Capítulo 11

Cathy se detuvo al pie de la escalera. Como siempre, el corazón le latía más deprisa. Estaba empezando a acostumbrarse a la sensación. Trabajaba con Stone todos los días y se las arreglaba para actuar e incluso sentirse completamente normal. Pero en cuanto ocurría algo que rompía su rutina habitual, o salían de la cómoda relación empleada jefe, sus nervios se despertaban.

– No va a pasar nada -se dijo, apartándose el pelo de la cara. Se lo había cortado hacía poco y le encantaba cómo caía alrededor de sus mejillas. Después del corte, había pagado por una segunda lección de maquillaje e incluso se había comprado unos cuantos productos, y la práctica diaria le había otorgado la confianza suficiente para imitar lo que hacían los profesionales. El vestido era nuevo, una de las cosas que se había comprado para ensalzar su renovada figura.

Seguía saliendo a correr con regularidad, y unas cuantas semanas de pesas le habían ayudado a tonificarse.

Desde luego aquella época estaba siendo la mejor de su vida. Si conseguía acostumbrarse a ser permanentemente un manojo de nervios, todo iría bien.

Oyó pasos en el recibidor. Ula se acercó despacio a ella con algo largo y oscuro en las manos. El ama de llaves se detuvo delante de ella.

– Está muy guapa -le dijo, sonriendo.

– Es demasiado amable conmigo -contestó, ruborizada. Guapa era una exageración, aunque comparada con cómo era antes…

– Ese vestido es precioso.

Cathy se miró el vestido de punto color óxido que llevaba. Tenía manga larga y se le ceñía en la cintura y en las caderas. El escote delantero era pronunciado, y el de la espalda aún más, y el color realzaba los reflejos rojizos de su pelo y el verde de sus ojos.

– Gracias -dijo-. Me enamoré de él nada más verlo en la tienda. Nunca he tenido cosas así de bonitas y no pude resistirme.

– El señor Ward va a quedarse impresionado. Y con ese fin, tengo una contribución que hacer. Esta noche hace un poco de fresco, y he pensado que le podría gustar llevar esto.

Ula le mostró una maravillosa capa color verde caza. El forro era de seda y de un verde un poco más oscuro.

– Es preciosa, Ula, pero no puede prestármela. Es demasiado bonita.

La mujer se encogió de hombros.

– Yo nunca me la pongo. Además, hoy cumple veintinueve años y se merece algo especial.

Cathy quería protestar. Además, Ula ya le había preparado un pastel bajo en calorías que las dos habían compartido a la hora de la comida, y le había regalado un libro que sabía que quería. Pero no podía hablar, y no porque no supiera qué decir, sino porque tenía la garganta agarrotada por las lágrimas.

– Ha sido tan buena conmigo -dijo al fin.

– Qué tontería -dijo-. Y nada de llorar, o echará a perder el maquillaje. Además, empezaré a llorar yo, y no me gusta nada hacerlo, así que póngasela. A mí me arrastra, pero seguro que a usted le quedará perfecta.

Cathy tomó la prenda y se la colocó sobre los hombros. El forro de seda era suave y resultaba muy fresco contra el cuello y los hombros.

– Me siento como una princesa -dijo, y abrazó a Ula. Era increíble que al llegar aquella mujer le pareciese severa y fría. Ahora sabía que tenía un corazón cálido de bajo de una fachada de hielo.

– Páselo bien, Cathy. Y disfrute de su cumpleaños.

– Gracias.

La capa le daba la confianza que le faltaba para salir. Con un poco de suerte, Stone no se daría cuenta de que estaba nerviosa.

Salió a la noche. Eran poco más de las nueve. Cuando Stone la había invitado a cenar fuera para celebrar su cumpleaños, sus dos únicas peticiones habían sido que fuera él quien eligiera el restaurante y que cenaran tarde. Comprendía que estuviera nervioso por salir, y dadas las circunstancias, su invitación lo había conmovido aún más. Ojalá pudiera convencerle de lo poco que significaban sus cicatrices para ella. Quizás si…

Un vehículo esperaba en la entrada circular de la casa y Cathy se quedó boquiabierta. Esperaba ver el BMW y a Stone al volante, pero lo que aguardaba era una limusina oscura y Stone de pie junto a ella.

– Pareces sorprendida -dijo con una sonrisa.

– Y lo estoy. Nunca me he subido antes a una limusina.

Stone abrió la puerta y la invitó a subir.

– Entonces, echa un vistazo. Son divertidas.

Mientras bajaba las escaleras, se recordó que aquello no era una cita, sino una cena con su jefe. Nada más. Pero al acercarse vio que iba vestido con traje y corbata, y el champán que les esperaba en hielo dentro de la limusina, y no pudo evitar hacerse ilusiones. No le cabía la menor duda de lo que iba a pedir al apagar las velas de la tarta.

Stone se acomodó junto a Cathy en el asiento de la limusina y abrió el champán. Quizás había exagerado un poco, pero no se había podido resistir. Sospechaba que en su vida anterior no había recibido demasiadas sorpresas agradables, y se merecía aquella y mucho más.

Llenó dos copas y le entregó una.

– Feliz cumpleaños.

Ella sonrió.

– Gracias, Stone. Has conseguido que esta noche sea muy especial.

– Pues todavía no ha empezado.

– Pero ya lo es.

A la luz tenue de la limusina, sus ojos parecían negros. Las sombras jugaban con las líneas de su rostro, realzando sus pómulos y sus labios. La capa ocultaba sus formas, pero la había visto ya bastantes veces como para saber lo que su compromiso con el ejercicio y la dieta había conseguido. Siempre le había gustado, y siempre había disfrutado con su compañía; es más, siempre la había encontrado atractiva, incluso antes de que empezase con su programa de mejora, pero ahora había un brillo especial en ella. Él la admiraba antes porque sabía quién era por dentro; ahora cualquier hombre la desearía, basándose solamente en su aspecto.

Stone sintió algo primitivo despertar en su interior y tardó un instante en darse cuenta de que se trataba de los celos. Qué ridiculez. No había nadie de quien sentirse celoso. Además, a él Cathy no le interesaba en ese sentido.

Pero aquella mentira cada vez era más difícil de creer. Con estar cerca de ella le bastaba para excitarse. Pero ella no debía llegar a saberlo nunca. Primero por Evelyn, y segundo por ella misma.

– Hace una noche perfecta -dijo Cathy tras tomar un sorbo de su copa-. Mientras me vestía, me di cuenta de que se veían las estrellas desde la ventana de mi habitación.

Esa era la diferencia entre ellos. Ella, al mirar la noche, veía las estrellas, y él la seguridad y el refugio de la oscuridad.

– Tendremos que admirarlas cuando lleguemos al restaurante -dijo.

– No sales mucho, ¿verdad? Creo que no te he visto salir de casa desde que vivo en ella.

– Eso es cierto.

Cathy puso su mano sobre la de él.

– No tenías que hacer esto por mí.

Su roce era confiado, al igual que su expresión. Si supiera lo que el contacto de su mano estaba provocando en él, tendría miedo. En el último mes, su deseo se había vuelto insoportable. La necesitaba constantemente. Estar simplemente en la misma habitación que ella lo excitaba. Y no le gustaba el cambio. Preferiría que las cosas siguieran como al principio. Quería volver a estar muerto. No sentir nada era mejor que aquella constante agonía.

Pero no había forma de dar marcha atrás al tiempo. Ya encontraría la forma de controlar su cuerpo.

– Quería que esta noche fuese especial para ti -le dijo-. Los cumpleaños son sólo de tarde en tarde.

– Una vez al año, para ser exactos bromeó.

– ¿No me digas? Hablé con Ula sobre lo que quería hacer y ella lo ha arreglado todo. Estaremos bien.

Cathy volvió a apretar su mano.

– Yo no estoy preocupada, Stone. Creo que esas cicatrices te preocupan más a ti que a todos los demás.

– Puede -fue todo lo que dijo.

¿Qué experiencia tenía ella con las miradas curiosas o asustadas, con los comentarios de los niños que no conocían la mentira?

La limusina tomó dirección a Hermosa Beach. Stone reconoció la zona y supo que estaban cerca del restaurante. Tal y como le habían indicado, el conductor aparcó en la parte de atrás y bajó del vehículo.

– Será solo un momento -dijo Stone.

El hombre volvió, efectivamente, en un instante y abrió la puerta de atrás.

– Todo está dispuesto, señor Ward. Si hacen el favor de seguirme…

Dentro los recibió un joven llamado Art que los condujo a un reservado con una mesa dispuesta para dos.

Flores, varias plantas en macetas y unas telas artísticamente dispuestas sobre las persianas conferían al lugar un aire íntimo. Una música suave hacía de telón de fondo.

Art se acercó a Cathy para hacerse cargo de la capa, y Stone sintió la tensión familiar del vientre nada más ver su vestido. Su estilo sencillo era engañoso, porque un escote redondo y amplio sugería el inicio de sus pechos y el tejido se ceñía con elegancia a sus curvas. Art la miró con apreciación y Stone pensó en aplastarle su nariz griega e inmaculada.

Cuando fue a apartar la silla para que Cathy se sentara, Stone se interpuso.

– Ya me ocupo yo -dijo con frialdad.

Art tomó nota de la indirecta y les dejó sitio. Hasta aquel momento, apenas lo había mirado. Ula debía haberle advertido sobre las cicatrices, y aunque Stone apreciaba su consideración, por un momento deseó que no fuese necesario. Pero no. Aquella no era noche para esa clase de pensamientos. Era la noche de Cathy.

– El chef les ha preparado un menú muy especial, tal y como solicitó -dijo Art-. El champán está enfriándose. ¿Quieren tomarlo ahora?

– Por favor -contestó Stone y se sentó frente a ella, pero la mesa era lo bastante pequeña para poder mantener la intimidad. Además estaban solos, y no corrían peligro de que otros clientes curiosos pudieran oírlos.

Art asintió y se marchó.

– ¿Qué te parece?

Ella se echó a reír.

– No hago más que acordarme de la frase de una película que vi hace años: no está mal ser el rey.

– Yo no soy un rey.

– Como si lo fueras -su sonrisa palideció-. En serio, Stone, te agradezco mucho todo esto. El tiempo que llevo contigo está siendo maravilloso. Casi no me puedo creer lo que me ha ocurrido en estos últimos meses.

La confianza en sí misma flaqueó, y aunque hubiera jurado que enrojecía, era difícil de decir con aquella luz tan tenue.

– Me alegro de haber podido ayudarte -dijo, sintiendo que el orgullo crecía en su interior. Eso era lo que quería: cambiar su vida. Le había dado más de lo que tenía antes. Ahora le iba mejor por haberle conocido a él, y eso le complacía, aunque sabía que con el tiempo tendría que dejarla libre y seguir sin ella. No tenían futuro juntos.

Ese era al menos el plan inicial, pero estando en aquel momento allí, en aquel restaurante, con Cathy tan preciosa y la música de fondo, no estaba ya tan seguro. Aunque seguía teniendo la certeza de que tenía que marcharse, sabía también que iba a echarla de menos más de lo que había planeado. Más de lo que quería. Pero cuando llegase el momento, la dejaría marchar y terminaría por olvidarla, porque era sólo un medio para llegar a un fin. Una forma de compensar el pasado.

Pero tenían aquella noche, y el tiempo que les quedara después, y estaba decidido a aprovecharlo hasta el último segundo.

Art volvió con el champán y lo sirvió. Le preguntó a Stone cuándo quería que empezase a servirles la cena y él le contestó que les diera veinte minutos.

Cathy miró a su alrededor.

– No sé cómo has conseguido preparar algo así.

– Ha sido cosa de Ula.

Cathy se sonrió.

– Es una mujer increíble. Me sorprende que no hayas conseguido meterla en el negocio.

– Lo he pensado, no creas, pero prefiero tenerla en casa. Todo va como la seda con ella, y teniendo en cuenta el tiempo que paso allí, lo necesito.

Cathy apoyó los brazos en la mesa.

– No es cosa mía, y seguramente vas a enfadarte… -empezó.

– Pero vas a decírmelo de todas formas.

Ella asintió.

– No es tan malo. No voy a decir que la gente no notaría la diferencia, pero tú le das muchísima más importancia de la que le daría el resto del mundo.

Estaban hablando de sus cicatrices y Stone se resistió al impulso de tocárselas. Aquella noche no quería recordar que físicamente era una bestia. Quería ser un hombre corriente con una mujer preciosa.

– Tú no sabes lo que es -dijo al final cuando resultó obvio que esperaba una respuesta.

– Me lo imagino. Yo me he pasado una gran parte de mi vida escondiéndome por temor a lo que otras personas pudieran pensar. Al principio me preocupaba por mi madre, pero después fue ya por mí. Fíjate en nuestra relación, en cómo nos conocimos. Hace seis meses, jamás se me habría ocurrido pensar que pudieras llegar a estar interesado en mí como la persona que era. Por eso necesité crearme un mundo falso, para que pensases que era interesante e importante. No voy a mentir diciéndote que he superado por completo esos temores, pero he avanzado muchísimo.

Y era cierto. Al final, dejaría de necesitarlo, y se marcharía. Mejor para ambos. Aunque lo deseara, nunca podría darle lo que ella necesitaba. Con tiempo, ella también se daría cuenta, y encontraría a alguien que pudiese dar todo lo que ella le diese.

– Olvídalo, Cathy. No puedes cambiarme.

Ella asintió.

– Lo haré porque es mi cumpleaños y lo estamos celebrando, pero no pienses que no voy a volver a la carga -sonrió-. No tienes tanta suerte.

– Pues yo creo que sí. Al fin y al cabo, eres tú la que va a asistir mañana a esa reunión.

Cathy gimió.

– No me lo recuerdes. Llevo toda la semana intentando no pensar en ello. No puedo creer que me hayas convencido para que vaya.

– Yo no te he convencido. Asistir a reuniones en mi nombre entra en la descripción de tu puesto.

– Lo lamentarás.

– No. Estarás brillante.

Cathy levantó su copa.

– Por la brillantez. O por lo menos, porque no cometa ninguna metedura de pata.

Stone entrechocó su copa con la de ella y tomó un sorbo. Cathy no había estado nunca en sus oficinas, y Stone quería que estuviera presente en la reunión del día siguiente, aparte de que él lo estuviera también vía conferencia. Su equipo necesitaba una pequeña remodelación, y Cathy era la persona adecuada para hacerlo.

La canción terminó y empezó otra. Una canción instrumental y lenta que le hizo desear bailar con ella. Antes de darse cuenta de lo que hacía, estaba de pie.

– ¿Me concedes este baile?

Cathy estaba demasiado sorprendida para aceptar verbalmente, así que dejó que Stone la levantase. Temblaba cuando él la abrazó. No tenía que dejarse llevar por el momento, pero era demasiado tarde para aquella clase de avisos. Si no estaba ya enamorada de Stone, aquella noche sellaría su suerte.

Cerró los ojos y apoyó la mejilla en su hombro. Estaban bien así, aunque él nunca querría verlo. Stone la confundía. A veces pensaba que la distancia entre ellos era por cómo la veía a ella y a su relación, pero en otras ocasiones, se preguntaba si no sería por sus cicatrices.

Seguramente no habría forma de averiguarlo, así que, mientras, disfrutaría de los buenos tiempos e intentaría no pensar en el futuro.

Fueron recorriendo la habitación al ritmo de la música. Stone no dijo nada; simplemente la abrazaba con delicadeza. Si pudieran estar así para siempre, solos los dos, la noche y la música…

Enamorarse de él había sido inevitable. Stone era un guerrero herido, un hombre que se consideraba a sí mismo una bestia, y cuyo único lazo con el mundo exterior era ella. ¿Cómo resistirse a algo así?

Alzó los brazos para rodearle el cuello, y él la abrazó por la cintura. Estaban tan juntos que podía oír el latido de su corazón y, contra su vientre, la prueba indiscutible de que la deseaba.

Pero eso no tenía por qué significar nada más aparte de una reacción natural a su proximidad, pero era más de lo que había tenido antes.

Despacio, con cuidado, consciente de que él podía separarse y destruirla con una palabra, le besó en el cuello.

Stone contuvo la respiración con un gemido audible. Su cuerpo entero reaccionó a aquel mínimo contacto de sus labios y ello le obligó a maldecir entre dientes. Empujándola suavemente por la barbilla, levantó su cara hacia él, pero antes de que pudiera besarla, Art apareció con sus ensaladas.

Se separaron a regañadientes y volvieron a la mesa, y tras un momento de conversación mundana sobre qué aliño deseaban para la ensalada, Art volvió a marcharse. Cuando se quedaron solos, hablaron del trabajo y de los libros que estaban leyendo.

Cathy comprendió por fin lo que estaba ocurriendo. Stone era, por encima de todo, un hombre. Podía creerse un monstruo y estar aún lamentando la pérdida de su esposa, pero tenía necesidades físicas. Por razones que Cathy no podía comprender, pero que la hacían muy feliz, deseaba acostarse con ella. También sabía que él jamás daría el primer paso. No sólo vivía en su misma casa, sino que trabajaba para él. Jamás se aprovecharía de esa situación. Él no iría en su busca, pero ella sí que podía hacerlo… si estaba dispuesta a jugárselo todo.

Partió un rollito por la mitad y tomó un bocado. A eso se reducía todo, ¿no? ¿Estaba dispuesta a correr el riesgo? ¿Sería capaz de meterse en esa situación con los ojos abiertos, consciente de que él sólo quería una aventura pasajera? Porque no sería más que eso, durara lo que durase. Al final, terminaría por perderlo.

No tenía sentido hacerse aquellas preguntas. Por supuesto que merecía la pena. Estaba cansada de no saber, de esconderse de la vida. Quería más. Quería vivir. Quería que Stone fuese su primer hombre.

Pero no sería aquella noche. Necesitaba aclarar algunas cosas, estar preparada. Pero pronto, sería pronto.

– Sé lo que estás pensando -dijo él.

Cathy se echó a reír.

– Lo dudo.

– Te estás preguntando si te voy a hacer algún regalo.

– Pues no -hizo un gesto hacia el restaurante-. Este es mi regalo, y es maravilloso.

– Pero eso no es todo.

Del bolsillo de su chaqueta sacó una pequeña caja. Cathy se quedó mirándola.

– Gracias -dijo, y la voz le tembló por que estaba conteniendo las lágrimas.

– Aún no la has abierto.

– Ah, sí.

Le costó un poco abrirla, pero al final lo hizo. Sobre una cama de terciopelo blanco, había unos pendientes cuadrados de esmeraldas rodeados de brillantes. Centelleaban a la luz de las velas.

Apenas podía hablar.

– Son increíbles.

– Pues no te atrevas a decir que son demasiado o alguna de esas tonterías que soléis decir las mujeres en momentos como estos. Quería que tuvieras algo bonito, y ya está.

La aspereza de su voz lo delató y Cathy puso una mano sobre la de él.

– Entonces, no lo diré. Son el regalo más perfecto que me han hecho en toda mi vida. Gracias, Stone, Los conservaré siempre.

– Eso está mejor -masculló.

Se quitó sus sencillos aros de oro y se colocó las esmeraldas.

– ¿Qué tal? -preguntó.

– Son muy bonitos -contestó, frunciendo el ceño.

– ¿Qué pasa?

– Estaba pensando que necesitabas estar en un sitio especial para llevarlos.

– Este sitio es especial.

– No me refiero a eso.

– Stone…

– No es nada. Es que esta es la primera vez que salgo a cenar desde… -se encogió de hombros-. Desde hace mucho.

Desde que Evelyn murió, se dijo ella en silencio.

– Deberías salir más. Llevo meses diciéndotelo.

– Lo sé. No es que me guste, pero tengo obligaciones sociales que llevo meses dejando de lado. Puede que haya una forma de hacerlo.

– ¿Ah, sí? ¿Cómo?

Stone sonrió.

– Una fiesta de disfraces. Yo seré el fantasma de la ópera.

Los dos se echaron a reír, y aún seguían cuando Art volvió con sus platos. Él los miró extrañados, pero ellos lo ignoraron.


– No puedo hacerlo -susurró Cathy a través del teléfono móvil, aunque estaba sola en el coche y nadie podía oírla.

– Entonces, ¿por qué has accedido? -preguntó Stone.

Cathy miró a su alrededor. Estaba en el aparcamiento.

– Si no vas a ser medianamente razonable, prefiero no tener esta conversación contigo.

– Cathy, todo va a salir bien. Te están esperando, saben que eres una mujer inteligente y se desharán en atenciones para que te sientas cómoda.

Cathy cerró los ojos.

– Ojalá pudiera creerte.

– Después de la reunión, serás tú quien informe directamente al jefe, a quien muchos de ellos no conocen en persona, así que querrán que me hables maravillas de ellos.

No se le había ocurrido pensarlo así.

– Ah, pues eso me gusta.

– Me lo imaginaba.

– Gracias por prestarme el BMW.

– Pensé que conducirlo te asustaría lo suficiente para que no pudieras pensar en la reunión.

Cathy se echó a reír.

– Y ha funcionado como esperabas… hasta que me has deshecho con tu lógica, claro.

– Respira hondo. Estás fantástica, conoces el tema y si alguno de los presentes te molesta, tienes el poder para despedirlo.

– ¿De verdad?

– Claro.

– Yo nunca haría algo así.

– Lo sé, pero recuerda que eres tú quien manda. Si alguien se sale del tiesto, lo fusilas. O me lo dices a mí, que seguramente es mejor.

– Ya. Bueno, señor Ward, muchas gracias por el apoyo moral.

– Llámame en cuanto vuelvas al coche. Quiero saberlo todo.

– Te lo prometo. Hasta luego. Colgó y sonrió. Sabía que Stone conseguiría serenarla. Por eso lo había llamado. Por eso y para oír su voz. Ojalá estuviera allí con ella. La reunión sería mucho más fácil estando juntos. Pero Stone, de Ward International, no asistía a las reuniones. Al menos, ya no.

Recogió su maletín, una sorpresa que la esperaba en su mesa aquella mañana, y su bolso. Tras cerrar el coche con la alarma, tomó el ascensor hasta el piso veinticinco.

Mientras el pequeño habitáculo ascendía, comprobó su traje. Era una mezcla de lino que parecía caro pero no se arrugaba. Llevaba una blusa del mismo color, al igual que los zapatos. Llevaba más de un mes viendo revistas de modas y tiendas. Ir de un solo color reforzaba su autoridad. Cualquier otra cosa habría sido demasiado… sexy.

Cathy sonrió. ¿Quién iba a pensar que eso pudiera llegar a ser un problema para ella? Pero lo era. Con su nueva imagen, atraía la atención de los hombres algunas veces, y no quería que eso ocurriera en la reunión. Quería dar la impresión de llevar años en el negocio.

La puerta del ascensor se abrió y salió a una zona de recepción grande y bien decorada. No se había dado cuenta de que la firma de Stone ocupaba toda la planta, y el estómago se le cayó hasta los pies, pero aun así, se obligó a sonreír y se irguió ligeramente.

Antes de que pudiera acercarse a la recepcionista, dos hombres de unos treinta años se acercaron a ella.

– ¿Señorita Eldridge? -preguntó el más alto de los dos. Ambos eran altos, con los ojos azules e iban bien vestidos.

– ¿Sí?

– Soy Eric McMillan, y él es Bill Ernest. En esta ocasión somos nosotros los encargados de la presentación del trimestre. Encantado de conocerla.

Mientras se estrechaban la mano, Cathy se dio cuenta de que no iba a ser capaz de retener sus nombres.

– ¿Encontró bien el edificio? -preguntó Bill.

– No ha sido difícil, teniendo en cuenta las enormes letras con que se ha puesto el nombre de la calle sobre el edificio.

Pretendía que fuese una broma para rebajar la tensión, pero en lugar de sonreír, Bill pareció asustado.

– Claro. No pretendía decir que no fuese a encontrarlo.

– Lo sé. Era una broma.

– Ah… claro.

Cathy inspiró profundamente. Estaban tan nerviosos como ella, pero por diferentes razones. Ella estaba aterrorizada ante la posibilidad de cometer algún error que no sólo hablase mal de Stone, sino que pudiera descubrir que no había ido a la universidad y que tampoco había trabajado antes en el sector. Para ellos, ella era una desconocida, una emisaria enviada por el gran jefe, alguien que era sus oídos y que podía decir lo que quisiera sobre ellos.

Poder, pensó. ¿Quién iba a imaginarse que llegaría a tenerlo alguna vez?

Pero aquella agradable sensación duró sólo hasta entrar en la sala de reuniones. La mesa era muy grande y todos los asientos estaban ocupados. Los presentes se volvieron hacia ella y la miraron.

Cathy intentó mantener inalterada su expresión.

– Buenos días -dijo, y afortunadamente la voz no le tembló.

Hubo un murmullo general en respuesta. Eric, o quizás Bill, le presentó a todo el mundo. Cathy asintió y ni siquiera intentó recordar sus nombres. Ya lo haría la próxima vez. Aquella mañana ya era bastante con sobrevivir a las primeras horas.

La mesa era muy ancha, de modo que dos personas podían acomodarse en la cabecera. Cathy se encontró junto a Eric. Sabía que era él porque había un informe delante de él con su nombre.

– Seguiremos el orden del día -dijo Eric, señalando el informe-. El señor Ward ya tiene una copia del informe. Se le entregó esta mañana.

– Bien.

– Hola, Cathy.

Aquella voz familiar le hizo sonreír. Levantó la mirada y vio que alguien había colocado un altavoz en el centro de la mesa.

– Buenos días, Stone.

Habló sin pensar y vio que varias personas intercambiaban miradas al oírla utilizar su nombre de pila.

– ¿Te están tratando bien?

– Por supuesto.

– ¿Estás lista?

– Sí -inspiró profundamente-. Empecemos.


Cathy se lavó las manos y se las secó en la toallita esponjosa que había sobre la encimera. Miró a su alrededor: la decoración era perfecta, así como la elección de colores y accesorios, y sonrió. La mujer que trabajaba en el turno de noche del servicio de contestador quedaba ya muy lejos.

Se habían tomado un descanso de quince minutos de la reunión. Todo iba bien, y las mariposas que tenía en el estómago por fin se habían quedado dormidas. Había podido seguir la mayor parte de cosas que se decía, y había tomado notas de lo que no conseguía comprender. Stone le había prometido que hablarían de ello al volver a casa.

Al salir del cuarto de baño, pasó por una pequeña sala de espera y de pronto recordó que se había dejado el bolso junto al lavabo. Dio media vuelta para ir a buscarlo y vio que alguien entraba casi al mismo tiempo.

Hizo una pausa a la espera de que la otra mujer dijese algo, hasta que se dio cuenta de que no había nadie más allí, excepto ella. Estaba viendo su propio reflejo en un espejo de cuerpo entero.

Aunque sabía que había perdido mucho peso y que su nuevo corte de pelo mejoraba su apariencia, los cambios habían ocurrido gradualmente y no se había mirado comparándose con cómo era antes. Su reflejo le mostró a una mujer alta y delgada, vestida con un traje impecable, unos zapatos elegantes, un precioso corte de pelo y un maquillaje perfecto.

Una profunda alegría la llenó y elevó una breve oración de gracias. Gracias a Stone por haberle dado la oportunidad de cambiar, y por el hecho de que había tenido el valor y la convicción necesarias para aprovechar al máximo aquella oportunidad.

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