Maureen Child
Apuesta Segura

Uno

– Te parezco encantador -dijo Jefferson King, con una sonrisa de satisfacción-. Estoy seguro.

– Encantador, ¿eh? -Maura Donohue se estiró todo lo que pudo, aunque no era demasiado-, ¿De verdad crees que es tan fácil convencerme?

– ¿Fácil? -repitió él, riendo-. Nos conocemos desde hace una semana y puedo decir con toda seguridad que contigo nada es fácil.

– Ah, mira, al menos eres agradable.

Le había gustado que dijera eso, Jefferson se dio cuenta. Ninguna otra mujer hubiera visto como un elogio que un hombre la encontrase difícil, pero Maura Donohue era una entre un millón.

Lo había sabido en cuanto la conoció. En Irlanda, mientras buscaba localizaciones para una película de los estudios King, Jefferson se había encontrado con la granja de Maura en County Mayo y había decidido de inmediato que era justo lo que buscaba. Por supuesto, convencer a Maura para que se la alquilase era algo completamente diferente.

– ¿Sabes una cosa? -empezó a decir, apoyando un hombro en la pared blanca del establo-. La mayoría de la gente se pondría a dar saltos de alegría ante la oportunidad de ganar un dinero fácil.

Ella echó su larga melena oscura hacia atrás, mirándolo con sus ojazos azules.

– Otra vez usando la palabra «fácil» cuando ya has admitido que yo no le pongo las cosas fáciles a nadie.

Jefferson suspiró, sacudiendo la cabeza. Aquella mujer tenía una respuesta para todo, pero la verdad era que lo intrigaba y lo estaba pasando bien con ella. Como jefe de los estudios cinematográficos King, Jefferson estaba acostumbrado a que todo el mundo lo obedeciera sin rechistar y cuando llegó a pueblo de Craic, dispuesto a pagar un dineral por usar las granjas y las tiendas en su película, todos estuvieron dispuestos a firmar lo que hiciera falta. Al contrario que Maura.

Llevaba días yendo a la granja Donohue para tratar de convencer a su obstinada propietaria. La había elogiado, alabado, tentado con promesas de montañas de dinero que él sabía no debería rechazar y, en general, había intentado mostrarse irresistible, como era su costumbre.

Pero Maura había conseguido resistirse.

– Estás en mi camino -le dijo.

– Lo siento -Jefferson dio un paso atrás para que pudiera pasar a su lado con una bala de paja. El instinto le decía que le quitase la carga de los brazos, pero estaba seguro de que Maura no aceptaría su ayuda.

Era una chica muy independiente, de ingenio rápido, lengua afilada… y un cuerpo en el que él había pasado demasiado tiempo pensando. Su largo pelo oscuro caía en suaves ondas hasta la mitad de su espalda y Jefferson estaba deseando tocarlo para ver si era tan suave como parecía. Tenía una barbilla orgullosa que tendía a levantar cuando quería dejar algo bien claro y un par de ojos azul oscuro rodeados de largas pestañas negras.

Llevaba unos vaqueros viejos y un grueso jersey de lana que ocultaba sus curvas, pero el invierno en Irlanda era frío y húmedo, de modo que era lógico. Aun así, Jefferson esperaba que lo invitase a entrar en su casa para tomar un té porque seguro que entonces se quitaría el grueso jersey y podría ver qué había debajo.

Pero, por el momento, la pelea siguió fuera del establo. El fuerte viento golpeó su cara, hiriendo sus ojos, como retándolo a atreverse con el campo irlandés. Le dolían los oídos y el chaquetón que llevaba no era abrigo suficiente en aquel sitio. Debería ir al pueblo a comprar algo más grueso, pensó. Además, no le vendría mal hacerse amigo de los comerciantes locales. Quería tener de su lado a todo el mundo en el diminuto pueblo de Craic para ver si así podía convencer a Maura de que le alquilase su granja.

– ¿Adonde vamos? -le preguntó, intentando hacerse oír sobre el ruido del viento.

– No vamos a ningún sitio -contestó ella-. Yo voy a los pastos de arriba para echarle pienso a mis ovejas.

– Podría ayudarte.

Maura se volvió para mirar sus caros zapatos italianos.

– ¿Con esos zapatos? Se estropearán en un prado lleno de barro.

– ¿Por qué no dejas que yo me preocupe de mis zapatos?

Levantando esa obstinada barbilla suya, Maura replicó:

– Eso lo dice un hombre que no necesita preocuparse por el precio de unos zapatos.

– Ah, ya veo, te cae mal la gente rica -dijo Jefferson, divertido-, ¿O sólo soy yo?

Maura sonrió también.

– Es una pregunta interesante.

Jefferson tuvo que reír. Las mujeres a las que él estaba acostumbrado eran menos directas. Y más dispuestas a estar de acuerdo con él en todo. Y no eran sólo las mujeres, pensó. Era todo el mundo en Hollywood.

No sólo porque perteneciera a una familia prominente sino por ser el jefe de un estudio cinematográfico donde los sueños podían hacerse realidad o ser rotos por el capricho de un ejecutivo. Demasiada gente intentaba caerle bien y era refrescante encontrar a alguien a quien eso le importaba un bledo.

Maura cerró la puerta de su vieja camioneta y se apoyó en ella, cruzándose de brazos.

– ¿Por qué sigues insistiendo, Jefferson King? ¿Es el reto de convencerme lo que te trae por aquí? ¿No estás acostumbrado a que te digan que no?

– No lo oigo a menudo, la verdad.

– Ya me lo imagino. Un hombre como tú, con esos zapatos caros y la billetera llena… probablemente te dan la bienvenida en todas partes, ¿no es así?

– ¿Tienes algo contra las billeteras llenas?

– Sólo cuando me las pasan por las narices.

– Yo no te la estoy pasando por las narices, sencillamente te la ofrezco -la corrigió Jefferson-, Te estoy ofreciendo una pequeña fortuna por el alquiler de tu granja durante unas semanas. ¿Por qué te parece un insulto?

– No es un insulto -sonrió Maura-, Pero tu determinación de convencerme resulta muy curiosa.

– Como has dicho antes, me encantan los retos.

A todos los King les gustaban los retos y Maura Donohue era el más interesante que se había encontrado en mucho tiempo.

– Entonces, tenemos algo en común.

– ¿Por qué no dejas que vaya contigo a los pastos? Así podrás enseñarme el resto de la granja.

Ella lo estudió durante unos segundos, en silencio, mientras el viento los golpeaba a los dos.

– ¿Por qué quieres venir conmigo?

– La verdad es que no tengo nada mejor que hacer ahora mismo. ¿Por qué no quieres que vaya contigo?

– Porque no necesito ayuda.

– Pareces muy segura de ti misma.

– Lo estoy -le aseguró ella.

– ¿Entonces por qué te importa si voy contigo? A menos que te preocupe ser seducida por mi carisma letal…

Maura soltó una carcajada. Una carcajada tan divertida, tan femenina que tocó algo dentro de Jefferson.

– Eres un hombre divertido, Jefferson King.

– No estaba intentando serlo.

– Y eso te hace aún más divertido, ¿no te das cuenta?

Mientras se envolvía en el chaquetón, Jefferson pensó que Maura estaba intentando convencerse a sí misma de que no la afectaba… porque la afectaba, estaba seguro. No era tan distante como lo había sido el primer día que llegó a la granja Donohue. Ese día casi había esperado que sacase una escopeta para echarlo de allí a perdigonazos. No era exactamente la viva imagen de la hospitalidad irlandesa.

Afortunadamente, él siempre había sido el más paciente de la familia.

– Míralo desde mi punto de vista: mientras me enseñas la granja puedes explicarme por qué no quieres alquilármela por una exorbitante cantidad de dinero.

Ella inclinó a un lado la cabeza para estudiarlo, el viento moviendo locamente su pelo oscuro.

– Muy bien. Si quieres venir, ven.

– Ah, qué invitación tan fina -bromeó Jefferson-. Como siempre.

– Si quieres algo fino deberías ir a Kerry, al castillo Dromyland. Allí tienen bueno camareros, una comida estupenda y unos jardines bien atendidos para que los zapatos de sus clientes no se estropeen.

– No estoy interesado en cosas finas -le aseguró él-. Por eso estoy aquí.

Maura rió de nuevo.

– Sabes replicar, lo reconozco.

– Gracias.

– Pero si no te importa… -dijo Maura entonces- yo conduciré mi propia camioneta.

– ¿Qué? -Jefferson se dio cuenta entonces de que estaba a punto de subir por la puerta del conductor en lugar de por la del pasajero-. Imagino que sabrás que los irlandeses tenéis el volante en el lado equivocado.

– Es una cuestión de perspectiva, imagino. El lado derecho o el izquierdo, da igual. Los dos son míos.

Jefferson apoyó un brazo en la puerta de la camioneta.

– Lo creas o no, yo estoy de tu lado.

– De eso nada. Yo creo que tú siempre estás de tu propio lado.

Maura subió de un salto y arrancó la camioneta mientras Jefferson tenía que correr para ir al otro lado. De no hacerlo, estaba seguro de que Maura Donohue era capaz de dejarlo allí plantado. Era una mujer que no hablaba en broma. Y preciosa, además. Y tan cabezota como verdes eran allí las colinas.


Ver al alto americano hundir los zapatos en un prado lleno de cacas de oveja era una escena divertida, pensó Maura. Pero incluso allí, donde estaba claramente fuera de su elemento, Jefferson King caminaba como si fuera el propietario de la finca, los faldones de su chaquetón gris sacudiéndose como el sudario de un fantasma, su pelo negro movido por el viento como si los espíritus estuvieran pasando por él sus fríos dedos. Y, sin embargo, allí estaba, llevando sacos de pienso para sus ovejas.

Al verlos, las ovejas negras y blancas corrieron hacia ellos, como si llevaran semanas hambrientas. Bestias avariciosas, pensó Maura, sonriendo cuando los animales empujaron a Jefferson en su prisa por comer.

Pero debía ser justa: él no tenía la actitud de la gente de la ciudad, que solían mirar a las ovejas como si fueran tigres hambrientos, preguntándose si las pobres bestias iban a atacarlos con sus afilados dientes. Para ser un americano rico parecía estar en su casa aunque, por alguna razón, se negaba a usar botas en lugar de aquellos zapatos de tafilete sin duda horriblemente caros.

Él rió cuando el empujón de una oveja estuvo a punto de tirarlo sobre el barro y Maura rió también, diciéndose a sí misma que debía dejar de mirarlo. Una orden imposible de obedecer cuando una sonrisa iluminó sus atractivas facciones.

Jefferson King era un hombre al que las mujeres debían mirar mucho, pensó. Hombros anchos, caderas delgadas y unas manos enormes con más callos de los que hubiera podido imaginar en un tipo de Hollywood. Además de eso tenía unos preciosos ojos azules, un par de buenas piernas, unos muslos poderosos y un trasero de cine, si alguien le pedía su opinión.

Pero sólo era un visitante ocasional en la hermosa isla que ella llamaba su casa. Y tenía que recordar eso. Jefferson sólo había ido a Irlanda buscando un sitio para rodar una película. No estaba allí, en la granja Donohue, porque la encontrase fascinante. Estaba allí para alquilar la finca, nada más. Una vez que hubiera firmado el contrato, ser marcharía de vuelta a su mundo, tan lejos de allí.

Y eso no le gustaba nada, de modo que seguía alargando las negociaciones.

– Parece que hace semanas que no comen -dijo Jefferson.

– Sí, bueno, ahora hace mucho frío y eso les abre el apetito.

– Hablando de apetito…

Desde que Jefferson apareció por Craic se pasaba el día en la granja, siguiéndola a todas partes, insistiendo en que firmase el contrato. Y al final del día tomaban un cuenco de sopa, algo de carne y un té en la cocina. Y lo extraño era que había empezado a esperar ese momento con ganas.

– Puedes pedirle a las ovejas que compartan su comida contigo si tienes hambre -le dijo, sin embargo.

– Ah, una oferta muy tentadora. Pero yo prefiero ese pan negro que me diste ayer.

– ¿Te gusta el pan de centeno?

Jefferson la miró desde su enorme altura y Maura casi podría jurar que veía chispas en sus ojos azules.

– Me gustan muchas cosas por aquí.

– Eres un zalamero, Jefferson King -murmuró Maura.

– ¿De verdad?

– Y lo sabes perfectamente, pero estás perdiendo el tiempo conmigo. No vas a convencerme para que firme ese contrato, ya te lo he dicho. Lo firmaré o no, según me parezca. Y nada de lo que puedas decir me empujará a un lado o a otro.

– Pero tengo que intentarlo al menos, ¿no?

– Puedes hacer lo que quieras -dijo Maura, alegrándose de que no se hubiera rendido.

En realidad estaba considerando seriamente su oferta desde el momento que la hizo porque con ese dinero podría hacer muchas cosas en la vieja granja que pertenecía a su familia desde siempre. Por no hablar de lo que podría hacer con el corral y los pastos.

Tenía un empleado que iba un par de días a la semana para echarle una mano, pero con el dinero de Jefferson King podría pagarle para que fuese todos los días. Y, además, podría guardar una buena cantidad en el banco.

Pero aún no estaba decidida. Jefferson había aumentado la oferta una vez y no tenía la menor duda de que volvería a hacerlo porque estaba segura de que no podría encontrar otra granja más bonita para su película. Además, él ya le había dicho que la suya le parecía perfecta.

Eso significaba que no iba a retirar la oferta y Maura quería conseguir el mejor trato posible. Pero no la motivaba la avaricia. Sólo pensar lo que un equipo de cine podría hacerle a su bien ordenada vida… por no hablar de las tierras. Necesitaría dinero para arreglar los desperfectos que causara esa gente, pensó.

Pero ella había crecido en aquella granja, de modo que la conocía tan bien como Tarzán conocía la jungla y no tenía que esforzarse para ver lo que veía Jefferson: campos de un verde brillante hasta el horizonte, cercas de piedra que se levantaban del suelo como antiguos centinelas, la sombra de las montañas Partry y el lago Mask de esa conversación. En realidad, hacía mucho tiempo que no le gustaba tanto un hombre. Una pena que sólo estuviera allí por un tiempo. Y sería mejor recordar eso, se dijo.

– A mí no puedes engañarme, Maura. Te estoy convenciendo.

– ¿No me digas?

– No has amenazado con echarme de tu propiedad en… -Jefferson miró su reloj- casi seis horas.

– Eso podría remediarse.

– Pero tú no quieres hacerlo.

– ¿No? -esa sonrisa suya debería considerarse un alma letal, pensó.

– No, no quieres -dijo Jefferson-. Porque lo admitas o no, te gusta tenerme por aquí.

Bueno, en eso tenía razón, debía admitirlo. ¿Pero qué mujer no disfrutaría teniendo a Jefferson King en su casa? No todos los días aparecía un hombre rico y guapo en tu puerta ofreciéndote dinero, además. ¿Podía evitarlo si estaba disfrutando tanto de las negociaciones que intentaba alargar un poco el proceso?

– Admítelo -dijo él-. Te reto a que lo hagas.

– Pronto descubrirás, Jefferson King, que si yo te quisiera por aquí -le dijo Maura, mirándolo a los ojos-, no tendría el menor problema en admitirlo.

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