Saxon torció el gesto cuando Anna le contó que Harold había fallecido. Ella había esperado que se negara a escuchar lo que había averiguado sobre los Bradley, pero no había sido así. No obstante, si sentía curiosidad lo estaba ocultando muy bien porque no hacía pregunta alguna. Fue la noticia de la muerte de Harold lo que despertó su interés, aunque de mala gana.
– ¿Y Emmeline sigue viviendo sola en la misma casa?
– Parece tener buena salud. Lloró cuando supo que yo te conocía. Deberías ir a verla.
– No.
– ¿Por qué no?
Anna notó que él se iba encerrando en su fortaleza. Extendió una mano y le agarró una de las suyas.
– No voy a dejar que me dejes sola. Te amo y estamos metidos en esto juntos -afirmó-. Si yo tuviera un problema, ¿me ayudarías o dejarías que me ocupara de él yo sola?
– Me ocuparía de ti -respondió, apretando la mano de Anna-, pero yo no tengo ningún problema.
– Pues yo creo que sí.
– Y tú estás decidida a ayudarme tanto si yo creo que existe como si no. ¿Es eso?
– Efectivamente. Así es como funcionan las relaciones. Las personas se meten en los asuntos de sus seres queridos porque se preocupan por ellos.
Lo que en el pasado le hubiera parecido una intolerable intromisión en su intimidad le hacía sentirse molesto, pero seguro a la vez. Anna tenía razón. Así era como funcionaban las relaciones. Lo había visto muchas veces, aunque aquella vez era la primera que lo experimentaba. De algún modo, su acuerdo se había convertido en una relación, llena de complicaciones, demandas y obligaciones, pero Saxon no la cambiaría por nada. Por primera vez en su vida, se sentía aceptado como realmente era. Anna lo sabía todo sobre él y, a pesar de todo, no lo había abandonado.
Presa de un repentino impulso, se la colocó encima del regazo para poder mirarla al rostro mientras hablaban.
– No fueron unos momentos muy buenos de mi vida. No quiero recordar nada de todo aquello dijo.
– El modo en el que tú lo recuerdas está distorsionado por todo lo que te había ocurrido antes. Crees que los Bradley se mostraron fríos y resentidos contigo porque tú no eras su hijo, pero eso no era lo que los dos sentían.
– Anna, yo viví todo aquello…
– Tú no eras más que un muchacho asustado. ¿No crees que fuera posible que estuvieras tan acostumbrado al rechazo que lo esperaras, que lo vieras sin que existiera de verdad?
– ¿Acaso te has convertido ahora en psiquiatra aficionado?
– Para razonar no hace falta un título -dijo ella, inclinándose después sobre él para darle un rápido beso en los labios-. Esa mujer estuvo mucho tiempo hablándome sobre ti.
– Y ahora tú te crees que eres una experta.
– En ti, sí. Llevo años estudiándote, desde el momento en el que empecé a trabajar para ti.
– Te pones muy guapa cuando te enfadas -dijo él. De repente, le estaba empezando a gustar aquella conversación.
– En ese caso, me voy a poner todavía más guapa -le advirtió Anna.
– Podré superarlo.
– ¿Eso es lo que crees, fortachón?
– Claro que sí -replicó Saxon. Entonces, le colocó las manos sobre las caderas y comenzó a movérselas muy sugerentemente-. Estoy seguro de ello…
– No intentes distraerme -susurró ella, tras cerrar un momento los ojos.
– No lo estaba intentando.
No. Lo estaba consiguiendo sin esfuerzo alguno. A ella le faltaba mucho para convencerlo, por lo que trató de ponerse de pie. Sin embargo, Saxon la agarró con fuerza y la mantuvo sentada en su regazo.
– Permanece donde estás -le ordenó.
– No podemos hablar en esta postura. Tú empiezas a pensar en el sexo y ya sabes adonde nos va a llevar eso…
– Seguramente terminaremos sentados aquí en el sofá. No sería la primera vez…
– Saxon, ¿te importaría tomarte esto en serio?
– Te aseguro que me lo estoy tomando todo muy en serio. Lo de Emmeline y lo de esta postura. Sin embargo, no quiero volver. No quiero recordar.
– Esa mujer te adora. Dijo que eras «su niño» y afirmó que nuestro hijo sería su nieto.
– ¿Que dijo qué? -preguntó, sorprendido.
– Deberías hablar con ella. Tus recuerdos no son exactos. Ellos comprendieron que tenías miedo de que los adultos se te acercaran por los abusos a los que habías sido sometido y por eso no lo intentaron contigo. Pensaron que te estaban haciendo la vida más fácil.
Saxon la miró muy sorprendido a medida que los recuerdos parecieron acudir a su mente.
– ¿Querías que ellos te abrazaran? -le preguntó Anna-. ¿Se lo habrías permitido?
– No -admitió él-. No lo habría soportado. Incluso cuando empecé a tener relaciones sexuales en la universidad, no quería que la chica en cuestión me abrazara. No fue hasta que…
Se interrumpió. Hasta que conoció a Anna no había querido que ninguna mujer lo rodeara con sus brazos. Fue ella la que lo empujó a desear abrazar a una mujer y dejarse abrazar por ella. Con todas las otras mujeres, Saxon se había encargado de sujetarles las manos por encima de la cabeza o se había encontrado de rodillas fuera de su alcance. Sin embargo, con todas esas mujeres sólo había tenido sexo. Con Anna, desde el principio, había sido hacer el amor. Desgraciadamente, había tardado dos años en darse cuenta.
Efectivamente, jamás hubiera permitido que Emmeline o Harold lo abrazaran, y ellos lo habían comprendido. ¿Tendría razón Anna al decirle que sus recuerdos se habían visto distorsionados por las experiencias anteriores? Tal vez las palizas y todos los abusos sufridos en los anteriores hogares de acogida lo habían condicionado a la hora de esperar rechazo en todos los adultos que conocía. Su corta edad no le había permitido comprenderlo.
– ¿Crees que podrás seguir con tu vida sin estar plenamente seguro de ello?
– Estoy tratando de seguir con mi vida, Anna. Estoy tratando de construirme una vida y dejar escapar el pasado. Dios sabe que llevo muchos años haciéndolo. Ahora que por fin lo he conseguido, ¿por qué debo escarbar en ello de nuevo?
– Porque no puedes olvidarlo. Tu pasado te ha convertido en el hombre que eres. Emmeline te adora y, en estos momentos, está sola en el mundo. No se quejó de que tú te hubieras marchado hace más de veinte años y que jamás hubieras vuelto a verla. Sólo quería saber que te encontrabas bien y se sintió muy orgullosa al conocer hasta dónde habías llegado en la vida.
Saxon cerró los ojos y pensó en Emmeline. No quería ni imaginarse que ella se hubiera pasado veinte años preocupándose por él, preguntándose qué era de su vida. Nadie se había preocupado antes por él, por lo que aquella posibilidad jamás se le había pasado por la cabeza. Lo único que había deseado era olvidarse por completo del pasado y no mirar nunca atrás. Sin embargo, Anna parecía pensar justamente lo contrario. Parecía tener la opinión de que el paisaje de la vida cambia cuando uno lo ha dejado atrás. Tal vez tenía razón. Tal vez todo le parecería completamente diferente.
De repente, todo le quedó muy claro. No quería volver atrás. Quería que Anna se casara con él y Anna quería que él fuera a ver a Emmeline. Inmediatamente, supo muy bien lo que tenía que hacer.
– Está bien. Volveré, pero con una condición.
– Tú dirás. ¿De qué se trata?
– Que accedas a casarte conmigo. Haré lo que haga falta para tenerte. No puedo perderte. Ya lo sabes, Anna.
– No vas a perderme.
– Lo quiero firmado, sellado y registrado en el juzgado del condado. Quiero que seas mi esposa y yo quiero ser tu esposo. Quiero ser el padre de nuestros hijos -afirmó, con una sonrisa-. De este modo, podré compensar mi terrible infancia y darles a mis hijos algo mucho mejor y poder disfrutar de una verdadera infancia a través de ellos.
De todas las cosas que Saxon podría haberle dicho, aquélla llegó directamente al corazón de Anna. Ocultó el rostro contra el cuello de Saxon para que él no pudiera ver las lágrimas que le llenaban los ojos. Entonces, tragó saliva varias veces para poder hablar con normalidad.
– Muy bien -dijo-. Ya tienes esposa.
No podían ir a Fort Morgan inmediatamente por los compromisos de negocios que Saxon tenía. Tras mirar al calendario, Anna sonrió e hicieron planes para ir al domingo siguiente. A continuación, llamó a Emmeline para decírselo. El carácter de la anciana no solía permitirle muchos arrebatos de entusiasmo, pero Anna notó que su voz estaba llena de alegría.
Cuando por fin llegó el día, se pusieron en camino. A medida que iban acercándose a Fort Morgan, Saxon se notaba cada vez más tenso. Había estado en familias de acogida por todo el estado, pero en Fort Morgan había pasado más tiempo que en ningún otro lugar, por lo que sus recuerdos eran más numerosos. Recordaba perfectamente todos los detalles de la vieja casa, los muebles, las fotografías y los libros, a Emmeline en la cocina… Recordaba que su madre de acogida era muy buena cocinera y que solía preparar un pastel de manzana que resultaba casi pecaminoso. Se habría dado buenos atracones de aquel pastel si no hubiera tenido siempre la terrible sensación de que le quitaban las cosas que le gustaba. Por eso, siempre se había limitado a una única porción y se había obligado a no mostrar entusiasmo alguno. Se acordaba de que Emmeline realizaba muchos pasteles de manzana.
Realizó el trayecto a la casa sin dificultad. Cuando aparcó el coche, sintió una fuerte opresión en el pecho hasta que sintió que estaba a punto de asfixiarse. Era como si se viera atrapado en el tiempo y hubiera vuelto veinte años atrás para encontrar que nada había cambiado. La casa, a pesar de estar más vieja, seguía estando pintada de blanco y el jardín tan primoroso como siempre. Emmeline, que estaba esperándolos en el porche, seguía siendo alta y delgada y, como entonces, tenía un gesto severo en el rostro.
Saxon abrió la puerta del coche y salió. Sin esperar a que él le abriera la puerta, Anna hizo lo mismo pero no realizó ademán alguno de acercarse a él.
De repente, Saxon sintió que no podía moverse. Miró a la mujer que no había visto hacía veinte años. Era la única madre que había conocido. Le dolía el pecho y casi no podía respirar. Jamás se había imaginado que pudiera ser así, pero, de repente, se sintió de nuevo como si tuviera doce años y llegara a aquella casa por primera vez con la esperanza de que fuera mejor que las anteriores, aunque en realidad esperaba más de lo mismo. Emmeline lo había estado esperando también en el porche y, cuando Saxon miró su severo rostro, sintió sólo rechazo y miedo. Temió mojarse los pantalones, pero no lo hizo. Decidió que lo mejor era encerrarse en sí mismo, protegerse del único modo que conocía.
Emmeline bajó los escalones. No llevaba puesto un delantal, sino que se había puesto uno de sus vestidos de los domingos. Por costumbre, se estaba limpiando las manos en la falda. Se detuvo y observó al poderoso y alto hombre que acababa de descender del vehículo y que la estaba observando desde la acera. Se había convertido en un hombre muy guapo, algo que ella siempre había sospechado. Sin embargo, la expresión que tenía en los hermosos ojos verdes era la misma que hacía veinticinco años, cuando la asistente social lo llevó a aquella casa, asustado y desesperado. Emmeline sabía que, como entonces, no se acercaría más a la casa, pero en esta ocasión no contaba con la ayuda de la asistente social para que lo llevara hasta el porche.
Lentamente, el rostro de la anciana esbozó una sonrisa. Entonces, Emmeline bajó los escalones para recibir a su hijo, con la boca temblorosa, las lágrimas cayéndole por las mejillas y los brazos extendidos. No dejó nunca de sonreír.
Saxon sintió que algo se rompía en su interior y él también se rompió. No había llorado desde que era un niño, pero Emmeline había sido su única ancla hasta que conoció a Anna. Con dos largos pasos se encontró con ella en medio de la acera y la estrechó entre sus brazos. Entonces, Saxon Malone empezó a llorar. Emmeline lo abrazó y lo estrechó contra su cuerpo todo lo que pudo mientras no dejaba de susurrar:
– Mi niño… mi niño…
En medio de la escena, Saxon se volvió hacia Anna y extendió la mano. Ella echó a correr y se lanzó a sus brazos. Saxon estrechó contra su cuerpo a las dos mujeres a las que amaba.
Era doce de mayo. Día de la Madre.