba muy unido a ellos. Sólo Marc, su tío soltero, vivía cerca. Robert se había casado y trasladado a California hacía años, así que era lógico que sus padres la dejaran con Marc. Y, al menos, ella tenía el recuerdo de ver a su tío Marc de vez en cuando, en alguna fiesta. Por el lado materno no tenía familia: su madre era hija única.
Irónicamente, el dinero que Ty quería que reclamara había pasado de generación en generación dentro del seno de su familia materna. Lacey era su única heredera. Quizás incluso hubiera estipulaciones para que, en caso de que ella muriera, el dinero pasara a la familia de su padre. Lacey no lo sabía. Sus padres rara vez habían hablado de la herencia. Su padre estaba siempre concentrado en su trabajo en el taller de carrocería especializado en restaurar coches clásicos que regentaba.
Tras la muerte de sus padres en un accidente de tráfico causado por una tormenta semejante a un huracán, el tío Marc había ido a vivir a la casa de la familia de Lacey y se había hecho cargo del negocio de su padre. La idea de la herencia, de las tierras, de hacerse pasar por el amo de la casa, le entusiasmaba. Su amo, recordó Lacey amargamente.
Desde el principio, su tío había intentado que se sintiera en deuda con él de todas las formas posibles. Durante los primeros tiempos se había mostrado como el tío amable y bondadoso, y ella se había creído sus mentiras. ¿Cómo no iba a creérselas si tenía dieciséis años y necesitaba desesperadamente a alguien en quien apoyarse? Enseguida había notado, sin embargo, que su tío era aficionado a la bebida, y había aprendido a mantenerse alejada de él cuando se emborrachaba. Una tarde que llegó temprano a casa del colegio, lo oyó decir por teléfono que necesitaba que Lilly le cediera los derechos de su herencia mientras todavía era menor de edad, o perdería su oportunidad de manipularla. Quería que, cuando ella cumpliera veintiún años, confiara en él lo suficiente como para firmar cualquier cosa que le pidiera sin hacer preguntas. Incluido el derecho a disponer del capital principal de su fondo fiduciario.
A pesar de que sólo tenía dieciséis años, Lacey comprendía ya el concepto de traición, y aquélla lo era, y muy grave. La ira y el odio brotaron dentro de ella, y en aquel momento decidió hacerle la vida todo lo difícil que estuviera en su mano. Se convirtió en una adolescente rebelde. Él respondió tomando medidas enérgicas y maltratándola cada vez más, con la esperanza de dominarla a base de miedo. Al comprobar que su comportamiento no cambiaba, llevó a efecto una amenaza que Lacey nunca había creído que pudiera cumplir.
La dejó en manos de una familia de acogida (temporalmente, decía), el tiempo justo para asustarla. Quería que volviera a casa tan agradecida que no sólo se atuviera a las normas, sino que fuera fácil de controlar, con fondo fiduciario y todo. Gracias a Ty y a Hunter, no había tenido esa oportunidad.
En aquella época, a Lilly no le importaban los asuntos legales, ni el dinero, porque sabía que no sería suyo hasta que cumpliera veintiún años, como le recordaba constantemente su tío Marc. Se había forjado ya entonces el principio de una vida y le tenía suficiente miedo a su tío como para mantenerse alejada de él. Imaginaba que el dinero seguía intacto y se había contentado con dejarlo así.
Se limpió las lágrimas que empezaban a correrle por la cara. Recordar a sus padres y todo lo que había perdido nunca le resultaba fácil, pero recordar el tiempo que siguió a su muerte hacía que se le revolviera el estómago y que su viejo resentimiento y su ira volvieran a aflorar. Había pasado de ser la princesa de sus padres a convertirse en un bien material para su tío, en algo que él podía arrojar de la propia casa de Lilly a su antojo.
Aquella idea consolidó su decisión. No necesitaba el dinero que le habían dejado sus padres. A fin de cuentas, hacía mucho tiempo que vivía sin lujos y ya rara vez pensaba en ellos. Pero no quería de ningún modo que aquel canalla se beneficiara de la muerte de sus padres. Su tío había hundido el negocio de su padre poco después de hacerse cargo de él, y había reclamado la propiedad de la casa donde ella había crecido. No estaba dispuesta a permitir que se apoderara de nada más.
No era vengativa por naturaleza. Estaba orgullosa de su vida en Nueva York, de lo mucho que se había esforzado para construirla y mantenerla, lo cual la había impulsado a mostrarse reticente en un principio a volver a casa con Ty. Pero la idea de que su tío disfrutara de algo más a su costa le revolvía el estómago casi tanto como pensar en él y en su pasado.
Ty tenía razón. Debía volver a casa.