Capítulo 4

Cathy dejó el tenedor y miró el plato que tenía delante. Ula le había traído una enorme cantidad de comida, y para sorpresa y vergüenza suya, se la había comido toda. No se había dado cuenta de que tenía hambre hasta que el ama de llaves había aparecido con la bandeja, pero su estómago había empezado a quejarse nada más tomar el primer bocado. Nada más saborear aquel delicioso roast beef que se deshacía en la boca, supo que estaba perdida. Quizás pudiera explicarle tanto apetito. Al fin y al cabo, no había comido mucho en el hospital, entre la cirugía, la inconsciencia y todo lo demás. Y antes de eso, bueno, era final de mes y como siempre, andaba corta de dinero, así que había estado viviendo de pasta y sopa de sobre.

Apartó la mesa alta de ruedas que se movía con mucha facilidad. Ojalá Stone no la hubiera comprado sólo para ella. Ya se lo preguntaría, si es que lo veía. Aunque claro, también existía la posibilidad de que no quisiera verla. Después de lo que había hecho, no sería de extrañar. Sus pensamientos volvieron a volar en esa dirección y tuvo que cortarlo en seco, ya que se había pasado la mayor parte del tiempo que había permanecido despierta castigándose por las mentiras que le había contado, y no quería seguir así.

Alcanzó el mando de la televisión, pero luego volvió a dejarlo caer sobre las almohadas. No estaba de humor para esa clase de entretenimiento. Estaba inquieta, pero no podía moverse. Aunque podía alcanzar las muletas, levantarse de la cama era un proceso lento y doloroso, y no iba a sufrirlo simplemente para dar cuatro saltos cojeando sobre la preciosa alfombra.

Lo que significaba que tenía demasiado tiempo para pensar. Pensar en por qué estaba allí. Pensar en Stone. Y pensar en Evelyn.

Aquel nombre seguía causándole una dolorosa sorpresa. Su mujer, había dicho Ula. No sabía bien por qué, pero no se lo había imaginado casado, lo cual era ridículo. Pero es que una mujer…

Seguramente parte de la sorpresa provenía del hecho de que fuese viudo y no divorciado. No sabía por qué, pero seguramente le hubiera costado menos aceptar que estuviese divorciado. Quizás porque eso querría decir que ya no sentía nada por su mujer, mientras que el hecho de haberla perdido en un accidente de coche, seguramente en el que le había dejado marcado para siempre, no significaba lo mismo. Inspiró profundamente. Ahora se explicaba el porqué de su encierro.

Todo seguía siendo muy confuso para ella. Habían ocurrido demasiadas cosas en muy poco tiempo. Estaba en casa de Stone sin saber si iba a volver a verlo, no sabía si seguía teniendo trabajo, ya que al menos habrían tenido que buscarle una sustituta. ¿Qué significaría eso para ella? ¿Qué habría sido de su coche, aparcado debajo del edificio de oficinas? ¿Y con…?

Una llamada en la puerta entreabierta de la habitación la sacó de aquel tormento.

– Adelante -dijo, imaginándose que debía tratarse de Ula que venía a buscar la bandeja.

– Soy Stone -dijo una voz familiar-. ¿Te apetece un poco de compañía?

Le apetecía muchísimo, aunque no estaba segura de ser capaz de responder con serenidad y sin que el corazón le latiese como una locomotora.

– Sí, por favor -le contestó, y le resultó odioso parecer tan ansiosa de verle.

– Necesito que apagues la luz -le dijo.

Cathy dudó. Había querido preguntarle a Ula por las cicatrices de Stone, pero no había tenido valor para hacerlo, así que apagó la luz de la mesilla y la habitación quedó sumida en la oscuridad de la noche. La única luz provenía del pasillo, y no era más que un reflejo lejano, de modo que Stone quedó reducido a una sombra que se movía y entraba en la habitación.

– ¿Cómo te encuentras?

Le vio acercarse al sofá de la ventana. Se movía con la seguridad de alguien familiarizado con la noche.

– Mejor. Un poco desorientada, sólo. Es que todo ha ocurrido tan rápido…

– ¿Qué tal la cabeza y la rodilla?

Se recostó en la almohada. Si cerraba los ojos, podía fingir que hablaban por teléfono, como habían hecho en cientos de ocasiones. Podría olvidar que estaba en la habitación con ella. Pero Stone estaba allí, y casi sonrió. La verdad era la contraria: que ella estaba allí con él. Aún no podía creérselo.

Menos mal que sólo le había preguntado por la cabeza y la rodilla, y no por el estómago, ya que parecía haberse quedado de pronto vacío.

– Sigo teniendo un buen chichón -dijo, tocándoselo con los dedos-, y la rodilla está muy rígida y algo hinchada.

– La terapeuta te ayudará a mejorar. Empiezas mañana, pero quiero que te lo tomes con tranquilidad. Es lo que ha mandado el médico: mucho descanso y tiempo para recuperarte. Ula está encantada de tener alguien a quien mimar.

Cathy pensó en la expresión de Ula y no le pareció que la palabra encantada describiese a la perfección su actitud.

– No quiero ser una molestia -empezó-. Todo esto es tan…

Stone levantó en alto una mano.

– No lo digas. Quiero ayudarte. Cuando la alarma se disparó mientras hablábamos… -carraspeó-. No sabía qué te había pasado. En lo único que podía pensar era en que tenía que llegar como fuera a tu oficina para saber si estabas bien.

Cathy frunció el ceño.

– La verdad es que no recuerdo demasiado de esa noche -admitió-. Todo está como entre niebla. Sé que estábamos hablando cuando se disparó la alarma. Al principio pensé que se trataba de una prueba. Después, olí el humo -pensar en ello le daba dolor de cabeza. Tenía aquel olor grabado en la pituitaria y se estremeció-. Recuerdo que me hablabas. Tenía tanto miedo…

– No tenemos por qué hablar de ello si te molesta.

– No, no pasa nada. No recuerdo mucho después de la llamada a los bomberos. Me han dicho que hubo una explosión -y volvió a frotarse la sien-. Salí disparada y aterricé con la cabeza y la rodilla.

– Me alegro de que estés bien.

Su voz le era familiar e intentó verlo, pero la oscuridad era demasiado intensa. ¿Estaría ocurriendo todo aquello de verdad? ¿Estaba de verdad en casa de Stone, hablando con él, contando con la ayuda de una terapeuta que él había pagado, y quién sabe cuántas cosas más?

– ¿Por qué haces todo esto? -le preguntó.

– Porque quiero hacerlo. Somos amigos. Si la situación fuese a la inversa, ¿no me habrías ayudado tú?

– Por supuesto, pero esa no es la cuestión.

– Entonces, ¿cuál es?

Se acercó al sofá y vio su silueta acomodarse en un punto. Era un hombre alto y de espalda ancha, pero no parecía corpulento. Sus facciones seguían siendo desconocidas para ella. Parecía llevar pantalones de pinzas y camisa de manga larga, pero no podía estar segura. Menos mal que, si ella no podía verlo, él tampoco a ella, aunque había podido hacerlo mientras estaba en el hospital.

Pensó en él viéndola dormir. Viendo la verdad y consciente de que todo lo que le había dicho era una mentira.

– La cuestión es -susurró-, que soy un fraude. No soy una rubia preciosa con una vida excitante, sino… -la voz le falló y las lágrimas le atoraron la garganta-. Mis amigos no existen. De hecho, no tengo amigos. Incluso Muffin era una mentira.

La última palabra fue apenas audible en el silencio de la habitación.

Recordó cómo Stone le había dado la mano en el hospital, y deseó que lo hiciera en aquel momento, que se acercara a ella y le ofreciera consuelo.

– Nada de todo eso importa -dijo él.

– No te creo -la irritación le dio fuerza-. No puedes decirlo en serio. Te he engañado.

– Lo que has hecho ha sido inventar historias sobre tu propia vida. Hay una diferencia, Cathy. No has hecho daño a nadie. Todos fingimos de una manera o de otra. En el trabajo, por ejemplo, suelo tirarme faroles enormes.

– Esto ha sido mucho más -tragó saliva. La amenaza de las lágrimas había cedido-. Pero tienes razón en una cosa: que no pretendía hacer daño a nadie -una sonrisa triste se dibujó en sus labios-. No pretendía hacerte daño a ti, quiero decir. No había nadie más.

– Entonces, si yo estoy dispuesto a olvidar lo pasado, ¿por qué tú no?

Porque su vida nunca había sido tan sencilla o tan simple. Las situaciones siempre eran complicadas para ella. Pero quizás, en aquella ocasión, las cosas fueran diferentes. Ojalá fuese verdad.

– Supongo que pienso que debería ser castigada o algo así -confesó.

– No te puedes mover de la cama tras una operación de rodilla y has estado a punto de morir en un incendio. ¿Es que no te parece suficiente castigo?

– No lo había considerado de esa manera.

– Pues considéralo y luego, olvídalo. Empezaremos desde el principio. Hola, Cathy, soy Stone Ward. Háblame de ti.

– No hay nada que contar. Precisamente por eso me inventé las historias. La verdadera Cathy Eldridge es muy aburrida.

– Pues a mí me parece brillante y divertida. Háblame de tu familia. En el hospital me dijeron que no habían conseguido ponerse en contacto con ellos.

Pretendía que se sintiera mejor, pero había tomado la dirección equivocada. Aquella conversación era más dolorosa para ella que el recuerdo de sus mentiras. Había pasado ya mucho tiempo, se recordó, y el pasado ya no tenía capacidad de herirla.

– No tengo familia -le dijo-. Mi padre se marchó y no sé si está vivo o muerto. Nos dejó cuando yo era un bebé. Mi madre nunca me contó nada de él. Ni siquiera sé de dónde era. Mi madre era huérfana, así que siempre estuvimos las dos solas. Ella…

Cathy hizo una pausa. ¿Cómo iba a poder resumir su vida en unas cuantas frases?

– No tenemos que hablar de esto si no quieres.

– No, no pasa nada. Bebía mucho. Yo me ocupaba de ella, y cuando estaba sobria, era fantástica, y así es como intento recordarla. Pero como no podía saber cómo iba a estar en un momento determinado, no hice muchos amigos. Hubieran querido venir a visitarme a casa, y no podía correr ese riesgo.

– Muy solitario, ¿no?

– Sí -se encogió de hombros-. Me acostumbré. Siempre he sido muy solitaria.

– Es algo que tenemos en común.

Cathy miró su silueta y se preguntó por qué habría elegido vivir así, tan apartado del resto del mundo. Él podría encajar en cualquier parte. Incluso si la cicatriz era tan horrible como él decía, la gente lo comprendería. Los amigos sobre todo.

– Tenía un montón de sueños -le confesó-. Sobre lo que pasaría cuando por fin pudiese vivir sola. Me imaginaba una vida maravillosa, poco más o menos como la que te conté a ti.

– Aún puedes conseguirlo.

Cathy pensó en su trabajo en el servicio de contestador. No le pagaban mucho, y no estaba capacitada para conseguir otro trabajo. Una vez pensó en ir a la universidad, pero en lugar de seguir con su educación como habían hecho todos sus compañeros del instituto, ella se quedó en casa cuidando de su madre. El alcohol se había cobrado su precio en su cuerpo destrozado, y pasó casi dos años intentando morir.

– En teoría, esos sueños pueden hacerse realidad -dijo Cathy-, pero ha pasado ya tanto tiempo que casi me he olvidado de ellos, y ya han dejado de importarme.

– No estoy de acuerdo.

Cathy sabía por experiencia que no servía de nada discutir con él.

– ¿Y tus sueños? -le preguntó-. ¿Cuáles son?

– Tengo todo lo que necesito.

Hubiera querido decirle que tener y desear no era lo mismo, pero no creyó que debiera hacerlo.

Quedaron entonces en silencio, pero en un silencio cómodo. Le gustaba oír su voz así. Era algo distinta a como la oía por teléfono, y además, podía verlo. Bueno, más o menos. Con él en la habitación, no se sentía tan sola.

– ¿Por qué me has traído aquí? -Quiso saber-. Y esta vez, dime la verdad.

– Lo que te dije antes ya era la verdad. Te he traído aquí porque me preocupo por ti. Durante estos dos últimos años, hemos llegado a ser amigos, y como la amistad es algo que no abunda, intento conservar los pocos que tengo. Quiero que te pongas bien, y egoístamente decidí traerte aquí para asegurarme de que eso ocurría. ¿He contestado tu pregunta?

Sí, pero con ello había despertado cien interrogantes más. Decía que era su amiga, y quizás esa fuera la única explicación lógica, porque podría haber colgado el teléfono durante el incendio, o haberse limitado a enviar le unas flores al hospital. Quizás debiera dejar de preguntarle por sus motivos y creerle.

– Gracias -dijo en voz baja.

– De nada. Ahora, cierra los ojos.

– ¿Qué?

– Ya me has oído -replicó, y sonrió-. Vamos, que ya sabes que puedes confiar en mí.

– Yo… -Cathy intentó verlo, pero fue un esfuerzo inútil-. De acuerdo.

¿Iba a encender la luz? ¿Querría mirarla sin que ella le viese a él?

Sintió movimiento en a habitación, su presencia junto a la cama.

– No los abras.

Sintió que apretaba su mano y algo suave y cálido en la mejilla.

– Que duermas bien, Cathy. Mañana volveré a verte.

Y se marchó. Cathy abrió lentamente los ojos y sin querer, se llevó la mano al lugar que él había besado. No había sido más que un gesto entre amigos. No podía ser nada más, pero aun así, sonrió al acomodarse sobre la almohada y cerró de nuevo los ojos para disfrutar del momento hasta que se durmió.


Stone se acercó a la ventana del despacho y contempló la oscuridad. La casa parecía un lugar más acogedor aquella noche, y sabía que la razón dormía ahora un piso más arriba, en el otro ala de la casa.

Cathy. Su presencia casi bastaba para ahuyentar a los fantasmas, a pesar de que ella, de alguna manera, lo era en sí misma.

No se parecía a Evelyn. Ni físicamente, ni en temperamento, ni siquiera en sus circunstancias personales, excepto que las dos habían crecido en el seno de familias que a duras penas llegaban a final de mes. Y sin embargo, eran tan parecidas…

Inspiró profundamente y se prometió a sí mismo que aquella vez sería diferente. Aquella vez, no cometería los mismos errores. Aquella vez, no perdería el control de lo que estaba ocurriendo. Podía ayudar a Cathy de un modo en que no había podido ayudar a Evelyn. De alguna manera, eso podría redimirle de los pecados del pasado. Quizás si esta vez lo hacía bien, el dolor se atenuaría.

Sin querer, casi sin darse cuenta, se rozó con los dedos las cicatrices de la mejilla izquierda.

En esta ocasión, no iba a dejarse llevar. No iba a permitir que sus sentimientos lo arrastraran. Le gustaba Cathy, y la amistad era un sentimiento seguro. Nada más le estaría permitido. Se aseguraría de que su relación no llegase a nada más.

Cuando estuviese curada tanto de sus heridas como en su interior, la dejaría marchar. Ella se iría más fuerte y quizás él pudiera quedar en paz.


Cathy se despertó temprano a la mañana siguiente, y se las arregló para ir al baño y volver, aunque tardó unos veinte minutos en hacerlo.

– Ojalá hubiese estudiado ballet o algo así -murmuró en voz baja al sentarse en el borde de la cama para recuperar el aliento-. O haber por lo menos leído las cien maneras de manejar unas muletas.

La agilidad y la gracia de movimientos le eran ajenas. Las muletas le hacían daño en los brazos y los hombros, y no se manejaba nada bien con ellas. Aun así, consiguió apoyarlas contra la pared entre la mesilla y el cabecero de la cama y se tumbó para levantar las piernas. El camisón se le subió, dejando al descubierto unos muslos pálidos y ligeramente gruesos. Llevaba toda la vida peleando con aquellos dichosos diez kilos que le sobraban. Y para colmo, tenía la sensación de que en los dos últimos meses, los diez kilos habían llegado a ser doce o catorce. Con toda aquella obligada inactividad, las cosas estaban empeorando.

El estómago le rugió. Genial. Encima, tenía hambre.

Cuando volviera a casa, se pondría a dieta inmediatamente. Incluso empezaría a hacer ejercicio. Nada complicado: sólo caminar.

Aquella promesa era tan vieja que se tapó con la ropa de la cama para apaciguar la sensación de derrota. Tantas oportunidades perdidas… ¿Cuántas veces se había jurado no comer una sola onza de chocolate más hasta que no perdiera algunos kilos? ¿Cuántas veces se había prometido ponerse en forma, para acabar después pasándose las horas muertas leyendo?

Una llamada a la puerta interrumpió su sesión de autocompasión. Qué alivio.

– Adelante -dijo.

Ula, el ama de llaves, abrió la puerta y entró.

– Buenos días -la saludó. Era una mujer pequeña, con el pelo gris recogido en un moño y ojos oscuros-. ¿Qué tal has dormido hoy?

– De maravilla. La pierna cada vez me molesta menos.

La mujer asintió y Cathy cambió de postura en la cama. No estaba segura de si la mujer era simplemente austera en sus maneras, o si no le gustaba su presencia allí. Quizás la considerase una cazafortunas, o un caso de caridad. La segunda posibilidad suscitó en ella una mueca de dolor, ya que en realidad, podía encajar con ella.

– No sabía bien qué le gustaría comer -dijo Ula, y la severidad de su expresión se suavizó-. Si me dijera qué clase de comida es la que más le gusta, estaría encantada de preparársela. El señor Ward no presta demasiada atención a la comida; a veces me da la impresión de que ni sabe lo que come.

Cathy recordó la silueta del cuerpo de Stone. Parecía delgado. Ula también lo era. Genial. Estaba en medio de un grupo de gacelas.

¿Que qué le apetecía comer? Chocolate. Unos tres kilos.

¡Basta!, se reprendió. Ya era hora de hacer algo de verdad, y aquella parecía la oportunidad perfecta. Durante los próximos días, no iba a poder prepararse su propia comida, y mucho menos ir a la compra, así que ¿por qué no empezar ya con el programa que quería poner en marcha al llegar a casa?

Carraspeó levemente.

– ¿Sería mucho pedir que preparase algo bajo en calorías? -sugirió, enrojeciendo-. Nada complicado. Pollo o pescado a la plancha, si no le supone mucho trabajo.

– En absoluto. Tengo varias recetas interesantes. ¿Quiere perder un poco de peso? -preguntó, tras una breve pausa. Cathy asintió.

– No hay problema -la mujer pareció dudar-. Sé que no es asunto mío, pero quizás podría preguntarle a la terapeuta si hay algún programa de ejercicio que pudiera hacer mientras se cura su pierna.

A Cathy no se le había ocurrido pensarlo.

– Qué idea tan buena. Lo haré. Gracias.

Ula esbozó una sonrisa.

– No sé lo que Stone le habrá dicho de mí -empezó, intentando tener valor para explicar. Hizo una pausa esperando que Ula dijese algo, pero no fue así-. Somos amigos. Le conozco hace dos años… no en persona, por supuesto. Sé que no sale mucho. Nos conocemos por teléfono. Él utiliza el servicio de contestador para el que yo trabajo, así que hablábamos casi todas las noches.

Carraspeó. No estaba segura de por qué se sentía en la obligación de darle explicaciones al ama de llaves, pero es que tenía la sensación de que no podría seguir estando allí si a Ula no le parecía bien. Una estupidez quizás, pero cierta.

– En fin, que estaba hablando por teléfono con Stone cuando se declaró un incendio en el edificio de la oficina, y Stone tuvo la amabilidad de preocuparse por mí cuando estaba en el hospital. Después me trajo aquí, y yo… yo no quiero causar molestias. Sólo somos… bueno, que no soy muy importante para él.

La expresión de Ula no cambió.

– Gracias por la explicación. No era necesaria, pero ha sido muy amable. El señor Ward me dijo que era amiga suya, y como tal, es bienvenida en su casa. Si hay algo más que pueda hacer por usted, no dude en llamarme.

Y dio la vuelta para salir, pero se detuvo en la puerta.

– Más tarde puedo pasarme con las recetas que tengo y podemos verlas para que me diga cuáles le interesan más.

No es que aquel comienzo fuese gran cosa, pero al menos era algo, así que Cathy sonrió.

– Me encantaría. Muchas gracias.

Y cuando el ama de llaves se marchó, Cathy no se sintió tan sola.

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