Diez

Las cortinas del balcón se movían con la brisa y desde la calle les llegaba la música de un pub cercano. Había una sola lámpara encendida, iluminando lo suficiente como para ahuyentar las sombras de la habitación.

Jefferson se detuvo al lado de la cama y la ayudó a quitarse el jersey. Debajo llevaba una sencilla camisa que desabrochó y tiró a un lado. Luego le quitó el sujetador con sorprendente habilidad y la libró de botas, pantalones y ropa interior. En unos seguros, Maura estaba desnuda delante de él y un poco insegura sobre los cambios en su cuerpo. Jefferson no la había visto desnuda desde la primera y última vez y desde entonces no era la misma.

Maura vio que sus ojos se suavizaban al mirar el abdomen abultado…

– He cambiado, lo sé.

– Sí, claro -susurró él, poniendo una mano sobre su hijo-. Y ahora eres más preciosa aún.

– Tienes el don de los irlandeses de decir justo lo que tienes que decir en cada momento -sonrió ella.

– Estás temblando, voy a cerrar el balcón.

– No, no. No es el frío lo que me hace temblar, es el deseo. El deseo que siento por ti.

Jefferson tragó saliva mientras se inclinaba para apartar el embozo. ¿Habría otra mujer tan directa como Maura Donohue?, se preguntó, como tantas otras veces.

– De todas formas, métete bajo las sábanas -le dijo, esperando a que lo hiciera.

Cuando, una vez desnudo, se reunió con ella, Maura se acercó a él por instinto. Era tan perfecto, pensó, mientras deslizaba la mano por su espalda y sus hombros.

Sus labios se encontraron y sus lenguas se enredaron, mezclando sus alientos. Se besaban como si estuvieran hechos para hacer eso y sólo eso. Maura lo abrazó mientras Jefferson cubría su cuerpo con el suyo, levantando las caderas para recibirlo. Sus corazones latían al unísono, sus cuerpos moviéndose al mismo ritmo, como si hubieran esperado una eternidad… sus suspiros llenando el aire. La primera ola de placer la envolvió y ella gritó su nombre mientras su alma se partía bajo esas manos tan tiernas. Unos segundos después, Jefferson caía sobre ella, estremecido.

En el silencio pasaron horas o minutos, no lo sabía.

Lo único que sabía era que no quería que aquella noche terminase nunca. No quería perder a Jefferson, pero no encontraba la manera de retenerlo. ¿Por qué no se daba cuenta de que la quería? Lo veía en sus caricias, en el brillo de sus ojos; esa pasión no era sólo de deseo. Había algo allí… y era más que afecto.

Sin embargo, Jefferson no había mencionado esa palabra. ¿Por qué estaba tan decidido a no entregarle su corazón?

Mientras se hacía esas preguntas, Jefferson tiró de ella para darse la vuelta, apretándola contra su pecho. ¿Cuánto tiempo podían estar así? ¿Cuánto tiempo antes de que se rompieran el corazón el uno al otro y ya no hubiera nada que salvar?

Jefferson puso una mano en su abdomen y, como para complacerlo, el niño dio una patada que hizo sonreír a Maura, aunque tenía los ojos empañados.

– Es fuerte -dijo él, orgulloso.

– Sí, lo es. Y pronto intentará salir de ahí a patadas -intentó bromear ella, aunque le salió la voz ronca.

– ¿Estás llorando? ¿Por qué lloras?

– Nada, es una tontería.

Jefferson, apoyado en un codo, la miró a los ojos.

– ¿Estás bien? No te he hecho daño, ¿verdad?

– No, no -contestó ella, pasando una mano por su pelo-. Es que últimamente estoy un poco emotiva…

– No me mientas, Maura.

– No es mentira -repicó ella, intentando empujarlo para apartarse. Pero era como empujar las paredes del establo-. Estoy más emotiva que de costumbre. La hormonas de una mujer se vuelven locas durante el embrazo, ¿es que no lo sabes?

– Muy bien, no es una mentira. Pero tampoco es la verdad.

– Ah, Jefferson… ¿qué más da? ¿Tenemos que estar siempre discutiendo?

– Pero deberíamos ser sinceros el uno con el otro, ¿no?

– Sí, claro. La sinceridad estaría bien, especialmente ahora.

– Entonces dime por qué lloras.

Maura se sentó sobre la cama y, tapándose con la sábana, miró hacia el balcón abierto, pensativa.

– Estaba pensando cuánto voy a echarte de menos cuando te vayas.

– No tienes por qué. Puedes venir conmigo.

– Ya hemos hablado de esto miles de veces -suspiró ella-. El niño no es razón para casarse.

– No es eso lo que estoy diciendo.

Maura lo miró entonces.

– ¿Entonces qué estás diciendo?

– Lo he pensado mucho -empezó a decir él, saltando de la cama para ponerse los pantalones-. Y lo que ha pasado entre nosotros ahora mismo me ha convencido. Nos llevamos bien, nos entendemos y tú lo sabes.

– Sí, claro que lo sé -asintió Maura, preguntándose dónde quería llegar. Intentando no hacerse ilusiones y fracasando miserablemente.

– Me alegro porque así lo que tengo que decir será más fácil.

– ¿Se puede saber de qué estás hablando?

– Espera un momento -le rogó él-. Has dicho que deberíamos ser sinceros… pues bien, lo seré: yo no había despedido a Cara.

– ¿Qué?

– Fue idea suya -le explicó Jefferson a toda prisa-. La idea era enfadarte tanto que aceptaras casarte conmigo.

– No me lo puedo creer. Serás…

– Sí, ya sé lo que soy -la interrumpió él, para evitar una larga lista de insultos-. Y ahora, siguiendo con la sinceridad: cásate conmigo, Maura.

– Ya te lo he dicho por activa y por pasiva, Jefferson: no voy a casarme contigo sólo por el niño.

– Esto no es sólo por el niño. Es por nosotros.

– ¿Ah, sí?

A juzgar por el brillo de sus ojos estaba prestándole atención, de modo que era el momento, decidió. Él se había enfrentado a competidores hostiles muchas veces y aquello no era diferente. La convencería de que él sabía lo que era mejor para los dos.

Tenía que convencerla porque no estaba dispuesto a perder esa batalla. No iba a perder a Maura por su testarudez o porque no quisiera atender a razones. Estar con ella otra vez había hecho que encontrase la solución perfecta.

– Lo que te propongo es un matrimonio de conveniencia. Nos llevamos bien… tú misma lo has admitido, así que no tiene sentido negarlo. Nos gustamos y…

– Nos gustamos.

– Exactamente. Casarnos sería por lo tanto una decisión inteligente. De esta manera ganamos todos, tú, el niño, yo… los dos sabremos qué clase de matrimonio es el nuestro y no habrá malentendidos.

– Un matrimonio de conveniencia -repitió Maura.

– Piénsalo un momento.

– Ah, pero ya lo estoy pensando -dijo ella-. Y mientras lo pienso, tal vez tú podrías decirme dónde está el amor en ese acuerdo tan inteligente.

Jefferson se quedó callado, inmóvil. ¿No había hecho la propuesta de tal forma que el amor no tendría por qué asomar su fea cara? No podría haberlo dejado más claro, en su opinión.

– ¿Por qué tienes que meter el amor en este asunto?

– Un matrimonio sin amor sería algo frío y triste, ¿no te parece?

– No tendría por qué.

¿Por qué se lo estaba poniendo tan difícil? Se lo había explicado con toda claridad, pero en lugar de ser razonable iba a hacerlo confesar todo. Iba a obligarlo a hacerle daño diciéndole exactamente por qué no podía darle lo que ella quería.

Jefferson dejó escapar un suspiro de impaciencia mientras se acercaba al balcón. Si se hubiera ido un par de semanas antes habría evitado ese momento, pero no había podido marcharse. Y ahora los dos tendrían que pagar por ello.

Cuando se volvió, le pareció que tenía un aspecto etéreo en aquella luz suave, con el cabello despeinado, los labios hinchados de sus besos. Le brillaban los ojos… pero Jefferson intentó controlar las emociones que amenazaban con ahogarlo.

– No puedo amarte, Maura -dijo por fin.

– ¿No puedes o no quieres?

– No puedo -Jefferson se cruzó de brazos en una clásica postura defensiva-. Estuve casado una vez.

No le gustaba hablar de ello, pero no tenía más remedio que hacerlo.

– Mi mujer se llamaba Anna y era el amor de mi vida -siguió porque tenía que hacerla entender-, Éramos demasiado jóvenes para casarnos, pero lo hicimos de todas formas -Jefferson tuvo que sonreír. Los recuerdos eran ahora algo lejano, borroso, pero la inocencia y la dulzura de ese momento de su vida aún le encogía el corazón.

– ¿Qué pasó?

– Que ella murió.

– Lo siento mucho.

– Sólo tenía veintiún años, yo tenía uno más. Murió por un estúpido accidente… Anna estaba pintando nuestro dormitorio y se golpeó en la cabeza al caer de la escalera… -Jefferson se quedó callado un momento, recordando a Anna diciendo que no era nada, que no tenía importancia. Murió esa misma noche, mientras dormía, y la autopsia descubrió una hemorragia en su cerebro.

– Es horrible, Jefferson. Lo siento mucho, de verdad.

– Cuando murió, yo juré que nunca amaría a otra mujer como la había amado a ella.

Maura respiró profundamente, pero permaneció en silencio. Y Jefferson esperaba que lo entendiera, que viese ahora que lo que le ofrecía era lo único que podía ofrecerle.

– Quiero casarme contigo. No sólo por el niño, sino porque me gusta estar contigo y porque creo que podríamos ser una buena pareja. Te estoy ofreciendo mi apellido, que vivamos juntos mientras criamos a nuestro hijo, pero no esperes amor por mi parte porque no voy a poder dártelo. Nunca.

Maura no dijo nada y, en el silencio, lo único que podían oír era la música del pub, cuyas notas llegaban por el balcón abierto.

– Sin amor no tendremos nada -dijo ella por fin. Y las esperanzas de Jefferson se hicieron pedazos.

– Maura… -empezó a decir, alargando una mano hacia ella-. Si quisieras ser razonable…

– Razonable -repitió ella, saltando de la cama para buscar su camisa-. Él quiere que sea razonable cuando no está diciendo más que tonterías.

– ¿Tonterías? -repitió Jefferson, herido-. Estoy intentando ser sincero contigo, decirte exactamente quién soy y qué puedes esperar de mí para que no haya malentendidos. No quiero hacerte daño. ¿Es que no te das cuenta?

– No estás siendo sincero, te estás escondiendo del futuro, de la vida, y eso es engañarme no sólo a mí sino a ti mismo.

– Yo no me estoy escondiendo de nada.

– ¿Y sabes qué es lo más triste de todo? Que tú te lo crees.

Maura se vistió a toda prisa y se dirigió a la puerta.

– ¿Dónde vas?

– A casa, Jefferson. Como deberías hacer tú.

– ¿Qué?

Ella se volvió para mirarlo, más triste que nunca. Había esperado hasta esa noche que Jefferson despertase y viera que estaba enamorado de ella, que viera lo que podría haber entre ellos si se permitía a sí mismo entregarle su corazón a otra persona.

Pero ahora esa esperanza se había convertido en polvo. Aquel hombre era tan obtuso como para agarrarse a una promesa hecha siglos atrás, cuando era un crío. Y si no lo podía tener todo, si no podía tener su amor, no quería nada.

– ¿Tú crees que esto es lo que Anna hubiese querido para ti?

– Eso no lo sabremos nunca, ¿no te parece? Porque mi mujer está muerta -replicó él.

– Y tú también, Jefferson. Estás muerto por dentro. La diferencia es que si a ella le dieran a elegir, elegiría la vida. Tú has elegido quedarte entre las sombras, como si también estuvieras muerto, y nadie más que tú puede remediarlo.

La expresión de Jefferson era tan fría como si hubieran esculpido sus facciones en granito.

– Tú querías que fuera sincero y lo he sido.

– Y te lo agradezco, pero no voy a casarme contigo sin amor… o al menos sin que haya la mínima esperanza.

– Maura, no digas tonterías.

– No estoy diciendo tonterías -replicó ella-. Me das pena, de verdad.

– No necesito tu compasión.

– Pues es lo que siento -dijo Maura, tomando su chaquetón del sofá-. Si no te olvidas del pasado, ¿qué posibilidad hay de que tengas un futuro? No, es mejor así.

– ¿Es mejor así?

– Puedes venir a ver a tu hijo siempre que quieras. Siempre serás bienvenido, pero a mí no me tendrás.

– Maura, piensa en lo que vas a hacer…

– Ya lo he pensado y creo que deberías volver a Los Ángeles, a esa vida vacía que tanto parece complacerte.

– Mi vida no está vacía, pero tienes razón sobre una cosa -dijo él entonces-. Es hora de que vuelva a casa.

Maura lo vio acercarse y tuvo que apretar los puños para no echarle los brazos al cuello al ver su expresión desolada. No serviría de nada abrazarlo, sólo prolongaría aquel terrible final.

Sabía que seguiría queriéndolo durante el resto de su vida, pero no pensaba dejar que viera el poder que tenía sobre su corazón. No le diría que lo amaba, no, lo enviaría de vuelta a su vida, a su mundo. Y, como antes, se consolaría con saber que Jefferson pensaba en ella, y en su hijo, a menudo.

– Pasaré por tu casa por la mañana para despedirme.

Lo había dicho como si no fueran más que dos simples conocidos. Estaba alejándose de ella, cerrando la puerta a lo que podría haber entre ellos, y Maura se preguntó cómo podía amar a un hombre tan tonto.

– Muy bien -asintió-. Nos veremos entonces.

– Buenas noches.

– Buenas noches, Jefferson -murmuró Maura, saliendo de la suite a toda prisa para que no la viese llorar.


La tristeza duró una semana. Maura había llorado hasta que no le quedaron lágrimas, hasta que incluso su hermana había perdido la paciencia con ella.

Había visto a la gente del rodaje guardar el equipo y marcharse cuando terminaron su trabajo, cortando así su última conexión con Jefferson.

Jefferson…

Cada noche soñaba con él y lo echaba de menos cada día. Pero, por fin, la rabia la sacó de aquel estado comatoso. En el fondo, no había creído que fuera a marcharse, no sabía por qué. Había salido del hotel convencida de que cuando fuera a despedirse por la mañana tendrían otra pelea, seguida de un revolcón espectacular y promesas de amor eterno.

Pero no, aquel insensato había ido a su casa para darle un papel con sus números de teléfono v luego se había marchado, tan tranquilo. Ni siquiera se había vuelto para mirarla, pensó, golpeando un charco con el pie.

La furia que había ido creciendo dentro de ella durante los últimos días pareció explotar en ese momento. ¡Maldito Jefferson King, al que veía por todas partes! Su voz la seguía hasta la casa, su sonrisa la perseguía por los pastos e ir al pueblo no era forma de escapar porque iba en la camioneta que él le había regalado.

Había invadido su vida, poniéndola patas arriba, y luego se había marchado.

– ¿Qué clase de hombre hace algo así? O sea, que se me puede olvidar tan fácilmente, ¿no? -gritó, mirando a su perro-. Es muy fácil hacer el amor conmigo para luego darse la vuelta.

King gimió en protesta por sus gritos y Maura agradeció su apoyo.

– No, tienes razón. No se olvida tan fácilmente a Maura Donohue. Ese hombre está loco por mí. ¿Cómo se atreve a darme la espalda? ¿A mí y a nuestro hijo? -Maura siguió mascullando maldiciones mientras iba de un lado a otro por la granja, con King pegado a sus talones-. ¿Qué derecho tiene a decir que esto ha terminado?

King ladró y Maura asintió con la cabeza, como si el animal estuviera de acuerdo con ella. King la quería, por supuesto. No como el otro King.

– Cree que voy a quedarme aquí con la boca cerrada, que voy a aceptar lo que ha dicho como si fuera un sermón y seguir adelante con mi vida…

Maura llenó la tetera y la puso al fuego. Mientras las llamas lamían el fondo de cobre, ella golpeaba la encimera con un dedo:

– ¿Y por qué ha pensado, eso, Maura, pedazo de tonta? ¿No lo has dejado escapar tú por no decirle ni una sola vez lo que sentías?

Resultaba humillante tener que admitir eso, pero era la verdad. Había dejado que su propio dolor, su decepción, controlasen sus respuestas la última noche. Si no se hubiera quedado tan perpleja ante el anuncio de que no pensaba amar a nadie nunca más, podría haber defendido su terreno, podría haberle dicho lo que pensaba de un hombre que le tenía miedo al amor.

– Esto no sirve para nada -suspiró-, ¿De qué sirve gritar hasta que se caigan las ventanas si él no está aquí para escucharme?

Pero tenía que escucharla. Ella tenía que hacer que la escuchase. Maura se volvió, mirando el teléfono amarillo colgado en la pared.

Antes de que pudiera pensarlo dos veces, abrió el cajón donde había guardado el papel con lo que parecían seiscientos números de teléfono. Era eficiente su Jefferson, desde luego. Y era su Jefferson, terco como una mula.

Maura miró la lista. Allí estaba el número de su móvil, el de su casa, el de los estudios, el de la casa en las montañas e incluso el de los apartamentos de Londres y París. Esa mañana le había dicho que no quería que tuviese ningún problema para localizarlo.

El hombre era una fuente de información cuando quería serlo. Pero no lo llamaría directamente, pensó. No. Lo que tenía que decirle sólo podía decirlo en persona. De modo que tenía al menos tres opciones y eligió el nombre que le resultaba más familiar.

– Hola. ¿Eres Justice King, hermano de Jefferson?

– Sí, soy yo.

– Soy Maura Donohue -se presentó ella-. Tengo algo que decirle a ese bruto de hermano que tienes, pero… me gustaría saber si estás dispuesto a ayudarme.

Al otro lado del hilo escuchó una risita.

– ¿Estás pensando venir a Los Ángeles?

– Sí, en cuanto compre un billete de avión.

– No hace falta -dijo Justice entonces-, ¿Cuándo tenías pensado venir?

– Puedo tenerlo todo preparado para mañana por la noche.

– Entonces haz las maletas, Maura. Habrá un jet King esperándote en el aeropuerto de Dublín. Lo único que necesitas es el pasaporte.

– No es necesario -empezó a decir ella, sorprendida por su generosidad-. Sólo llamaba para preguntar si podías sujetarme a Jefferson en algún sitio… para que pueda hablar con él.

Justice soltó una carcajada y Maura se alegró porque parecía tenerlo de su lado.

– Enviar el jet no es un gesto generoso, te lo aseguro. Mi hermano está de un humor de perros desde que volvió de Irlanda y mi mujer cree que tú eres la razón de ese mal humor.

Maura sonrió al saber que Jefferson lo estaba pasando tan mal como ella.

– No sabes cuánto me alegra oír eso.

Justice rió de nuevo.

– Oh, sí, mi Maggie y tú vais a ser buenas amigas, estoy seguro -luego hizo una pausa-. Bueno, y cuando llegues aquí, ¿cuál es tu plan?

Maura se apoyó en la encimera para contarle al hermano de Jefferson lo que tenía en mente y cuando colgó se sentía absolutamente segura de lo que iba a hacer.

– Jefferson King, tú no sabes lo que te espera.

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