En el pueblo de Craic, Jefferson King era una gran noticia y la mitad de los vecinos insistían en que firmase el contrato de una vez para que todos «se hicieran famosos».
No pasaba un día en que Maura no oyera la opinión de alguien al respecto. Pero no iba a apresurarse antes de tomar una decisión. No iba dejar que ni sus amigos ni los vecinos de Craic ni Jefferson la presionasen. Le daría su respuesta cuando estuviera firmemente decidida y ni un minuto antes.
Pero debería haberlo pensado dos veces antes de sugerir que fuesen a cenar al pub. Porque debería haber imaginado que sus vecinos aprovecharían la oportunidad para hablar con Jefferson, mientras le daban a ella un par de codazos en las costillas. Aunque estaba demasiado… inquieta para comer a solas con él en la granja. Al fin y al cabo, Jefferson era un hombre muy guapo y sus hormonas habían empezado a despertar en cuanto apareció en su puerta.
Pero Maura se preguntaba si ir al pub La Guarida del León para cenar había sido buena idea después de todo.
Por supuesto, estaban rodeados de vecinos, de modo que no había posibilidad de que sus hormonas le jugasen una mala pasada, pero lo malo de estar rodeados de vecinos era que todos intentaban llamar la atención del millonario americano.
A principios de diciembre, el interior del pub estaba suavemente iluminado por los apliques de las paredes, manchadas con siglos del humo del tabaco y de la chimenea. El suelo era de madera, rozado por los zapatos de miles de clientes, y había varias mesas redondas al fondo. La barra del bar era de nogal pulido, que Michael O'Shay, el propietario del pub, mantenía tan brillante como el banco de una iglesia. Y al lado del espejo donde se miraban los clientes había una televisión en la que estaban dando, como siempre, un partido de fútbol.
Michael apareció con una jarra de cerveza Guinness para Jefferson y un vaso de cerveza normal para ella, limpiando antes la mesa con un inmaculado paño blanco. Y luego les sonrió como si fuera Santa Claus.
– La cena estará enseguida. Hoy tenemos sopa de patatas y puerros que ha hecho mi Margaret, espero que le guste. Cuando llegue la gente de su equipo, Margaret la hará por toneladas.
Maura suspiró. No había tardado mucho en ponerse a hacer publicidad.
– Suena bien -dijo Jefferson, tomando un sorbo de su espesa cerveza negra.
– ¿Rose ha tenido ya el niño, Michael? -le preguntó Maura-. Michael y Margaret están a punto de convertirse en abuelos -le explicó a Jefferson.
– No, aún no, pero está a punto -contestó el propietario del pub-. Así que el dinero que ganemos cuando llegue la gente de la película será más que bienvenido.
Maura cerró los ojos. Evidentemente, de lo único que quería hablar la gente de pueblo era de esa maldita película.
Michael acababa de volver a la barra cuando tres o cuatro vecinos encontraron una razón para detenerse frente a su mesa y hablar con Jefferson.
Y Maura lo vio charlar amablemente con aquella gente a la que conocía de toda la vida y le gustó más por ello. Un hombre como él no podía disfrutar siendo el centro de atención en un pueblo tan pequeño, pero en lugar de ser abrupto se mostraba amable con todos.
Maura escuchó, medio distraída, mientras Francés Boyle le hablaba de su hostal y los buenos servicios que prometía para los estudios King. Luego Bill Howard, propietario del mercado, le juró que estaría encantado de ofrecerle los suministros que hiciera falta. Nora Bailey le dio su tarjeta, recordándole que tenía una panadería y sería un honor trabajar para él y, por fin, Colleen Ryan ofreció sus servicios como costurera porque, estando tan lejos de Hollywood, la gente de vestuario necesitaría alguien mañoso con la aguja. Cuando por fin se alejaron, todos mirando a Maura como diciendo: «venga, chica, firma de una vez», Jefferson estaba sonriendo y a ella le dolía la cabeza.
– Parece que tú eres la única en este pueblo que no quiere saber nada de la película.
– Sí, eso parece, ¿verdad?
– ¿Por qué no, Maura? Dejas que insista e insista, esperando que aumente la oferta cada día, pero no me das una respuesta.
Sí, la verdad era que estaba esperando que aumentase la oferta antes de firmar el contrato. Si sus amigos y vecinos podían controlar su entusiasmo un poco.
– Todo el pueblo quiere que rodemos aquí.
– Sí, pero todo el pueblo no tendrá un montón de gente en sus tierras cuando las ovejas están a punto de parir, ¿no?
– Tú misma has dicho que la mayoría de las ovejas paren en el campo y nosotros estaremos filmando delante de la casa. El rodaje de la residencia…
– Es una granja.
– Pues a mí me parece una residencia -sonrió Jefferson-. Puede que filmemos algunas escenas del establo, pero no vamos a molestarte demasiado.
– ¿Me lo prometes? -rió Maura.
– Te lo prometeré si eso es lo que hace falta para que firmes.
– Ah, estás desesperado, ¿eh? -sonrió ella, tomando un sorbo de cerveza-. Podría pensar que estás dispuesto a endulzar la oferta un poco más.
– Veo que sabes negociar -rió Jefferson-, Pero sí, estaría dispuesto a aumentarla un poco si tú me dijeras que estás dispuesta a firmar.
Maura intentó disimular para que no viera un brillo de victoria en sus ojos.
– Podría hacerlo, dependiendo de cuánto estuvieras tú dispuesto a aumentar la oferta.
– Una pena que no sea tu hermana la que tiene que firmar el contrato -suspiró él-. Tengo la impresión de que sería más fácil convencerla a ella.
– Ah, pero Cara tiene otras prioridades -Maura sonrió al pensar en su hermana menor. En realidad, habría aceptado la oferta de Jefferson aunque no le hubiese ofrecido un céntimo más porque le había dado a su hermana un pequeño papel en la película. Y como Cara soñaba con llegar a ser una gran actriz, estaba flotando desde que lo supo.
– Claro que si ella tuviera que firmar el contrato seguramente me habría exigido a cambio un papel de más envergadura.
– Le irá bien con lo que le has dado, pero es muy buena -dijo Maura, echándose un poco hacia delante-. El año pasado actuó en una de esas telenovelas y lo hizo muy bien, de verdad… hasta que la mataron. Hizo una escena de muerte preciosa, yo hasta lloré viéndola.
Jefferson sonrió, mostrando un hoyito en la mejilla.
– Lo sé. He visto la cinta.
– Es buena, ¿verdad? No lo digo sólo porque sea mi hermana…
– No, yo creo que tiene futuro en el cine.
– Mi hermana tiene muchos sueños.
– ¿Y tú también tienes sueños, Maura?
– Pues claro que sí, pero los míos son menos grandiosos. Sueño con poner un tejado nuevo al establo y comprar una camioneta nueva porque la mía me va a dejar tirada cualquier día. Y hay una raza de ovejas que me gustaría mezclar con las mías, si pudiera.
– Eres demasiado guapa para tener sueños tan humildes.
Ella parpadeó, sorprendida por el halago y, al mismo tiempo, sintiéndose insultada porque sus sueños le pareciesen «humildes». ¿Qué estaba diciendo, que no tenía imaginación? Una vez había tenido grandes sueños, como todas las chicas. Pero había crecido y ahora sus sueños eran más prácticos. Aunque eso no los hacía menos importantes.
– A mí no me parecen poca cosa.
– No, sólo quería decir…
Ella sabía lo que había querido decir. Sin duda estaba acostumbrado a mujeres que soñaban con diamantes, abrigos de piel o lujosos deportivos. Y seguramente la vería como una pueblerina. Ese pensamiento fue como un jarro de agua fría.
Antes de que él pudiese volver a hablar, Maura miró hacia un lado y anunció:
– Vaya, mira, los hermanos Flanagan van a tocar.
– ¿Qué?
Maura señaló una esquina del pub, donde tres jóvenes de pelo rojo se habían sentado con sus instrumentos. Mientras Michael por fin les llevaba la sopa de patata y puerros y un pan de centeno recién sacado del horno, los hermanos Flanagan empezaron a tocar.
En unos segundos, el pub vibraba con la clase de música por la que tanta gente pagaba dinero por escuchar en una sala de conciertos; el violín, la flauta y el tamboril irlandés se mezclaban sacudiendo los cristales de las ventanas. La gente empezó a mover los pies al ritmo, dando palmas y algunos cantando antiguas canciones folklóricas irlandesas.
Una canción se convertía en otra, pasando de la música ligera a las baladas y Jefferson, que observaba a la gente con el ojo de un cineasta, supo que tendría que incluir aquella escena en su película. Tendría que hablar con el director sobre los hermanos Flanagan, que tenían un talento asombroso. Tal vez podría hacer realidad más de un sueño en aquel pueblo, pensó.
Cuando por fin consiguiera que Maura firmase el contrato. Jefferson la miró entonces y se quedó sin aliento. Se había dado cuenta de lo guapa que era desde el primer día, pero a la luz de la vela que había sobre la mesa, en un jarroncito de cristal, parecía casi etérea. Lo cual era ridículo porque la había visto agarrar a una oveja de casi cien kilos y tirarla al suelo, de modo que frágil no era. Sin embargo, empezaba a verla de otra forma… una forma que hacía que su cuerpo se pusiera particularmente tenso en ciertas zonas. Debería estar acostumbrado, pensó. Llevaba allí casi una semana, con su cuerpo en un constante estado de alerta que lo estaba volviendo loco. Tal vez debería dejar de ser tan amable y sencillamente seducir a Maura.
Entonces, de repente, una chica entró en el pub y se sentó a su mesa, empujando un poco a Maura.
– ¡Sopa! -exclamó Cara Donohue-. Qué bien, estoy muerta de hambre.
– Pide una, pesada -protestó Maura, riendo.
– No me hace falta, tengo la tuya. ¿La has convencido ya para que firme, Jefferson?
– No, aún no -contestó él.
Cara Donohue era más alta y más delgada que Maura, con el pelo corto y unos brillantes ojos azules que parecían dispuestos a comerse el mundo. Tenía cuatro años menos que su hermana y era dos veces más abierta y, sin embargo, Jefferson no sentía ninguna atracción por ella.
Cara era una buena chica con un brillante futuro por delante, pero Maura era una mujer que haría que cualquier hombre se parase para mirarla dos veces e incluso tres.
– Lo conseguirás. Los americanos sois muy insistentes, ¿no? Además, Maura cree que eres muy guapo.
– ¡Cara!
– Pero es verdad -dijo su hermana, tomando un sorbo de su cerveza-. No es nada malo decirle que te gusta mirarlo. ¿A qué mujer no le gustaría? Y he visto cómo la miras tú también, Jefferson.
– Cara, si no te callas inmediatamente…
Maura no terminó su amenaza, pero Jefferson no podía dejar de sonreír. Sus hermanos y él eran iguales, siempre bromeando y metiéndose los unos con los otros estuviera quien estuviera delante. Además, le gustaba eso de que Maura hubiese estado hablando de él.
– No he dicho nada malo -insistió Cara-, ¿Por qué no ibais a miraros?
– No le hagas ni caso, esta chica está loca -dijo Maura, sacudiendo la cabeza.
– ¿Por qué? Está diciendo la verdad.
– Tal vez, pero no tiene por qué decirlo en voz alta, ¿no?
– Te preocupas demasiado -rió su hermana.
De repente, la música de los Flanagan se convirtió en un ritmo frenético que todos los vecinos seguían con las manos o los pies. Era un ritmo que parecía meterse en el corazón y Jefferson se encontró tamborileando sobre la mesa.
– Están tocando Whisky en la jarra -dijo Cara-. Venga, Maura, baila conmigo.
Maura negó con la cabeza, pero Cara empezó a tirar de ella.
– Llevo todo el día trabajando y no me apetece bailar. Y menos con la bocazas de mi hermana.
– Pero te gusta bailar, no lo niegues. Además, te encanta esta canción -sonrió la joven, tirando de su brazo.
Maura miró a Jefferson, avergonzada, pero luego, encogiéndose de hombros, siguió a su hermana hasta una zona que los parroquianos habían dejado libre, frente a las mesas. La gente aplaudió cuando se colocaron una frente a la otra, riendo. Y entonces las hermanas Donohue se pusieron en acción, con la espalda recta como un palo, los brazos pegados a los costados… y sus pies volando.
Jefferson, como casi todo el mundo, había visto el espectáculo de Broadway de los bailarines irlandeses y había salido impresionado. Pero allí, en aquel pub diminuto en un pueblo pequeño de la costa irlandesa, se sintió arrastrado por una especie de magia.
La música sonaba, la gente aplaudía y las dos hermanas bailaban como si tuvieran alas en los pies. Jefferson no podía apartar sus ojos de Maura. Había estado trabajando todo el día, él era testigo, y sin embargo allí estaba, bailando y riendo, tan elegante como una hoja empujada por el viento. Era tan preciosa que no podía apartar la mirada.
Pensó entonces en las historias que había oído sobre su bisabuelo, que se había enamorado locamente de una chica irlandesa en un pub como aquél, en una noche mágica. Y, por primera vez en su vida, entendió cómo había ocurrido.
Cara se marchó del pub poco después porque tenía que ir a Westport, una ciudad portuaria a diez kilómetros de allí.
– Estaré en casa de Mary Dooley si me necesitas -dijo, besando a su hermana y guiñándole un ojo a Jefferson-. Y si no, nos vemos mañana.
Cuando su hermana desapareció, Maura miró a Jefferson, riendo.
– Es una fuerza de la naturaleza, siempre lo ha sido. Lo único que la paró un poco fue la muerte de nuestra madre hace cuatro años.
– Lo siento -dijo él-. Yo también sé lo que es perder a tus padres. Nunca es fácil, tengan la edad que tengan.
– No, no lo es -admitió Maura, recordando lo difíciles que habían sido esas largas y tristes semanas tras la muerte de su madre. Entonces ni siquiera Cara era capaz de sonreír, pero se apoyaron la una en la otra como nunca.
Y, al final, la vida las empujó, como hacía siempre, insistiendo en que siguieran adelante.
– Pero mi madre llevaba muchos años añorando a mi padre y ahora que ha vuelto con él seguro que está feliz.
– Tú crees en eso.
No era una pregunta, era una afirmación.
– Sí, lo creo.
– ¿Has nacido con esa fe o uno tiene que trabajar para ganársela?
– Pues… ¿nunca has sentido la presencia de alguien a quien has perdido?
– Sí, la verdad es que sí -admitió él-. Aunque no es algo de lo que suela hablar.
– ¿Por qué ibas a hacerlo? Es una cosa privada.
Maura lo miró a los ojos, intentando leer sus pensamientos, pero los ojos azules se habían ensombrecido y tuvo que esperar hasta que habló de nuevo:
– Hace diez años mis padres murieron en un accidente de coche en el que también estuvo a punto de morir unos de mis hermanos -Jefferson tomó un trago de cerveza antes de dejar la jarra sobre la mesa-. Mucho más tarde, cuando por fin pudimos recuperarnos un poco, nos dimos cuenta de que si mis padres hubieran podido elegir habrían elegido morir a la vez. Ninguno de los dos hubiera sido feliz sin el otro.
– Te entiendo -suspiró Maura. La música seguía sonando de fondo, mezclada con las conversaciones de los vecinos. Pero allí, sentada a aquella mesa con Jefferson, le parecía como si estuvieran solos en el mundo-. Mi padre murió cuando Cara era muy pequeña y mi madre nunca fue la misma sin él. La pobre lo intentaba, por nosotras, pero le faltaba algo. Un amor así es o una bendición o una maldición.
– Sí, puede que tengas razón.
Estaba sonriendo y Maura pensó que era extraño que se entendieran tan bien hablando de recuerdos tristes. Pero por alguna razón, compartir historias de su familia la hacía sentirse más acompañada de lo que se había sentido en mucho tiempo.
– Aun sabiendo que tus padres lo hubieran querido así debió ser muy duro para tus hermanos y para ti.
– Sí, desde luego. Yo por fin me había recuperado de… -Jefferson no terminó la frase-. Da igual. La cuestión es que cuando más nos necesitábamos, mis hermanos y yo nos teníamos los unos a los otros. Y teníamos que ayudar a Justice a recuperarse.
Maura se preguntó qué habría estado a punto de decir y se preguntó también por qué, si había ocurrido tanto tiempo atrás, ese pensamiento había dejado un brillo de tristeza en sus ojos. Su secreto, fuera cual fuera, le había roto el corazón. Tanto que ni siquiera ahora podía hablar de ello.
– ¿Justice? Qué nombre tan interesante.
– Es un hombre interesante -dijo Jefferson con una sonrisa que, en opinión de Maura, era de agradecimiento por no haber insistido en que terminara la frase-. Lleva el rancho de la familia.
– ¿Es un vaquero, como los de las películas?
– Sí, así es. Ahora está casado, tiene un hijo y otro en camino.
– Qué bien. ¿Y los otros hermanos?
– El más joven, Jesse, también está casado. Su mujer tuvo un niño el mes pasado… Jesse se desmayó durante el parto -rió Jefferson-, Y a nosotros nos encanta recordárselo.
– Entonces debe querer mucho a su mujer. Y debe ser un chico encantador.
– ¿Encantador? -Jefferson se encogió de hombros-. Seguro que su mujer piensa lo mismo.
La pena que había en sus ojos empezaba a desaparecer y Maura se dio cuenta de que le gustaba más ahora, sabiendo que era un hombre tan familiar.
– ¿Y los otros hermanos?
– Jericho está en los Marines… ahora mismo está destinado en Oriente Medio.
– Imagino que eso os tendrá un poco preocupados, dada la situación.
– Sí, claro, pero está haciendo lo que le gusta.
– Entiendo -Maura pasó un dedo por la marca que había dejado en la mesa su vaso de cerveza-. Cuando Cara me dijo que quería irse a vivir a Londres para ser actriz me dieron ganas de meterla en un armario y echar la llave -rió, recordando el miedo que había sentido al imaginar a su hermana pequeña sola en una ciudad tan grande-. Bueno, no es la misma clase de preocupación que tú debes tener, pero yo pensé que se la comerían viva.
– La preocupación es la preocupación. E imagino que te volviste loca teniéndola tan lejos.
– Sí, pero Cara salió adelante en Londres y, además, consiguió ese papel en la telenovela. Ahora tiene que trabajar de camarera, pero seguro que acabará triunfando.
– ¿Y tú?
– ¿Yo?
– ¿Siempre has querido llevar una granja?
– ¿Qué niña no soñaría con limpiar caca de oveja y ayudar en los partos? -rió Maura, irónica-, Es el glamour lo que me atrae.
Jefferson rió también y a ella le pareció un sonido maravilloso. Y se alegraba de ver que la tristeza había desaparecido de sus ojos.
– ¿Entonces por qué te has quedado en la granja?
– Siempre he trabajado en ella, desde que era pequeña. Además, soy independiente, no tengo jefes ni debo darle explicaciones a nadie. No me veo obligada a fichar cada mañana, ni ir a la ciudad y soportar el tráfico…
Jefferson asintió, como si la entendiera, pero eso no podía ser porque él se ganaba la vida en una de las ciudades más vibrantes del mundo. Sin duda tendría que trabajar muchas horas, acudir a reuniones, pagar a hordas de empleados…
– Te entiendo.
– Sí, seguro -bromeó Maura-, Tú viajas por todo el mundo buscando sitios en los que poner tus cámaras y me apuesto lo que quieras a que no has pasado un solo día sin tocar un móvil o un ordenador en muchos años.
– Y ganarías la apuesta -rió él-. Pero lo de viajar lo hago porque me gusta. Irlanda, por ejemplo… en el estudio tenemos gente que se dedica a localizar, pero yo he querido venir personalmente. Siempre me ha gustado viajar, ver sitios nuevos. Es lo mejor del trabajo. La gente del estudio me busca dos o tres sitios que puedan servir y yo me desplazo hasta allí para ver cuál es el mejor.
– ¿Dos o tres? ¿Y qué sitio ocupa la granja Donohue?
– La tuya fue la segunda que vi… y enseguida supe que era la que quería.
– Lo cual nos lleva de vuelta a tu oferta.
– Ah, qué conveniente -rió Jefferson.
Tenía que admitirlo: era tan obstinado como ella. Como debía admitir que era el momento de aceptar la oferta, firmar el contrato y dejar que volviese a Hollywood, a su vida normal antes de que se acostumbrase a tenerlo cerca todos los días. Además, había visto el brillo en los ojos de su hermana y sabía que no la perdonaría nunca si por su culpa no podía interpretar un papelito en una película americana de gran presupuesto.
– ¿Qué vas a hacer, Maura? -le preguntó él un segundo después-, ¿Vas a firmar o voy a tener que visitar de nuevo esas otras granjas?
Ella miró alrededor. Aparte de Michael detrás de la barra y un puñado de clientes tomando la última cerveza, estaban solos. La gente se había ido marchando y ella no se había dado cuenta. Estaba tan concentrada en la conversación con Jefferson, viéndolo sonreír, escuchando su bonita voz, que podría haber llegado el Juicio Final y ella no se hubiese enterado. Lo cual le decía que estaba en peligro de perder el corazón por un hombre que no estaría interesado en conservarlo. Sí, lo mejor sería terminar con aquel asunto de una vez por todas para que Jefferson pudiera marcharse y ella pudiera seguir adelante con su vida.
– Trato hecho, Jefferson King-sonrió, ofreciéndole su mano-. Rodarás tu película en mi granja y así los dos conseguiremos lo que queremos.
Jefferson tomó su mano, pero en lugar de estrecharla como había esperado se quedó con ella, deslizando el pulgar por sus dedos. Y, de repente, con el estómago encogido, deseó haber pedido otra cerveza porque necesitaba algo frío y húmedo en la garganta seca.
– Tengo el contrato en el hostal. ¿Por qué no vienes a mi habitación para firmarlo?
Maura apartó la mano, riendo
– No, gracias. Si me ven entrando en tu habitación a estas horas la gente del pueblo estaría cotilleando durante días.
– ¿Cómo iban a saberlo?
– En un pueblo pequeño no hay secretos -dijo ella-. Francés Boyle lo controla todo en el hostal. Créeme cuando te digo que sabe quién y a qué hora entra por su puerta.
– Muy bien -sonrió Jefferson- ¿Entonces por qué no pides otra ronda? Yo iré al hostal a buscar el contrato y lo traeré aquí para que lo firmes.
Maura lo pensó un momento. Quería terminar con aquello lo antes posible, pero era muy tarde y tenía que levantarse al amanecer…
– ¿No habías dicho que no tenías horarios? -le recordó Jefferson.
– Sí, es verdad -asintió ella, divertida-. Muy bien, pediré otra ronda mientras tú vas a buscar los papeles.
Mientras salía del pub. Maura no pudo evitar mirarle el trasero… pero luego se regañó a sí misma: «vas a tomar una cerveza, luego firmarás el contrato y te despedirás amablemente. No habrá paseos a la luz de la luna, Maura Donohue. Jefferson no es hombre para ti, así que no tiene sentido desear que las cosas fueran diferentes. No seas tonta o lo lamentarás».
Todo muy racional, pensó. Una pena que ella no estuviera escuchando.