Cinco

Jefferson se detuvo en el pueblo para reservar una habitación en el hostal en el que se había alojado la última vez. Estaba cansado, hambriento e irritado. Y cuando la propietaria del hostal, Francés Boyle, lo fulminó con la mirada, la irritación se convirtió en enfado.

– Vaya -dijo Francés, cruzando los brazos sobre su amplio busto-, Pero si es el propio Jefferson King, volviendo a la escena del crimen.

– ¿Qué crimen? Perdone, pero no la entiendo.

– Ja! A buenas horas pides perdón… aunque no es a mí a quien deberías pedírselo.

Jefferson cerró los ojos brevemente. Francés Boyle estaba regañándolo como si fuera un crío de cinco años que hubiese roto un cristal.

– Señora Boyle, llevo horas metido en un avión y luego he venido hasta aquí desde el aeropuerto en un coche al que se le ha pinchado una rueda y ahora… -Jefferson respiró profundamente- me estoy calando. Pero si me alquila una habitación, estaré encantado de escuchar sus quejas…

– Está acostumbrado a dar órdenes, ¿eh? Pues yo no soy uno de sus lacayos y no tengo tiempo para gente como usted.

¿Qué estaba pasando allí? Era como si hubiese entrado en un universo paralelo. Aquella gente que se había mostrado tan amable con él unos meses antes ahora lo miraba como si fuera un criminal.

– ¿Se puede saber qué he hecho? Hace meses que no vengo por aquí…

– Desde luego, eso ya lo sabemos. Nos hemos llevado una buena decepción con usted, señor King.

– ¿Una decepción? -Jefferson no entendía nada-. ¿Se puede saber qué demonios está pasando?

– Un hombre decente sabría la respuesta a esa pregunta -contestó Francés-, Y no me gusta nada que se nombre al demonio en mi casa.

– No estoy en su casa -dijo él, señalando el porche-. Usted no me ha dejado pasar, así que me estoy mojando.

– Y no pienso hacerlo.

Muy bien, estaba experimentando de primera mano lo que había tenido que sufrir el equipo del rodaje. Pero era incomprensible. Fuese cual fuese el problema, lidiaría con él más tarde. Por el momento, lo que necesitaba era una habitación y un buen desayuno. Sólo entonces estaría listo para ir a la granja de Maura Donohue.

– Señora Boyle, sólo necesito una habitación para un par de días.

– Una pena que el hostal esté lleno.

– ¿Lleno? Pero si no es temporada de turistas.

– Pues está lleno -repitió Francés.

Y luego cerró la puerta en sus narices. Muy bien, buscaría otro hostal o una casa de huéspedes… o algo. Si no recordaba mal, había una cerca de la granja de Maura.

Aun así, le dolió. Desde luego, no era el recibimiento que esperaba. Jefferson se volvió para mirar el pueblo de Craic, con sus tiendas, sus casitas de puertas rojas y el humo de las chimeneas volando al capricho del viento… era una imagen de postal.

Pasando una mano por su cara, bajó del porche y se dirigió a La Guarida del León. Al menos allí podría comer algo, pensó.

Mientras subía por la calle se dijo a sí mismo que la actitud de la señora Boyle seguramente sería un caso de mujeres apoyándose unas a otras. Sabía que Maura estaba enfadada por algo y la propietaria del hostal mostraba su solidaridad con ella no alquilándole una habitación.

Jefferson entró en el pub y se detuvo un momento para calentarse las manos frente a la chimenea. Luego, después de saludar con la cabeza a dos clientes que estaban sentados a una mesa, se sentó frente a la barra. Michael, que salía de la cocina en ese momento, se detuvo de golpe al verlo.

– El pub está cerrado.

– ¿Qué?

Aquello sí que no lo esperaba. Michael y él se habían llevado bien durante el tiempo que estuvo en Craic pero ahora, en lugar de saludarlo amistosamente, parecía a punto de darle un puñetazo.

– ¿Cerrado? -repitió Jefferson, señalando a los otros clientes-, ¿Y ellos qué?

– Para ellos no está cerrado.

– Ah, entonces sólo lo está para mí.

– Yo no he dicho eso -Michael tomó un paño blanco y se puso a limpiar la barra.

– Cuando nos conocimos me pareciste una buena persona -empezó a decir Jefferson, apenado-. Lamento mucho comprobar que no es así.

El propietario del pub llevó aire a sus pulmones y su torso se hinchó hasta adquirir proporciones gigantescas.

– Y yo pensé que tú eras un hombre que cumplía con sus obligaciones.

– ¿Qué obligaciones? ¿Es que todo el mundo en este pueblo se ha vuelto loco? ¿Se puede saber de qué estás hablando?

Michael puso una mano enorme sobre la barra.

– Lo que digo es que no eres más que un rico americano que se lleva lo que quiere y no se preocupa de lo que deja atrás.

Jefferson se irguió como si alguien lo hubiera pinchado en la espalda. Intentaba ser razonable, pero empezaba a estar harto.

– ¿A qué te refieres?

– No soy yo quien tiene que decírtelo.

Genial, pensó, aquella gente hablaba en código.

– Mira, está claro que no nos conocemos tan bien como yo creía, así que dejaré pasar el insulto. Pero te aseguro que yo nunca me he echado atrás ante una responsabilidad… aunque no te debo explicación alguna.

– Desde luego que no. No es a mí a quien se la debes.

– ¿Qué significa eso?

– Habla con Maura -dijo Michael entonces-. Ella te lo contará o no, como quiera. Pero no vengas a Craic buscando amigos hasta que lo hayas hecho.

Jefferson miró alrededor, perplejo. Los hombres que estaban comiendo en la mesa asentían con la cabeza… como si fuera un secreto que todos conocían menos él.

– Muy bien, pensaba hablar con Maura de todas formas. Y después volveré por aquí para que me des una explicación.

– Estoy deseando.

Jefferson salió del pub, furioso, y bajó por la calle hasta donde había aparcado el coche de alquiler. La lluvia lo golpeaba como si el cielo le estuviera tirando piedras y sintió la mirada de una docena de personas clavada en él… pero no lo miraban con simpatía alguna.

¿Qué demonios podía haber pasado? Cuando se marchó de allí todas aquellas personas lo miraban con simpatía. ¿Y por qué Maura era la clave?

Sacudiendo la cabeza, subió al coche y tomó la carretera que llevaba a la granja de Maura Donohue. Era hora de encontrar respuestas.

El camino lleno de barro le resultaba familiar y, a pesar del enfado, sentía cierta emoción, cierto nerviosismo ante la idea de ver a Maura de nuevo. No quería que fuera así y había estado luchando contra ese recuerdo durante los últimos meses, pero estar allí otra vez avivaba las llamas que él había intentado extinguir.

Ahora no era momento para eso, pensó. No estaba allí para acostarse con una mujer que había dejado bien claro que no tenía el menor interés en él. No iba a volver a tomar un camino por el que ya había pasado antes.

Además, estaba empapado, cansado y furioso. La casa de Maura apareció de repente entre la niebla, como un faro, con sus paredes blancas, sus persianas verdes y las flores en las macetas del porche que soportaban valientemente el viento.

A la entrada había tres trailers y una tienda de campaña bajo la que habrían guardado parte del equipo, pero el director y los técnicos andaban por allí, colocando lonas y plásticos por todas partes. Los actores debían estar dentro de los trailers, esperando que dejase de llover.

Entre la lluvia y los retrasos provocados por Maura y sus amigos, Jefferson prácticamente podía oír cómo su dinero se iba por el retrete.

Frustrado por la situación, salió del coche y, después de meter el pie en un charco, cerró de un portazo. El director y todos los del equipo técnico se volvieron, pero cuando Harry se dirigía hacia él Jefferson levantó una mano para detenerlo. Quería hablar con Maura antes de nada.

– Y espero que me dé una explicación convincente -murmuró, tomando el camino de grava.

No se fijó entonces en lo encantador que era aquel sitio, ni miró siquiera a la media docena de ovejas que triscaban en el corral. Y tampoco se detuvo cuando alguien le gritó algo que no pudo entender, de modo que lo pilló por sorpresa ver a un perro negro del tamaño de un oso lanzarse hacia él a la carrera.

– ¡Madre mía! -gritó.

La puerta se abrió entonces y Maura salió al porche.

– ¡King!

El perro se detuvo de golpe, pero corría a tal velocidad que patinó hasta chocar con Jefferson, que estuvo a punto de caer al suelo. Atónito, miró la sonriente cara del animal, con una lengua del tamaño de un filete.

Su cabeza le llegaba a la cintura… y debía pesar al menos cien kilos.

– Es un oso.

– Es un sabueso irlandés -lo corrigió Maura-, No quería hacerte daño, sólo iba a saludarte… es un cachorro.

– ¿Y se llama King? ¿Le has puesto mi nombre?

– Sí -contestó ella-, porque también él es un poco sinvergüenza.

Jefferson la miró, estupefacto. En los ojos azules había tantas emociones distintas que no estaba seguro de si iba a besarlo o a tomar una escopeta para echarlo de allí.

– ¿Qué haces aquí?

Era preciosa, pensó. La mujer más fascinante que había conocido nunca. Por su culpa, había tenido que ir a Irlanda cuando no estaba en sus planes sólo para ser tratado como un leproso por sus vecinos.

– ¿Quieres decir por qué estoy bajo la lluvia frente a la casa de una mujer que no respeta un contrato firmado? Porque yo me estoy preguntando lo mismo.

– Tu gente está pisoteando mi casa en este mismo instante -lo retó ella-, así que yo estoy respetando nuestro contrato mucho mejor que tú.

– Mira, llevo en Irlanda una hora y en ese tiempo me he empapado, se me ha pinchado una rueda, me he manchado los zapatos de barro y he sido insultado por todas y cada una de las personas con las que he intentado entablar conversación. Así que no estoy de humor para soportar oscuras referencias a lo malvado que soy. Si tienes algún problema conmigo -dijo Jefferson, apartándose del perro para acercarse a la puerta-, te rogaría que me lo dijeras claramente para que pueda solucionarlo.

Maura se cruzó de brazos y levantó la barbilla, orgullosa:

– Estoy embarazada. ¿Cómo vas a solucionar eso?

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