Tom Brodie contempló al hombre que estaba sentado a la ornamentada mesa de despacho. Era la primera vez que veía en persona a Gerald Carlisle; normalmente, los clientes de tanta importancia eran atendidos por socios con un linaje tan antiguo como el del propio cliente.
Brodie era el primero en reconocer que no tenía linaje alguno, ya que lo que había obtenido en sus treinta y un años poco tenía que ver con su familia o con el colegio donde había estudiado; lo había conseguido a pesar de ellos.
Le causaba gran satisfacción saber que uno de los despachos de abogados más antiguos y prestigiosos de la City londinense, el augusto despacho de abogados Broadbent, Hollingworth y Maunsel, se había decidido a ofrecerle que se asociara con ellos por la urgente necesidad de contar con alguien joven e inteligente que les sacara de su estilo dickensiano, actualizara sus métodos y les pusiera en camino al siglo veintiuno.
Al principio, quisieron ofrecerle una asesoría. Él observó, divertido, cómo intentaban comprar su talento sin querer aceptar también su origen obrero en su augusto establecimiento, conscientes en todo momento de que lo necesitaban más que él a ellos. Y fue por eso por lo que se negó a aceptar otra cosa que no fuera una asociación en toda regla.
Algún día, muy pronto, insistiría en que añadiesen su nombre a la discreta placa de bronce que había junto a la brillante puerta negra de los despachos. Claro que eso tampoco les iba a gustar mucho, pero acabarían haciéndolo. Al pensar en ello, el relato de Gerald Carlisle acerca de su problemática hija se le hizo un poco menos insoportable.
Gerald Carlisle no era cliente suyo. Brodie era demasiado ecuánime por naturaleza y demasiado franco como para dejarle hacerse cargo de un cliente cuyo árbol genealógico se remontaba hasta la Edad Media y con una fortuna en dinero y tierras que también le había venido de familia. Él tenía sus propios clientes, empresas dirigidas por hombres como él que usaban la cabeza para producir capital en vez de vivir de sus antepasados.
Pero aquel día de agosto, cuando Carlisle llamó pidiendo ayuda al despacho de Broadbent, Hollingworth y Maunsel, Tom era el único de los socios que estaba allí para atenderlo. Los demás habían hecho el equipaje y se habían marchado a los cotos de caza de sus clientes más aristocráticos. Se trataba de una tradición, y Broadbent, Hollingworth y Maunsel, como le recordaban a Tom continuamente, era una empresa tradicional cuyas prácticas incluían irse a cazar cientos de aves a mediados de agosto.
Gerald Carlisle no quería discutir su problema por teléfono por lo que Tom, muy a su pesar, tuvo que cancelar su cena con una encantadora abogada rubia platino con la que había tenido algún escarceo amoroso.
En esos momentos, con la suave luz del crepúsculo que tras los altos ventanales teñía el cielo de colores, estaba sentado en el estudio de paredes forradas de madera de Honeybourne Park, una impresionante casa solariega construida en piedra situada en medio de la vasta área de las verdes colinas de Cotswold, mientras Carlisle le explicaba la urgencia de su problema.
– Emerald siempre ha sido un poco difícil -le iba diciendo Carlisle-. Al quedarse sin madre tan pequeña…
A juzgar por el tono de voz que utilizó Carlisle, cualquiera se imaginaría que su mujer había fallecido de alguna extraña enfermedad en vez de abandonarlos por un atlético jugador de polo, dejando a su hija en manos de los cuidados de un batallón de niñeras. La verdad era que ella también había sido de armas tomar; incluso seguía siéndolo si uno creía los cotilleos de la prensa del corazón. Parecía que de tal palo, tal astilla.
– Comprendo su problema, señor Carlisle -dijo Tom totalmente inexpresivo, muy acostumbrado a no mostrar sus sentimientos-. Lo único que no entiendo es lo que quiere que haga yo al respecto.
Al oír la solución que le proponía aquel hombre y el papel que él tendría en ella, Brodie deseó que cualquier asunto urgente le hubiera hecho estar fuera del despacho aquel día.
– ¿Y su hija no se opondrá?-preguntó.
– No tiene que preocuparse por mi hija, Brodie; yo me ocuparé de ella. Todo lo que quiero que haga es que hable con ese gigoló y que averigüe cuánto me va a suponer sobornarlo.
¿Sobornarlo? Bajo aquella apariencia aristocrática, Gerald Carlisle era un mafioso, al menos eso le pareció a Brodie. No le gustaban las personas así y, por un momento, sintió una oleada de simpatía hacia la hija de Carlisle y hacia el joven con el que ella había dicho que quería casarse. Pero fue un sentimiento momentáneo, ya que no le cabía duda de que era una niña mimada a la que había que estar sacando continuamente de apuros.
Le entró la tentación de sugerirle que la dejara continuar con aquella relación y sufrir las consecuencias de su propia decisión, sólo por ver la cara que pondría Carlisle. Pero no daría resultado. Emerald Carlisle era la heredera de una antigua familia de rancio abolengo; lo sabía porque Broadbent, Hollingworth y Maunsel eran los que llevaban sus propiedades. O más bien era Hollingworth el que lo hacía personalmente, siendo un cliente tan especial. Incluso un hombre justo como Tom comprendía que no se podía permitir que un gigoló se enriqueciera a costa de uno de los clientes más importantes de Broadbent, Hollingworth y Maunsel.
Carlisle le pasó una carpeta.
– Aquí podrá encontrar todo lo que necesitará saber sobre Fairfax.
Tom abrió la carpeta y echó una mirada a la primera página. Se trataba de un informe de Kit Fairfax, realizado por un despacho de investigadores privados y, a juzgar por la cantidad de hojas que tenía, le pareció muy extenso. Se trataba de una empresa de confianza con la cual su propio despacho trabajaba cuando era necesario. Resultaba evidente que Hollingworth se la había recomendado a Carlisle.
Echó un vistazo al resto de las hojas y se fijó en unas fotos en blanco y negro de un hombre de unos veintitantos años con el pelo largo hasta los hombros. Tenía una expresión ligeramente distraída, como si no fuera consciente de que había una chica guapa a su lado. Ella le había echado el brazo por la espalda y tenía la cabeza apoyada en el hombro del muchacho, aunque aquella foto le pareció extraña.
Tan extraña como que un hombre contratara a un investigador privado para vigilar a su propia hija sólo porque no le gustaba su novio.
A Brodie no le gustaba nada todo ese asunto, pero al cerrar la carpeta, decidió dejar a un lado sus prejuicios.
Gerald Carlisle estaba preocupado por su hija y, probablemente, tendría razones para estarlo. Sin duda, la muchacha sería el blanco de muchos cazadotes.
– ¿Y si Fairfax no se deja sobornar? -preguntó.
– Todo el mundo tiene un precio, Brodie. Inténtelo con cien mil; me parece una bonita suma.
No estaba mal, pensaba Brodie, aunque seguramente aquel tipo sabría que Emerald Carlisle valía millones, ¿no? Quizá no fuera tan ambicioso y se conformara con aquella suma. Pero, de alguna manera, aquel rostro de expresión soñadora no encajaba bien en aquel mundo de cinismo. Carlisle debió de intuir lo que estaba pensando Brodie porque añadió:
– Es una pena que Hollingworth esté fuera; él sabe muy bien lo que hace.
– ¿Ocurren estas cosas con frecuencia?
– Emerald es muy crédula y necesita que la proteja de personas sin escrúpulos que no harían más que aprovecharse de ella.
– Ya veo.
– Lo dudo mucho, Brodie -resopló como si tener a Emerald por hija fuera como cargar con un gran peso.
Quizá había llegado el momento de dejar que su hija cometiera alguna equivocación que otra y, cuanto más la protegiera, más pesada se le haría la carga. Pero Carlisle no estaba por la labor de escuchar ese tipo de cosas y Tom no había ido allí a darle sus consejos.
– Confío en que usted resuelva esta situación con rapidez y sin crear problemas. Haga todo lo que tenga que hacer; Hollingworth…
– Estoy seguro de que el señor Hollingworth estaría encantado de volver de Escocia si usted prefiere que sea él el que lleve un asunto tan delicado -comentó Brodie rápidamente.
Su especialidad era el derecho empresarial y aquello de sobornar a un futuro marido inadecuado era nuevo para él. Ni que decir tenía que no le apetecía nada meterse en todo aquello, pero no había escapatoria.
– Eso que sugiere llevaría mucho tiempo. Quiero que resuelva este asunto con rapidez, antes de que Emerald haga algo de lo que después pueda arrepentirse. Usted es socio de Hollingworth y confío en que hará todo lo posible para evitar que mi hija se case con ese hombre.
Emerald Carlisle estaba que echaba humo. Por todos los santos, tenía casi veintitrés años y era muy capaz de tomar una decisión razonable acerca de lo que deseaba para el resto de su vida.
Pero no parecía tan preparada para anticiparse a la falta de consideración de su padre cuando se trataba de conseguir su propósito.
Agarró la manivela de la puerta con ambas manos y la zarandeó con rabia, pero no se abrió. Estaba cerrada con llave y, al mirar por el agujero, vio que la llave no estaba en la cerradura. Le dio una patada a la puerta, pero no sirvió de nada. ¿Cómo se atrevía su padre a encerrarla en el cuarto de los juguetes como si fuera uno de aquellos padres de la época victoriana? ¿Es que se creía que se iba a quedar allí sentada tranquilamente sin hacer nada?
Su padre sabía que no reaccionaría así, y por eso la había metido en el cuarto de los juguetes del segundo piso, cuyas ventanas estaban protegidas con barrotes.
Corrió hasta la ventana al oír el ruido de un coche a la entrada de la casa y se estiró, agarrándose a los barrotes para poder ver con mayor facilidad.
Se trataba de un BMW negro que ella no reconocía y estaba aparcado tan pegado a la casa que no pudo ver bien al conductor cuando salió del coche. Consiguió alcanzar a ver una mata de cabello negro y espeso y un par de fornidos hombros al ponerse la americana. Le dio la impresión de que era un hombre alto, aunque era difícil asegurarlo desde donde estaba. Por el excelente corte del abrigo color gris marengo supo que, seguramente, se trataba de algún contacto de negocios de su padre, en cuyo caso no era la persona adecuada para pedirle ayuda. Se apartó un poco y suspiró impaciente.
Habría sido tan maravilloso que hubiera ido Kit a rescatarla en su destartalada camioneta blanca, como un moderno Quijote. Pero Kit no era como Don Quijote; Kit no tenía idea de lo que había pasado. No se había atrevido a contarle su plan, pues, de haberlo hecho, se habría quedado de una pieza.
Era una soñadora empedernida. A pesar de todos los problemas, él había guardado sus pinturas en una maleta y se había marchado al sur de Francia a pasar el verano. Al enterarse se había puesto hecha una furia, pero así al menos su padre no sabría dónde encontrarlo. Lo malo era que tenía que salir de allí antes de que lo hiciera o su maravilloso plan se iría al garete en un momento.
Había subestimado a su padre. Sabía a ciencia cierta que había ordenado que la vigilaran y fue eso lo que le había dado la idea en un principio. Sabía lo protector que era con ella y estaba segura de cuál sería su reacción al decirle que tenía planeado casarse con Kit…
Pero al final cometió el error mayor de todos y no hizo sino ponerle en guardia; claro que fue la única manera de llamar la atención de su padre. Contempló el delicado solitario de diamantes que llevaba en el dedo.
– ¡Ah! -gritó, dando rienda suelta a su frustración y pegándole un puñetazo a uno de los barrotes fijado al marco de la ventana para evitar que los niños pequeños se tiraran.
Al ver que se movía un poco se le olvidó el enfado y empezó a animarse. Miró a su alrededor para ver si podía encontrar algo con que arrancar los barrotes; pero en la habitación sólo había una cama, una cómoda y una silla pequeña. No encontró nada útil pero no por eso se dio por vencida. En vez de ello se volvió a la ventana y pegó un tirón aún más fuerte de los barrotes. Entonces se dio cuenta de que estaban bastante sueltos y, animada por el mismo espíritu emprendedor que le había metido en aquel lío, agarró la barra horizontal con las dos manos y le pegó un fuerte tirón. Se oyó el ruido de la madera astillándose y así volvió a zarandearla con todas sus fuerzas hasta que el marco de la ventana se rompió con un fuerte chasquido.
Lo contempló asombrada por un instante y luego se echó, a reír con ganas: el marco estaba podrido por la humedad de tantos años y nadie se había dado cuenta. Aquello no le extrañaba en absoluto, pues el temido cuarto de los niños no se había utilizado desde el tiempo en que su abuelo era un niño.
Sin embargo, Emerald no pasó mucho tiempo felicitándose por el éxito de su acción, a pesar de lo fácil que le resultó quitar el resto de los barrotes. La habitación estaba en el segundo piso y había una distancia bastante grande entre la ventana y el suelo de gravilla de la entrada.
Era una lástima haber perdido tanto tiempo en arreglarse para causar una buena impresión. En ese momento, unos vaqueros y un par de botas le hubieran resultado mucho más prácticos para bajar por la sólida cañería que el elegante vestido de lino y los zapatos de tacón alto que se había puesto para convencer a su padre de que era una persona seria.
Por tomarla tan en serio era por lo que él la había encerrado allí.
Reconsideró el problema durante un momento y luego se quitó los zapatos para tirarlos por la ventana a un arriate de rosas que había abajo. Se quitó las medias y, como no tenía bolsillos, se las metió en el sujetador; cuando volviera a calzarse las necesitaría para que no le hicieran daño los zapatos.
El bolso se lo había dejado en el despacho de su padre cuando éste, haciendo caso omiso de su intención de casarse con un pintor sin un céntimo, le había pedido que le diera su opinión sobre unos juguetes antiguos que los obreros que reparaban el tejado se habían encontrado en las habitaciones del segundo piso.
Al terminar la carrera de bellas artes estuvo trabajando en una subasta, donde se aficionó mucho a los juguetes antiguos. Su padre se puso furioso cuando ella le dijo que quería trabajar, aunque fuera el tipo de trabajo que una rica heredera pudiera codiciar. Él quería que ella se quedara en casa para vigilarla hasta que le encontrara un marido apropiado.
Normalmente no era tan crédula con su padre, pero, al pensar en un montón de preciosos juguetes Victorianos esperándola, había entrado en el cuarto de juegos sin sospechar nada. Entonces fue cuando Gerald Carlisle pegó un portazo y cerró la puerta con llave.
Ni que decir tenía que allí no había ningún juguete, pues de haberlos habido, seguramente habría consultado a un experto antes que a su problemática hija.
Emerald se remangó la falda y pasó una pierna por el marco de la ventana.
– Espero que dentro de veinticuatro horas me diga que ha arreglado este asunto, Brodie -le iba diciendo Carlisle mientras bajaba con él por las escaleras-. No quiero retrasos.
– Ese es el tiempo que supongo me llevará.
Brodie pensó en decirle que los dos tortolitos podrían perfectamente haber huido ya a uno de esos lugares donde se puede arreglar una boda en un par de días, en cuyo caso sería ya demasiado tarde. Pero al llegar al final de las escaleras algo le hizo cambiar de opinión. Emerald Carlisle, con el vestido remangado, estaba encaramada de la cañería de plomo a unos siete metros a espaldas de Gerald Carlisle.
Brodie sabía que debería haber avisado a su cliente de lo que estaba pasando detrás de él, pero algo le hizo detenerse. Quizá fuera aquel par de grandes ojos de mirada suplicante, las largas y deliciosas piernas enrolladas a la cañería, o a lo mejor aquel trozo de encaje que se asomaba bajo la falda remangada del vestido y que estuvo seguro de que era parte de unas braguitas blancas.
Fuera lo que fuera, le tomaría la palabra a Gerald Carlisle. Según le había dicho éste, Emerald Carlisle no era su problema. Cuando la chica le urgió con un gesto de la mano para que volviera a entrar en la casa con su padre, él no lo dudó. Se metió la mano distraídamente en el bolsillo de la americana y se volvió hacia las escaleras.
– Creo que me he dejado las llaves del coche en la mesa de su despacho, señor -dijo.
Carlisle lo miró impaciente.
– ¡Oh, por todos los santos! -exclamó irritado, pero siguió a Brodie a la casa.
Emerald a la que ya le latía el corazón con fuerza, se puso aún más nerviosa al ver a su padre. Pero en el mismo momento que su mirada se cruzó con la de aquel extraño de ojos negros, supo instintivamente que tenía a un aliado. Al verla no había pestañeado, ni movido un músculo de la cara, sino que se lo había pensado tranquilamente.
Podría habérselo dicho a su padre, o podría haberla ignorado y hacer como si no la hubiera visto. Pero cualquiera de esas dos opciones sólo se le habría ocurrido a un hombre sin imaginación. En cambio, el extraño de ojos oscuros le había ofrecido la oportunidad de escapar entreteniendo a su padre unos minutos más.
Aquella forma de reaccionar no se daba con tanta frecuencia, pensaba Emerald. El pobre Kit se hubiera puesto colorado y la habría delatado sin querer. Era un ser dulce y de increíble talento pero le faltaba decisión, y por eso era por lo que tenía que encontrarlo antes de que lo hiciera el esbirro enviado por su padre.
Mientras buscaba sus zapatos entre la lavanda y las rosas sintió no poder quedarse a agradecerle al hombre de ojos oscuros su caballerosidad. Por fin encontró el otro zapato y salió del macizo de rosas, ajena a las espinas que le arañaban los brazos y que se le enganchaban en el pelo.
En ese momento oyó a su padre hablando con el chófer.
– La señorita Emerald ha decidido quedarse unos días. Haga el favor de meter su coche en la cochera, Saunders.
«¡Qué maravilla!» Maldijo en voz baja mientras vaciaba los zapatos de tierra y se calzaba.
– A lo mejor se dejó las llaves dentro del coche, Brodie -oyó la voz impaciente de su padre cruzando la puerta de entrada y se arrimó aún más a la pared.
– Puede ser que se me hayan caído en el vestíbulo.
El nombre de Brodie sonaba bien y aquel bendito le estaba dando todavía más tiempo, distrayendo a su padre sin hacer caso del tono irritado con que éste le hablaba. Desgraciadamente, todos sus esfuerzos serían en vano: no había ningún sitio donde esconderse con rapidez y en unos momentos iba a ser descubierta y devuelta al cuarto de juegos de la manera más denigrante. No era que le importara mucho, pero el pobre Kit…
De todas formas, no pensaba darse por vencida sin luchar hasta el final. Le quedaban unos segundos para actuar antes de que los dos hombres aparecieran a la entrada y la descubrieran. Corrió hasta el BMW, rezando para que no estuviera cerrado. Abrió la puerta de atrás y se metió dentro, agradeciendo a la maravillosa ingeniería alemana que las puertas de sus coches se cerraran tan silenciosamente.
No sabía adonde iba su caballero errante, pero al menos iría a algún lugar lejos de su padre y de Lower Honeybourne. Confiaría en su misericordia y una vez llegados a la civilización, sólo tendría que hacer una llamada de teléfono para que uno de sus pretendientes corriera en su ayuda. Mientras tanto se acurrucó tras los asientos delanteros y se regocijó por su suerte.
Además, pensaba, si hubiera podido llegar hasta su propio coche no habría podido escapar. El chofer ocupaba unas habitaciones que había encima de la cochera y habría cerrado las cancelas electrónicas que daban entrada a la inmensa finca antes de llegar a ellas.
Brodie, en cambio, las atravesaría sin problemas y, ya que había sido cómplice de su escapada, no iba a darse la vuelta para devolverla a su casa cuando se incorporara.
Una vez que hubieran salido del parque, saldría de su escondite para agradecer a Brodie su ayuda. Al pensar en ello se le dibujó una sonrisa en los labios, segura de que ella y Brodie iban a hacer buenas migas.
Oyó el ruido de pasos, se abrió la puerta delantera del conductor y, por el hueco entre los dos asientos delanteros, vio que Brodie se sacaba las llaves del bolsillo antes de volverse a su padre.
– Parece que estaban sobre el asiento -le oyó decir con decisión-. Debe de ser que se me han caído antes.
Gerald Carlisle resopló impaciente ante tal expresión de incompetencia.
– Pensé que era usted el nuevo y prometedor fichaje de Hollingworth -y Emerald se quedó helada cuando añadió-. Sólo espero que pueda resolver este problema eficientemente; no quiero que lo eche a perder. Sobre todo, no deseo que esto aparezca en la prensa -dijo con vehemencia.
– Hablaré con Kit Fairfax -Brodie prometió-. Si es dinero lo que va buscando, será simplemente cuestión de discutirlo.
– Regatee todo lo que quiera. Todo lo que sea será poco si consigue apartar a mi hija de las fauces de un gandul que solamente va tras su dinero.
– ¿Y si de verdad está enamorado de la chica?
Gerald Carlisle emitió un sonido desdeñoso que Brodie siempre lo había catalogado como una pintoresca invención de los novelistas del XIX. En esos momentos se dio cuenta de que no era así.
– Utilice todos los métodos necesarios a su alcance para que no se celebre esa boda, Brodie. Le hago personalmente responsable de ello.
Emerald, acurrucada tras el asiento delantero del coche de Tom, se quedó de una pieza. ¿Estaba enviando a Brodie a hablar con Kit? ¿Dónde estaría Hollingworth? Podía manejar a aquel viejo pomposo con una sola mano, pero la firmeza y decisión de Brodie no se le antojaron tan manejables y le dio un poco de miedo.
Lo mejor del plan había sido su sencillez y hasta ese momento había estado convencida de que nada iría mal. ¡Qué tonta había sido!
Brodie dejó la carpeta en el asiento junto al conductor y se acomodó detrás del volante, al tiempo que Emerald se agazapaba todo lo posible. Ya no le parecía tan atractiva la idea de presentarse a aquel hombre una vez traspasados los límites de la propiedad.
Quizá Brodie pudiera ser terriblemente amable con una chica que le enseñara un poco las braguitas al bajar por una cañería, pero dudaba mucho que se le ablandara tanto el corazón cuando tuviera que tratar con un cazadotes. No parecía tan fácil de convencer como el estúpido de Hollingworth.
Aquello le urgía más a llegar hasta su querido Kit antes de que Brodie pudiera hablar con él, o bien el pobrecito no sabría a qué atenerse.