– ¿Lucy? Vamos, sal de ahí abajo.
Tess Ryan se agachó e intentó vislumbrar algo a través de la oscuridad. Aunque no podía ver a Lucy, podía oír su respiración.
Sacó un gran bote de helado y lo dejó a la vista, con la esperanza de que eso la obligara a salir. Siempre funcionaba.
Al llegar a casa, Lucy siempre salía a recibirla. Pero aquella noche, no había sido así.
Tess, entonces, se había quitado los zapatos y había iniciado una búsqueda que había concluido en su dormitorio.
– No tienes por qué esconderte -susurró en una suave voz acaramelada-. Vamos, sal de ahí. He traído helado. Nos tumbaremos a ver la tele mientras nos lo comemos.
Siempre que Lucy tenía miedo o estaba triste, se refugiaba en el rincón más oscuro y recóndito. Y, de haber sido un perro o un gato, podría haberse considerado una práctica normal y consecuente. Pero Lucy era la hermana menor de Tess; veintinueve años tenía, exactamente.
– Esto es completamente ridículo -le dijo Tess y optó por levantarse.
Una voz temblorosa surgió desde debajo de la cama.
– ¡Es reconfortante saber que mi única hermana piensa que mis problemas son ridículos!
Tess se sentó en la cama, levantó los pies y se sentó con la espalda sobre el cabecero.
– No pienso que tus problemas sean ridículos, pero sí el modo en que reaccionas ante ellos.
– Pues el doctor Standish me ha dicho que si este comportamiento me hace sentir mejor que siga así -protestó Lucy.
– Me pregunto si el doctor Standish opinaría lo mismo si fuera su cama y no la mía -Tess esperó en silencio la respuesta de Lucy, pero no hubo contestación alguna-. De acuerdo: no pienso hablar contigo hasta que no salgas de ahí. Me acabo de tapar los oídos, así que no te molestes en hablar.
Tess agarró la cuchara que venía con la tarrina de helado y se puso manos a la obra. La primera cucharada de vainilla se posó sobre su lengua, se deshizo lentamente y descendió por su garganta. La agradable sensación la incitó a continuar, hasta que no quedó nada del suculento manjar en la tarrina.
Después del banquete, agarró una revista que había sobre la mesilla de noche.
Había tenido un día muy largo y lo último que necesitaba era una escena de Lucy. Tal vez, si se quedaba callada, su hermana acabaría por quedarse dormida donde estaba y Tess no tendría que enfrentarse a un nuevo episodio del drama vital de Lucy Ryan.
Pero sus esperanzas se desvanecieron pronto.
– Podrías mostrar más apoyo -dijo Lucy.
– ¿Alguien ha hablado? No oigo nada -dijo Tess-. Si quieres discutir algo conmigo, te invito a que lo hagamos como dos personas adultas. De otro modo, me niego a hablar contigo.
Lucy había vuelto a Atlanta hacía dos años, después de divorciarse de su tercer marido, un jugador de fútbol rumano, y justo antes de empezar a salir con un banquero británico. Tess estaba por entonces viviendo en casa de sus padres, mientras encontraba una casa. Pero, en aquel momento, su padre había decidido aceptar un nuevo destino diplomático y se había marchado con su segunda mujer a Varsovia.
Tess y Lucy se habían quedado, así, a cargo de la mansión familiar.
Tess no había dudado un segundo y había aceptado ante la perspectiva de no tener que pagar renta durante una buena temporada.
Pero muy pronto, Lucy había vuelto a caer en sus manías y hábitos infantiles: se dormía entre las flores del jardín a horas intempestivas, salía por la ventana de su habitación a gatas y se recorría la cornisa con notoria habilidad, se escondía debajo de las camas cuando entraba en una de sus crisis emocionales…
Lucy era lo que se suele llamar una excéntrica. Pero Tess sabía que su hermana, más que nada, era una niña malcriada a la que la vida había tratado con excesiva indulgencia.
Después de la muerte de su madre, su padre había intentado compensar la pérdida. Pero, mientras Tess se había hecho cada vez más fuerte y responsable, Lucy se había ido haciendo cada vez más débil y dependiente. Siempre recurría a Tess, que ejercía con gusto su papel de hada protectora.
A los quince años, Tess había asumido su responsabilidad considerando que aquello habría sido lo que su madre habría querido de ella.
Su padre, atormentado por el dolor, se había ido distanciando cada vez más, mientras que Lucy y Tess se habían ido uniendo cada vez más. Lucy encontraba en Tess el cuidado que necesitaba y, a cambio, le daba afecto y admiración.
Pero al crecer, se habían convertido en dos adultas tan diferentes como el caviar y las alubias.
Lucy se había metido en una burbuja technicolor. Era enamoradiza y romántica y se precipitaba continuamente en torbellinos emocionales y relaciones avocadas al fracaso. Su problema fundamental era que adoraba estar enamorada.
Cambiaba de novio con la misma frecuencia que Tess sacaba la basura. Lo que decía bastante más de la habilidad de Tess para ocuparse de la casa que de la de Lucy para mantener una relación.
– ¡Eres tan cruel! -gritó Lucy y le dio una patada a la cama.
– Sí, lo soy -respondió Tess-. Soy odiosa y no sé cómo soportas vivir conmigo.
Tess sabía lo que vendría después. Le esperaba una larga noche consolando a Lucy por la pérdida de su último amante, una larga noche tratando de convencerla de que aquel hombre no valía la pena.
La verdad era que, a aquellas alturas, ya se había convertido en una estupenda terapeuta, sin dudar, la mejor para su hermana. Se lo pensaría, si algún día le fallaba el negocio, lo que no era probable.
Había logrado construir una empresa potente de organización de eventos especiales y fiestas. Tess era una organizadora nata. Ya desde su adolescencia, había organizado las fiestas y recepciones que su padre daba, actuando como anfitriona.
Recientemente, había aparecido un artículo sobre ella en una importante revista de negocios. Aquella publicidad le había dado aún más prestigio.
Pero, contrariamente a lo que pudiera parecer por su trabajo, a Tess no le gustaban las fiestas. Siempre se refugiaba en algún oscuro rincón y observaba el evento que ella misma había organizado. Se convertía así en una observadora de su obra, vestida con un hermoso traje que, gustosamente, habría cambiado por unos vaqueros.
Tess cerró los ojos y escuchó el dramático llanto de su hermana.
Era jueves por la noche. Tenía tres fiestas contratadas para el fin de semana: una fiesta benéfica en el museo, el viernes, una cena política, el sábado y una lujosa celebración de cumpleaños para un conocido empresario de Atlanta, el domingo.
Tess se levantó de la cama.
– Voy a por un vaso de vino. ¿Quieres algo? -preguntó mientras se dirigía hacia la puerta.
– Galletas de queso -respondió Lucy-. Manteca de cacahuetes, una botella de whisky y… galletas de chocolate.
De camino a la cocina, Tess se detuvo ante la habitación de su hermana.
– Esta vez es peor de lo que esperaba -murmuró, al ver los trozos de porcelana rota que había esparcidos por todas partes. Lucy coleccionaba querubines de porcelana y su récord hasta entonces había sido de un máximo de tres figuritas estampadas contra la pared-. Esta vez han sido cinco.
Para cuando Tess regresó a la habitación, Lucy ya estaba sentada en la cama.
Tenía los ojos y la nariz rojos y el maquillaje completamente corrido.
Dejó la bandeja sobre la mesilla, agarró un pañuelo de papel de la caja que Lucy tenía en el regazo y se lo ofreció.
– El mundo sería mucho más llevadero si no hubiera hombres -dijo Lucy dramáticamente.
– Haría mucho que se habría extinguido el género humano si no existieran los hombres. Siento decirte que gracias a la colaboración de uno de ellos estás tú aquí.
Lucy se sonó la nariz y lanzó el pañuelo de papel por encima del hombro con desprecio.
Tess se inclinó a recogerlo y la interrogó con impaciencia.
– Bueno, piensas decirme qué ha sucedido o te vas a limitar a ensuciarme la habitación.
– ¡Deberíamos librarnos de todos los hombres! ¿Y qué si no podemos procrear? Después de todo, el sexo tampoco es tan maravilloso como lo ponen. Y, desde luego, sin ellos seríamos mucho más felices -el labio inferior comenzó a temblarle-. ¿Alguna vez te he hablado de sus ojos? Tiene los ojos más bonitos que he visto jamás. Y ese pequeño agujerillo en la barbilla… y sus mejillas…
Lucy se lanzó sobre la cama y se puso a llorar desconsoladamente.
Tess miró a su hermana, agarró un pañuelo, lo partió en dos y se puso un trozo en cada oído.
Seguramente, lloraría sin cesar hasta el día siguiente y, por el ímpetu que tenía, seguramente no se quedaría sin municiones hasta el mes siguiente, momento en que encontraría a su siguiente príncipe.
Tess tomó el paquete de galletas de queso y se puso a devorarlas con ansiedad.
¿Cómo podían ser dos hermanas tan diferentes?
Tess era racional, siempre sabía lo que quería y hacia donde iba. Lucy era emocional y espontánea. Tess no había tenido ni una sola cita en los últimos dos años, mientras que Lucy había tenido cuatro relaciones serias y varios escarceos.
Y con cada hombre llegaba la inevitable ruptura, el río de lágrimas y la promesa de meterse a monja.
Tess debería haberse esperado la catástrofe. Pero había pensado que Andy Wyatt, el famoso arquitecto, era diferente. Lucy sólo había estado saliendo con él durante dos meses, pero había dado la impresión de que era una relación seria. Él la había llevado a los mejores restaurantes de Atlanta, habían pasado fines de semana en Maui y en San Francisco. Tess había llegado, incluso, a pedir detalles sobre aquel hombre, aunque había aprendido que no debía implicarse demasiado en la vida amorosa de su hermana.
Según Lucy, él tenía una preciosa casa en Dunwoody, un coche estupendo y mucho dinero. Vivía de su trabajo como arquitecto para los altos círculos de Atlanta.
Tess ya no había necesitado saber más. Conocía el gusto en hombres de su hermana: guapo, sofisticado y delicado, uno de esos individuos que consiguen que las mujeres se empeñen en llamar su atención.
– Lucy, ese hombre no vale la pena. Es uno más, eso es todo.
Uno más de esos triunfadores con los que siempre daba su hermana y que Tess no parecía tener posibilidades de encontrar. No porque no tuviera oportunidades. Su trabajo la llevaba siempre a lugares y ocasiones llenos de apetecibles solteros. Pero nunca lograba la exacta combinación de buen peinado y un vestido que no la hiciera parecer como la foto del antes de un anuncio para adelgazar.
– Me gustaría que lo hubieras conocido -murmuró Lucy-. Andy era tan maravilloso.
– Pues yo prefiero, sinceramente, que no haya sido así. Eso impide que me vaya a buscarlo para matarlo.
Lucy se rió nerviosamente y miró a su hermana.
– Es un villano. Me hizo promesas. Incluso me dijo que me amaba. Y luego, me tiró como si fuera una zapatilla vieja -un nuevo río de lágrimas descendió por sus mejillas.
– Esto es lo que vamos a hacer -le dijo Tess-. Lo primero, quiero que te sientes y dejes de llorar.
Lucy se secó las lágrimas de las mejillas.
– No pienso hacer eso de la lista. Me obligaste a escribirla con lo de Raoul, pero yo no creo en ello.
¿Cómo iba a creer en algo así? Lucy era pura emoción. Su cabeza sólo le servía para llevar siempre un peinado impecable. Mientras que Tess se pasaba la vida leyendo sobre cómo mejorar su forma de vida y pensar positivamente, Lucy se dedicaba a vivir desaforadamente. Lo único que Tess habría querido era que su hermana hubiera sido un poco más precavida a la hora de lanzarse de cabeza a las mil relaciones en que se veía envuelta por minuto.
– Pues eso de la lista te ayudó mucho, aunque tú ahora no quieras reconocerlo.
– Tampoco pienso hacer ese maldito ejercicio de visualización. No voy a imaginarme a Andy como una serpiente, ni como un sapo, ni nada de eso.
– Tengo una idea mucho mejor -le dijo Tess-. Se trata de zanjar la relación. Hay una teoría que dice que si se le pone el final adecuado a las cosas, especialmente a las relaciones, las rupturas resultan mucho menos dolorosas.
– ¡Podría llamarlo! -dijo Lucy, con los ojos brillantes-. Quizás si se entera de lo dolida que estoy, vea cuál ha sido su error. Así se daría cuenta de que no debía de haberme dejado de ese modo.
– ¡Lucy, poner un final quiere decir eso, exactamente, poner un final, no empezar todo de nuevo! -le gritó Tess.
– Bien, ¿y cómo se supone que voy a poner un final si no puedo llamarlo y decirle que todo se ha terminado?
Tess se armó de paciencia.
– Se trata de un final simbólico: quemar sus cosas, por ejemplo.
– ¿Y es necesario que queme sus cosas? Me dio unos regalos estupendos. ¿Por qué debería quemarlos?
Tess suspiró.
– Entonces, olvidemos lo de quemar nada. Pero podemos pensar en otra cosa, darle un final adecuado a la historia.
– Lo que realmente me gustaría hacer sería quemar su casa… o hundir su precioso coche en la piscina… o pintar su perro de color verde.
– No se trata de cometer un crimen -le explicó Tess.
– No creo que pintar un perro de color verde sea un crimen. Más bien sería una mejora. Ese maldito chucho es feo como un demonio.
– Lucy, se trata de romper con él, no con su perro.
– Pues piensa en algo -dijo Lucy-. Tú eres la que siempre ha hecho los planes y eres mucho más creativa que yo.
– Yo no puedo planear eso por ti. No funcionaría.
– Sí, sí puedes. Confío en ti.
Tess consideró la idea durante unos segundos.
Suspiró.
– De acuerdo. Pero lo haré sólo si dejas de llorar, te marchas de mi habitación y me dejas dormir. Discutiremos todo esto mañana; cuando vuelva de la fiesta, ya se me ocurrirá algún plan.
El rostro de Lucy se iluminó.
– ¿Qué le vas a hacer? ¿Será doloroso? Debería de ser un poquito doloroso.
– No sé lo que vamos a hacer. Ya se me ocurrirá algo.
Tess estaba en una esquina de la amplia cocina, devorando con ansiedad la uña del dedo gordo de su mano derecha, mientras observaba con desesperación la nefasta actuación de los camareros.
Tess había intentado poner un poco de orden al caos existente, pero no lo había logrado. El jefe de camareros había desaparecido y los comensales aceptaban con resignación aquella situación por miedo a que una protesta acabara por tener consecuencias aún más negativas.
El problema había sido que su catering habitual estaba reservado para aquella noche y había tenido que recurrir a una empresa desconocida. Le gustaba conocer a sus proveedores, pero en aquella ocasión no había podido elegir.
Necesitaba encontrar al responsable de aquella catástrofe, para que pusiera fin a lo que, en breve, acabaría por ser su ruina.
Por fin, al otro lado de la cocina, divisó una figura vestida de blanco. Tess atravesó la estancia y llegó hasta él. Debía de ser el jefe de camareros.
– ¡Ya era hora de que apareciera! -le gritó. Tomó la chaqueta que llevaba en la mano y le puso una bandeja-. He pedido veinte camareros y me ha enviado dieciséis, pedí un supervisor de personal y usted lleva desaparecido ni se sabe el tiempo.
Tess levantó la vista y se encontró con sus ojos. La reprimenda se desvaneció en su boca y se fundió con una sonrisa encandilada. Nunca antes se había encontrado con un hombre tan guapo. Además, su sonrisa, a medio camino entre el encanto más devastador y humor más fino, era insoportablemente conquistadora.
– ¿Cómo se llama? -le preguntó y, rápidamente, se recordó a sí misma que no estaba bien flirtear con alguien que trabajaba para ella y que, además, estaba siendo un absoluto irresponsable.
– Mis amigos me llaman Drew. ¿Y su nombre?
Su voz era rica y profunda. Tess hizo lo que pudo para obviar la impertinencia de su gesto y su sonrisa.
– Pues bien, señor Drew, si tuviera alguna experiencia en el trabajo que hace, ya sabría que yo soy la mujer que lo ha contratado. Y también seré la mujer que hará de su vida un infierno si no se pone a dirigir al personal. No hay champán, los camareros son lentos y todo está lleno de platos sucios y servilletas usadas. Ahora, haga el favor de salir ahí y hacer su trabajo.
Tess señaló la puerta y él contuvo una carcajada.
– Me encantan las mujeres que saben lo que quieren -dijo y salió con la bandeja.
– Bueno, tal vez ahora podré relajarme un poco.
Pero su tiempo de asueto duró menos de tres minutos.
Pronto apareció Marceline Lavery, toda envuelta en perlas y diamantes. Marceline, ex miss Georgia, era la presidenta del comité directivo del museo de arte y la anfitriona de aquella fiesta benéfica.
– Señorita Ryan, ¿me concede un momento?
Tess se apresuró a atender a su cliente, una de las más antiguas y mejores que había tenido. Llevaba ya muchos años organizando fiestas benéficas para la señora Lavery, así como muchas de las que se daban en su mansión en Paces Ferry Road. Incluso se encargaba de la barbacoa Lavery, uno de los eventos sociales más importantes de Atlanta.
– ¿Hay algún problema?
Marceline se aclaró la garganta.
– Hay un miembro del comité directivo sirviendo canapés.
Tess se tapó la boca con la mano y contuvo su horror.
– ¡Cielo santo, señora Lavey! ¡Pensé que era… -sonrió, agarró la chaqueta del falso camarero y se dispuso a salir-. Yo me encargaré de deshacer el malentendido.
Sin esperar respuesta, se dirigió hacia la puerta y salió de la cocina.
Entre la multitud, divisó al atractivo hombre y su bandeja de canapés junto a una estatua. Estaba charlando con una atractiva rubia.
Se acercó a él.
– Yo me encargo de la bandeja, señor -le dijo mientras le quitaba la bandeja. Todo lo que esperaba era poder salir de allí discretamente y que el incidente quedara en una anécdota sin importancia.
Pero él decidió abandonar a la flamante rubia y seguirla.
Tess le lanzó una disimulada mirada de desconcierto.
– Ya puede volver a la fiesta. Su corta carrera como camarero ha terminado.
Él se rió y Tess se sintió aún más avergonzada. Lejos de sentirse ofendido, parecía realmente divertido por el incidente.
– Pues empezaba a gustarme. Estaba ansioso por qué me tocara la bandeja del champán.
Tess se volvió hacia él cuando ya habían llegado junto a la puerta de la cocina.
– Podría haberme dicho quién era.
Él hizo una mueca de descontento.
– ¿Y haber estropeado la diversión?
– Y, por cierto, ¿qué estaba haciendo en la cocina?
Su gesto se suavizó aún más.
– Acababa de llegar de un vuelo de trece horas y quería comer algo que no supiera a nevera. Además, en este tipo de eventos nunca da tiempo a comer. Todo el mundo insiste en hablar -agarró una copa de champán de la bandeja que llevaba uno de los camareros-. ¡Odio estas fiestas! Son terriblemente aburridas.
Tess tragó con dificultad.
– ¿Odia esta fiesta?
– No, odio las fiestas en general.
– Me alegra oír eso -afirmó ella-. Por un momento me he sentido terriblemente ofendida. Ahora, sólo me siento ligeramente molesta.
Él levantó las cejas en un gesto interrogante.
– Soy yo la que ha planeado esta fiesta: la comida, la decoración, la música -Tess se cambió de mano la bandeja y se la tendió a modo de presentación-. Soy Tess Ryan, de la empresa, La fiesta perfecta.
– Tess -repitió él-. Debía habérmelo imaginado. Bueno, me alegro de conocerte, Tess. Si me concedes un segundo, sacaré la pata del cubo de agua fría en que la acabo de meter y podemos empezar desde el principio otra vez.
Tess se rió. Incluso cuando estaba avergonzado aquel hombre era, sencillamente, encantador.
– ¿Se supone que acaba de pedirme disculpas, señor Drew?
– Llámame Drew sólo. Es mi nombre de pila. Y ya que nos estamos tuteando, tal vez te sea más fácil perdonarme por lo que acabo de decir.
– Te perdono sólo si tú me perdonas por haberte puesto una bandeja en la mano y haberte lanzado a la jaula de los leones.
– Hecho -respondió él y le estrechó la mano-. Y ahora, ¿por qué tú y yo no salimos de aquí y nos perdemos en algún lugar recóndito donde nos podamos ofender mutuamente sin ser perturbados.
Tess se rió nerviosamente. Por un momento, había pensado que la proposición iba en serio. Pero pronto se dio cuenta de que era parte del juego.
– Estoy trabajando, no me puedo escapar.
– Le explicaré a quien ostenta el poder que tienes un buen motivo -insistió él y miró hacia la señora Lavery.
– Pero si el poder eres tú -replicó Tess-. La señora Lavery me dijo que eres un miembro de la junta directiva. ¿Eres famoso? ¿O eres asquerosamente rico? Tienes que ser lo uno o lo otro.
Él le dio un sorbo a su champán.
– Ninguna de las dos cosas. Sólo me gusta el arte y me quedan bien el smoking.
Tess suspiró. No le cabía duda de que le debía quedar bien cualquier cosa. Sus hombros anchos, caderas estrechas y piel tostada eran sólo un cincuenta por ciento de su encanto. Su pelo, alborotado e informal, contrastaba con la prestancia de su figura engalanada, añadiendo aún más atractivo al conjunto.
– ¿Aceptarías, al menos, bailar una vez conmigo?
¿Hablaba en serio? ¿De verdad esperaba que saliera a la pista de baile con él? Después de todo, aquel hombre no podía encontrarla atractiva. Ella atraía sólo a hombres con serios problemas psicológicos o con esposas. Era su hermana Lucy la que atraía a hombres como aquel.
– Gracias, pero ya he pasado suficiente vergüenza como para añadir un capítulo más -respondió Tess. No sabía bailar… aunque, en brazos de un hombre así, cualquier mujer debía parecer hermosa y grácil. La idea de que sus brazos la rodearan, de que sus labios rozaran los de ella con suavidad la estremeció.
– ¿Es eso un sí? -preguntó él.
Lo miró sorprendida.
– ¡No! No puedo. Se supone que estoy trabajando. No estaría bien que la empresa organizadora disfrutara de las fiestas que le pagan por organizar.
– Pues no pienso admitir un no por respuesta -respondió Drew-. Si no podemos bailar aquí, encontraremos el lugar adecuado.
La agarró de la mano y juntos atravesaron la puerta de la cocina, pasaron la zona de camareros y salieron a la parte de atrás del museo.
Drew se detuvo junto a las basuras.
– ¿Mejor aquí?
Tess miró el escenario.
– Sin duda, ha habido un cambio… y el olor, bueno, podría ser peor.
El lugar era terrible, pero con aquel hombre, hasta el basurero podía resultar romántico.
– Quiero que sepas que eres la primera chica a la que traigo aquí -le susurró al oído.
– Me conmueve tu confesión -bromeó ella-., La mayoría de los hombres con los que salgo insisten en llevarme a maravillosos restaurantes y elegantes y clubes, pero esto…
– Tengo un armario para las escobas al que me gustaría llevarte para conocernos mejor…
Bailaron al compás de su silbido. Ninguno de los dos decía nada, pero había una mutua atracción que no tenía que explicarse con palabras. La magia del instante hacía que se olvidasen del olor y de los espectadores que, desde los ocultos rincones de sus ratoneras, observaban la escena.
Tess nunca había creído en el amor a primera vista. Jamás se había sentido atraída por un hombre desde el primer momento. Ni siquiera sabía el apellido de aquel Drew que tan prodigiosamente la guiaba al compás de una melodía desarticulada.
Pero no importaba nada. Apoyó la cabeza sobre su hombro y se dejó llevar.
Tal vez, fuera un psicópata… Considerando la suerte que tenía con los hombres, sería lo más probable.
De momento, prefería vivir la ilusión de que aquel hombre se sentía atraído por ella.
– Estuve a punto de no venir a esta fiesta -dijo él-. Me alegro de haberlo hecho.
Tess se apartó ligeramente y lo miró directamente a los ojos.
– Estoy perdida. No sé si me estás tomando el pelo o hablas en serio.
Drew dejó de bailar y le devolvió la mirada.
– Estoy hablando completamente en serio -respondió y se inclinó lentamente sobre ella.
Iba a besarla. Durante unos segundos quiso dejar que su destino se sellara solo. Pero, inevitablemente, comenzó a recapacitar sobre lo que estaba sucediendo. ¡Todo iba muy deprisa! Aquello era lo que le sucedía a Lucy continuamente… y sabía demasiado bien cuáles eran las nefastas consecuencias de ese tipo de juegos… ¡Era tan irracional! ¡Apenas si lo conocía!
– ¡Lo siento, tengo que volver a trabajar! -se apartó de él-. Gracias por haber sido tan comprensivo.
– ¿Comprensivo?
– Respecto a la confusión de la bandeja y todo eso -dijo ella-. Supongo que nos veremos en otra ocasión. Teniendo en cuenta que soy yo la que organiza muchas de estas fiestas y que tú sueles asistir a ellas…
– ¡Por supuesto que nos volveremos a ver! -dijo, mientras deslizaba los dedos por su brazo-. Puedes apostar lo que quieras.
Tess se ruborizó. ¡Era realmente sensual!
– Nunca apuesto -respondió ella y se dirigió hacia la puerta.
– Deberías hacerlo -él se cruzó de brazos-. Especialmente si sabes que tienes todas las posibilidades de ganar.
Al llegar a la cocina, Tess se detuvo unos segundos a respirar. Miró a su alrededor y trató de colocar las piezas de aquel rompecabezas en su sitio.
Estaba malinterpretando los signos. Su atención no era genuino interés.
Aquel hombre era un conquistador nato: rico, guapo, seguramente siempre rodeado de hermosas mujeres. Para él lo sucedido no había sido más que un modo de pasar el rato en una fiesta aburrida.
Agarró un trozo de apio con queso de una bandeja y le pegó un sonoro mordisco. Había hecho bien en confiar en sus instintos. No había hecho más que jugar con ella. Si le hubiera dejado, habrían acabado en la habitación de algún hotel, habrían hecho el amor apasionadamente y él habría desaparecido a la mañana siguiente.
Tess suspiró. Esa era la historia de la vida de su hermana y no le gustaba. Pero, de algún modo, lo sucedido aquella noche hacía que comprendiera a Lucy. Era francamente difícil resistirse a los encantos de hombres como aquel.