Jefferson no tardó mucho en volver. La verdad era que no había querido marcharse en absoluto. Había esperado convencerla para que fuese con él al hostal… donde habría intentado meterla en su cama y sellar el trato aliviando, además, el deseo que sentía por ella. Pero, como era de esperar, Maura había destrozado su plan con un simple «no». De modo que, cambiando de planes a toda prisa, decidió acompañarla a su casa para ver si podía deslizarse en su cama.
Cuando entró en el ahora silencioso pub, Michael lo saludó con la cabeza y luego siguió viendo la televisión. Sólo quedaba un cliente en la barra y Maura en la mesa, donde la había dejado, con la vela lanzando sombras sobre su cara…
El deseo que había sentido por ella desde el día que la conoció pareció explotar en ese momento y la recordó bailando… su sonrisa, su aspecto tan elegante y tan alocado al mismo tiempo, el ritmo de su cuerpo, la furia de sus pies… y la deseó con una desesperación que no había sentido antes.
– Que rápido -dijo ella cuando se detuvo frente a la mesa.
– No tiene sentido perder el tiempo, ¿no?
– No, claro -sonrió Maura, levantándose-, Pero creo que deberíamos volver a la granja para que Michael pueda cerrar el pub e irse a casa de una vez. Yo tengo una botella de vino en la nevera y podemos brindar después de firmar el contrato.
Jefferson se quedó callado un momento, sencillamente porque no podía creer que fuera ella quien lo había sugerido. Siempre parecía ir un paso por delante y eso era tan poco habitual que le gustaba. ¿Estaría siendo simplemente amable o, como él, estaba deseando que se quedaran a solas? Pronto lo descubriría.
– Buena idea -dijo por fin.
Cuando se despidieron de Michael, el hombre se limitó a decirles adiós con la mano.
Y luego salieron a la calle. El pueblo estaba en silencio, las casas oscuras, las calles vacías. Daba la sensación de que el mundo estuviera conteniendo el aliento. O tal vez, pensó Jefferson, pasar unos días en Irlanda era suficiente para que un hombre empezase a creer en la magia.
El viaje hasta la granja Donohue fue rápido, pero a él le pareció una eternidad. Con Maura a su lado en el coche, su aroma parecía envolverlo, tentándolo, excitándolo hasta tal punto que estar sentado resultaba una tortura.
Cuando llegaron a la casa aparcó en el camino, lo que ella llamaba «la calle», y caminó a su lado hasta la puerta. Ninguno de los dos dijo nada, tal vez porque había mucho que decir. ¿Por dónde debía empezar con una mujer como Maura Donohue?
«¿Firma el contrato?». «¿Quítate la ropa?».
Él sabía lo que prefería, pero tenía la sensación de que no iba a ser tan fácil.
Maura encendió la luz de la cocina y abrió la nevera, mirándolo por encima del hombro.
– ¿Te importa sacar dos vasos del armario?
– No, claro -Jefferson dejó encima de la mesa el sobre que contenía el contrato y fue a buscar los vasos. Un minuto después, ella los llenaba con un vino de color paja que casi parecía dorado a la luz de la lámpara.
Había estado allí antes, aunque siempre de día. La vieja cocina estaba limpia y ordenada, los electrodomésticos brillantes aunque ninguno de ellos era nuevo. En la encimera sólo había una tetera antigua y el suelo de madera, aunque muy usado, estaba brillante.
– Supongo que deberíamos firmar el contrato.
– Sí, lo mejor será quitarnos el negocio de en medio lo primero.
– ¿Lo primero? ¿Y qué viene después? -Maura clavó en él sus ojos azules y el cuerpo de Jefferson se rebeló como un perro hambriento tirando de una correa.
– Después brindáremos por el éxito de nuestra aventura.
– Aventura, ¿eh? -sonrió ella-. No sé si es la palabra adecuada.
Maura tomó el bolígrafo que le ofrecía y se sentó para leer el contrato. Le gustaba eso de ella. Mucha gente había firmado sin molestarse en leerlo, pero ella no, ella era más cauta. No iba a fiarse de su palabra ya que tenía que mirar por sus intereses.
¿Había algo más sexy que una mujer inteligente?
Mientras leía, Jefferson podía oír el tictac de un reloj de pared. Maura tenía la cabeza inclinada y tuvo que hacer un esfuerzo para no tocarla, para no pasar los dedos por su pelo. «Pronto», se prometió a sí mismo, intentando echar mano del autocontrol que siempre había sido parte de su personalidad.
Aunque su autocontrol se había tomado unas vacaciones desde que conoció a Maura Donohue, debía admitir. Ella despertaba algo en su interior. Algo de lo que Jefferson no se había acordado en años, algo que no había sentido desde que…
El crujido del papel interrumpió sus pensamientos a tiempo para ver que Maura dejaba el bolígrafo sobre la mesa.
– Ya está.
– Me alegro mucho de hacer negocios contigo.
– Seguro que le has dicho eso a toda la gente del pueblo.
– No -sonrió Jefferson, metiendo el contrato en el sobre-. Tú eres diferente.
– ¿Ah, sí? -ella tomó los dos vasos de vino y le ofreció uno-, ¿Y eso por qué?
– Creo que tú sabes la respuesta a esa pregunta.
– Es posible.
Maura dejó el vaso sobre la mesa para quitarse el jersey y después sacudió la melena. Y Jefferson tuvo que tragar saliva. Lo único que llevaba bajo ese grueso jersey era una camisola de seda blanca que se pegaba a su piel y bajo la cual sus pezones se marcaban con toda claridad.
– Bonita camisola -murmuró, con voz ronca.
– La verdad es que había pensado que podríamos terminar aquí esta noche y quería ver tu cara de sorpresa cuando me quitase el jersey.
– ¿Y ha merecido la pena?
– Pues sí -contestó ella, alargando una mano para tocar su pelo-. Me gustas mucho, Jefferson King.
El cuerpo de Jefferson se puso en alerta roja, su erección rozando dolorosamente la cremallera de los pantalones.
– ¿Ah, sí?
– Sí. Y creo que tú también me deseas -Maura se acercó un poco más.
– Pues sí, así es.
El roce de sus dedos era muy seductor, pero él quería ese roce por todas partes. Necesitaba sentir sus manos, tocarla a ella.
De modo que dejó el vaso de vino sobre la mesa y la envolvió en sus brazos. Y estuvo a punto de soltar un gemido cuando los pechos de Maura se aplastaron contra su torso.
– ¿Sabes una cosa? Había pensado seducirte esta noche.
– Ah, pues entonces los dos pensábamos lo mismo.
– Desde luego -murmuró él, inclinando la cabeza para darle un beso. El primero de muchos. Cubrió la boca de Maura con la suya y ella suspiró, abriendo los labios. Y cuando sus lenguas empezaron a bailar, el calor que sentía se convirtió en un infierno.
Jefferson la apretó un poco más, pero aun así no estaban suficientemente cerca, no podía sentirla toda como quería. La necesitaba desnuda, piel con piel. Necesitaba estar dentro de ella. Y lo necesitaba ahora.
De modo que la levantó en brazos para sentarla sobre la encimera de la cocina. Ella dejó escapar una exclamación de sorpresa, pero se recuperó enseguida, envolviendo las piernas en su cintura, besándolo, sus alientos combinándose para crear una sinfonía de gemidos y suspiros que llenaban la silenciosa cocina.
Jefferson la besó una y otra vez: besos largos, cortos, profundos, suaves. Le encantaba besarla… sabía más rica que el vino, más embriagadora. El mundo giraba a su alrededor y él se sentía inexorablemente atraído hacia su órbita.
Tirando de la camisola, se la quitó y la tiró al suelo sin mirar siquiera para admirar sus pechos desnudos. Unos pechos generosos, firmes, los pezones de un rosa oscuro, rígidos ahora, como esperando sus caricias.
Jefferson tomó esos globos de porcelana con la mano, inclinando la cabeza para tomar primero uno y luego el otro pezón en la boca. Chupó, lamió, mordisqueó… y los gemidos de Maura lo animaban aún más.
Ella enredó los dedos en su pelo, sujetando su cabeza como si temiera que fuese a parar, pero parar no estaba en los planes de Jefferson. De hecho, no hubiese podido parar aunque le fuera la vida en ello. Que Dios lo ayudase si Maura cambiaba de opinión y le decía que se fuera. No sería capaz de soportarlo.
– Vamos a quitarte la camisa -dijo ella entonces-. Necesito sentir tu piel bajo mis manos.
Él obedeció de inmediato, quitándose el jersey y la camisa a toda velocidad. Dejó escapar un gemido de placer cuando Maura empezó a acariciar sus hombros y su espalda, el calor de sus manos excitándolo aún más.
– Ayúdame -dijo ella, con voz ronca.
– ¿Qué?
– Los vaqueros, Jefferson -suspiró Maura, mientras bajaba la cremallera del pantalón y se quitaba los zapatos al mismo tiempo-. Ayúdame a quitármelos antes de que pierda la cabeza.
– Sí, claro.
En lo único que él podía pensar era en el próximo beso, en la próxima caricia. De modo que la ayudó, levantándola un poco de la encimera para que se quitarse los vaqueros y las braguitas de algodón blanco. Y pensó entonces que unas braguitas de algodón eran mucho más seductoras que cualquier tanga de encaje negro que hubiera visto nunca. Pero luego se olvidó de todo, perdido en la gloria de verla desnuda. Su piel de porcelana era tan suave que querría tocarla por todas partes, explorar cada curva, cada línea de su cuerpo hasta que la conociera mejor que cualquier otro hombre.
– Ahora tú -dijo Maura, tirando de la hebilla de su cinturón.
Estaba sonriendo mientras movía la melena. Era una mujer fuerte, segura de sí misma, y la emoción de Jefferson aumentó un grado más, si eso era posible.
– Me gustas mucho y no soy una mujer paciente… imagino que ya te habrás dado cuenta.
– Te aseguro que me alegro de oírlo -rió Jefferson, quitándose la ropa y quedando desnudo frente a ella; su cuerpo en estado de alerta, rígido, deseando seguir adelante. Pero aún le quedaba un segundo más de raciocinio, de modo que sugirió:
– Deberíamos subir a tu habitación.
– Más tarde -dijo Maura, acercándose al borde de la encimera y echándole los brazos al cuello-.Si no te tengo dentro de mí en este mismo instante no soy responsable de lo que pase.
– Mi tipo de mujer -sonrió él-. Lo supe en cuanto te vi.
Maura tomó su cara entre las manos.
– Entonces lléname, Jefferson.
Y él lo hizo. La encontró húmeda, caliente, y tan preparada que un segundo después estaba a punto de explotar. Sólo su autocontrol lo ayudó a no saltar demasiado pronto sobre una sima que deseaba como un moribundo desea unos minutos más de vida. Maura echó la cabeza hacia atrás, descubriendo su garganta, y él la besó allí, labios y lengua deslizándose por la delicada piel hasta hacerla temblar. Cuando ella aumentó la presión de las piernas en su cintura empujó con más fuerza, para apartarse y hacer lo mismo de nuevo una y otra vez, con un ritmo que ella seguía, sus cuerpos unidos, mezclándose, bailando un baile para el que parecían destinados.
Sus suaves gemidos lo excitaban como nunca, creando imágenes en su cerebro, sensaciones en su cuerpo. Nunca antes se había perdido así en una mujer. No estaba seguro de dónde empezaba él y dónde terminaba ella y le daba exactamente igual. Lo único que importaba era aquel momento único, irrepetible. Echando la cabeza un poco hacia atrás, bajó una mano hacia el punto donde sus cuerpos se encontraban para rozar su zona más sensible con un dedo y Maura tembló entre sus brazos, gritando su nombre mientras llegaba al final, estremecida. Y, un segundo después, Jefferson se dejó ir por fin, rindiéndose ante aquella mujer.
Horas después, Maura se estiraba en la cama, sintiendo una maravillosa pereza. Se sentía satisfecha, llena, pero aun así, a unos centímetros de su amante, notó que el deseo empezaba a despertar de nuevo. Volvió la cabeza para mirar a Jefferson, sonriendo para sí misma. Había merecido la pena esperar, se dijo, aunque una vocecita le advertía que no sintiera demasiado, que no esperase demasiado.
Fuera, había estallado una tormenta y podía oír el golpeteo de la lluvia sobre los cristales y el viento moviendo las contraventanas. Pero ella estaba allí, en el agradable dormitorio principal de la granja, tumbada al lado de un hombre que la tocaba como nadie lo había hecho nunca. Sin embargo, aquella vocecita irritante empezó a dar la lata de nuevo:
«Cuidado, Maura, Jefferson no es la clase de hombre que se queda para siempre. No va a quedarse, ni aquí, ni en tu cama ni en Irlanda siquiera. Se marchará pronto ahora que ha conseguido lo que quería, así que no seas tonta y no te enamores».
Muy bien, no se enamoraría, pero no podía evitar sentir algo por Jefferson. Él volvería a casa recordándola y recordando aquella noche como algo mágico.
Y era justo porque a ella le pasaría lo mismo.
– Creo que estoy muerto -murmuró Jefferson.
Maura dejó de pensar cuando sus ojos, de un azul tan pálido como las campanillas en verano, se clavaron en ella. Tenía sombra de barba y el pelo tieso… algo nada sorprendente considerando cómo habían pasado las últimas horas. Pero seguía siendo el hombre más guapo del mundo.
Pronto, muy pronto, se marcharía. Y supo entonces que tenía que tenerlo otra vez. Una última vez antes de que se convirtiera sólo en un bonito recuerdo. Poniendo una mano en su abdomen, la deslizó lentamente hacia abajo… lo oyó contener el aliento cuando lo tomó en su mano y sintió esa parte de él despertar a la vida otra vez.
– A mí no me parece que estés muerto en absoluto -bromeó.
– Tú podrías despertar a un muerto, cariño. Acabas de demostrarlo.
Maura sonrió, experimentando una deliciosa sensación de poder femenino. Saber que ejercía tal efecto en un hombre como Jefferson era halagador, desde luego. Saber que estaba mirándola, esperando que ella hiciese otro movimiento, sólo aumentaba esa sensación. Movió los dedos sobre el aterciopelado miembro, acariciándolo hasta que él levantó las caderas del colchón para acercarse más.
– No me quieres muerto, ¿verdad?
– Oh, no -sonrió Maura, colocándose sobre él a horcajadas-. Te quiero vivo, Jefferson King. Vivo y dentro de mí.
Jefferson puso las manos sobre sus muslos y ella sonrió, levantando su melena con las manos en un gesto de coqueteo. La oscura cascada cayó sobre sus hombros y su pecho y cuando Jefferson cerró los ojos supo que lo tenía. Incorporándose un poco, se inclinó sobre su cara para mirarlo como si fuera su prisionero.
Jefferson agarró sus nalgas para tirar de ella, pero Maura quería más; quería mirarlo a los ojos y saber que fuera donde fuera en su vida se llevaría con él la imagen de ellos dos en la cama. Sujetando su miembro con una mano, lo colocó justo en su entrada y acarició el extremo hasta que los dos estuvieron a punto de perder el control. Luego, por fin, lo deslizó dentro de ella, tomándolo centímetro a centímetro…
Cuando por fin estuvieron unidos, conectados tan profundamente como podían estarlo dos personas, empezó a moverse, deslizándose arriba y abajo, creando un ritmo que empezó despacio y se volvió frenético. Apretaba las caderas contra él, inclinándose para que Jefferson pudiese acariciar sus pechos y tirar suavemente de sus pezones…
Sus miradas se encontraron mientras ella seguía moviéndose, sin descanso, sin parar, haciéndolo suyo físicamente aunque no pudiera hacer lo mismo con su corazón. Y cuando sintió que Jefferson explotaba en su interior unos segundos después, gritando su nombre, supo que el eco de ese grito se quedaría con ella para siempre.
Cuando una luz grisácea empezó a colarse por las cortinas blancas, Jefferson supo que la noche había terminado. Maura estaba dormida, con una pierna sobre las suyas, un brazo sobre su torso. Su aliento lo calentaba y el aroma de su pelo estaba en cada gota de aire que respiraba. Él no había dormido aún, pero estaba más despierto de lo que lo había estado nunca. Había hecho el amor durante horas con aquella fierecilla irlandesa y cuando por fin se quedó dormida, agotada, él había permanecido despierto, viéndola dormir.
Su tiempo allí había terminado y se dijo a sí mismo que eso era bueno. Estaba empezando a sentirse demasiado cómodo en Irlanda, en aquella casa, con aquella mujer. Había empezado a pensar demasiado en ella. Le gustaba discutir con Maura, hablar con ella, verla reír. Y eso, sencillamente, no entraba en sus planes.
No quería que Maura le importase demasiado, no quería pasar por eso otra vez y mantendría el control de cualquier forma posible para no volver a sufrir lo que había sufrido una vez. Con cuidado, saltó de la cama, divertido más que otra cosa cuando Maura murmuró algo ininteligible y se tapó la cabeza con el edredón.
Cuando por fin subieron a la habitación la noche anterior habían llevado la ropa con ellos, de modo que empezó a vestirse. Y una vez vestido, sintiéndose más cómodo, pensó que marcharse era lo mejor para todos. Una noche espectacular con una mujer que lo intrigaba no iba a cambiarlo. Él era lo que era y su vida no estaba en Irlanda, por muy tentador que fuera tal pensamiento. Además, nadie había dicho nada sobre una relación. Él había evitado deliberadamente pensar en esa palabra. Lo que había ocurrido con Maura había sido divertido, emocionante, nada complicado. Mejor dejarlo así.
– ¿Te marchas? -la oyó preguntar entonces.
– Sí -respondió Jefferson- Tengo que volver a trabajar. He estado fuera más tiempo del que había planeado y ahora que el contrato está firmado no hay ninguna razón para quedarme.
– Ah, sí, el contrato.
Maura apartó el edredón para mirarlo a lo ojos y, por un momento, Jefferson temió que fuera a pedirle que se quedase. Esperaba que no lo hiciera porque no tendría que esforzarse mucho para convencerlo y eso sólo prolongaría lo inevitable. Pero Maura Donohue lo sorprendió de nuevo. Apartando el pelo de su cara se levantó de la cama y, absolutamente cómoda con su desnudez, se puso de puntillas y le dio un beso en los labios.
– Entonces tendremos que decirnos adiós, Jefferson King.
Cuando Jefferson puso las manos sobre sus caderas, los dedos le quemaban de deseo. Nada como una mujer cálida, desnuda, recién levantada de la cama para que un hombre soñase con pasar el día entero en el dormitorio. Pero él era un King y tenía un avión esperando, un negocio y una vida a la que volver.
– ¿Ya está? ¿No vas a pedirme que me quede?
Maura negó con la cabeza.
– ¿Para qué? No somos niños, Jefferson. Nos gustamos y nos hemos acostado juntos. Ha sido una noche estupenda, dejemos que el final sea igualmente estupendo.
Por lo visto, se había preocupado innecesariamente, pensó Jefferson. Ella no iba a suplicarle que se quedara, no iba a llorar, a decirle que lo echaría de menos ni a pedirle que volviese pronto. Ninguna de las cosas que él había esperado evitar.
¿Entonces por qué estaba tan molesto?
– Te acompaño a la puerta -Maura tomó un albornoz verde del armario, pero esconder lo que Jefferson había pasado horas explorando no iba a cambiar nada.
– No tienes que bajar conmigo.
– No es por ti. Voy a hacerme un té y luego tengo que ponerme a trabajar.
Jefferson levantó una ceja. Y él esperando una cariñosa despedida… Sencillamente, Maura estaba haciendo lo que hacía todos los días. Y él también. Pero entonces, volvió a preguntarse, ¿por qué seguía sintiéndose tan molesto?
Maura abrió la puerta y se apoyó en ella, con una sonrisa en los labios.
– Que tengas buen viaje.
– Gracias -Jefferson salió al porche, donde el viento irlandés lo golpeó como una bofetada-. Cuídate, Maura.
– Siempre lo hago -dijo ella-. Cuídate tú también. Y no te preocupes por tu gente, todo esto seguirá aquí cuando lleguen.
– Muy bien.
Sonriendo, Maura cerró la puerta, sin darle más opción que dirigirse hacia su coche. De espaldas a la puerta, Maura se abrazó a sí misma mientras lo oía arrancar el coche. No quería mirarlo, pero tuvo que acercarse a una ventana para verlo por última vez.
Un segundo después, Jefferson había desaparecido, como si nunca hubiera estado allí.
– Bueno… -murmuró, secándose las lágrimas con la manga del albornoz-. Es mejor así. No tenía sentido entregarle tu corazón para que lo pisoteara antes de irse del país.
No era la primera mujer que se enamoraba de quien no tenía que enamorarse. Y sin duda no sería la última.
– Da igual porque se ha ido -suspirando, se dirigió a la cocina para hacerse un té. Tenía que volver a su vida normal, a atender a los animales y sus tierras, al mundo que ella conocía-. Se te pasará -se prometió firmemente a sí misma-. Pronto lo olvidaré.
Cuatro
No lo había olvidado. Habían pasado dos meses y seguía pensando en Jefferson King cada día. Su única esperanza era que Jefferson también pensara en ella, eso sería lo más justo. El problema era que estaba demasiado tiempo sola, pensó. Pero con Cara en Dublín, no tenía a nadie con quien hablar salvo su perro, que acababa de adoptar.
Desgraciadamente, King, llamado así por razones evidentes, no era un gran conversador. Ahora, aparte de la tristeza por un hombre al que nunca debería haber dejado entrar en su corazón, el trabajo y su nuevo perro, Maura se encontraba mal físicamente. Tenía mareos y aquella mañana había tenido que sentarse en el establo cuando estaba a punto de caer al suelo.
– Es la gripe, lo sé -le dijo al médico del pueblo cuando fue a recoger las pruebas-. No he dormido bien últimamente v tengo tanto trabajo… imagino que me ha pillado baja de defensas.
El doctor Rafferty llevaba cuarenta años en el pueblo y había atendido el parto de Maura y el de Cara, de modo que la conocía perfectamente. Y, siendo así, miró a Maura a los ojos y le dijo la verdad:
– Tengo los resultados de la prueba -el doctor Rafferty miró los papeles que tenía en la mano como para asegurarse de lo que estaba diciendo-, Si es la gripe, es de la variedad de los nueve meses. Estás embarazada, Maura.
Ella lo miró, en silencio, convencida de haber oído mal.
– No, no puede ser -dijo por fin-. Es imposible.
– ¿Tú crees? -el médico se dejó caer sobre un taburete-, ¿Estás diciendo que no has hecho nada que pueda haber dado como resultado esa condición?
– Bueno, no…
Maura empezó a echar cuentas. En realidad, no le había prestado mucha atención a su período últimamente, pero ahora que lo pensaba… no lo había tenido en algún tiempo. Luego hizo un rápido cálculo matemático y cuando llegó a la única conclusión a la que podía llegar en esas circunstancias, dejó escapar un suspiro.
– Dios mío…
– Pronto empezarás a sentirte bien, no te preocupes. Los primeros meses son los peores. Mientras tanto, quiero que te cuides un poco mejor. Come a intervalos regulares, no tomes demasiada cafeína y pídele a la enfermera que te dé un frasco de vitaminas -el doctor Rafferty se levantó para poner una mano en su hombro-. Maura, cielo, tal vez deberías contárselo al padre del niño.
El padre del niño. El hombre al que había jurado olvidar.
– Sí, claro -murmuró. Tenía que decirle a Jefferson King que iba a ser padre. Ah, genial, una conversación fabulosa.
– ¿Estás bien?
– Sí, sí…
Pronto estaría bien, se dijo. Ella era una mujer fuerte. Se le había pasado el susto de repente y, casi sin darse cuenta, empezaba a sentir una emoción extraña en su interior.
Iba a tener un hijo.
– ¿Quieres que hablemos?
– ¿Qué? -Maura levantó la cabeza para mirar los amables ojos del médico-. No, doctor Rafferty, estoy bien, de verdad. Después de todo es una buena noticia, ¿no?
– Tú siempre has sido una buena chica -sonrió el hombre-, A partir de ahora me gustaría verte una vez al mes. Pídele a la enfermera que te dé una cita en treinta días. Ah, y no levantes objetos pesados.
Cuando salió de la consulta, Maura se quedó a solas con sus pensamientos. Aunque…
– No tan sola como cuando llegué -dijo en voz alta, llevándose una mano al abdomen.
Había un niño creciendo dentro de ella, una nueva vida. Una vida inocente que contaría con ella para todo. Pero ella era una persona acostumbrada a las responsabilidades, de modo que eso no la preocupaba. Que su hijo tuviera que crecer sin un padre era un problema, sí. Siempre que se había imaginado a sí misma teniendo un hijo había imaginado también un hombre a su lado. Nunca se le había ocurrido ser madre soltera. No lo había planeado. De hecho, tomaba precauciones… pero no las había tomado con Jefferson King.
¿Cómo había podido pasar?
Debería haberle pedido que usara un preservativo, pero ninguno de los dos pensaba con claridad esa noche.Y ahora, aparentemente, esa noche había tenido consecuencias.
Pero era una consecuencia feliz, pensó. Un hijo.
Ella siempre había querido ser madre.
Una vez fuera de la clínica, Maura miró el cielo cubierto de nubes. Estaba a punto de estallar una tormenta y se preguntó si sería una metáfora de lo que estaba a punto de ocurrir en su vida.
– Estaremos perfectamente tú y yo solos -murmuró, poniendo una mano sobre su abdomen. Ella se encargaría de que su hijo fuera un niño feliz y de que no le faltase nada.
En cuanto llegase a casa llamaría a Jefferson, pero sería una conversación rápida e impersonal. Se lo diría porque debía decírselo, pero también le diría que no tenía que volver a toda prisa porque ella se haría cargo de todo. Una llamada telefónica. Nada más.
Dos meses después…
– El señor King dijo que no habría ningún problema.
Maura miró al hombre que estaba en el porche de su casa. Era bajito, calvo y tan delgado que un golpe de viento podría arrastrarlo hasta el centro de Craic.
– El señor King dice muchas cosas, ¿no?
El hombre respiró profundamente, intentando encontrar paciencia. Y ella lo entendía muy bien porque llevaba semanas haciendo lo mismo y no la encontraba por ningún sitio.
– Tenemos un contrato -le recordó.
Maura miró al equipo de rodaje, que estaba colocando trailers y maquinaria por todas partes. Ella no había esperado que fueran tan… invasivos, pero había docenas de personas pisoteando la hierba de su granja.
– Sí, ya sé que tenemos un contrato y yo no tengo intención de echarme atrás. Le he dicho que pueden filmar en mi propiedad, pero no quiero que se acerquen a los corrales.
– Pero el señor King dijo…
– El señor King puede decir lo que quiera -lo interrumpió ella-, Y sugiero que lo llame por teléfono y lo moleste a él con sus quejas. Aunque le deseo buena suerte porque no suele ponerse al teléfono. Yo llevo dos meses intentándolo y aún no he conseguido hablar con él -añadió, antes de darle con la puerta en las narices.
Jefferson King estaba intentando controlar lo que parecían treinta proyectos diferentes a la vez. Aunque lo ayudaba estar ocupado. Afortunadamente, su puesto en los estudios King aseguraba que eso fuera así a diario.
Estaban rodando tres películas en ese momento y cada una de ellas era un dolor de cabeza. Tratar con los productores, los directores y, lo peor de todo, los actores, era suficiente para que se preguntase qué tenía de bueno dedicarse al cine. Además de todo eso, quería comprar un par de estudios pequeños y estaba negociando adquirir los derechos de una conocida novela para convertirla en lo que él esperaba fuese un éxito de taquilla. De modo que estaba muy ocupado, pero lo prefería así porque era la única forma de no pensar en Maura Donohue, que aparecía en su mente una docena de veces al día. Jefferson tiró el bolígrafo sobre la mesa y se quedó mirando la pared, con el ceño fruncido. Recordaba esa noche continuamente… esa noche y esa semana; la atracción que había habido entre ellos, que había ido creciendo inexorablemente hasta que por fin explotó aquella última noche.
Pero también recordaba su serena expresión por la mañana, mientras se despedía de él. Recordaba sus ojos claros, su sonrisa. No había llorado, no le había pedido que se quedase. De hecho, había actuado como si no fuera más que un irritante invitado que le impedía ponerse a trabajar. Pero las mujeres no le daban la espalda a Jefferson King, era él quien se marchaba. Siempre. Maura, sin embargo, lo había dejado de piedra cuando lo despidió tranquilamente en la puerta y se preguntaba si no habría sido ése su plan.
¿Habría estado tirándole de la correa, tomándole el pelo para que aumentase la oferta? ¿Sería una manipuladora y él sencillamente no lo había visto? No le gustaba pensarlo, pero… ¿por qué si no iba a mostrarse tan despreocupada después de una noche que para él había sido no sólo una sorpresa sino una revelación?
¿Qué clase de mujer pasaba la noche con un hombre y luego lo despedía en la puerta como si hubieran estado tomando un café? ¿Y por qué demonios no podía dejar de pensar en ella?
– Ya es hora de que me olvide de Maura Donohue… -Jefferson sacudió la cabeza, enfadado consigo mismo-. Genial, ahora estoy hablando solo y seguro que ella ni se acuerda de mí.
Y eso lo sacaba de quicio. Maldita fuera, Jefferson King no era un hombre al que se pudiera olvidar fácilmente. Normalmente las mujeres lo perseguían… y no sólo las aspirantes a actrices que iban a Hollywood por cientos sino mujeres inteligentes, empresarias, ejecutivas, mujeres que lo veían como un hombre de éxito, seguro de sí mismo y de su sitio en el mundo. Mujeres que no eran Maura.
¿Por qué? ¿Por qué no podía dejar de pensar en ella?, se preguntaba una y otra vez. Después de todo, ninguno de los dos quería una relación. Tenía que ser su ego, sencillamente. La despedida de Maura había sido como una bofetada y él no estaba acostumbrado a eso.
– Da igual -dijo en voz alta. Los recuerdos desaparecerían tarde o temprano. Claro que eso no era un gran consuelo cada vez que despertaba por la noche pensando en ella. Pero un hombre no era responsable de sus sueños.
Suspirando, Jefferson se levantó para mirar por la ventana, desde la que se veía Beverly Hills y parte de Hollywood. Las calles estaban llenas de coches, deportivos y coches de lujo sobre todo. Pero sobre la ciudad parecía haber una continua neblina, la contaminación de una ciudad donde millones de personas corrían de un lado a otro buscando el éxito a toda costa. Y, por un momento, se permitió a sí mismo recordar las colinas de Irlanda, la cálida bienvenida en el pub, la estrecha carretera que llevaba a la granja de Maura…
Irritado consigo mismo, se pasó las dos manos por la cara. No tenía tiempo para pensar en una mujer que, sin la menor duda, ya se habría olvidado de él.
Su teléfono sonó en ese momento y Jefferson se agarró a él como a un salvavidas.
– Dime, Joan.
– Harry Robinson está en la línea tres -le dijo su ayudante-. Dice que tienen problemas en una de las localizaciones.
Harry estaba dirigiendo la película que se rodaba en la granja de Maura…
– Pásamelo -un segundo después, el director estaba al otro lado-, ¿Cuál es el problema, Harry?
– El problema es que este rodaje es una pesadilla.
– ¿Por qué? ¿Qué ha pasado?
– En el hostal no tienen habitaciones libres, los precios en el mercado se han triplicado de repente, el tipo del pub se ha quedado sin cerveza cada vez que vamos por allí…
– ¿Que no tienen cerveza en un pub irlandés? Eso no me lo creo.
– Pues créelo, esto es un desastre. No tiene nada que ver con lo que tú me contaste… y la señorita Donohue no quiere cooperar para nada.
Jefferson se tiró de la corbata porque de repente sentía como si lo estuviera estrangulando.
– Sigue.
– Ayer, el propietario del mercado nos dijo que no nos vendería nada y que nos fuéramos a la ciudad a comprar lo que necesitáramos. Y no tengo que decirte que Westport está a una hora de aquí… ah, y tengo un mensaje para ti de su parte. Te lo repito literalmente: «aquí no habrá paz para ustedes hasta que alguien cumpla con su obligación». ¿Tú sabes qué demonios ha querido decir?
– No -contestó Jefferson.
¿Obligación? ¿Qué obligación? Él había cumplido religiosamente con los contratos. ¿Qué había pasado para que, de repente, un pueblo que parecía encantado de hacerse famoso se pusiera en su contra de esa forma? Los vecinos de Craic estaban emocionados unos meses antes…
– ¿Y Maura Donohue? -le preguntó-, ¿Ella no ha podido echaros una mano?
– ¿Echarnos una mano? -repitió Harry-, Al cuello querrás decir.
– ¿Qué?
Aquello era inaudito. Sí, bueno, Maura no estaba precisamente encantada con la idea de que un grupo de bárbaros asaltase su finca, pero había firmado un contrato y él sabía que estaba dispuesta a cumplirlo. Su propia hermana tenía un papel en la película, además. Entonces, ¿qué había pasado?
– Maura suelta a sus ovejas para que interrumpan el rodaje y su perro se ha comido los cables de…
– ¿Tiene un perro?
– Dice que es un perro, pero yo creo que es un caballo -suspiró Harry-. Es enorme y siempre está tirándolo todo. Y el otro día, por si no tuviéramos suficientes problemas, uno de los técnicos tuvo que salir corriendo perseguido por un toro…
Muy bien, allí estaba ocurriendo algo muy extraño. Él sabía que Maura era una mujer muy meticulosa con sus animales.
– ¿Cómo salió el toro del corral? Porque sé que lo tiene encerrado en un corral -suspiró Jefferson, recordando que Maura se lo había enseñado, advirtiéndole que era peligroso.
– No tengo ni idea, pero Davy Simpson estuvo a punto de ser pisoteado por esa mala bestia.
– ¿Se puede saber qué está pasando en Craic? -suspiró Jefferson, atónito. ¿Estaría buscando Maura más dinero? ¿Querría echarse atrás después de haber firmado el contrato?
Y todo el pueblo parecía haberse puesto de su lado, además. Pero no iban a salirse con la suya. Jefferson King no aceptaba presiones y, desde luego, no evitaba un enfrentamiento.
– Eso es lo que me gustaría saber a mí -dijo Harry-, Por lo que tú me contaste pensé que iba a ser un rodaje idílico, pero está siendo un infierno.
– Pero tenemos un contrato firmado que nos permite el acceso a la granja de Maura…
– Sí, ya, el ayudante de producción intentó recordárselo el otro día y le dio con la puerta en las narices.
Jefferson apretó el teléfono, furioso.
– No puede hacer eso. Ha firmado un contrato y ha cobrado el cheque. Nadie la obligó a hacerlo.
– Te lo digo en serio, Jefferson, a menos que esto se solucione de inmediato el rodaje va a costamos el doble de lo que teníamos presupuestado. Hasta el tiempo está contra nosotros porque no deja de llover ni un solo día.
Aquello no tenía sentido, era como si estuviesen hablando de dos sitios diferentes. Y, aparentemente, iba a tener que ir a Craic quisiera o no. Era hora de tener una charla con cierta jovencita irlandesa, hora de recordarle que tenía la ley de su lado y que estaba dispuesto a usarla.
– Muy bien -le dijo-. No puedo hacer nada sobre la lluvia, pero me encargaré de todo lo demás.
– ¿Cómo?
– Iré a Craic personalmente -algo se encogió dentro de él al pensar que iba a ver a Maura otra vez, aunque no quisiera admitirlo.
Aquello no tenía nada que ver con Maura Donohue sino con su negocio. Y esperaba que tuviese una buena razón para no querer cooperar después de haber firmado un contrato.
– Muy bien, pero date prisa.
Después de colgar, Jefferson llamó a gritos a su ayudante mientras sacaba la chaqueta del armario. Tenía previsto un viaje a Austria para hablar con el propietario de un castillo en el que quería rodar una película, pero iba a tener que incluir Irlanda en ese viaje.
No tardaría mucho en solucionar los problemas en Craic, estaba seguro. Se alojaría en el pueblo, hablaría con todo el mundo y luego le recordaría a Maura el maldito contrato. Además, verla le sentaría bien. Así podría mirarla sin recordar aquella noche. La vería por lo que era, una mujer con la que estaba haciendo negocios. Hablarían, se despedirían y tal vez dejaría de aparecer en sus sueños.
Su ayudante, Joan, una mujer mayor que conocía el negocio tan bien como él, entró a toda prisa en la oficina.
– ¿Qué ocurre?
– Tienes que llamar al aeropuerto, me voy hoy mismo a Europa.
– ¿Qué?
– Y dile al piloto del jet que tenemos que pasar por Irlanda antes de ir a Austria.
– Sí, claro, Irlanda, Austria… prácticamente son vecinos -replicó Joan, irónica.
– Voy a mi casa a hacer la maleta, pero dile al piloto que llegaré en unas dos horas.
Una de las ventajas de ser un King era que siempre tenía un jet a su disposición. Su primo Jackson era el propietario de una empresa que alquilaba aviones de lujo a aquéllos que estaban dispuestos a pagar sumas enormes de dinero por viajar cómodamente. Pero la familia King siempre tenía prioridad, lo cual hacía que sus numerosos viajes fuesen más tolerables.
Y podía estar en el aire antes de la cena y en Irlanda a la hora de desayunar.
– ¿Te envío por fax la documentación de McClane o espero a que vuelvas?
Jefferson lo pensó un momento y luego negó con la cabeza. J. T. McClane era el propietario de un pueblo fantasma en el desierto de Mohave y él quería rodar un western moderno allí, pero el tipo llevaba semanas regateando, de modo que no estaría mal recodarle que los estudios King iban a seguir a cargo de las negociaciones.
– Hazle esperar hasta que yo vuelva. Nos vendrá bien que sude un poco.
Joan sonrió.
– Muy bien, jefe. Buena suerte.
Jefferson se limitó a sonreír mientras salía del despacho. No tenía sentido decirle a su ayudante que la única que iba a necesitar suerte era Maura Donohue.