Capítulo 2

Brodie se echó hacia delante, encendió el motor y bajó la ventanilla. Hizo una pequeña pausa, contemplando la inmensa zona verde y de bosques de la finca de Carlisle, haciendo una mueca de disgusto al pensar en el privilegio que representaba y en aquel hombre que estaba tan seguro de que el dinero era la solución a cualquier problema.

La verdad, y lo había descubierto en el transcurso de su carrera como abogado, era que el dinero siempre acarreaba problemas. Por ejemplo, si Emerald Carlisle fuera una chica de clase media trabajadora, podría haberse casado con quien quisiera y a nadie le hubiera importado lo más mínimo.

Por un momento se deleitó con la imagen de una muchacha de largas piernas enroscada a una cañería de desagüe, y se preguntó si Kit Fairfax la amaría lo suficiente como para no aceptar ninguna clase de soborno.

Mientras cruzaba las lindes de piedra de Honeybourne Park dejó a un lado la desagradable tarea que tenía por delante y se puso a pensar en una preocupación más urgente. No había comido desde que su secretaria le llevara un bocadillo a la mesa de su despacho al mediodía, y lo cierto era que tenía hambre. A la ida al pasar por el pueblo, había visto un mesón que tenía buena pinta, pero lo pensó mejor y decidió alejarse un poco más de Carlisle antes de pararse a comer.

Le había dejado bien claro que debía llegar a Londres y ocuparse de Fairfax sin tardanza; comer no parecía una excusa lo suficientemente buena como para posponer el terrible momento.

Brodie puso mala cara, pues incluso si entrara en Londres directamente sería demasiado tarde para hacer nada. La situación ya se presentaba lo bastante difícil sin el añadido de tener que aporrear la puerta de Fairfax en plena noche para recordarle su modesta situación y exigirle que se olvidara de casarse con Emerald Carlisle.

Al recordar los expresivos ojos de la chica y aquella sonrisa tan cálida supo que si la cosa fuera con él, mandaría lejos a cualquier abogado que quisiera interferir en su relación. Pero, por alguna razón, no se imaginaba a Fairfax reaccionando así. Tenía un aire distraído, unas facciones suaves, y Tom sabía que, ocurriera lo que ocurriera, se iba a sentir como un canalla.

Se encogió de hombros y pensó que, en ese momento, lo que más le importaba era comer algo. De pronto se dio cuenta de que tenía otro pequeño problema aún más urgente, por lo que paró en un claro al lado de la carretera.

Emerald no tardó mucho en adivinar que no iba a ser fácil pasar desapercibida hasta Londres en el suelo de un coche. Al rato de estar en esa posición le dio un calambre en la pierna y empezó a dormírsele un hombro. Se movió un poco y el dolor cedió ligeramente pero sabía que no se podía quedar así durante mucho rato. Si al menos Brodie se detuviera a repostar gasolina o a comer algo… Lo cierto era que tenía un hambre horrible, pensaba al tiempo que empezaron a sonarle las tripas. Si paraba, podría escapar.

En ese momento, notó que el coche aminoraba la velocidad. Aguantó la respiración sin saber dónde estaban y sin atreverse a levantar la cabeza. Quizá fuera un bar de carretera; desde luego, no había suficiente luz para que fuera la entrada de algún garaje. Cruzó los dedos y volvió la cabeza lentamente para mirar por la ventana. Brodie, sentado en su asiento medio vuelto hacia atrás, observaba sus cuidadosas maniobras. Se quedó inmóvil, sintiéndose en ese momento como un ratón acorralado por un gato. Si cerraba los ojos y se quedaba quieta quizá perdiera interés, o pensaría que se lo había imaginado todo, pero sabía que Brodie tenía mucha más imaginación que la media.

– No se inquiete por mí -dijo encogiéndose de hombros-. No le causaré ningún problema -sonrió con aquella sonrisa encantadora-; en serio.

Pero no pareció impresionarle, o quizá no la vio sonreír, porque no le devolvió la sonrisa.

– Permita que me reserve la opinión en ese tema de momento. Mientras tanto, como no lleva cinturón de seguridad, voy a tener que insistirle para que se siente delante conmigo, por su propio bien.

Pero había algo en él que le sugería que estaba mejor donde estaba; se trataba simplemente de un sentimiento que parecía decirle que igual debería haber probado suerte en la oscura carretera.

– Podría quedarme aquí sentada -dijo-, y usted podría hacer como si yo no estuviera aquí.

Él no contestó; se limitó a esperar a que ella lo obedeciese. Su padre la habría amenazado, Hollingworth le habría hablado con ese típico tono paternalista suyo, tratándola como a una niña pequeña a la que hay que engañar para que haga las cosas; pero Brodie era distinto. Momentos antes había estado contenta de su suerte; pero ya no estaba tan segura.

Bueno, al menos no la había llevado de vuelta a casa de su padre. Pero, ¿qué iría a hacer con ella? Lo cierto era que no podía esperar que la ayudara también a que se casara en secreto, cuando su padre le había encargado que se ocupara de Kit e intentara sobornarlo.

Emerald se tomó su tiempo para salir de su apretado escondite, mientras decidía qué hacer. Cuando por fin se sentó en el asiento trasero, apoyó los codos en el de delante y la cabeza en una de las manos, sabía que sólo había una forma de tratar a Brodie. Tendría que conseguir que se enamorara de ella un poquito. Aquello siempre le había resultado muy fácil, aunque supiera que luego se iba a sentir terriblemente culpable por ello.

– Hola Brodie -dijo esbozando la más irresistible de sus sonrisas-. Soy Emmy Carlisle, aunque eso ya lo sabe -le tendió una mano, que él tomó durante un momento.

– Me llamo Tom Brodie. ¿Cómo está? -replicó ligeramente divertido ante tanta formalidad.

– Muy bien, señor Brodie. ¿Por casualidad se dirige a Londres?

Tenía una sonrisa contagiosa, una sonrisa que podría cautivar y encantar hasta la sensibilidad más hastiada de un hombre que había llegado a lo más alto de su profesión sin darse un momento de respiro o diversión. Inocente y seductora al mismo tiempo, era el tipo de sonrisa que podía meter a un hombre en muchos líos. De hecho, ya había ocurrido algo así, pensaba Brodie mientras hacía un gran esfuerzo para no sonreír.

– ¿Y si no voy a Londres?

Emerald Carlisle no se sintió ni mucho menos ofendida por su respuesta.

– Entonces, me temo que está en la carretera equivocada -le dijo con el mismo aire que adoptaría una condesa en una recepción al aire libre y en absoluto avergonzada porque la hubiera pillado viajando de polizón en su coche-. Pero si pudiera dejarme en el primer hotel, estoy segura de que podría persuadir a cualquiera para que viniera a buscarme -continuó sonriendo-. Claro está, si puede prestarme dinero para el teléfono.

A Brodie le estaba costando cada vez más continuar con aquella cara tan seria.

– ¿Le parece que empecemos por lo del hotel? -contestó secamente-. Quizá pueda sugerirme alguno; no conozco esta carretera y estoy buscando un sitio dónde comer.

– Oh, qué buena idea; tengo un hambre de lobo -sabiendo ya que no la iba a devolver a su padre, se pasó al asiento delantero y se abrochó el cinturón-. Mi padre me encerró en el cuarto de los juguetes, y yo me declaré en huelga de hambre.

– Menos mal que estaba por allí; de otro modo quizá hubiera fallecido durante la noche.

– Es bastante probable -le dijo con un brillo malicioso en la mirada-. Me he saltado la merienda y la cena, y la verdad es que no he comido nada desde el mediodía.

– Yo tampoco; además, tuve que cancelar la cita que tenía para cenar esta noche.

– Oh, lo siento -dijo, sintiéndolo de verdad-. ¿Estaba muy enfadada?

Recordó la frialdad con la que la rubia platino le había respondido por teléfono; parecía que aquella señorita no estaba acostumbrada a que le dieran plantón.

– No importa -respondió, sorprendido de que fuera la verdad.

– Lo siento.

– Debería sentirlo.

Lo miró pensativa.

– ¿Está enfadado conmigo por haberme escondido en su coche?

– No, lo estoy conmigo mismo; debería haberlo cerrado con llave.

– Sí, pero me alegro mucho de que no lo hiciera. ¿Cómo ha sabido que iba escondida atrás? -le preguntó mientras se paraban en un área de reposo-. ¿Qué es lo que me delató? No me gustaría volver a cometer el mismo fallo -comentó.

– Su perfume.

Era Chanel y lo sabía porque se había gastado hasta el último penique ahorrado en comprarle a su madre un frasco por su cumpleaños.

En Honeybourne Park el aroma de las rosas había enmascarado el perfume de Emerald, pero dentro del coche había identificado aquel aroma que tenía grabado en la memoria.

– ¿Mi perfume? Oh, Dios mío, no se me había ocurrido. Creo que no sería una buena espía, ¿verdad? -no esperó su respuesta, sino que se sacó las media del sujetador, se quitó los zapatos y estirando una de sus larguísimas piernas, empezó a subirse la media de fino nilón, aparentemente ajena al efecto que todo aquello estaba teniendo en Brodie. La miró brevemente para luego volver a concentrarse en la carretera-. La verdad es que me ha encantado que se diera cuenta de mi presencia. Quería darle las gracias por no decir nada… -lo miró y le sonrió con encanto -cuando me vio bajando por la cañería.

– Debería haberlo hecho -dijo, algo bruscamente.

– Oh, no; se portó maravillosamente. Hoy en día es muy difícil conocer a un verdadero caballero errante.

– No soy un caballero errante -la avisó.

– No se subestime. Siento que mi padre le pidiera que se ocupara de Kit; estaba segura de que se lo encargaría a Hollingworth.

– No me ha elegido por gusto; Hollingworth está es Escocia diezmando la población de faisanes, junto con los otros tres que hubiera elegido antes que a mí.

– Vaya faena.

– Yo pensé lo mismo -dijo secamente-. Pero no se crea que, por haberme hecho el loco en casa de su padre y haber accedido a llevarla hasta Londres, voy a dejar de hacer mi trabajo. Mañana a primera hora llevaré a cabo las instrucciones de su padre.

– A primera hora no podrá.

– Le aseguro que suelo levantarme muy temprano -especialmente si era para llevar a cabo aquel cometido, que deseaba terminar cuanto antes.

– Si quiere hablar con Kit a esas horas va a tener que conducir durante toda la noche, ya que está en Francia.

La miró sorprendido.

– ¿En Francia?

– Se marchó la semana pasada.

– ¿A qué parte de Francia? -preguntó Brodie.

– ¿Por qué no paramos ahí y lo hablamos mientras cenamos?

Él echó un vistazo al alegre café bar que abría las veinticuatro horas sin dar mucho crédito a sus palabras.

– ¿Bromea?

– No. Aquí sirven desayunos durante todo el día, y el desayuno es mi comida favorita -luego le sonrió con sarcasmo-. No estamos en Londres, Brodie, y si vamos a un restaurante propiamente dicho, teniendo en cuenta que son más de las nueve, nos recibirán con cajas destempladas.

Brodie se daba cuenta de que hacía mucho que a Emerald no le paraban los pies. Quizá fuera su padre el único que lo hacía, y así, empezó a comprender al cascarrabias de Carlisle. Si la había encerrado en aquel cuarto, sería por alguna razón justificada. Se veía que la chica era muy capaz de comportarse de un modo totalmente irresponsable y se había dado cuenta de que él era una pieza clave para poder escapar. Decidió poner fin a aquel disparate y, poniéndose lo más serio posible, se volvió hacia ella.

Se encontró con el rostro de Emmy Carlisle, de grandes ojos enmarcados por las cejas más preciosas que había visto nunca, una boca sensual y unos bucles que le adornaban las mejillas.

¿De qué color tenía el pelo? Cuando la había visto en la cañería, la luz del crepúsculo le había teñido el cabello de un tono rosado. De pronto sintió que necesitaba saberlo y encendió la luz. Lo tenía de color rojo, una mata de rizos cobrizos que brillaban alrededor de su rostro en la penumbra.

Por un momento los dos permanecieron en silencio, simplemente mirándose el uno al otro.

– Se ha hecho un arañazo en el cuello -dijo Brodie, rompiendo el silencio.

– Debe de haber sido cuando buscaba mis zapatos en el rosal -dijo al tiempo que se llevaba la mano al lugar donde se había arañado.

Brodie se desabrochó el cinturón y extendió el brazo para abrir la guantera y sacar el botiquín de primeros auxilios. Se produjo un momento de confusión cuando Tom le rozó el brazo de piel aterciopelada, color albaricoque por el sol del verano. Al incorporarse, el rostro de Emmy estaba justamente debajo del suyo; se fijó en sus ojos, protegidos por largas y sedosas pestañas y en que tenía los labios ligeramente entreabiertos, dejando ver unos blancos y menudos dientes. Durante una décima de segundo todo su cuerpo le pidió a gritos que besara aquellos labios. Y durante ese breve instante supo que ella estaba esperando que la besara y supo que habría sido algo muy especial.

Pero se contuvo, sabiendo que no hubiera sido lo más adecuado. No había llegado hasta la posición que tenía en ese momento para echarlo todo a perder por un instante de locura. Además, eso de que ella deseaba que la besara era una ridiculez; se iba a casar y, aunque su trabajo fuera impedirlo, ése no era uno de los mejores sistemas para hacerlo.

Abrió el botiquín con dedos algo temblorosos.

– Tome -rasgó un pequeño paquete que contenía una gasa antiséptica y se lo pasó a Emerald-. Es mejor que se lo limpie a que se lo toque.

Emmy echó hacia atrás la cabeza, dejando el cuello al descubierto.

– ¿Quiere hacérmelo, por favor, Brodie? Yo no me veo.

Debería haberle dicho que fuera al baño a hacérselo ella, pero, en lugar de eso, le agarró de la barbilla, sintiendo el calor de su piel bajo las yemas de los dedos, y le pasó la gasa por el arañazo. Brodie se alegró de que el olor del líquido que iba impregnado en la gasa cubriera el de su perfume. El perfume de las rosas era dulce y sus pétalos como el terciopelo, pero tenían espinas. Emerald Carlisle podría ser como una rosa, pero también era una fuente de problemas y contratiempos.

Por su parte, si era sincera consigo misma, se había sentido inquieta desde que Brodie encendió la luz del coche y la miró con esos ojos oscuros. Incluso un momento después, pensando que iba a besarla, el corazón pareció habérsele parado.

Se preguntó por qué no la habría besado. ¡Pero qué estupidez! ¿Es que se había olvidado ya de Kit? Una cosa era enamorar a Brodie y otra muy distinta animarle a que le hiciera el amor.

– Ya está bien -dijo con tono de eficiencia y arreglándose el pelo con los dedos.

Brodie pensó en ofrecerle su peine pero descartó la idea, pensando que le gustaba mucho cómo llevaba el pelo.

– ¿No lleva ningún peine escondido entre la ropa? -preguntó, fijándose momentáneamente en la parte de abajo del escote-. Sería una pena.

Aquella referencia velada al peculiar escondrijo de las medias y al espectáculo que había montado para ponérselas hizo que Emerald se sonrojase. ¡Dios mío, no se había puesto colorada desde que tenía seis años!

– Sí que lo tengo -mintió-. Pero me da vergüenza sacármelo.

– Mentirosa.

– ¿Está sugiriendo que no me da vergüenza o que no tengo un peine?

– Ambas cosas.

Emmy miró pensativa a Tom Brodie. Momentos antes le había llevado a su terreno y ella pensaba que tenía la situación controlada, pero de repente ya no estaba tan segura. Cometería un tremendo error si se le ocurría subestimar a aquel hombre.

– Venga, me muero de hambre -dijo Emerald, abriendo la puerta del coche.

Emmy se puso a comer un plato de huevos revueltos con beicon. Por su parte, Brodie se quitó la americana, se aflojó la corbata y se dispuso a hincarle el diente a unas chuletas de cordero con el mismo entusiasmo.

– Siento haberle causado tantos problemas, Brodie -dijo Emmy cuando terminó-. Pero no podía permitir que papá se saliera con la suya encerrándome en ese cuarto como si fuera una niña traviesa, ¿no cree?

Emerald tenía los codos apoyados sobre la mesa y la cara entre las manos. Brodie se fijó en que tenía los dedos largos y esbeltos y pecas en la nariz.

Hizo un esfuerzo para dejar de fijarse en su bellamente proporcionado rostro y se dispuso a seguir la conversación.

– Creo que lo ha dejado para muy tarde. Quizá si le hubiera dado un par de azotes de pequeña ahora no sería usted tan difícil.

Emmy hizo una mueca.

– El mes que viene cumplo veintitrés años y creo que soy lo suficientemente mayor como para tomar decisiones. ¿No le parece? -añadió al ver que él no respondía.

– En circunstancias normales podría ser -dijo con tacto-. Desgraciadamente, su dinero hace que nada pueda ser normal.

– ¡Mi dinero! -dijo con evidente disgusto-. Todo se reduce a eso. Me parece un tremendo egoísmo que una sola persona tenga tanto; quise donarlo cuando cumplí los veintiuno, pero Hollingworth no quiso ni oír hablar del tema.

– Quizá el señor Hollingworth piense que podría arrepentirse más tarde -dijo sin comprometerse.

– ¡Hollingworth! -repitió el nombre como si le diera asco-. Me trata como si tuviera dos años; incluso me sermonea si me gasto algo más de mi mensualidad.

– ¿De verdad?

– Es mi dinero -dijo-, y se supone que puedo hacer con él lo que quiera.

Brodie se sirvió una segunda taza de café, sin querer mirarla a los ojos que seguramente brillarían de indignación.

– No hace más que su trabajo.

– ¿Y hará usted el suyo con el mismo empeño?

Finalmente se sintió lo suficientemente seguro como para mirarla a los ojos.

– Si se refiere a que intentaré persuadir a Kit Fairfax de que casarse con usted no le conviene, entonces me temo que sí.

– ¿No hay nada que pueda hacer para disuadirlo?

– ¿Por qué iba a querer disuadirme? Si la ama, nada de lo que yo pueda decir podrá hacerle cambiar de opinión.

Emerald no contestó. ¿Por qué demonios se había tenido que marchar Hollingworth aquella semana precisamente? El tipo era un anticuado pero siempre salía con lo mismo. A Hollingworth no se le ocurriría jamás dudar de su sinceridad, pero tras unos minutos en compañía de Brodie sintió que él no era igual. Tenía que llegar hasta Kit Fairfax antes de que lo hiciera él.

– Hábleme de Fairfax -la invitó Brodie.

Emmy lo miró con recelo.

– ¿Qué es lo que quiere saber?

– ¿Cómo lo conoció?

– Vino a Aston's para hacer una tasación.

– ¿Es la sala de subastas?

– Sí; trabajo allí.

A Brodie no se le había ocurrido que Emerald Carlisle pudiera tener un trabajo.

– ¿Estaba comprando o vendiendo?

– El contrato de arrendamiento de su estudio cumplirá dentro de poco -entonces se dio cuenta de la trampa, aunque ya demasiado tarde-. No es fácil conseguir un préstamo siendo un pintor -añadió a la defensiva.

– Eso depende del éxito que tenga.

– Él tiene mucho talento y muy pronto tendrá éxito; pero de momento… -se encogió de hombros.

– Entiendo que pueda ser difícil -también entendía la razón que pudiera llevarle a estar interesado en pescar a una crédula heredera-. ¿Y fue amor a primera vista?

Ella vaciló un instante antes de contestar.

– ¿Qué más da?

Brodie se fijó en el sencillo anillo de compromiso que llevaba al dedo.

– Y ahora está en Francia esperando a que se una a él. ¿Me va a decir dónde está?

Ella suspiró ligeramente.

– Ya le he contado demasiadas cosas.

Aquel suspiro no lo convenció, pero no quiso presionarla más. Se excusó un momento y se levantó. Había visto un teléfono en el vestíbulo de la entrada; prefería llamar desde allí para que Emmy no se enterara de que iba a hacer una llamada.

Marcó el número.

– Mark Reed, Investigaciones -respondió una voz.

– Mark, soy Tom Brodie. Tengo entendido que has estado investigando a Kit Fairfax para Gerald Carlisle.

– ¿Y qué pasa?

– Me he enterado de que está en Francia. ¿Sabes dónde puede estar?

– Ni idea. A mí me pidieron que averiguara todo lo posible acerca de Kit Fairfax cuando la señorita Carlisle empezó a interesarse por él.

– ¿No has averiguado si tiene a alguien en Francia? ¿Amigos o parientes? ¿Alguien con quien pueda pasar unos días?

– No, que yo sepa. Lo que sí sé es que él no tiene dinero para alquilar un apartamento -Reed hizo una pausa-. Supongo que podrías intentarlo por la otra parte; me imagino que la señorita Carlisle tiene un buen número de amigos viviendo en granjas renovadas en la Dordogne o la Provenza donde quizá podrían encontrarse.

– Mira a ver lo que puedes indagar, ¿quieres? A lo mejor ha dejado algún número de contacto a algún vecino en caso de emergencia.

– Puede ser, aunque yo no lo describiría como el tipo de hombre al que le inquietan las emergencias; parece un tanto despreocupado.

– Haz lo que puedas.

Pensó en llamar a Gerald Carlisle, pero decidió no hacerlo. Le habían dicho que Emerald Carlisle no era asunto suyo. Bueno, una vez que la hubiera dejado en su apartamento dejaría de serlo.

Cuando volvió a la mesa, Emmy había ido a empolvarse la nariz. Pagó la cuenta y echó un vistazo a su reloj de pulsera, calculando el tiempo que les llevaría llegar a Londres, mentalmente cambiando las citas que tenía en los próximos días mientras daba con el paradero de Kit Fairfax.

– ¿Todo bien, señor? -preguntó la dueña mientras limpiaba la mesa.

– Sí, muy bien, gracias. Pero es que… -volvió a mirar el reloj, pensando que Emmy llevaba ya mucho rato empolvándose la nariz, sobre todo cuando sabía que no llevaba polvos encima. De repente le entró la preocupación-. Le importaría entrar en el aseo de señoras para ver si mi acompañante se encuentra bien.

– Claro que no -volvió al momento, su tranquilo semblante algo más turbado-. La joven no está en los aseos, señor; pero le ha dejado un mensaje. Será mejor que venga y lo vea usted mismo.

Emmy lo había escrito en el espejo, utilizando para ello jabón líquido de color verde:


Gracias, Don Quijote. Le enviaré una invitación para la boda.


La ventana del baño estaba abierta y la hoja se movía ligeramente con la suave y cálida brisa veraniega.

No le hacía falta mirar al aparcamiento para saber que su coche no estaba allí; sabía perfectamente lo que había hecho. Miró en el bolsillo de la americana para confirmar que mientras estaba al teléfono ella le había quitado las llaves. Luego se había escapado por la ventana del servicio.

Si conducía con la misma soltura con que hacía todo lo demás, probablemente estaría ya a muchos kilómetros de allí. Su única esperanza era que la parara la policía por exceder el límite de velocidad. Pensó en llamar a la policía local para informarlos de que le habían robado el coche; una noche en el calabozo le pararía los pies a la señorita Carlisle.

Aunque le entraron ganas de hacerlo, lo desechó inmediatamente. Parte de su responsabilidad era mantener a Emerald lejos de la publicidad de los periódicos. Estaba seguro de que a Gerald Carlisle le daría un ataque si llevaban a su hija ante el juez por robar el coche de su abogado y la prensa se cebaba en ello. Y después del ataque, Carlisle querría saber qué estaba haciendo ella en el coche de Brodie.

No podía creer que fuera tan imprudente, tan estúpida. Ya había comprobado hasta dónde podía llegar para salirse con la suya. Le entraron ganas de empezar a maldecir pero se quedó callado; desde el momento en que Emerald Carlisle había aleteado sus largas y sedosas pestañas subida a aquella cañería, él había sido como un muñeco en sus manos.

No podía perder más tiempo reprochándose interiormente por no haberla ignorado cuando sus ojos le suplicaron que no la delatara, encaramada a la cañería. Lo que tenía que hacer, sin más demora, era meter al genio de nuevo en la lámpara; pero para eso tenía que atraparlo primero.

– Betty -le dijo a la dueña del mesón-. Necesito un coche; inmediatamente. ¿Hará el favor de ayudarme?

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