Capítulo 13

– La verdad es que cuando me lo dijo, yo creí que estaba de broma -confesó Cathy.

Ula levantó la mirada de la lista que estaba revisando.

– Cuando el señor Ward me habló por primera vez de la fiesta, sentí deseos de preguntarle si se encontraba bien.

Las dos sonrieron.

– Ahora es demasiado tarde para que cambie de opinión -dijo Cathy, señalando la lista de invitados que habían contestado a sus invitaciones.

– Nadie le ha visto desde hace años, y todos sienten una tremenda curiosidad -contestó Ula-. Y aparte está la cuestión de su nueva asistente. Desde que asistió a esa reunión hace dos semanas, todo el mundo quiere saber quién es. No se imagina cuánta gente me ha preguntado al llamar para aceptar la invitación.

Cathy bajó la cabeza, en parte por puro placer, y en parte por sus nervios. Se alegraba de que la reunión hubiese salido bien y de haber dejado en buen lugar a Stone y a sí misma, y aunque no le importaría volver a encontrarse con esas mismas personas, estaba segura de no ser capaz de recordar ni uno solo de sus nombres, y no tenía ni idea de cómo llenar esos pequeños huecos de charla. Aparte de Stone, no iba a conocer a nadie.

Puedes hacerlo, se dijo. Era su nuevo método. Cada vez que algo amenazaba con desbordarla, se recordaba lo lejos que había llegado. En los últimos cinco meses, su vida entera había cambiado, y no iba a dejarse acobardar por una fiesta.

Al volver a mirar la lista de invitados, suspiró.

– Con la cantidad de gente que va a venir a la fiesta, espero pasar desapercibida. Por cierto, ¿dónde vamos a meter a tanta gente?

Ula hizo un gesto con la mano.

– Lo he hecho ya montones de veces. Se dispondrán unas carpas en los jardines. El tiempo es perfecto para eso. Un servicio de aparcacoches se ocupará de los vehículos, y ya he contratado un restaurante para que se ocupe de la comida y el servicio. Y lo mejor es que ya no tiene que buscar traje.

Cathy sonrió. El vestido sin hombros color crema y oro que se había comprado estaba en el escaparate de la primera tienda a la que se acercó, y nada más probárselo, supo que estaba bien. Ni siquiera habían tenido que subirle el bajo.

– ¿Se ha comprado la máscara?

Cathy asintió.

– La recogí ayer, junto con la de Stone.

Mientras que la de él era grande para que le cubriera la mitad de la cara, la suya era una pequeñez de seda y lentejuelas que apenas le cubriría los ojos.

– No puedo creer que de verdad vaya a asistir a un baile de máscaras -comentó, riéndose.

– Pues imagínese cómo me siento yo -contestó Ula, y se levantó para volver a llenar de café la taza de ambas-. Durante tres años, esta casa ha estado cerrada como un mausoleo, y de pronto, el señor Ward se decide a dar una fiesta -su expresión se suavizó-. Como hacíamos antes.

– ¿Daban muchas fiestas Evelyn y él?

– Algunas. La recepción de su boda fue en el club de campo, pero en cuanto se vinieron a vivir aquí, la casa se transformó en un lugar abierto. Celebraban fiestas por Navidad y barbacoas en verano. A Evelyn no le gustaba demasiado lo de las fiestas, pero lo hacía por complacer al señor Ward. Habría hecho cualquier cosa por él.

– Lo quería mucho, ¿verdad?

Ula la miró y volvió a colocar la jarra de la cafetera en su sitio. La breve pausa le confirmó a Cathy que estaba midiendo con mucho cuidado sus palabras.

Comprendía bien su reticencia a hablar, porque no sólo no quería traicionar la confianza puesta en ella, sino que se sentía atrapada en medio de una situación nueva.

Cathy y Stone llevaban dos semanas siendo amantes. Tras aquella primera tarde, él le había pedido que se trasladase a su habitación, y ella había aceptado encantada, así que cada tarde, se retiraba a su dormitorio y hacían el amor, y cada noche, dormían juntos, sus cuerpos satisfechos y enredados.

Aunque Ula no conocía los detalles, era conocedora del cambio de circunstancias. No había hecho ningún comentario, aunque había dejado la ropa limpia de Cathy en uno de los cajones de la cómoda de Stone sin que nadie se lo sugiriera.

– No importa -dijo Cathy-. No pretendía ponerla en un aprieto. Esta situación es un poco confusa para todos.

Ula asintió.

– Sé que tiene preguntas; algunas no me importa contestarlas, pero otras tendrá que hacérselas al señor Ward. Y en cuanto a Evelyn, sí, lo quería. Lo había querido desde que eran niños. Él era todo lo que ella siempre había querido.

Cathy lamentó haber hecho la pregunta. No es que le sorprendiera la información, pero le resultó extraño oírla, seguramente porque no sabía cómo competir con el pasado de Stone. Porque en realidad era una competición, pero que ya había sido ganada por Evelyn.

– Las cosas habrían sido diferentes si hubieran tenido hijos -dijo Ula-. Los dos querían tenerlos, pero no tenían prisa. Después, ella falleció -el teléfono sonó-. Otro invitado que confirma la asistencia. Son los de última hora.

Cathy se quedó mirándola sin pestañear. La sangre se le había acelerado de tal modo que tuvo la sensación de que iba a desmayarse.

Niños. ¡Niños! Stone y ella no habían hablado ni una sola vez de utilizar métodos anticonceptivos.

Ni siquiera se le había pasado por la cabeza. Era virgen, y no tenía experiencia, y Stone llevaba años de soltería. Los dos estaban sanos, pero ¿qué habían hecho de su buena cabeza y de su responsabilidad como adultos?

No podía dar marcha atrás, pero sí podía mejorar el futuro. Concertaría una cita con el ginecólogo para que le recetara un anticonceptivo, y problema resuelto.


Stone se ajustó la máscara intentando convencerse de que lo estaba pasando bien, pero no lo consiguió. La verdad es que había dado la fiesta por Cathy, intentando que tuviese algo divertido que esperar, y para de mostrarle que no estaba completamente fuera del mundo, y puede que un poco para presumir. No había reparado en gastos.

Ninguna de las razones era de peso, y no estaba orgulloso de ellas, y al ver el tumulto de gente, incluso deseó no haberlo hecho. No quería tener a toda aquella gente en su jardín, ni quería tener que soportar sus miradas, y las preguntas que se suponía que no debía oír. Pero lo más difícil eran las palabras y las miradas de la gente que de verdad sentía algo por él. Loa amigos que habían intentado estar en contacto después del accidente. Los amigos que él había rechazado negándose a hablar con ellos por teléfono y a responder sus notas.

– ¿Stone?

Se dio la vuelta y vio a Meryl Windsor acercándose a él. A pesar de la máscara y la falda de vuelo de su vestido, la reconoció.

– Hola, Meryl -la saludó, estrechando su mano.

Ella lo besó en la mejilla.

– ¿Cómo demonios me has reconocido? Han pasado años, y estaba segura de llevar un disfraz infalible.

– Recordaba perfectamente tu voz.

– Demasiados años en un internado inglés. No podré dejar de pagar por ello ni en toda mi vida -suspiró dramáticamente y luego se echó a reír-. Ni siquiera mis profesores de inglés aprobaban mi sentido del humor.

– Yo lo he echado de menos -dijo, intentando ser amable, pero luego se dio cuenta de que de verdad era así.

Era una mujer alta y pelirroja que llevaba años felizmente casada. Su marido había sido un buen amigo suyo.

– ¿Cómo está Ben?

– Bien. Me ha pedido que le disculpe, pero por cuestiones de trabajo está en París.

– ¿Y cómo es que no lo has acompañado?

Meryl siempre viajaba con su marido.

– Es que los niños acaban de empezar el curso y no podía dejar pasar la oportunidad sin hacerles unas cuantas fotos -su sonrisa era descarada-. Pero por suerte para ti, llevo un bolso demasiado pequeño para poder camuflarlos dentro, porque si no, te habría torturado con ellos sin piedad. Soy una madraza.

– Lo recuerdo.

Meryl se acercó y pasó la mano por su brazo.

– Ay, Stone, cuánto te hemos echado de menos. Yo no me había rendido. Seguía enviándote postales en las vacaciones y llamando por teléfono para interesarme por ti.

– Me lo ha dicho Ula.

La carpa era grande, con una pequeña barra de bar en un rincón, junto a una plataforma de madera para bailar. Unas mesas redondas en las que había sentada un montón de gente rellenaban el resto del espacio y Meryl le llevó despacio hacia la salida de la tienda.

– Stone, ¿por qué insistes en hacerte el mártir? Nadie te culpa por lo que ocurrió. Estoy segura de que ni siquiera Evelyn.

Meryl había sido siempre una persona franca y directa, pero que no conocía todos los hechos. Ojalá no fuese así. Ojalá pudiera creerla.

– ¿Sigues colaborando con organizaciones humanitarias? -le preguntó.

– Un cambio de tema no demasiado sutil -protestó, pero aun así le habló de los esfuerzos que estaba haciendo para recaudar dinero para el hospital infantil.

Al principio escuchó sus palabras, pero después algo llamó su atención. Miró hacia la puerta y vio que Cathy había entrado en la carpa. Estaba rodeada por un grupo de admiradores, y le costó trabajo asimilar que una mujer tan increíblemente hermosa formase parte de su vida.

La luz intensa iluminaba sus cabellos y realzaba el tono rojizo, y el vestido sin hombros hacía que su piel pareciese de satén. La pequeña máscara escondía sólo sus enormes ojos verdes. Era una imagen maravillosa, y tan intenso fue el deseo que lo sobrecogió.

– Hay que ver, Stone; ni siquiera finges escucharme -protestó Meryl con un suspiro-. Por lo menos Ben disimula mejor.

– Lo siento -se disculpó-. Estaba…

– Sé exactamente lo que estabas haciendo -Meryl hizo un gesto con la cabeza hacia Cathy-. ¿Quién es? ¿Por fin te has decidido a dejar atrás el pasado?

– Es… -no sabía bien cómo explicarlo. Cathy era una amiga, alguien que trabajaba para él, y también un proyecto, una forma de compensar lo que había hecho en el pasado-. Es mi asistente -dijo al fin.

– Ah, la mujer misteriosa. He oído hablar de ella -y le dio una palmada en el brazo-. Exijo que me la presentes, así que en cuanto Ben vuelva de París, quiero que los dos vengáis a cenar con nosotros.

Stone murmuró algo ininteligible que Meryl tomó como un sí, aunque no era lo que él pretendía. No iba a ir a ningún sitio con Cathy. La fiesta era un caso especial en el que la máscara le ofrecía protección. Pero en casa de Meryl las cosas serían distintas. Luces brillantes y niños que se asustarían. No, no iba a ir a verlos, pero tampoco quería estropearle la noche diciéndoselo.

Cuando un atractivo joven vestido de torero reclamó a Meryl para bailar, Stone se retiró a un rincón tranquilo desde el que poder observar la fiesta. Cathy no dejaba de mirarlo, pero le había hecho varios gestos de que siguiera circulando y disfrutando de la fiesta.

Para él era un placer observarla. Disfrutaba con ver cómo los jóvenes flirteaban con ella porque sabía que no tenían nada que hacer, algo innoble e injusto, ya que no pretendía una permanencia emocional con ella.

Pero por aquella noche podía disfrutar con la imagen de otros hombres físicamente perfectos que intentaban capturar su atención, cuando aún llevaba su huella sobre la piel, renovada apenas un par de horas antes de la fiesta.

Estaba jugando a un juego peligroso y lo sabía. Le estaba siendo difícil mantener la distancia, y era consciente de que tendría que cambiar. Tendría que aprender a retirarse, porque había ido perdiendo perspectiva. Todo aquello era por su esposa, y sin embargo y sin que pudiera explicárselo, había llegado a ser por sí mismo también.


Cathy se movía por la fiesta con un desparpajo que no sentía. Cada vez que intentaba acercarse a Stone, él se alejaba para que pudiera disfrutar de la fiesta. Como si estar con él le impidiera divertirse. ¿Pero es que todavía no se había dado cuenta de que estar con él era toda la diversión a la que aspiraba? ¿Cómo alguien tan brillante en los negocios podía ser tan obtuso con las mujeres?

Dejó el vaso de agua que se estaba tomando y se encaminó hacia la salida. Al final de un camino iluminado se llegaba al lavabo de señoras, al que entró para revisar su maquillaje. Era una estancia enorme, con una zona de descanso y dos cuartos de baño independientes. Se tocó el pelo y abrió el pequeño bolso para sacar el lápiz de labios. La puerta se abrió y entraron dos mujeres. Sus disfraces eran muy elaborados, obviamente alquilados en algún lugar de postín. Las dos eran altas, delgadas y muy guapas, y seis meses antes, Cathy habría desaparecido inmediatamente, pero en aquel momento se enfrentó a sus miradas en el espejo con una sonrisa.

– ¿Está ocupado el lavabo?

– No, no. Están vacíos.

Cathy volvió su atención a la barra de labios. El color era un coral algo oscuro que al principio no le había gustado demasiado, y había sido la insistencia de la chica de la perfumería la que…

– Está tan guapo como siempre -dijo una de las mujeres con la voz ligeramente ahogada por la puerta-. Con esa máscara y la capa, parece el protagonista de El fantasma de la ópera.

Cathy miró por encima del hombro. Ambas mujeres estaban usando el lavabo, y al parecer se habían olvidado de que no estaban solas, o les importaba poco no estarlo. En cualquier caso, como estaban hablando de Stone, se sintió con derecho a escuchar.

– Una figura trágica -dijo la otra-. Es una pena que se retirara de esa manera tras la muerte de su mujer.

– ¿Cómo era ella?

– No te creas, que no era nuestro tipo.

– ¿Ah, no?

– No. Muy corriente. Al parecer llevaban años siendo amigos y de pronto, un buen día, se casaron.

– Qué romántico, ¿no?

– De eso nada. Los padres de él insistían en que se casase con una mujer de su círculo, y al parecer él no estaba dispuesto a aceptarlo, así que se casó con Evelyn.

– Ah, eso, Evelyn. No me acordaba de su nombre. Nos vimos unas cuantas veces. Parecía muy dulce, pero nada atractiva. De todas formas, no congeniamos demasiado. No sabía que no era de buena familia.

– Y eso no es lo peor. Ella lo adoraba, mientras que él…

El ruido del agua al caer ahogó las palabras que siguieron y Cathy casi gritó de frustración, pero el agua le recordó que no iba a seguir sola mucho tiempo, y quitándose una horquilla del pelo, se concentró en arreglar aquel desastre menor para disimular.

Las mujeres salieron juntas y parecieron dudar un poco al verla, pero Cathy se hizo a un lado para hacerles hueco y les ofreció una sonrisa distraída.

La rubia comenzó a lavarse las manos.

– Él no la quería -dijo en voz baja-. Nunca pasó de ser su amiga. Yo creo que para él era una especie de proyecto… ya sabes, una forma de ayudarla a mejorar. Él sabía que ella lo quería, claro, pero eso sólo sirvió para que la compadeciera.

Cathy casi se atravesó el cuero cabelludo con la horquilla. No sabía qué pensar. Aquella mujer no podía estar diciendo la verdad. Stone había querido a Evelyn; es más, su duelo por ella duraba ya años.

– Entonces, ¿por qué se apartó de todo? -preguntó la otra mujer-. Esta es la primera fiesta que da desde hace años, y nadie le ha visto en ninguna parte desde el accidente.

– No es por ella, sino por las cicatrices. No olvides que él también estaba en el accidente. Qué propio de un hombre esconderse así cuando muchas mujeres encontrarían muy sexy algo así. Ahora, claro, si eres mujer y tienes el más mínimo agujero en la cara, los hombres salen corriendo como alma que lleva el diablo.

Las dos salieron el baño riéndose, y Cathy se quedó mirando la puerta sin saber qué pensar. No podían hablar de Stone… aunque sabía muy bien que era así. Pero él quería a Evelyn. Ella era todo su mundo. Eso era lo que él le había dicho.

Terminó de arreglarse el pelo y se sentó en una de las sillas que había frente al espejo. La cabeza le daba vueltas. ¿Sería verdad todo aquello?

Un proyecto, había dicho la rubia. Alguien por quien sentía lástima. Alguien a quien podía ayudar.

La sangre se le heló en las venas. No podía ser cierto, y aunque lo fuera, ella no era Evelyn. Pero el paralelismo estaba demasiado claro. Ella también era corriente, pobre y estaba sola en el mundo.

– Dios, que no sea así -susurró.

Un grupo de mujeres entraron en el lavabo y la miraron con extrañeza. Cathy se puso de pie y salió. Tenía que escapar y pasear un rato por el jardín hasta que la cabeza se le aclarara y pudiera volver a pensar. Tenía la sensación de que el mundo entero se tambaleaba y que ella era incapaz de mantener el equilibrio. Cualquier cosa menos lástima, pensó. Podría soportarlo todo menos eso.

Salió al recibidor y al jardín. Retazos de música se escapaban de la carpa y estaba a punto de escabullirse cuando oyó que alguien la llamaba.

Eric, uno de los hombres de la oficina de Stone, se acercaba sonriendo.

– Están tocando un vals, Cathy. ¿Quieres bailar?

Pero antes de que pudiera encontrar una forma educada de decirle que no, sintió más que oyó acercarse a Stone.

– Me temo que la señorita me tenía prometido este baile -dijo, tomando su mano, y Cathy sonrió a Eric a modo de disculpa.

– Te he estado observando -dijo cuando entraron en la carpa-. Temía que no te encontrases bien.

– Estoy bien. Es que tenía un pequeño problema con el pelo.

– El pelo y tú estáis preciosos esta noche -murmuró al tomarla en los brazos.

La música era preciosa y fácil de seguir. Había más parejas bailando y Cathy intentó dedicarse a contemplar sus disfraces, a absorber aquella maravillosa escena, lo que fuera con tal de evitar pensar en lo que acababa de saber, porque no tenía sentido hablar con Stone en aquel momento. Más tarde, cuando estuvieran solos, buscaría la verdad.

Pero ni siquiera el placer de estar en sus brazos era suficiente para dejar de pensar. ¿Hasta qué punto sería cierto lo que había oído? ¿Sería ella otro proyecto para él? Se recordó que eran amantes, y que al menos deseaba tenerla en la cama. No podía fingirse esa clase de pasión. ¿Sería bastante? No tenía respuesta para esa pregunta, pero tuvo la sensación de que iba a tener que bastar. Igual que la de Evelyn, su historia no iba a tener un final feliz.

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