Dos días después, Maura se sentía como un animal enjaulado. Seguía llevando la granja como siempre, pero bajo el ojo vigilante de Jefferson King, que estaba en todas partes. No había tenido un momento para sí misma desde que llegó durante la última tormenta. Si salía de la casa, allí estaba. Si iba a darle de comer a los corderos, él aparecía para echar una mano. Si iba al pueblo, Jefferson iba con ella. Había llegado a un punto en el que casi lo esperaba. Maldito fuera, seguramente eso era lo que había planeado que ocurriera.
Aunque había hablado con los vecinos de Craic y de nuevo todos lo habían recibido con los brazos abiertos, Jefferson seguía en el trailer, aparcado frente a su casa. No volvió al hostal ni buscó un cómodo hotel. Oh, no. Se quedó en el trailer para decirle cómo iba a ser su futuro, le gustase a ella o no.
– ¿Qué clase de mundo es éste en el que una mujer tiene que salir a escondidas de su casa? -murmuró para sí misma mientras cerraba la puerta de atrás sin hacer ruido. Lo único que quería era estar sola para poder pensar, para compadecerse de sí misma, para llorar en privado. ¿Eso era tanto pedir?
Estar con Jefferson la dejaba agotada. El esfuerzo que tenía que hacer para disimular lo que sentía por él parecía estrangularla. ¿Pero cómo podía profesarle amor a un hombre que pensaba que «el afecto» era base suficiente para un matrimonio?
Haciéndole una seña a King, se dirigió a los pastos y el perro la siguió, persiguiendo su imaginación y a los conejos que siempre esperaba encontrar por el camino.
Maura tuvo que sonreír. Lo había logrado, había conseguido salir de la casa sin que Jefferson la siguiera. Hacía un buen día, aunque sabía que el buen tiempo no podía durar. Pero mientras durase quería estar fuera, disfrutando del sol y de la brisa que movía su pelo. Y mientras paseaba se preguntó a sí misma si podría irse de allí, dejar de ver aquellas colinas y los campos, las cercas de piedra y los árboles retorcidos por el viento. ¿Podría marcharse?
Si Jefferson hablase en serio, si hubiera amor en esa proposición en lugar de simple sentido del deber, ¿podría vender la granja y mudarse a miles de kilómetros de allí, dejar atrás la belleza de esos prados por una ciudad abarrotada de gente a la que no conocía?
La respuesta era, por supuesto, sí. Por amor lo habría intentado al menos. Podría no vender la granja sino alquilarla a algún vecino y así podría ir a visitarla… aunque la idea de marcharse le rompía el corazón. Pero sí. Por amor hubiera hecho ese esfuerzo.Por afecto, no.
– ¿Te encuentras bien? -oyó una voz demasiado familiar detrás de ella.
Maura suspiró. Al final, no había logrado escapar. No se volvió, no aminoró el paso, se limitó a gritarle:
– ¡Estoy bien, como cuando me hiciste esa misma pregunta hace una hora!
Jefferson llegó a su lado un segundo después y, caminando a su paso, metió las manos en los bolsillos del pantalón y levantó la cabeza para sentir el sol en la cara.
– Es estupendo ver el sol por una vez.
– La primavera es una época muy tormentosa -dijo ella, intentando controlar los latidos de su corazón. No era sólo su constante presencia lo que la hacía sentir atrapada, sino su propio cuerpo, la reacción de su corazón lo que la tenía tan alterada.
Estar cerca de Jefferson encendía su sangre. El olor de su piel, su voz, su proximidad, todo eso combinado hacía que lo deseara como no sabía que podía desear a alguien.
– ¿Dónde vas?
– A dar un paseo hasta las ruinas.
– Eso son por lo menos dos kilómetros.
– Por lo menos -asintió ella-. Estoy acostumbrada al ejercicio, Jefferson. Y no necesito un guardaespaldas.
Él sonrió entonces.
– Pero a mí me gusta estar contigo.
Maura se puso colorada sin poder evitarlo. Y su corazón, naturalmente, empezó a hacer ese ridículo baile… seguramente serían las hormonas, se dijo. Había oído que las mujeres embarazadas estaban más emotivas que nunca, así que no era enteramente culpa suya desear que la tomara entre sus brazos, que la tumbase sobre la fragante hierba y…
Maura sacudió la cabeza. No, no era culpa suya en absoluto.
– ¿No deberías estar trabajando con tu gente?
– El director sabe lo que hace y a mí no me gusta meterme en los asuntos de los demás.
– Pero te encuentras muy cómodo metiéndote en mis asuntos -le recordó ella.
– Tú no estás trabajando, estás dando un paseo.
– Eres un hombre imposible, Jefferson King.
– Eso me han dicho -Jefferson se inclinó para cortar un narciso que crecía al borde del camino y se lo ofreció con una sonrisa.
Encantada a pesar de sí misma, Maura lo aceptó y empezó a jugar con él entre los dedos.
– ¿Cuánto tiempo vas a quedarte en Irlanda?
– ¿Ya quieres que me vaya?
No, pero no se lo dijo.
– No tienes por qué quedarte.
– Yo diría que sí -Jefferson se detuvo para tomarla del brazo y mirar su abdomen.
No se notaba el embarazo porque llevaba un jersey grueso, pero Maura notó esa mirada posesiva y… le gustó. A una parte elemental de su alma le encantaba que la mirase así.
Pero aun admitiéndolo, también debía admitir que no significaba nada. Estaba preocupado por ella y por el niño, pero no los quería. El deseo sin amor era una cosa vacía de la que ella no quería saber nada. Especialmente ahora que tenía que pensar en otra persona.
– ¿No tienes mundos que comprar, películas que rodar, gente a la que gobernar?
Él sonrió y ese gesto fue otro golpe para una mujer cuyas emociones estaban ya ligeramente descontroladas.
– He estado trabajando.
– ¿En el trailer?
– Con la tecnología que hay ahora podría trabajar desde una tienda de campaña en el desierto. Lo único que necesito es un ordenador, una conexión a Internet y un fax… que voy a comprar hoy en Westport. No te importará que me conecte desde tu casa, ¿verdad?
– No sé si es buena idea…
– Gracias -dijo Jefferson, como si no la hubiese oído.
Ella murmuró algo entre dientes. Se daba cuenta de lo que estaba haciendo y, aunque no tenía intención de ser nada más que un problema que Jefferson King debía resolver, en el fondo se alegraba de que tuviera que esforzarse tanto para persuadirla.
– ¿Cómo se escapó el toro?
– Ah, te has enterado.
– Davy Simpson sigue contando la historia. Y cada vez que la cuenta, él corría un poco más rápido y el toro era un poco más grande.
Maura soltó una carcajada.
– Porque es irlandés. Nos encanta que la gente cuente historias.
– Ya, bueno. El toro, Maura. ¿Lo soltaste tú?
– ¡Claro que no! -exclamo ella. Podría haberlo pensado, pero nunca lo hubiera hecho. En realidad, se había quedado horrorizada cuando el toro escapó-. No, en serio, fue un accidente. Tim Daley vino a ayudarme ese día… Tim tiene dieciséis años y no deja de pensar en Noreen Muldoon.
– Ah, yo sé lo que es eso.
– ¿Qué?
– Nada, nada -sonrió Jefferson-, Sigue.
– No hay mucho que contar. Después de darle de comer, a Tim, que se pasa el día soñando con Noreen, se le olvidó cerrar la cerca y… -Maura se encogió de hombros-. Fue un accidente y, afortunadamente, no pasó nada. Pero tardé más de una hora en devolver el toro al corral.
– ¿Tú devolviste el toro al corral?
– ¿Quién si no? Es mi toro.
– Tu toro -repitió Jefferson, dejando caer la cabeza sobre el pecho.
– Y que escapase fue un error, aunque admito que las ovejas correteando por el decorado… no lo fue.
– No me sorprende.
– Estaba enfadada porque tú no me devolvías las llamadas.
– Y tenías razones para estar enfadada -admito él-. Pero ahora estás siendo cabezota sólo para fastidiarme.
Maura se detuvo de golpe, con los narcisos creciendo a su alrededor, el cielo azul con unas cuantas nubes navegando por él como barcos en un plácido océano. La brisa soplaba, moviendo la hierba y, en la distancia, King ladraba, encantado de la vida.
– ¿Eso es lo que crees? ¿De verdad crees te castigaría a ti, a mí y a nuestro hijo sólo por fastidiarte?
– ¿No lo harías?
– Si piensas eso es que no me conoces tan bien como crees, Jefferson. Estoy haciendo lo que me parece mejor para todos. No voy a ser una esposa por compasión.
– ¿Qué? ¿De dónde has sacado eso?
Maura sacudió la cabeza.
– Los dos sabemos que tú no estás interesado en casarte. Es el niño lo que te preocupa y eso dice mucho de ti, pero sólo quieres casarte conmigo porque crees que estoy en una «posición difícil».
– No es compasión, Maura, es preocupación. Por ti y por nuestro hijo.
– Da igual, no pienso irme de mi casa. No pienso convertirme en la clase de persona que tendría un sitio en tu mundo. ¿No te das cuenta de que no podría salir bien? -le preguntó Maura, poniendo una mano en su brazo-. Yo no tengo sitio en tu mundo como tú no lo tienes en el mío. En un año nos tiraríamos los trastos a la cabeza y eso sería horrible para nuestro hijo.
– Un gran discurso -dijo él, tomando su mano-. Pero es mentira y tú lo sabes. Esto no tiene nada que ver con Hollywood y tú sabes perfectamente que podrías ser feliz en cualquier sitio.
– Yo no…
Jefferson levantó una mano, para que lo dejase terminar.
– No quiero que mi hijo crezca sin mí, Maura. No quiero verlo una vez al mes o durante las vacaciones, así que no pienso irme de aquí. No voy a marcharme y será mejor que te acostumbres a la idea de verme por aquí.
– No valdrá de nada, no voy a cambiar de opinión.
– No estés tan segura -dijo él entonces-, y no digas nada de lo que tengas que arrepentirte después.
Maura lo miró, atónita.
– Tienes un ego del tamaño de la luna.
– Se llama seguridad en uno mismo, cariño -sonrió Jefferson-. Y la seguridad viene de conseguir siempre lo que quiero. Te aseguro que serás mía, Maura, te guste o no.
Irritada con él y furiosa consigo misma por la reacción de su cuerpo, que parecía haberse electrificado con sus palabras, Maura contestó:
– Serás engreído, petulante…
Jefferson cortó su diatriba con un beso que la dejó sin aliento e hizo que su corazón se volviera loco. Había pasado demasiado tiempo, demasiadas noches solitarias, demasiados sueños. De modo que se rindió a lo que tanto había echado de menos. Eso no significaba que hubiera cambiado de opinión, sólo que a veces, un poco de lo que uno quería era mejor que nada. Sin pensar, le echó los brazos al cuello y se entregó al beso, al calor de su cuerpo. Había añorado aquello, lo había soñado. Y ahora que estaba allí, le daba igual que empeorase la situación. Durante aquel breve instante quería estar en sus brazos.
Pero unos segundos después se apartaron, los dos mirando la curva de su abdomen.
– ¿Has sentido eso?
– He sentido… algo -Jefferson puso una mano en su abdomen y Maura la cubrió con la suya. Creía que era demasiado pronto para que el niño se moviera, pero el médico le había dicho que ocurriría cualquier día. Y había ocurrido.
Un aleteo y luego una especie de patadita, como si su niño quisiera hacer notar su presencia mientras su padre y su madre estaban a mano. Maura se había emocionado y, al mirar a Jefferson, vio que a él le pasaba lo mismo. Era magia, pura y simplemente. La vida que ellos habían creado. Qué regalo poder compartir aquel momento con Jefferson y qué triste que no pudieran compartir nada más.
– Ya no se mueve -dijo él-. ¿Por qué ha parado? ¿Ocurre algo? Deberíamos ir al médico…
– No pasa nada. Espera un momento… -Maura hablaba en voz baja, como si temiera que el niño la oyera y dejara de moverse.
– A lo mejor… ¡ahí está! -exclamó Jefferson.
Ella lo miró con los ojos empañados y vio que Jefferson sonreía como un bobo.
– Se ha movido.
– Sí, es verdad.
Aún encantada, tardó un segundo en darse cuenta de que la expresión de Jefferson había pasado de sorprendida a excitada y ahora… ahora la miraba con lo que parecía absoluta determinación.
– No voy a perder esto, Maura. Hazte a la idea -le dijo-. Ese niño es un King y crecerá como tal. Le guste a su madre o no.
– El problema -estaba diciendo Cara- es que estás llevando el asunto de una forma equivocada.
Jefferson asintió, mirando alrededor. El pub de Craic, lleno de gente, olía a cerveza, a leña de la chimenea y a lana mojada. Estaba lloviendo otra vez y la gente del pueblo se reunía allí para tomar una pinta con los amigos, escuchar música y salir de casa un rato. De modo que se veía rodeado por un grupo de gente que ahora, por lo visto, estaba de su lado. Saber que le había pedido a Maura que se casara con él y ella lo había rechazado los había hecho cambiar de actitud.
Pero recordar su rechazo hacía que se le encogiera el estómago. Ni una sola vez había imaginado que le diría que no. Aunque debería haber imaginado que, con Maura Donohue, siempre debía esperar lo inesperado.
– Maura siempre ha sido una chica muy cabezota -dijo Michael, pensativo.
– Tonterías -opinó Francés Boyle-, Es una chica fuerte y sabe lo que quiere.
– Claro que lo sabe -asintió Cara-, pero también es de las que toman una decisión y no hay quien la mueva, sea bueno para ella o no.
– Cierto -Michael sacudió tristemente la cabeza-. Pero es una mujer estupenda, digamos lo que digamos nosotros.
– Lo sé -suspiró Jefferson.
Aparentemente, todo el pueblo tenía una teoría sobre cómo debía manejar la situación. Aunque él no los estaba escuchando. ¿Desde cuándo necesitaba un King ayuda para conseguir a una mujer? ¿Desde ahora?, le preguntó una vocecita irónica.
Nunca había tenido que esforzarse tanto para salirse con la suya. Cuando se proponía conseguir algo lo conseguía, así de sencillo. Nunca se había encontrado con una pared sin encontrar una manera de tirarla abajo.
Un anciano sentado en un taburete frente a la barra se volvió entonces para mirarlo.
– Cómprale un carnero. Como propietaria de una granja, Maura agradecerá que mejores su rebaño.
Jefferson hizo una mueca. ¿De verdad tenía que comprar un carnero para que se casara con él? No, no podía ser. Sin embargo, mientras lo pensaba, sintió algo parecido a la ansiedad. Él no estaba intentando conseguir el corazón de Maura Donohue… ¿o sí? No, aquello no tenía nada que ver con el amor sino con el hijo que iban a tener, sencillamente.
– No creo que comprarle un carnero me hiciese ganar puntos.
– Ganarías puntos con las ovejas, eso desde luego -dijo alguien.
Eso despertó una carcajada general. Era evidente que el pueblo de Craic lo estaba pasando en grande con su problema.
– Genial -suspiró Jefferson.
¿Qué demonios estaba haciendo allí? A miles de kilómetros de su casa, lejos de su familia, en un pueblo irlandés donde todo el mundo se metía en los asuntos de los demás, intentando hacer que Maura Donohue entrase en razón.
¿Qué mujer rechazaría una oferta como la que él le había hecho? Le había ofrecido una vida de lujos y ella se la había tirado a la cara como si fuera un insulto.
Dinero y poder, eso era lo que había dicho.
Como si tener independencia financiera fuese algo malo. Que él no entendía a «la gente de verdad». Pero él era gente de verdad, sus hermanos eran gente de verdad. ¿Pensaba Maura que porque alguien tuviese dinero valía menos que los demás?
– Es ella la presumida, no yo -murmuró, mientras la gente a su alrededor seguía discutiendo el caso.
Él nunca había juzgado a nadie por su cuenta corriente. Tenía amigos que eran mecánicos y amigos que eran estrellas de cine. Y, aunque su familia tenía dinero, él no había crecido entre algodones. Había tenido que trabajar, como sus hermanos. De niños ayudaban en el rancho y cuando empezaron a hacerse mayores sus padres habían dejado bien claro que si querían algo tenían que ganárselo. De modo que todos habían trabajado a tiempo parcial, mientras estudiaban, para poder comprarse coches de segunda mano y pagar el seguro y la gasolina.
Cuanto más pensaba en las acusaciones de Maura, más se enfadaba. Él no necesitaba excusas ni tenía que disculparse por ser quien era.
– Podrías comprarle una casa nueva -sugirió alguien.
– O ponerle un tejado nuevo al establo, eso sí que le hace falta. En invierno tiene unas goteras que dan miedo -opinó Francés.
– No les hagas caso -suspiró Cara, apoyando los brazos en la mesa-. Yo sé cómo puedes ganarte a mi hermana.
Jefferson la miró, más que interesado. Cara era la más razonable de las dos. Ella sabía lo que quería: ser rica y famosa haciendo lo que más le gustaba hacer. Cara no se metía con nadie sólo porque tuviera dinero. ¿Por qué iba a hacerlo? Era lo que quería conseguir en la vida. Si quien le gustaba fuese Cara la Donohue, la vida sería mucho más fácil.
En lugar de eso, tenía una relación con una mujer con la cabeza más dura que una piedra. ¿Maura pensaba que era un rico y arrogante americano? Pues muy bien, le demostraría que tenía razón. Si iba a condenarlo por su dinero, lo mejor sería que lo condenase de verdad. Era hora de lanzar el guante, pensó. Él nunca había perdido una batalla y aquélla no iba a ser la primera.
– Jefferson, ¿me estás escuchando? He dicho que yo sé cómo puedes ganarte a mi hermana.
– Ah, sí, gracias -murmuró él, levantándose y dejando unos billetes sobre la mesa con los que pagar su cerveza y las de todos los demás-. Te lo agradezco, pero esto es entre Maura y yo. Y yo tengo un par de buenas ideas.
Jefferson salió del pub sin mirar atrás, de modo que no vio a Cara sacudir la cabeza y murmurar:
– Pues buena suerte. Tengo la impresión de que vas a necesitarla.
Nueve
A la mañana siguiente, Maura salió de la casa preparada para un nuevo enfrentamiento con Jefferson. El amanecer pintaba el cielo con su primera paleta de colores y olía a tormenta…
– A lo mejor la tormenta lo retiene en el trailer -murmuró, aunque no lo creía ni por un segundo. Y si tenía que ser sincera, tampoco lo deseaba. Por irritante que fuese, le gustaba tenerlo cerca. Y eso sólo demostraba que estaba loca.
¿Qué mujer cuerda se torturaría a sí misma estando con un hombre al que no podía tener? ¿Pero qué otra cosa podía hacer? Pedirle que se fuera no la había llevado a ningún sitio. Jefferson se quedaría hasta que decidiera marcharse, punto. Y nada de lo que ella dijera aceleraría su marcha. Él lo había dejado bastante claro No habría forma de escapar y debía admitir que estaba guardando esos recuerdos en su memoria como un tesoro para cuando se hubiera ido.
De modo que estaba preparada para llevarlo a los pastos en su vieja camioneta. Iba a ser razonable, paciente, firme; ésa era la única manera de manejar a un hombre como Jefferson King. El mal genio no serviría de nada porque era inmune a sus gritos, de modo que sería práctica. Podría explicarle sencillamente que estaba perdiendo el tiempo en la granja porque no tenía intención de ser convencida o manipulada para hacer algo que no quería hacer. Maura sonrió para sí misma y, después de llamar a King, se apartó un poco para no ser atropellada por el gigantesco cachorro.
El equipo de rodaje ya estaba en marcha aunque era muy temprano. Maura se había acostumbrado de tal modo a los ruidos que tenía la impresión de que echaría de menos el caos que creaban cada día. Y pronto también echaría de menos a Jefferson.
Le dolía el corazón al pensarlo, ¿pero qué podía hacer? No iba a casarse con un hombre que no la quería. Ella no quería ser la obligación de Jefferson, su condena. ¿Qué clase de vida sería ésa?
King estaba ladrando desde el establo, frente al cual aparcaba su camioneta desde que llegaron los de Hollywood y Maura apresuró el paso para ver qué lo tenía tan agitado. Pero se detuvo en seco al ver que su camioneta había desaparecido. En su lugar había una reluciente y nueva de color rojo, con un enorme lazo del mismo color atado al techo.
– ¿Qué? ¿Cómo? ¿Cuándo…?
– Todas preguntas muy interesantes -oyó una voz tras ella.
Maura se volvió para mirar a Jefferson, apoyado en la pared del establo, con la expresión de un hombre encantado consigo mismo.
– ¿Se puede saber qué has hecho?
– A mí me parece evidente.
– ¿Dónde está mi camioneta?
– ¿Te refieres a ese viejo cacharro con ruedas? Se lo llevaron hace una hora. Me sorprende que no oyeras la grúa.
Había oído más ruido del habitual, pero estaba tan acostumbrada que no le había prestado atención.
– Pero… -Maura miró su nueva camioneta y se sintió seducida por el precioso color rojo y los enormes neumáticos-. No tenías derecho a hacerlo.
– Tengo todo el derecho -replicó él-. No sólo estabas arriesgando tu vida con ese cacharro, estabas arriesgando la de mi hijo. No pienso dejarte conducir un vehículo…
– ¿No vas a dejarme? -lo interrumpió Maura, preparándose para la batalla-. Tú no tienes que dejarme hacer nada, Jefferson King. Y no quiero tu bonito juguete…
– Sí lo quieres -sonrió él.
Oh, era horrible saber que Jefferson podía leer sus pensamientos con tal facilidad.
– Menuda cara tienes -suspiró, mirando los preciosos asientos de cuero. ¿No era preciosa?
Aunque daba igual, pensó, fulminándolo con la mirada.
– ¿Por qué crees que este regalo me haría feliz?
– No, no, nunca he pensado que iba a hacerte feliz -dijo él-. De hecho, sabía que te subirías por las paredes. Pero te darás cuenta de que eso no me ha detenido -sonrió Jefferson, moviendo las llaves delante de su cara-, Pero eres lo bastante lista como para admitir que necesitas esta camioneta, Maura.
– Te crees muy listo, ¿verdad? Me halagas para que no pueda decirte que no.
– La cuestión es que voy a cuidar de ti y del niño quieras tú o no. Y deberías empezar a acostumbrarte.
¿Estaba mal dejar que Jefferson cuidase un poco de ella?, se preguntó. ¿Era malo desear algo más? Ella había querido que reconociera a su hijo, pero ahora quería algo que no podía tener: amor, fantasía, felicidad.
– ¿Y si no la acepto?
– Lo harás -dijo él, poniendo una mano en su mejilla.
Maura sintió un escalofrío que la recorrió de la cabeza a los pies. ¿Por qué con una simple caricia podía hacerla temblar?
– Puede que seas cabezota, pero eres una persona inteligente y sabes que tengo razón.
Ella suspiró.
– O sea, que soy inteligente si estoy de acuerdo contigo y tonta si no comparto tu opinión.
– Más o menos.
Su sonrisa era un arma y la usaba como un experto. Y ella era una víctima propiciatoria. Pero en fin, el hombre le había comprado una camioneta y le había puesto un lazo rojo. ¿Cómo iba a decirle que no cuando la sorprendía no con diamantes o abrigos de pieles sino con algo que necesitaba de manera urgente?
– Me lo estás poniendo muy difícil.
– Me alegra saberlo. Y ahora, ¿quieres que vayamos a dar una vuelta?
Maura tomó las llaves.
– Si vienes, abróchate el cinturón.
Jefferson lo hizo y ella tuvo que sonreír cuando la camioneta arrancó con el rugido de una pantera.
– Es preciosa.
– Sí -dijo Jefferson. Y cuando Maura lo miró vio que estaba mirándola a ella-. Es una belleza.
Jefferson tenía el certificado de matrimonio, de modo que sólo faltaba la novia. Pero Maura no mostraba signos de debilidad. Incluso se había ido a un hotel de Westport para dejarla en paz un rato y demostrar que podía ser tan sensato como cualquiera. ¿Pero lo agradecía Maura? No. Lo único que había conseguido siendo sensato era estar tres días sin verla. Incluso echaba de menos al perro.
Algo tenía que pasar y tenía que pasar pronto, pensó. No podía quedarse en Irlanda indefinidamente. Él tenía una vida, un trabajo esperándolo.
– Y ésa es la única razón por la que estoy dispuesto a probar el plan de Cara -le dijo a su hermano, por teléfono.
– ¿Cara? -repitió Justice- ¿Quién es Cara?
– La hermana de Maura, ya te lo he dicho.
– No puedo acordarme del nombre de todos los vecinos de ese pueblo. Cara es la hermana de Maura y Maura es la que no quiere saber nada de ti.
Jefferson hizo una mueca.
– Sí, gracias por recordármelo.
Justice soltó una carcajada. Estaba en su rancho de California, pero su voz sonaba tan cercana como si estuviera allí mismo.
– Perdona que esté disfrutando, pero si no recuerdo mal tú también te reías cuando Maggie me lo hacía pasar mal.
– Eso es diferente -suspiró Jefferson, acercándose al balcón de su suite, frente al río-. Antes eras tú el que lo pasaba mal, ahora soy yo.
– Ya, claro. Bueno, cuéntamelo otra vez: ¿cuál es el plan de Cara?
Él arrugó el ceño, mirando las calles de la ciudad. Era de noche, pero Westport estaba despierta y de fiesta. Había parejas paseando por la orilla del río Carrowberg, parándose de vez en cuando para besarse bajo las antiguas farolas. Era una vista estupenda, debía admitir, pero no era la que él deseaba. Él prefería la vista del lago frente al dormitorio de Maura… Maldita fuera.
Llevaba meses sin tocarla. Salvo ese beso interrumpido por el movimiento del niño. Y ese beso lo perseguía despierto y dormido. El deseo era como una garra que lo destrozaba por dentro y la única manera de contenerlo era estar con ella. Y la única forma de estar con ella era prometerle algo que no podría cumplir.
Era un hombre atrapado en una pegajosa tela de araña que lo enredaba más cuanto más intentaba escapar.
– ¿Sigues ahí? -lo llamó su hermano.
– Sí, aquí estoy -suspiró Jefferson-, ¿De qué estábamos hablando? Ah, sí, del plan de Cara. Ahora mismo le está diciendo a Maura que voy a despedirla de la película a menos que se case conmigo.
– ¿Estás loco?
– No… bueno, la verdad es que no lo sé.
– A ver si lo entiendo: estás pensando usar la extorsión para conseguir que la madre de tu hijo se case contigo. ¿Es eso?
– Sí, más o menos.
– ¿Y crees que así Maura te dirá que sí?
– Quiero casarme con la madre de mi hijo, pero ella no quiere saber nada. Yo quiero hacer lo que debo…
– Si estás enamorado de ella.
– ¿Quién ha dicho nada de amor?
– Creo que yo.
– Pues no digas tonterías -le espetó Jefferson, paseando por el salón-. Esto no tiene nada que ver con el amor, Justice. ¿Y desde cuándo hablas tú de esas cosas?
– Sólo digo que casarte con alguien sólo porque estés esperando un hijo no es una buena idea.
– Eso es lo que dice Maura.
– Pues es una chica lista… no, no es más lista que tú, cariño -oyó que le decía a su mujer-. Jeff, no te metas en un agujero del que no puedas salir. Puedes ser parte de la vida de tu hijo sin casarte con la madre.
Sí, claro que podía. Jefferson sabía que su hermano tenía razón, pero él no quería eso. Él no quería ser padre a tiempo parcial, uno de esos que veía por Los Ángeles. Él quería la misma relación que había tenido con su padre, quería una familia. ¿Lo convertía eso en una mala persona? ¿Por qué?
– No es así como quiero que sean las cosas -dijo firmemente. Había convencido a productores, directores y a actores, que eran los más cabezotas, y haría lo mismo con Maura.
– Haz lo que quieras -suspiró su hermano-, Pero te lo digo en serio, te vas a meter en un buen lío.
– No sería la primera vez.
Maura iba a ponerse furiosa, pero quería que fuese a Westport para hablar con ella y el plan de Cara parecía la única posibilidad.
Al oír un golpecito en la puerta Jefferson levantó la cabeza como un lobo oliendo a su presa. Tenía que ser Maura.
– Tengo que colgar. Maura está aquí.
– Espero que sepas lo que haces, Jeff -le dijo Justice.
Con las funestas palabras de su hermano repitiéndose en sus oídos, Jefferson tiró el móvil sobre la mesa y se acercó a la puerta.
Cuando abrió, Maura pasó a su lado, más furiosa de lo que la había visto nunca. Y lo único que él podía pensar era: «Dios, qué guapa es».
Llevaba unos vaqueros oscuros y un jersey rojo bajo un chaquetón que se quitó y tiró sobre el sofá para ponerse en jarras. Estaba despeinada por el viento y tenía las mejillas enrojecidas.
– ¿Cómo puedes ser tan mentiroso, tan traicionero…?
– Hola, Maura -dijo él, cerrando la puerta. Había planeado aquello con Cara y seguiría adelante con la farsa para conseguir lo que quería.
La total rendición de Maura Donohue.
– No me vengas con tonterías, Jefferson King. ¿Cómo puedes mirarme a los ojos? ¿Qué clase de hombre haría lo que tú has hecho? ¿Cómo puedes ser tan mezquino, tan…?
– ¿Cruel? -sugirió él-. ¿Malvado?
– Eso y mucho más -replicó Maura-, Está claro que no tienes un gramo de decencia en todo tu cuerpo.
Estaba más enfadada que nunca y eso lo hizo pensar que tal vez Justice iba a tener razón. Pero era demasiado tarde, se dijo. Había tomado una decisión y él no era un hombre que se echase atrás sólo porque hubiese encontrado un bache en la carretera.
– Veo que Cara te ha dado la noticia.
Maura apretó los labios, indignada. Desde que su hermana fue a la granja, llorando por aquella oportunidad perdida, en lo único que podía pensar era en ir a Westport y enfrentarse con Jefferson. El conserje del hotel, al verla tan airada, se había limitado a señalar el ascensor con la mano, sin atreverse a detenerla. Afortunadamente.
Y la actitud despreocupada de Jefferson no estaba ayudando nada. Parecía tan tranquilo, tanto que le hubiera gustado darle una patada. Estaba mostrando una cara que jamás hubiera sospechado en él. ¿Cómo era posible que no hubiera visto de lo que era capaz? ¿Por qué había confiado en aquel hombre? ¿Cómo podía haberse creído enamorada de aquel monstruo?
Por primera vez desde que lo conoció, Maura vio la fría resolución de un hombre poderoso que haría lo que tuviera que hacer para conseguir exactamente lo que quería.
– Has ido demasiado lejos -le advirtió.
– No sé qué quieres decir.
– No te hagas el tonto. Has despedido a mi hermana de la película.
Jefferson se encogió de hombros.
– El director no estaba contento con ella.
– Eso es mentira -dijo Maura-, Tú mismo me dijiste que Cara tenía posibilidades en el mundo del cine, así que el trabajo no es el problema. Soy yo. Crees que despidiendo a mi hermana conseguirás lo que quieres… y hay que ser muy rastrero para eso.
– Te equivocas -replicó él-. Hay que ser un hombre que quiere conseguir algo y está dispuesto a hacer lo que tenga que hacer. Te advertí que no iba a echarme atrás, Maura. Soy Jefferson King y un King hace lo que sea necesario para conseguir lo que quiere.
– ¿Cueste lo que cueste? -Maura buscó en sus ojos alguna señal del hombre del que se había enamorado, pero no había ninguna.
– Vamos a tener un hijo y haré lo que haga falta para asegurarme de que forme parte de mi vida.
La determinación de cuidar de su hijo debería ser algo bueno, pero Jefferson usaba su dinero y su poder como un bate de béisbol, moviéndolo de lado a lado y derribando a cualquiera que se pusiera en su camino. Y eso no podía entenderlo, ni perdonarlo.
– No tenías ningún derecho a meter a mi hermana en este asunto -le dijo-. Esto es entre nosotros, Jefferson, nadie más.
– Tú la has metido en esto al no atender a razones.
– ¿Y como no estoy de acuerdo contigo te parece bien usar las tácticas de un tirano?
– Eres tú quien se ha puesto difícil, no yo.
– Yo sólo quiero…
– ¿Qué? -Jefferson puso las manos sobre sus brazos-, ¿Qué es lo que quieres, Maura?
Algo en lo que él no tenía interés, pensó, mirándolo a los ojos y por fin, por fin, viendo al hombre al que amaba. También él estaba angustiado, se daba cuenta. Estaba tan frustrado como ella.
¿Qué quería?, le había preguntado. ¿Cómo iba a contestar a esa pregunta? Ella quería el cuento de hadas. Lo que quería era amar a Jefferson y que él la amase también. Casarse con él y formar una familia. Casarse sólo por el niño sería una tontería, pero sentía la tentación de decir que sí sólo para estar con él…
Pero sabía que si se mostraba débil algún día lo lamentaría amargamente.
– Quiero que le devuelves el trabajo a Cara.
– ¿Y qué me darás a cambio?
– No voy a casarme contigo sólo por el niño. No puedo hacer eso. Ni por mí ni por ti… sería condenarnos a los tres a vivir sin amor. ¿Qué tiene eso de bueno?
– Eres tan obstinada como yo…
– Sí, desde luego. Menuda pareja, ¿eh?
Jefferson la miró a los ojos, suspirando.
– Tu hermana puede volver al rodaje.
– Gracias -dijo ella, sorprendida y nerviosa. Seguía temblando con una mezcla de rabia, deseo y… ahora tenía que marcharse.
Pero las manos de Jefferson eran tan cálidas, tan tiernas. La calentaban, alejando el frío que había llevado con ella desde la calle. Pero estar con él sólo haría que la despedida fuese aún más difícil. Aunque despedirse de Jefferson le destrozaría el corazón de todas formas. ¿Una noche más empeoraría las cosas o lo haría todo más fácil?, se preguntó.
Como si hubiera leído sus pensamientos, Jefferson la apretó contra su pecho, enterrando la cara en la curva de su cuello. El calor de sus labios la hizo estremecer y sus manos, deslizándose arriba y abajo por su espalda, hacían que cada célula de su cuerpo gritase de alegría. Le dolía el corazón, su cuerpo ardía y Maura sabía que no había forma de parar aquello. No quería pensar, no podía pensar.
Lo que había entre ellos era tan poderoso que resultaba imparable.
– Te he echado de menos -dijo Jefferson por fin, besando su frente, sus mejillas, su nariz-. No quería -admitió luego-, pero te he echado de menos. No puedo dejar de pensar en ti, Maura.
– Yo tampoco -suspiró ella, ofreciéndole sus labios. Y Jefferson los tomó, besándola con tal ternura que le daban ganas de llorar.
La dulzura de sus caricias se llevaba la urgencia del deseo. Allí estaba su casa, pensó, allí era donde quería estar, en sus brazos. Para siempre.
Jefferson levantó una mano para acariciar su pelo, sujetando su cabeza mientras la besaba. Y ella se entregó por completo.
¿Cómo había podido pensar que podría vivir el resto de su vida sin experimentar aquello? ¿Cómo había podido aguantar meses sin las caricias de Jefferson? ¿Y cómo iba a soportar el resto de su vida sin él?
– Quédate conmigo -musitó Jefferson, llevándola hacia el dormitorio.
Se movía como si fuera bailando: una mano en la cintura, la otra sujetando su mano sobre el pecho. Y cuando la habitación empezó a dar vueltas, Maura supo que bailaría con Jefferson King en cualquier sitio.
– Quédate conmigo -Maura repitió sus palabras y, al ver el brillo de sus ojos, supo que le había tocado el corazón.