Capítulo Dos

A la mañana siguiente, Saxon se despertó muy temprano. Permaneció tumbado en la cama, bañado por la tenue luz del alba, aunque le resultaba imposible dormir por la tensión que le había provocado la pregunta que Anna le había hecho la noche anterior. Durante unos terroríficos instantes, había visto cómo su vida cambiaba por completo a su alrededor hasta que Anna le había sonreído y le había dicho suavemente:

– No. Jamás trataría de obligarte a que te casaras conmigo. Sólo era una pregunta.

Ella seguía durmiendo, con la cabeza apoyada sobre el hombro de Saxon, cubierta por su brazo. Desde el principio, a Saxon le había resultado imposible dormir a menos que Anna estuviera a su lado. Había dormido solo durante toda la vida, pero cuando Anna se convirtió en su amante, había descubierto que volver a dormir solo le resultaba prácticamente imposible.

La situación estaba empeorando. Los viajes de negocios jamás le habían preocupado antes. De hecho, más bien había disfrutado con ellos, pero, en los últimos tiempos, le habían empezado a irritar profundamente. Aquel último viaje había sido el peor.

Los retrasos y los problemas no habían sido nada fuera de lo normal, pero lo que una vez había dado por sentado le molestaba al máximo en aquellos momentos. El retraso de un vuelo podía provocarle una ira irrefrenable. Un plano perdido era suficiente para despedir a alguien. Además, no había podido dormir. Los ruidos del hotel y la cama le habían irritado especialmente, aunque seguramente no se habría dado cuenta de nada si Anna hubiera estado a su lado. Esa reflexión había sido más que suficiente para provocarle sudores fríos por todo el cuerpo, pero, además de eso, había sentido una imperiosa necesidad de regresar a Denver, a Anna. Hasta que no la tuvo debajo de él en la cama y sintió el cálido contacto de su cuerpo, no pudo relajarse.

En cuanto entró por la puerta del apartamento, sintió que el deseo se apoderaba de él. Anna lo miró y sonrió como siempre. Sus ojos oscuros se mostraban tranquilos y serenos, pero provocaron en él una profunda necesidad sexual.

Atravesar aquella puerta había sido como entrar en un santuario. Ella le había servido una copa y se había acercado a él. Cuando Saxon olió el aroma que desprendía la piel de Anna, el mismo que siempre estaba prendido en sus sábanas, la ferocidad de su deseo había sido casi insoportable.

Anna. Saxon había notado su serenidad, su femenino aroma desde que la contrató como secretaria. La había deseado desde aquel mismo instante, pero había decidido controlar sus impulsos sexuales porque ni quería ni necesitaba aquella clase de complicación en su lugar de trabajo. Sin embargo, poco a poco, el deseo se había ido haciendo cada vez más fuerte hasta convertirse en una necesidad insoportable que lo devoraba día y noche. Poco a poco, su autocontrol empezó a flaquear.

Anna era como miel para Saxon y él se moría por saborearla. Tenía una sedosa melena de color castaño claro con reflejos rubios y unos ojos de color chocolate. No era una mujer llamativa, pero resultaba tan agradable mirarla que la gente se volvía constantemente a su paso. Aquellos ojos castaños se mostraban siempre tranquilos, cálidos, amables…

Al final, Saxon no había podido seguir resistiéndose. El frenesí de aquella primera noche aún le sorprendía porque, hasta aquel momento, Saxon no había perdido nunca el control. Sin embargo, con Anna se había dejado llevar, viéndose arrastrado a las profundidades de aquellos cálidos ojos. En ocasiones, le daba la impresión de que jamás había logrado recuperar el control que había perdido aquella noche.

Jamás había permitido que nadie se le acercara de aquel modo, pero, después de aquella primera noche, no había podido olvidarse de Anna como lo había hecho del resto de las mujeres con las que había estado. Reconocer algo tan sencillo le aterrorizaba. El único modo en el que había podido controlarlo había sido separándola de las otras partes de su vida. Ella podría ser su amante, pero nada más.

No podía permitir que ella le importara. Aún mantenía la guardia para que ella no se acercara demasiado. Si lo hacía, Anna podría destruirlo. Ninguna otra mujer había amenazado sus defensas de aquel modo, por lo que, en ocasiones, sentía deseos de marcharse y de no regresar nunca más, de no volver a verla, pero no podía hacerlo. La necesitaba desesperadamente, pero tenía que esforzarse constantemente para que ella no se diera cuenta.

El acuerdo al que habían llegado le permitía dormir con ella toda las noches y perderse una y otra vez en su cálido y maravilloso cuerpo. En la cama, podía besarla y acariciarla, envolverse en ella. En la cama podía saciarse de su miel, calmar la necesidad que tenía de tocarla, de abrazarla. En la cama, ella se aferraba a Saxon con abandono, haciendo todo lo que él quería y acariciándolo con un descaro y una ternura que lo volvían loco. Cuando estaban juntos en la cama, parecía que ella no podía dejar nunca de tocarlo y, muy a su pesar, Saxon gozaba con ello.

Sin embargo, a pesar de todo lo que habían vivido juntos en aquellos dos últimos años, Saxon conocía muy poco de la vida de ella. Anna no bombardeaba a nadie con detalles de su pasado o de su presente y él no le había preguntado nada porque, al hacerlo, le estaría dando el mismo derecho a ella para preguntarle a él sobre su vida, algo sobre lo que Saxon prácticamente ni pensaba.

Sabía los años que ella tenía, dónde había nacido, dónde había estudiado, su número de la Seguridad Social, sus anteriores trabajos… todos los detalles que aparecían en su currículum. Sabía que era una persona concienzuda, detallista y amante de una vida tranquila. Raramente bebía alcohol y de hecho, últimamente, parecía haberlo dejado del todo. Leía bastantes libros de temas muy variados y Saxon sabía que ella prefería los colores pastel y que no le gustaba la comida picante.

Sin embargo, no sabía si había estado enamorada alguna vez o lo que le había ocurrido a su familia. En su archivo personal, la palabra «ninguno» había aparecido en el apartado en el que se preguntaba por los parientes más cercanos. No sabía por qué se había mudado a Denver o qué esperaba de la vida. Sólo conocía hechos superficiales sobre Anna, hechos que todo el mundo era capaz de ver. De sus recuerdos o esperanzas no sabía nada.

Algunas veces se temía que, precisamente por saber tan poco de ella, Anna pudiera escapársele algún día. ¿Cómo era posible que pudiera predecir lo que ella podría hacer en un futuro cuando no sabía nada de ella? La culpa sólo era suya. Jamás le había preguntado nada ni la había animado a que le contara detalles de su vida. Durante los dos últimos años, Saxon había vivido presa de un terror silencioso, temiendo el día en el que terminaría perdiéndola, pero sintiéndose incapaz al mismo tiempo de hacer nada para evitarlo. No sabía cómo cambiar aquella situación, sobre todo cuando incluso pensar que podía decirle a Anna lo vulnerable que lo hacía sentirse lo ponía físicamente enfermo.

El apetito sexual creció dentro de él al pensar en Anna, al notarla tumbada a su lado. Su masculinidad se irguió como respuesta. Si no podían tener otra forma de contacto, al menos podían dejarse llevar por la abrumadora necesidad sexual que experimentaban el uno por el otro.

Saxon jamás había buscado otra cosa que no fuera sexo en una mujer. Resultaba una ironía que estuviera utilizando el sexo para sentir al menos una cierta cercanía con ella. Los latidos del corazón se le aceleraron cuando empezó a acariciarla, despertándola a la pasión para poder hundirse en ella y olvidarse, durante un rato, de todo menos del increíble placer que sentía al hacer el amor con Anna.


Era uno de esos días soleados en los que la luz es tan brillante que resulta casi cegadora.

Aquel día de abril era perfecto, con aire limpio y cálidas temperaturas. Desgraciadamente, Anna se sentía como si el corazón se le estuviera muriendo por dentro. Le preparó el desayuno y lo tomaron en la terraza, como lo hacían con frecuencia cuando el tiempo era bueno. Ella le sirvió otra taza de café y se sentó enfrente de él. Entonces, rodeó con ambas manos el vaso de zumo de naranja que iba a tomarse para que no le temblaran.

– Saxon -dijo, sin poder mirarlo. Se centró en el vaso de zumo. Sentía náuseas, pero en aquella ocasión eran más síntoma de temor que de su embarazo.

Él había estado poniéndose al día de las noticias locales. Levantó la mirada y la observó por encima del periódico.

– Tengo que marcharme -añadió ella, en voz baja.

El rostro de Saxon palideció y, durante un largo instante, se sentó como si se hubiera convertido en una estatua de piedra. Ni siquiera parpadeaba. Una ligera brisa sacudió el periódico, moviendo las páginas muy lentamente. El momento había llegado y él no sabía si podría soportarlo. Miró a Anna, que seguía con la cabeza bajada, y supo que tenía que hablar. Al menos en aquella ocasión, quería saber la razón.

– ¿Por qué? -preguntó con voz ronca.

Anna hizo un gesto de dolor al notar la tensión que había en la voz de Saxon.

– Ha ocurrido algo. Yo no lo he planeado. Simplemente… simplemente ha ocurrido.

Saxon pensó que se refería a que se había enamorado de otro hombre y trató de contener la respiración para aliviar el nudo de agonía que sentía en el pecho. Había confiado plenamente en ella. Jamás se le había pasado por la cabeza que ella pudiera estar viéndose con otro hombre durante sus ausencias. Evidentemente, se había equivocado.

– ¿Me vas a dejar por otro hombre?

Anna levantó bruscamente la cabeza y lo miró, asombrada por aquella pregunta. Saxon le devolvió la mirada con unos ojos más verdes y más fieros de lo que los había visto nunca.

– No -susurró ella-. Eso nunca.

– Entonces, ¿de qué se trata? -preguntó él levantándose y controlando a duras penas su ira.

Anna respiró profundamente.

– Estoy embarazada.

Durante un instante, la expresión del rostro de Saxon no cambió. A continuación, se endureció y adquirió un gesto impenetrable.

– ¿Qué has dicho?

– Que estoy embarazada. De casi cuatro meses. El bebé nacerá a finales de septiembre.

Saxon le dio la espalda y se dirigió hacia la pared de la terraza para observar la ciudad. La línea de sus hombros era muy rígida y expresaba muy bien la ira que sentía.

– Dios mío… Jamás pensé que harías algo así -dijo, apenas controlando la voz-. Tendría que haberme imaginado que se trataba de esto después de la pregunta que me hiciste anoche. El matrimonio sería mucho más rentable que una demanda de paternidad, ¿verdad? Sin embargo, estás dispuesta a sacar beneficio sea como sea.

Anna se levantó de la mesa y entró en el apartamento. Saxon seguía al lado de la pared, con los puños apretados mientras trataba de controlar la ira y el duro sentimiento de traición que estaba experimentando en aquellos momentos. Sin embargo, se sentía demasiado tenso para permanecer allí mucho tiempo. La siguió decidido a encontrar la profundidad de su propia estupidez aunque sabía que eso sólo acrecentaría el dolor. Aunque la verdad terminara destrozándolo, tenía que conocerla. Siempre se había creído invulnerable, pero Anna le había enseñado el punto débil de su armadura emocional. No obstante, cuando consiguiera superarlo, sería verdaderamente intocable.

Anna se había sentado tranquilamente en su escritorio y estaba escribiendo una hoja de papel. Saxon había esperado que ella estuviera haciendo las maletas, cualquier cosa menos lo que estaba haciendo.

– ¿Qué haces?

Ella se estremeció al escuchar la voz de Saxon, pero no dejó de escribir. Tenía un aspecto pálido y cansado. Saxon esperó que ella sintiera tan sólo una fracción de lo que él estaba pasando en aquellos momentos.

– Te he preguntado qué estás haciendo.

Anna firmó el papel y, tras ponerle la fecha, se lo entregó a Saxon.

– Aquí tienes -le dijo. Evidentemente, estaba realizando un enorme esfuerzo por mantener la voz tranquila-. Ahora no tendrás que preocuparte por una demanda de paternidad.

Saxon tomó el papel y lo examinó rápidamente. Después volvió a leerlo con más atención y creciente incredulidad.

La nota era breve y concisa.

Juro, por mi propia voluntad, que Saxon Malone no es el padre del hijo que estoy esperando. Por lo tanto, no tiene responsabilidad legal alguna ni conmigo ni con mi hijo.

Entonces, Anna se puso de pie y se dirigió hacia la habitación.

– Recogeré todas mis cosas y me marcharé esta misma noche.

Saxon observó el papel que tenía en la mano. Se sentía casi mareado por los sentimientos encontrados que estaba experimentando. No se podía creer lo que había hecho Anna ni con la despreocupación que lo había realizado. Con unas pocas palabras escritas sobre una hoja de papel había impedido que él tuviera que pagarle una buena suma de dinero. Dios sabía que Saxon habría pagado lo que fuera, incluso hasta llegar a la bancarrota, para asegurarse de que a ese niño no le faltara de nada, no como…

Empezó a temblar y el rostro se le llenó de sudor. La ira se apoderó de él. Agarró con fuerza el papel y siguió a Anna al dormitorio. Al entrar, vio que ella ya estaba sacando las maletas del vestidor.

– ¡Eso es una maldita mentira! -exclamó arrugando y tirando el papel al suelo.

Anna se estremeció, pero permaneció tranquila. Sin embargo, en silencio, se preguntó cuánto tiempo más podría aguantar antes de desmoronarse y comenzar a llorar.

– Por supuesto que es una mentira -consiguió decir mientras iba colocando las maletas encima de la cama.

– Ese niño es mío.

Ella lo miró extrañada.

– ¿Acaso has tenido alguna duda de ello? Yo no he admitido que te haya sido infiel… Simplemente estaba tratando de tranquilizarte.

– ¿De tranquilizarme? -gritó él, levantándole la voz por primera vez en los tres años que hacía que la conocía-. ¿Cómo diablos voy a estar tranquilo sabiendo que mi hijo… que mi hijo…? -se interrumpió. Le estaba resultando imposible terminar la frase.

Anna empezó a vaciar los cajones y a colocar cada prenda cuidadosamente en la maleta.

– ¿Saber que tu hijo qué?

– ¿Vas a tenerlo?

Anna se tensó. Entonces, lentamente, se irguió para observar a Saxon.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Que si has pensado en el aborto.

– ¿Por qué me preguntas eso?

– Es una cuestión razonable.

Anna comprendió que Saxon no entendía nada. No consideraría la idea del aborto si supiera lo que ella sentía.

Todo el amor que Anna había expresado en aquellas largas horas parecía haber pasado completamente desapercibido para Saxon. Tal vez había aceptado la pasión en ella como una muestra de la habilidad de una mantenida, completamente entregada a tener contento a su amante.

Decidió no decir nada de esto. Se limitó a mirarlo antes de responder.

– No, no voy a abortar -dijo, antes de centrarse una vez más en su equipaje.

– ¿Entonces qué? -quiso saber Saxon-. Si vas a tenerlo, ¿qué vas a hacer con él?

Anna lo escuchó con creciente incredulidad. ¿Acaso se había vuelto loca o era él el que había perdido el juicio? ¿Qué le parecía a Saxon que iba a hacer él con el bebé? Se le ocurrieron varias respuestas, algunas evidentes y otras no tanto. ¿Acaso esperaba él que le enumerara las numerosas tareas que había que realizar con un bebé o le estaba preguntando qué planes tenía? Dada la exactitud con la que Saxon se expresaba habitualmente al hablar, Anna se sentía más asombrada por no haber comprendido a qué se refería él exactamente.

– ¿Qué es lo que quieres decir con eso? Supongo que lo que hacen habitualmente las madres.

El rostro de Saxon adquirió una tonalidad grisácea y empezó a cubrírsele de sudor.

– Ese niño es mío -le espetó. Entonces, se acercó a ella y la agarró por los hombros-. Voy a hacer lo que sea necesario para evitar que lo tires por ahí como si fuera basura.

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