Siete

Unas horas después, Cara le preguntó:

– ¿Y entonces qué hizo Jefferson?

– Se marchó -contestó Maura, tomando un corderito recién nacido para darle el biberón. De inmediato, la criatura blanca y negra empezó a tirar de la tetina y Maura tuvo que sonreír.

Naturalmente, Cara no estaba dispuesta a dejar el asunto en paz, aunque ella le había dicho que no quería seguir hablando de Jefferson.

– ¿Se marchó? ¿No te pidió que te casaras con él?

Maura soltó una carcajada, más para ocultar su desilusión que por otra cosa. Hasta esa misma tarde había tenido sueños… sueños absurdos, naturalmente, fantasías de cría. Había imaginado a Jefferson clavando una rodilla en el suelo, allí mismo, en el establo. Lo había imaginado pidiéndole que se casara con él y, enfadada porque no le había devuelto los mensajes, se imaginaba a sí misma diciéndole que no.

Pero él se había cargado ese bonito sueño al no molestarse siquiera en pedir su mano. Maura arrugó el ceño. Era muy difícil amar a un hombre que no sabía lo que sentía por él.

– No -contestó por fin-. No me pidió que me casara con él y no creo que vaya a hacerlo.

– ¿Por qué no? Vas a tener un hijo suyo, lo mínimo que podría hacer es convertirte en su mujer.

– ¿Sabes una cosa? -rió Maura-, Para ser una chica tan moderna tienes unas ideas de abuela.

– Ser moderna es una cosa, ver a mi hermana convertirse en madre soltera, otra muy diferente. Además, tú estás enamorada de él.

Maura miró a su hermana, enfadada.

– Espero que no le hayas dicho eso a nadie. No quiero su compasión y eso es todo lo que podría darme. Así que cuidado con la lengua, Cara.

– Como si tuvieras que decírmelo -replicó su hermana, ofendida-, ¿Crees que me pondría del lado de Jefferson y en contra de mi propia sangre?

Maura siguió dándole el biberón al corderito. Tendría que olvidarse de Jefferson, pensó. Se contentaría con su vida en la granja y con su hijo y, algún día, Jefferson King sería sólo un recuerdo.

Además, tenía mucho trabajo que hacer. Había seis corderos a los que había que alimentar a mano cada día. Algunos habían sido abandonados por sus madres… ocurría todos los años, una oveja paría y sencillamente se alejaba como si no quisiera saber nada del bebé. Y los otros eran demasiado pequeños para dejarlos solos con sus madres, de modo que había que ayudarlos a mamar. Aquellos cuerpecillos calientes eran una constante fuente de admiración para Maura. Eran tan pequeños, tan indefensos, que resultaba difícil mantenerse tan distante como debiera, ya que la mayoría de los corderos serían vendidos y sacrificados…

– Deberías decírselo tú -dijo Cara entonces, tomando otro biberón para atender a un corderito blanco.

Cara podría tener sueños de convertirse en una gran actriz, pero era una chica de campo y sabía lo que había que hacer sin que nadie tuviera que decírselo.

Durante unos minutos, las dos hermanas trabajaran en silencio como habían hecho tantas veces. Fuera, la tormenta había pasado, dejando sólo el ruido del agua que caía de los tejados y el viento moviendo las ramas de los árboles.

– Se aloja en uno de los trailers -dijo su hermana.

– ¿Qué?

– Digo que Jefferson se aloja en uno de los trailers.

Maura miró hacia la puerta del establo, como si pudiera ver a través de ella.

– ¿Ahora mismo? ¿Está ahí?

– En uno de los trailers, sí -Cara sonrió, acariciando al corderito mientras le daba el biberón-. Todos los demás se han ido a los hostales de por aquí y algunos a Westport, pero Jefferson se ha quedado. Ha dicho que no quería alejarse demasiado. ¿Por qué será?

Maura no lo sabía, pero no le gustaba nada. Había esperado que se fuera a Westport y la dejase respirar un poco. ¿Cómo iba a relajarse y seguir con su rutina normal si él estaba a menos de cincuenta metros?

– No puede quedarse aquí.

– Pues claro que puede, es su trailer. Y tú le has dado permiso para aparcarlo aquí.

– ¡Pero no para vivir en él!

Cara soltó una carcajada.

– Mírate. Saber que está aquí ha devuelto el color a tus mejillas.

– Eso es de rabia.

– No, no lo es. En serio, Maura, ¿de verdad tienes que ser tan cabezota todo el tiempo? Estás loca por él.

– No estoy loca por él.

– Sí lo estás. Y vas a tener un hijo con él. ¿Por qué no quieres casarte?

– Lo hará.

Las dos mujeres se volvieron al oír la voz de Jefferson, que acababa de entrar en el establo. Llevaba unos vaqueros negros, un jersey oscuro y unas viejas botas. Su pelo estaba despeinado por el viento y la luz fría del establo lanzaba sombras sobre su rostro, dándole aspecto de pirata. Y el corazón de Maura dio un vuelco dentro de su pecho. ¿Siempre la afectaría de esa forma?, se preguntó.

– ¿Hará qué? -le preguntó Cara.

– He dicho que tu hermana se casará conmigo -dijo Jefferson, dando un paso adelante. Al hacerlo, una de las ovejas se asustó y empezó a recular, como si intuyera un desastre-. En cuanto podamos organizar la boda.

Era sorprendente lo rápido que el fuego podía convertirse en hielo, pensó Maura. Allí estaba su «proposición», con la que ella había soñado, convertida en la exigencia de un hombre que, evidentemente, esperaba que saltase cuando él lo ordenaba.

– No voy a casarme contigo -le dijo, deseando que el establo fuera más grande o estar en su casa, con la puerta cerrada. Deseando que Jefferson no hubiese vuelto a Irlanda.

Si pensaba que aquello era una proposición estaba muy equivocado. Entrar en el establo y decir que iban a casarse como si fuera un rey y ella una mendiga… Daba igual, pensó. Aunque su corazón latiera al galope dentro de su pecho, no iba a aceptar. No quería casarse con un hombre que no estaba enamorado de ella y Jefferson King no lo estaba.

– Discute si quieres, pero eso es lo que va a pasar -sus ojos se encontraron y Maura vio auténtica determinación en los de Jefferson. Aunque no iba a servirle de nada.

– Y tú toma todas las decisiones que quieras, aunque nada vaya a salir de ello.

– Todo está arreglado… o lo estará pronto. Mi ayudante se encarga de los detalles, pero con la diferencia horaria seguramente tardará unos días.

– ¿Y qué está haciendo exactamente? -le preguntó Cara.

– Solucionar el papeleo, buscar un sitio donde casarnos. Le he dicho a Joan que seguramente tú preferirías casarte en la iglesia del pueblo, pero podemos hacerlo donde quieras. ¿Westport, Dublín? Incluso podríamos casarnos en Hollywood, si lo prefieres.

– ¿Hollywood? -repitió Cara, con expresión soñadora.

– A mí me da igual -dijo Jefferson-. Mientras nos casemos, no me importa dónde lo hagamos.

– Ah, qué considerado -replicó Maura, irónica.

– No es consideración, es rapidez, que es lo más importante.

– Y qué romántico. Vamos, tengo el corazón en la garganta.

– Esto no tiene nada que ver con el romance.

– Eso lo vería hasta un ciego.

– Vamos a hacer lo que tenemos que hacer.

– Ah, claro, y supongo que eres tú quien decide qué es lo que hay que hacer, sin contar conmigo.

– Alguien tiene que hacerlo.

– Bueno -intervino Cara-, Veo que tenéis muchas cosas que hablar, así que me voy.

Maura la sujetó del brazo. No quería que la dejase a solas con Jefferson.

– No te atrevas a salir de este establo, Cara Donohue…

Haciéndole un guiño, su hermana le dio el corderito a Jefferson.

– Te deseo suerte. Ya sabes que mi hermana puede ser un poco cabezota.

– Y ella hablando de lealtad familiar… -murmuró Maura.

– Pero te lo advierto -siguió Cara-, Si la haces llorar tendrás que vértelas conmigo.

– Mensaje recibido -dijo él, apretando al corderito contra su pecho.

– Cara, no me dejes aquí con él…

– Yo me voy a Westport -la interrumpió su hermana-. Me quedaré a dormir en casa de Mary Dooley porque mañana tengo el turno de mañana en el café. Que lo paséis bien -dijo luego, miro a Jefferson-. El cordero tiene que tomarse todo el biberón.

Un segundo después había desaparecido y el único sonido que se oía en el establo era el balido de los animales.

– Nunca le he dado el biberón a un corderito -suspiró Jefferson, dejándose caer sobre una vieja caja de madera-. Pero sí se lo he dado a algún ternero en el rancho y no creo que sea muy diferente.

Maura tragó saliva. Su cordero había terminado de comer, de modo que lo dejó en el suelo, tomó al siguiente y empezó con el proceso otra vez. Sin mirar a Jefferson. Aunque le llegaba el aroma de su colonia y eso nublaba sus pensamientos… pero no tanto como para acceder a las demandas de alguien que intentaba imponerle sus decisiones.

– No hay ninguna razón para que te quedes.

– Estoy ayudando.

– No necesito tu ayuda y no necesito que me digas que voy a casarme.

– Aparentemente -dijo él-, sí lo necesitas.

– No voy a casarme contigo.

– ¿Por qué no? -Jefferson apartó la mirada del corderito, que estaba tomando el biberón como si fuera la última gota de leche que iba a ver en su vida-. Es lo que debemos hacer. Vamos a tener un hijo y, en mi familia, cuando alguien va a tener un hijo se casa. Además, quiero que ese niño lleve mi apellido.

– De modo que esto no tiene nada que ver conmigo -dijo Maura entonces-. Es sólo lo que tú crees que se debe hacer, tu responsabilidad, tus derechos, tu apellido. Pues muy bien, cásate, pero no será conmigo.

– Si dejaras de ser tan cabezota y pensaras de manera racional verías que tengo razón. Debemos casarnos por el niño. Nuestro hijo merece tener un padre y una madre.

– Y los tendrá, estemos casados o no. ¿De verdad crees que me casaría contigo porque crees que debes protegerme o algo así? Soy una mujer adulta, Jefferson, y no estamos en el siglo XIX. Incluso en Irlanda una mujer soltera es respetada. Y el apellido Donohue le irá perfectamente a mi hijo.

– A nuestro hijo -la corrigió él-. Y no hay ninguna necesidad de que lo críes sola. Yo acepto mi responsabilidad, Maura.

– Ah, qué bien, ahora me siento querida e idolatrada. «Una responsabilidad», eso es lo que una mujer quiere escuchar del hombre que le pide en matrimonio.

– Hace unas horas estabas enfadada conmigo porque creías que no quería hacer frente a mis responsabilidades.

– No quiero que lo hagas

– Pues es una pena.

Las ovejas se movían inquietas en el establo, como si notasen la tensión en el ambiente.

– Y una vez que estemos casados -siguió Jefferson-, te llevaré a Los Ángeles y te compraré una casa en Beverly Hills…

Maura estuvo a punto de soltar una carcajada. Aunque muchas veces había soñado con una proposición, jamás se le había ocurrido la idea de marcharse de Irlanda. Claro que Jefferson no querría quedarse allí porque su negocio estaba en Los Ángeles. De repente, sintió pena por un sueño que nunca había tenido una sola oportunidad de hacerse realidad.

– Mi casa está aquí.

– Puedes vender la granja, así no tendrás que trabajar tanto. Podrás quedarte en la cama hasta las doce en lugar de levantarte al amanecer. Vivir rodeada de lujos, hacer lo que quieras, viajar, ir de compras…

Parecía tan contento consigo mismo… ¿no se daba cuenta de lo vacía que era la vida que estaba describiendo? Si no tuviera su granja y su trabajo, ella no sería nada.

– Así que voy a abandonar mi hogar -empezó a decir Maura-, a vender la granja que ha sido de mi familia durante generaciones y luego me voy a ir a Hollywood a gastarme tu dinero. ¿Es eso? ¿Esa es la vida que tienes planeada para mí?

Algo en su tono le advirtió que había metido la pata. Cuando la miró, estaba dejando al corderito en el suelo para tomar a otro y sus ojos se habían oscurecido. Pero él no veía el problema. Estaba ofreciéndole una vida que muchas mujeres matarían por tener.

– Piénsalo, Maura. Podrías disfrutar en la piscina, salir a comer con tus amigas, tendrías todo el tiempo del mundo para estar con el niño. No tendrías que trabajar. Podrías descansar por primera vez en tu vida.

– Sólo tendría que atenderte a ti, ¿no? -murmuró ella, acariciando tiernamente la cabecita del animal.

– No tendrías que atenderme -suspiró Jefferson- Estás sacando conclusiones precipitadas y poniéndomelo más difícil de lo que deberías.

– ¿Así que vender mi granja sería fácil? Dejar a mis amigos, a la gente que conozco de toda la vida, mi país, sería muy sencillo, ¿no?

– Yo no…

– Siento mucho decírtelo, pero no tengo la menor intención de irme a vivir a Hollywood. Y te aseguro que no voy a cambiar de opinión, haga lo que haga tu ayudante.

Jefferson intentó contener su frustración. No serviría de nada insistir por el momento. En lugar de eso, tendría que intentar convencerla poco a poco.

– Piénsalo, ¿de acuerdo? Puedes elegir la casa que más te guste… y no tiene por qué estar en la ciudad. Podemos comprar algo en las montañas. Incluso te compraré ovejas… y podemos contratar a alguien que haga el trabajo. Yo puedo hacer que tu vida sea mucho más fácil de lo que es ahora. ¿Qué hay de malo en eso?

Jefferson se felicitó a sí mismo por explicarlo con tal claridad. Estaba seguro de que ahora Maura lo entendería.

– ¿Así es como crees que vas a convencerme? -le preguntó ella, sacudiendo la cabeza-. ¿De verdad creías que ibas a impresionarme? ¿La gente está tan dispuesta a dejarse comprar que tú lo esperas de todo el mundo?

– ¿Comprar? Yo no estoy intentando comprarte, Maura, estoy intentando…

– ¿Tu vida es mejor que la mía? -lo interrumpió ella-, ¿Qué es esto, el príncipe contándole al mendigo todo lo que se está perdiendo? ¿Debería sentirme agradecida, emocionada?

– ¿Por qué dices eso? -aquello no estaba yendo como esperaba y Jefferson no sabía qué había hecho mal.

– Me hablas como si fuera una niña a la que ofreces un caramelo. Tú, con tu dinero, tus casas en Beverly Hills y tus jets privados. ¿De verdad creías que te diría que sí? -le espetó Maura, quitándole al corderito y el biberón de las manos-. Pues no, Jefferson. Me gusta mi vida y tu dinero me da exactamente igual. Por mí puedes quemarlo si quieres.

Absolutamente atónito, Jefferson sacudió la cabeza.

– ¿Sólo te has quedado con lo del dinero?

– No soy yo la que habla de mansiones en Beverly Hills. Eres tú quien intenta convencerme para que deje mi casa -replicó ella-. Tú, con tu dinero, con tus trajes caros y tus jets privados. Como todos los hombres ricos, utilizas el poder como mejor te conviene sin dejar que nadie se interponga en tu camino. No tienes ni idea de cómo vive la gente de verdad, ¿no?

– ¿La gente de verdad? -repitió él. Aquello era absurdo y Jefferson se levantó, enfadado-. No sé de qué estás hablando, Maura. Sólo estoy intentando hacer lo que debo hacer para ti y para el niño.

– Y resulta que yo no estoy cooperando, ¿eh?

– Esto es ridículo -Jefferson la tomó por los hombros-. No vas a hacerme sentir culpable por ofrecerte a ti y a mi hijo una vida mejor.

– ¿Y quién ha dicho que sea una vida mejor? -le espetó Maura.

– No mejor, más fácil.

– Lo más fácil no siempre es lo mejor. Cuando me case, si me caso algún día, será por amor, Jefferson King… y aún no he escuchado esa palabra de tus labios.

Él la soltó como si lo hubiera quemado.

– Esto no tiene nada que ver con el amor.

– Eso es lo que estoy diciendo.

– No estábamos enamorados cuando hicimos a ese niño. ¿Por qué tenemos que estar enamorados para criarlo?

Maura respiró profundamente y después soltó el aire, despacio.

– Cuando nos acostamos juntos ninguno de los dos pensó que sería algo permanente, ya lo sé. Fue un momento de locura… criar a un hijo es mucho más que eso.

– Esa noche fue algo más que un momento de locura y tú lo sabes.

– Sí, es verdad -asintió ella-. Sentíamos afecto el uno por el otro, pero el afecto no es amor.

Jefferson no podía darle lo que ella quería. Había amado una vez y cuando todo terminó había jurado que no volvería a amar a nadie. Sentía algo por Maura, pero no era amor. Había estado enamorado una vez y lo que sentía ahora en el pecho, apretando su corazón, no se parecía nada.

– No hay nada malo en que sintamos afecto el uno por el otro. Muchos matrimonios empiezan con menos.

– El mío no -contestó ella, mirándolo a los ojos-. Tú has cumplido con tu obligación, Jefferson King. Ahora puedes volver a tu vida sabiendo que has hecho lo que debías. Pero te lo digo desde ahora: no voy a casarme contigo.

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