Capítulo 7

El tráfico era intenso en Atlanta a aquella hora de la tarde. El sol estaba ya bajo y Tess tenía dificultades para ver los números de la calle.

Drew había llamado y le había dejado el mensaje de que quedaban para cenar a las seis. No había dado ninguna explicación, pero le había dejado aquella dirección y cierta sensación de urgencia.

Tess se frotó los ojos y bostezó, mientras esperaba a que el semáforo se pusiera verde.

El día en que lograra deshacer aquel lío en que se había metido, podría dormir tranquila al fin.

A la situación complicada que ya vivían, se había unido el miedo a que Drew tratara de vengarse contra el inocente Lubich. Eso la había obligado a mantenerse alerta y a salir con Drew todas las noches. O, al menos, eso quería creer ella.

La verdad era que, en los últimos días, Drew no había vuelto a mencionar jamás sus planes de venganza. Muy al contrario, había desplegado magistralmente toda su simpatía, la había llevado a maravillosos restaurantes, un concierto, un club de jazz y a ver una película romántica. Después un café y largos besos de despedida que la dejaban anhelando lo que no podía tener.

Generalmente, se encontraban en algún lugar próximo a la oficina de él y se despedían en el coche. Pero seguro que pronto cambiaría eso. Drew le pediría en algún momento ir a su casa o, incluso, conocer algún detalle más sobre su vida personal.

Tess sabía que el día en que eso ocurriera se vería forzada a decirle toda la verdad, con las consecuencias que podría conllevar eso. Hasta entonces, estaba dispuesta a disfrutar de lo que tenía.

A pesar de todo, Tess no sabía cuánto tiempo podría seguir con aquella farsa.

Durante el día, mientras trabajaba, se preguntaba qué nueva trampa habría estado tramando su hermana. Aunque había estado intentando convencerla de que ya había hecho bastante, con Lucy nunca se podía estar segura de nada.

Por otro lado, estaba aquel investigador privado y la preocupación de que no descubriera a su hermana antes de haber conseguido ella reunir el valor suficiente para contarle la verdad.

Sin embargo, cuando estaba con él, no podía pensar en otra cosa que no fueran sus besos.

– Tarde o temprano habrá una catástrofe -se dijo, mientras trataba de encontrar el edificio.

Volvió a mirar la dirección. Pero no había ningún número par en aquella manzana, con la excepción de un bloque en construcción que había al final de la calle.

Decidió aparcar allí y preguntar.

Pero, nada más detenerse, vio un cartel: Denham Plaza, Wyatt & Associates.

Aquel debía de ser el lugar. Pero, ¿cómo iba a encontrarlo allí? Había muchos hombres y mucha maquinaria por todos lados, pero ni signos de Drew.

Bajó del coche, traspasó la valla que estaba cerrada por una cadena y vio a un grupo de obreros con sus cascos.

La miraron de arriba abajo. ¡Oh, no! Tendría que aguantar sus impertinentes silbidos…

A pesar de todo, se aproximó y, cuál fue su sorpresa, cuando el más alto de todos salió a su encuentro.

Ella se quedó paralizada, preguntándose que podría querer aquel tipo. Parecía más un rinoceronte de dos patas que algo perteneciente a la especie humana.

– ¿Señorita Ryan? -le dijo amablemente.

Tess parpadeó. No se lo esperaba.

– Sí -dijo con voz indecisa.

El hombre esbozó una sonrisa.

– Soy Ed, el capataz. El señor Ryan nos ha pedido que la llevemos con él.

Tess miró al grupo de cinco hombres.

– ¿Todos juntos?

Ed asintió.

– Así nos cercioraremos de que no le pasa nada -le dio un casco, en el que se había escrito el nombre de Tess-. Se tiene que poner esto, señorita, y la llevaremos arriba.

Tess miró el casco confusa, luego miró a Ed, que la observaba con su sonrisa atontada y sus quinientos kilos de músculo y carne.

Ella asintió y se lo puso.

– Vamos -les dijo.

Ed miró al hombre que tenía el nombre de Rudy escrito en el casco.

– Espere un segundo, señorita.

Rudy se acercó y le tendió un ramo de flores.

Tess lo recogió y sonrió.

– Muchas gracias, Rudy. Son preciosas.

El hombre se ruborizó.

– No son mías, son de parte del señor Wyatt.

– Lo sé -respondió ella-. Pero, de todos modos, gracias.

Los cinco hombres la escoltaron hasta el montacargas. Ed abrió la puerta y todos entraron.

Ella dudó.

– Es un ascensor -le aclaró Rudy-. Sé que tiene un aspecto un poco aterrador, pero no se preocupe, está a salvo con nosotros.

Tess tomó aire y se metió dentro. Pronto, el montacargas comenzó a subir a una velocidad inesperada. Los primeros diez pisos fueron soportables, pero, a partir del piso once, comenzó a hacerse insufrible el pánico: veinte, treinta, cuarenta… Finalmente, se detuvo en el piso cincuenta y cinco.

Ed abrió la puerta.

El edificio tenía suelo, pero no paredes y era impresionante ver toda la ciudad desde un esqueleto de semejante altura.

Tardó unos segundos en decidirse a salir de allí. Pero el capataz salió primero y le tendió una mano que no pudo rechazar.

La condujo hasta un rincón, donde lo primero que vio fue un picnic cuidadosamente preparado en el suelo. De pie, junto a la comida, estaba Drew.

– Gracias, Ed -le dijo-. Yo me encargo de ella ya.

El hombre se metió en el montacargas en el que esperaban los otros cinco y los dejaron solos.

Drew tomó su mano y le ofreció asiento demasiado cerca del borde para su gusto. Pero no dijo nada.

– ¿Vamos a cenar aquí?

– Se ve la mejor puesta de sol de toda la ciudad de Atlanta.

– No me gustan las alturas -dijo ella.

– Yo velaré por tu seguridad. No te preocupes -le respondió-. Además, he elegido este lugar a propósito. No quería que te me pudieras escapar esta vez en cuánto intentara tener contigo una conversación seria. Porque eso es exactamente lo que vamos a tener: una conversación seria.

Tess se quedó lívida. Ya estaba, aquel era el fin. Drew lo sabía todo. Extendió la mano y agarró la copa de vino que le estaba ofreciendo.

¿Cómo pensaba hacerlo? ¿Se lo diría rápidamente o la torturaría? ¡Era un hombre cruel, pues la había llevado hasta un lugar del que no podía escapar!

– Sé exactamente para qué me has traído aquí -se adelantó ella.

Drew frunció el ceño.

– ¿Lo sabes?

– Vamos, empieza ya. No tengo miedo de oír lo que tienes que decirme. De hecho, agradeceré que me lo digas cuanto antes. Llevo mucho tiempo esperándolo y…

– ¿Has terminado? Me gustaría poder decir algo…

Tess se quedó muda y bajó los ojos.

– Adelante.

– No tengo ni idea de qué crees que voy a decirte, pero te he traído aquí para hablar sobre nuestro futuro.

Tess alzó la vista rápidamente.

– ¿Futuro?

– Sí, nuestro futuro. Qué va a ocurrir el mes que viene, el año que viene, durante nuestra vida…

Tess sintió que el corazón le latía emocionado.

– ¿Crees que tenemos un futuro juntos?

– ¿Para ti no es evidente, Tess? Yo no puedo pensar en otra cosa.

Tess se quedó en silencio. ¿Cómo podían tener un futuro juntos cuando había tantas mentiras de por medio?

Todo cuanto habían compartido había sido fundado sobre la base de la mentira.

– Las cosas van muy deprisa.

– Exactamente por eso creo que necesitamos tiempo para conocernos más. Necesito conocer a tus amigos, a tu familia, ver dónde vives. También creo que tú deberías conocer a mis padres. Vendrán a la ciudad el mes que viene.

– ¿Tus padres? -Tess se revolvió alarmada.

Aquello no era lo que esperaba, pero era mucho peor. Después de todo, habría sido más conveniente que, de una vez por todas, todo saliera a la luz.

Drew suspiró y se quitó el casco.

– ¿Crees que estoy equivocado, Tess? Estos últimos días he sentido que pertenecíamos el uno al otro, nos llevamos bien y nos atraemos. ¿Cuál es el problema? ¿Soy yo? ¿Es que hay otro hombre? ¿Por qué no quieres reconocer que podríamos construir un futuro juntos?

– Sí puedo -se apresuró a decir ella. Cerró los ojos y trató de calmarse-. Pero todo es tan complicado. No tengo experiencia en este tipo de cosas.

– Tess, no se trata de enviar un cohete a la luna, ni de resolver un problema de física cuántica. Sólo se trata de que escuches a tu corazón. ¿Qué te dice?

– Que se siente bien -le dijo, sin más matices.

Bien… ¿qué era bien? Estaba bien a su lado, pero no estaba bien que estuviera a su lado… Todo era confuso y aún no estaba preparada para decirle la verdad.

Sin embargo, si él insistía en iniciar aquella nueva fase de la relación, acabaría por descubrirlo todo. En el momento en que fuera a su casa… ¡Su casa! Realmente, en dos meses, él debía de haber ido alguna vez a su casa. Y Lucy, ¿no le habría contado que tenía una hermana y que se llamaba Tess? ¿Cómo era que no había relacionado a Lucy Ryan con Tess Ryan? Era cierto que a Lucy le gustaba usar sus apellidos de casada… Tal vez, no sabía que era otra Ryan…

– ¿Tess?

Ella se sobresaltó.

– ¿Qué?

– Pareces estar a miles de kilómetros de distancia de aquí. ¿Estás bien?

– Sí… es que estoy hambrienta -le dijo-. ¿Qué tal si comemos?

– ¿Me prometes pensarte lo que te he dicho? -le preguntó él, se acercó a ella y le agarró la mano. Comenzó a acariciarle el dorso de la muñeca.

– Sí -murmuró Tess y dio un largo sorbo a su vino-. Pensaré sobre ello, te lo prometo.

Tess vio su sonrisa con desazón. Había llegado la hora de contarle toda la verdad, y de acabar con una relación que nunca había empezado.


El montacargas descendía a una velocidad considerable y Tess se agarraba con rabia a la mano de Drew.

– Es muy seguro, Tess, no te preocupes.

La miró fijamente. Había soñado con aquel rostro cada noche desde su primer encuentro. Había fantaseado sobre su cuerpo delgado y dúctil. ¿Qué le hacía?, ¿cómo se las había arreglado para cautivarlo de ese modo?

Un observador objetivo habría asegurado que, a Tess Ryan, le importaba un rábano Drew Wyatt. Pero Drew estaba convencido de que, bajo aquella apariencia de frialdad, se ocultaba algo.

Iba a conseguir que sus sentimientos salieran a la luz, costara lo que costara. Por eso, había decidido darle un pequeño empujoncillo. Tarde o temprano acabaría por confesar.

Le dolía no poder confiar en aquella mujer por la que sentía algo irremediable.

Pero, tal vez, había cejado en su intento de vengarse, se había ido enamorando poco a poco de él y ya no quedaba ni rastro de sus antiguos propósitos.

No obstante, lo mortificaba la idea de que Tess hubiera entrado en su vida intencionalmente y con la sola idea de hacerlo daño. ¿Sería eso posible?

Fuera lo que fuera, si ella podía perdonarlo por lo que le estaba haciendo, él también sabría perdonar.

El ascensor se detuvo bruscamente. Ya estaban en la planta baja.

Drew abrió la puerta y juntos salieron en dirección a la calle.

– ¿Pensarás sobre lo que te he dicho?

– Sí, lo haré -le dijo.

Drew se tensó al oír su tono frío y distante. ¿Por qué no podía decirle, simplemente, que sentía algo por él? Drew se había pasado las últimas semanas confesándole su interés, haciendo todo lo que estaba en su mano por hacerle ver que estaba junto a ella. La frustración se adueñó de él.

– Por cierto, se me había olvidado mencionarte que ya he tramado mi pequeña venganza contra Lubich.

– ¿Lo has hecho? -preguntó ella, incapaz de ocultar su ofuscación.

– Pasado mañana la revista Architectural Digest va a ir a su casa a tomar unas fotos, para un artículo sobre las excelencias de su diseño. Pero se van a encontrar con quinientos amigos de plástico plantados delante de la fachada. Los fotógrafos van a llegar al número doscientos veintisiete de Compton Court y no van a poder hacer nada. Espero que Lubich reciba así su merecido.

Tess lo miró boquiabierta, con la mente en blanco durante unos segundos. Luego asintió.

– Me tengo que ir -dijo, aún ausente.

Sin más, echó a andar hasta llegar a su coche.

Al ver el coche alejarse, sin ni tan siquiera un pequeño saludo de despedida, Drew dio una patada al suelo.

Si aquello no funcionaba, nada lo haría. Aquella era la última oportunidad que le daba a Tess Ryan.

Sólo le quedaba esperar que Tess hubiera tomado buena nota de la dirección y no se le ocurriera mirarla en la guía de teléfonos.

Respecto a Kip Carpenter, el verdadero dueño de la casa del doscientos veintisiete de Compton Court y abogado de Drew, sólo le quedaba resignarse. Pero, al fin y al cabo, era un buen amigo y sabría tomarse con filosofía el aterrizaje de los quinientos flamencos de plástico. Después de todo, Tess no tardaría en despejar su jardín, si las cosas iban como era de esperar.

– Será mejor que esta vez mi plan funcione, Tess, porque ya no tengo más cartas debajo de la manga y te echaría mucho de menos.


– ¡Qué voy a hacer para quitar tantos flamencos en tan poco tiempo! -dijo Tess, mientras lanzaba otra de las pequeñas piezas de plástico al camión de alquiler.

Había corrido hasta allí con la vana esperanza de haberse encontrado a los de la empresa de flamencos y haberles podido convencer con una notable cantidad de dinero de que no descargaran el material.

Pero una reunión la había retenido más de la cuenta.

Con un poco de suerte, sería capaz de apilar todos los flamencos en el camión antes de que amaneciera.

De ahí, se dirigiría a casa de Drew y le confesaría todo. Había tomado la decisión en el instante mismo en que Drew le había contado su venganza contra Lubich, que dicho de paso, le había parecido bastante imaginativa.

De hecho, había intentado quedar con él al día siguiente, pero no había sido capaz de localizarlo. Lo que había implicado un día entero de sopesar los pros y los contras de la tan complicada confesión.

El dilema era elegir entre Drew o Lucy. Y, en cualquier caso, lo más seguro era que perdiera a ambos.

Así que, sencillamente, optó por evitar la catástrofe inmediata, alquiló un camión y se dispuso a quitar los animalillos sintéticos.

Después de dos horas largas, por fin echó al camión el último testigo de sus involuntarios despropósitos, cerró la puerta y sintió ganas de irse a casa a dormir. No había logrado conciliar el sueño desde su primer encuentro con Drew Wyatt.

Pero tenía algo que hacer y no podía dejar de enfrentarse a su destino esta vez.

Puso rumbo a la casa de Drew.

Primero le pediría disculpas por lo sucedido. Luego, le confesaría lo que sentía por él. Continuaría con un somero resumen de la catastrófica vida sentimental de su hermana y le explicaría la necesidad que había sentido de ayudarla.

Finalmente, le contaría con detalle el por qué de todas sus acciones y esperaría a que él sonriera y la abrazara. La perdonaría y pasarían juntos el resto de la noche.

Tan metida estaba en esos pensamientos que casi no se dio cuenta de que ya había llegado a la casa de Drew.

Se detuvo ante la reja, pulsó el código secreto y condujo hasta la puerta de su casa.

Aparcó el camión, se bajó y llamó al timbre.

Pocos minutos después, se encendió la luz del recibidor y la puerta se abrió, dejando ver a Drew vestido sólo con unos calzoncillos.

Tess se quedó sin respiración al verlo medio desnudo.

Él se frotó los ojos.

– ¿Tess? ¿Qué estás haciendo aquí?

– Tenemos que hablar -le dijo. Apartó la mirada de su fornido torso y entró en la casa sin ser invitada.

– Pero si son las cuatro de la mañana -le dijo Drew, mientras la seguía-. ¿No podrías haber esperado tres o cuatro horas?

Tess atravesó el recibidor y la cocina y llegó a un pequeño cuarto de estar,situado en la parte trasera, en el que había un sofá. Aquel era el lugar adecuado.

Se dejó caer, se cubrió los ojos con el brazo y esperó a que él se uniera a ella. Pocos segundos después, así lo hizo. Podía sentir el calor de su cuerpo desnudo, el aroma de su piel varonil.

Tess juntó las manos y las apretó con fuerza, para poder vencer a la tentación de tocarlo. Habría deseado tenerlo entre sus brazos, sentir la tersura de sus músculos. Sería tan fácil dejarse llevar, sumergirse en el placer con él y olvidarse de todo.

Drew tomó la mano que cubría sus ojos y trató de liberar su mirada.

– ¡No! -le rogó ella.

– De acuerdo -Drew deslizó los dedos por su brazo-. Te escucho.

Su voz era como un bálsamo. De pronto, se sintió exhausta, agotada. Ya no podía pensar, ni hablar.

Si trataba de tocarla otra vez, no podría resistirse más, sería suya en cuerpo y alma para siempre. La idea de hacer el amor con Drew Wyatt la llenó de deseo. Si abría los ojos y lo miraba, estaría perdida.

– ¿Tess?

– Dame un segundo -le rogó. Una dura batalla estaba teniendo lugar dentro de ella.

Tess respiró profundamente, mientras esperaba a que las palabras oportunas le vinieran a la boca.

Pasaron los segundos, luego los minutos. Por fin, la abrazó.

Lo único que no recordaría sería cómo se quedó dormida.

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