Las cicatrices estaban en su mejilla izquierda. Cathy tuvo la impresión de ver unas líneas gruesas y rojas que quebrantaban su piel desde el pómulo a la mejilla antes de que Stone se las cubriese con la mano al mismo tiempo que se daba a vuelta.
Cathy se quedó sin respiración. No por que su desfiguración fuese mayor de lo que se había imaginado, sino porque su perfil desde el lado derecho era increíblemente atractivo.
Tenía el pelo oscuro y un poco largo, la nariz recta, la boca bien formada y los ojos de un tono de azul grisáceo muy poco corriente. Podría haber sido modelo, o galán de película. Era alto y delgado. Ula le había comentado que no comía demasiado, así que su delgadez no le sorprendió demasiado.
Sabía que debía decir algo, y eso le hizo enrojecer. Quería mostrarle su nuevo corte de pelo y su maquillaje, pero ¿para qué? Aun con las cicatrices, era un hombre increíblemente atractivo. Atractivo e increíblemente rico. ¿Qué iba a ver en alguien tan insignificante como ella?
El estruendo de su sueño al romperse fue tan audible como el romper de las olas contra el acantilado. Se sentía ridícula. Durante todo aquel tiempo, había creído significar algo para él, cuando en realidad había sido sólo amable con ella. Debía despreciarla.
– Son malas, ¿eh? -dijo él-. Te he dejado muda. No debería sorprenderme.
Primero pensó que estaba enfadado, pero luego se dio cuenta de que estaba tan azorado como ella, aunque por diferentes razones. Y en lugar de huir, su dolor le importó más que el propio y, cuadrando los hombros, se acercó a él.
– Son sólo cicatrices, Stone, y si quieres que te sea sincera, creía que eran mucho peores.
Se dio la vuelta hacia ella pero no completa, como si quisiera ocultarle aquel lado de la cara. Cathy suspiró y su corazón voló a su lado.
– ¿Peores? ¿Me creías el hombre elefante, o algo así?
– Eso no es nada comparado con dónde había llegado mi imaginación -se detuvo delante de su mesa-. No quería molestarte., Stone. Es que he entrado aquí sin pensar. Si quieres que me vaya, dímelo.
Stone la miró a hurtadillas. No sabía lo que quería. Ahora que Cathy estaba allí, no quería que se marchase. Pero tampoco quería que lo viera. Pero desgraciadamente, era demasiado tarde ya para eso.
– ¿Por qué has venido a verme? -preguntó, como si la razón fuese significativa.
Cathy se mordió un labio.
– Te va a parecer una estupidez, pero me he cortado el pelo y quería que lo vieras.
Y agachó la cabeza como si esperase castigo por su confesión. Eran una pareja lastimosa. Por lo menos quizás pudieran curarse las heridas el uno al otro.
– Quédate, por favor.
Cathy levantó la cabeza.
– Sólo si estás dispuesto a mirarme.
Sabía bien a qué se refería. A veces, mirar a alguien era lo más duro que había hecho en su vida. La brillante luz de la tarde no ofrecía sombra alguna en la que protegerse. Además, no habría tenido sentido intentarlo. La intención de Cathy estaba clara.
Se acercó a su mesa y tomó asiento, al tiempo que la invitaba a hacer lo mismo.
Cathy hizo lo que le pidió y se miraron el uno al otro. Cathy fue la primera en sonreír.
– Estoy muy nerviosa. ¿Y si no te gusta mi corte de pelo?
Su comentario, tan inesperado, rompió la tensión entre ellos y Stone se recostó en su silla.
– Pues estarías metida en un buen lío. Entonces miró con atención su pelo. Era distinto a lo que había visto en el hospital. Recordaba mechones castaños y lisos. Durante las sesiones de terapia, la melena se le partía a la mitad y caía hacia delante, tapándole la cara. Pero aquel estilo dejaba su rostro bien al descubierto, y las capas brillaban en un castaño intenso con reflejos rojizos.
Sólo había visto sus ojos en las sombras, pero no se había imaginado que eran verdes, no tan grandes, ni tan bonitos. Su piel era preciosa. Y había algo más distinto. Algo…
– Estás más delgada. ¿Has perdido peso? La sonrisa que le ofreció fue como si acabase de regalarle la mitad de las acciones de su empresa.
– Sí -contestó.
Stone recordó la obsesión de Evelyn por perder cinco kilos. Para él estaba bien, pero al parecer, Evelyn no había sido la única con ese problema.
– ¿Te alimentas bien? Las mujeres se obsesionan con el peso. Nunca lo he entendido.
Cathy se dibujó una cruz sobre el corazón.
– Te prometo que como un montón.
– Ya.
No sabía qué decir.
– Me gusta -dijo, concentrándose en su corte de pelo-. El color es muy bonito. Te realza los ojos. Estás muy guapa.
Y Cathy enrojeció, pero no por temor. Su cumplido la había complacido.
Stone sintió de pronto algo desconocido. Una necesidad que no habría podido definir. Quería… ¿qué? ¿Decir algo adecuado? ¿Ofrecerle un…
Tocarla.
Quería tocar su pelo y saber si era tan suave como parecía. Quería tocar sus mejillas, su cuello. Quería abrazarla y probar su boca mientras acariciaba la curva de sus caderas. Era tan increíblemente femenina e irradiaba tanta vitalidad… y él la deseaba.
El fuego lo sorprendió en su intensidad. En aquel mismo instante, habría podido poseerla, y en silencio se maldijo. Hacía tanto tiempo que no tenía una reacción de esa naturaleza que había empezado a pensar que esa parte de su cuerpo estaba muerta. Pero no, todo funcionaba a la perfección. El dolor era casi insoportable.
Tenía que mantener la calma. No quería delatar su condición. Su deseo la horrorizaría; le parecería un animal.
Cathy levantó la cara y lo miró.
– Quería preguntarte por el accidente, pero he pensado que quizás te molestase.
Casi se olvidaba de las cicatrices, de que era la primera vez que lo veía.
– ¿Qué te ha contado Ula?
– No mucho -admitió-. Sé que tuvisteis un accidente de coche -no sabía muy bien hasta dónde debía llegar-. Sé que tu mujer murió y que tú saliste herido.
Su mujer. Aún le costaba pensar en Evelyn como su esposa. Para él, siempre sería su mejor amiga, su conciencia, su tabla de salvación. Cuando seguía sus consejos, las cosas le iban bien. Si los ignoraba, pagaba su precio. Incluso al final.
El dolor era un compañero ya familiar para él. Sabía que nunca dejaría de acompañarle. Nunca podría dejar de lamentarlo. Jamás pagaría por los pecados cometidos, aunque no por ello dejase de intentarlo.
– Habíamos estado en una fiesta -dijo-. Yo había bebido demasiado, así que conducía ella. Chocamos.
Lo recordaba todo a la perfección. Las palabras duras, las acusaciones, su pregunta… ¿por qué?
– Se salió de la carretera -continuó, pero aquella historia no tenía sentido para él. Simplemente repetía lo que la policía le había dicho-. No saben si hubo otro coche implicado en el accidente y que se dio a la fuga, o si bien fue Evelyn quien perdió el control.
– ¿Llovía?
– La noche estaba clara, pero era tarde.
Aunque no cabía la posibilidad de que Evelyn se hubiera quedado dormida. Estaban en plena discusión cuando se estrellaron. Eso lo sabía con toda seguridad. No habían solucionado nada. Evelyn, quizás la única persona a la que había querido, había muerto creyéndole un cerdo. Y lo malo es que tenía razón.
– Lo siento -dijo Cathy-. No debería haberte preguntado.
Él hizo un gesto que le quitó importancia a lo dicho.
– No pasa nada. El accidente ocurrió hace ya mucho tiempo, y no me importa hablar de él.
Otra mentira. Otra compañía habitual para él. Al menos aquella conversación había surtido el efecto deseado: la necesidad se había adormecido, junto con su manifestación física. Quizás ni siquiera había ocurrido.
El teléfono que había sobre su mesa sonó, y Cathy se puso en pie.
– Te dejo que atiendas la llamada -dijo, y salió de la habitación.
Stone atendió la llamada y después se quedó sentado en el despacho sin saber qué hacer. Cathy había visto su cara y no parecía repugnarle. Quizás pudiesen pasar más tiempo juntos.
El placer que experimentó ante aquella posibilidad no tenía nada que ver con el deseo. Era algo más seguro. Sólo le interesaba como amiga… como alguien a quien ayudar a rehacer su vida. Nada más.
Se levantó para acercarse a la ventana. El jardín estaba precioso aquella tarde de primavera. Los bancales estaban floridos y sus brillantes colores contrastaban con el verde del césped y de las hojas de los árboles. Aquella casa parecía haber sido construida para enseñarla. A él no le había entusiasmado en demasía, pero a Evelyn le había encantado. La enorme mansión era completamente distinta a la caravana en la que ella había crecido.
Le habría dado la luna, de haber podido alcanzarla, ya que no había sido capaz de darle lo que ella quería de él. Había intentado ser un buen marido. Pasar tiempo con ella era fácil. Al fin y al cabo, se trataba de su mejor amiga. Pero eso no era suficiente. Era algo que no podía compensar el hecho de que él nunca la hubiera deseado del modo en que un marido debe desear a su mujer.
Cerró los ojos, pero era ya demasiado tarde para contener los recuerdos, que anegaron su cabeza tan inexorables como la marea. Recuerdos de su infancia juntos, de cómo estudiaban juntos los exámenes, primero en el colegio, después en la universidad. Sonrió débilmente al recordar lo mal que había asimilado que sus calificaciones fueran algo mejores que las de él.
Su sonrisa se desvaneció. Quizás el error había estado en no seguir los designios de sus padres. Un par de años después de graduarse en la universidad y de unirse a la empresa de la familia, sus padres le eligieron una esposa. Alguien adecuado, al menos en su opinión. Y él se había rebelado. Su única rebelión en una existencia cómoda y pacífica. Él quería casarse por amor, con alguien a quien pudiera respetar. Y en un impulso, se lo propuso a Evelyn.
Y en cuanto ella le dio el sí, lo supo. La verdad, escondida cuidadosamente hasta aquel momento, había iluminado sus ojos hasta conferirles una luz cegadora. No se había dado cuenta de cuándo se había enamorado de él, de cuándo los lazos de su amistad se habían transformado para ella en algo más. Y también en aquel instante, supo que el matrimonio iba a ser un error, pero era ya demasiado tarde. No habría herido a Evelyn por nada del mundo.
Y en lugar de herirla, la había matado.
El dolor empezó en los ojos y siguió por toda su cabeza. No había causa física que lo explicase. Sólo culpabilidad. Él no conducía, por supuesto, ni había sido la causa directa del accidente, pero todo eso no había hecho sino empeorar las cosas, porque su comportamiento había sido aún peor: la había traicionado.
– No -murmuró en voz alta, pero era ya demasiado tarde.
Se vio a sí mismo y a Evelyn el día de la boda. La felicidad de Evelyn le había rodeado con un halo casi visible. Aquella noche, sintió por primera vez su cuerpo bajo el suyo. Evelyn era dulce y bonita, con las curvas en su sitio justo, pero él nunca la había deseado. La primera vez había sido difícil, y después no había conseguido mejorar. Hacían el amor… lo suficiente, según él, pero en eso también se había equivocado, porque ella había percibido su desinterés y con el paso del tiempo, había acabado con la confianza en sí misma. Mientras ella hablaba de tener hijos, él intentaba encontrar la forma de decirle que aquello no iba a durar. No podía darle lo que ella se merecía. Pero dejarla ir significaba perder a su mejor amiga, y no podía imaginarse la vida sin ella.
Todo había quedado destruido aquella noche. Aquella maldita noche. Apretó los puños. Había bebido demasiado… no era una excusa, por supuesto, pero era todo lo que tenía.
Recordaba estar de pie en un rincón durante la fiesta. La esposa de uno de sus clientes se había acercado a él. La mujer, de la cual ni siquiera recordaba el nombre, era muy atractiva y evidentemente estaba interesada en él. Stone había sentido que sus hormonas reaccionaban como respuesta.
Sabía que era un error, una estupidez, una bajeza, pero se dejó llevar a una habitación contigua y cuando ella lo besó, él le devolvió el beso.
Lo único que había deseado en aquel momento era sentir un fogonazo de pasión. No. tenía intención de acostarse con aquella mujer, porque por mal que hubieran estado las cosas con Evelyn, no quería hacerle algo así. El beso no había sido memorable, pero sí había bastado para que se diera cuenta de que ya era hora de poner en claro sus sentimientos. Estaba engañando a su mejor amiga, y ella se merecía algo mejor, alguien mejor que él.
Había puesto las manos en los hombros de aquella mujer con la intención de separarla, y fue entonces cuando lo oyó. La exclamación de sorpresa. Luego vio a Evelyn de pie en la puerta, mirándolo.
Estaba tan bonita aquella noche… Llevaba su pelo rubio recogido en un moño y un vestido negro sin mangas que dibujaba todas sus curvas. Curvas que él no era capaz de desear. Ella lo había mirado como si lo viera por primera vez, y quizás fuese así. Jamás la había traicionado antes, excepto la vez en que le pidió en matrimonio quizás.
Aquel momento la destruyó. Ahora lo sabía. De no haber estado discutiendo de vuelta a casa, no habrían sufrido el accidente.
– Evelyn -dijo en voz alta-. Lo siento. Pero la disculpa se desvaneció en el silencio de la habitación. Era demasiado tarde para eso. Evelyn había muerto y ni todas las disculpas del mundo conseguirían traerla de nuevo a la vida.
– El señor Ward me ha pedido que le pregunte si le gustaría cenar con él hoy -dijo Ula.
Cathy levantó la mirada del libro que estaba leyendo, en la biblioteca del primer piso, y durante un segundo se quedó muda, simplemente absorbiendo las palabras del ama de llaves.
– ¿Que Stone quiere cenar conmigo? -graznó.
Ula sonrió.
– Eso es lo que ha dicho. A las siete, si le va bien.
¿Si le iba bien? Ni que tuviese la agenda a reventar.
– Por supuesto. Perfecto.
– Se lo diré. A las siete. En el comedor. Ula se marchó con la misma discreción con la que había entrado y Cathy se quedó mirando el lugar que ocupara antes.
– Cenar. Con Stone -musitó. Dejó el libro sobre la mesa que había junto al sillón de piel y se levantó. ¡Iban a cenar juntos, como si tuvieran una cita de verdad!
– No empieces -se advirtió-. Sólo está siendo amable. No es una cita.
Sabía que no lo era, pero dado que su experiencia en esas cosas era bastante precaria y se limitaba sólo a lo que había visto en la televisión y leído en los libros, no pasaría nada si fingía que lo era. Siempre que él no lo supiera…
Miró el reloj. Eran casi las seis, y tenía que ducharse y vestirse. ¿Y qué se iba a poner? Un empleado de Stone había ido a su casa y le había traído la mayor parte de su ropa, pero no tenía nada que pudiera encajar para una cena con un millonario. Tenía su vestido verde, se dijo mientras subía las escaleras. Pero le quedaba un poco justo y le tiraba en la cintura y en el trasero.
– Estaremos sentados -murmuró-. Con un poco de suerte, no se dará ni cuenta.
Sacó el vestido del armario y lo miró, sabiendo que la única alternativa era una falda y una blusa que ya estaban pasadas de moda cuando se las compró.
Con un suspiro, se quitó la camiseta y los vaqueros nuevos para probarse el vestido.
Al acercarse al espejo, tiró de la tela en la cintura. Fue una tremenda sorpresa comprobar que le quedaba suelta. Inspiró profundamente. Su tórax se expandió, pero el cuerpo del vestido no se resintió por ello. Con cuidado, casi negándose a creer, se dio la vuelta y contempló su perfil. El vestido le caía perfectamente por las caderas y las nalgas. No había tiranteces ni pliegues.
– ¡Genial! -exclamó, sonriéndose en el espejo.
La comida ligera y el ejercicio habían merecido la pena.
– Señor Ward, allá voy.
Una hora más tarde, Cathy entraba en el comedor. Ula había dispuesto una gran mesa con dos servicios. El cristal y la plata brillaban. Había encendido varias velas, pero aparte de eso, había poca iluminación.
Durante un segundo, Cathy se dejó creer que aquella era la cena romántica con la que había soñado en la ducha: Puede que Stone se hubiese enamorado de su transformación y…
«¿Dónde vas?» se preguntó. «Hay poca luz porque Stone teme mostrar sus cicatrices. Eso es todo».
– Buenas noches.
Se volvió hacia la voz que provenía de la entrada al comedor. Había dejado a un lado sus vaqueros y la camisa informal por unos pantalones de pinzas y una camisa de vestir. Menos mal que se le había ocurrido ponerse aquel vestido, y menos mal que le quedaba bien.
– Hola -contestó, y el estómago se le llenó de mariposas.
Stone se acercó a la mesa y separó una de las sillas, y Cathy tardó un segundo en darse cuenta de que era para ella. Tragó saliva con dificultad. Había visto a los hombres hacer esas cosas en las películas, pero no en la vida real.
Cuando le sirvió una copa de vino blanco, no sabía si gritar de alegría o desmayarse en silencio. Ninguna de las dos opciones le hacía gracia, así que hizo lo mismo que Stone y alzó su copa.
– Por la amistad -dijo él.
– Por la amistad -contestó ella, y tomó un sorbo. El vino era suave y fresco, y le gustaba el picorcillo que le producía en la lengua. Había tomado vino en otras ocasiones, pero seguro que el envasado en cartón que traían a las celebraciones de cumpleaños en la oficina no tenía nada que ver con aquel.
Ula trajo el primer plato, una ensalada verde con una mezcla de vegetales. Cathy ya se había acostumbrado al sabor de la comida baja en calorías que le preparaba el ama de llaves y, sonriéndola, tomó el tenedor.
Mientras masticaba, miró a su alrededor. La enorme habitación estaba iluminada sólo por dos candelabros, pero pudo ver una mesa de bufé en la pared frente a ella y un armario para la vajilla en la otra. A sus pies, una alfombra oriental que debía costar más de lo que ella había ganado en los tres últimos años.
– Pareces muy seria -dijo Stone-. ¿Quieres compartir tus pensamientos?
– Es que estoy algo fuera de mi elemento aquí -confesó-. A veces tengo la sensación de estar en uno de esos tornados de la televisión o algo así. Yo soy sólo Cathy Eldridge, de North Hollywood. ¿Qué demonios hago yo en tu mundo?
– Recuperarte del accidente.
Stone la había acomodado a su derecha para que no pudiera ver sus cicatrices. Saber que estaban allí no era distracción lo suficientemente fuerte. Su atractivo era mucho más poderoso.
– Este no es mi sitio.
– Por supuesto que sí. Eres mi invitada.
– No es tan sencillo. Sigo sin comprender por qué haces esto. ¿Por qué no estás enfadado conmigo? -Tomó un sorbo de vino con la esperanza de que el alcohol le diese valor-. Te he mentido.
– Ya hemos hablado de ello, y te he dicho que no me importa -se acercó a ella-. Lo digo de verdad Cathy. Lo comprendo bien, quizás mejor que otras personas. ¿Acaso crees que yo no he deseado poder esconderme tras una máscara? En cierto modo, incluso es algo que hago todos los días. Esta casa es mi refugio, pero también mi prisión.
– No tiene que ser así. Sí, tienes cicatrices, pero no son tan terribles. Es verdad que yo esperaba que fuesen mucho peores. Ojalá no te encerrases aquí de este modo. No es saludable.
– En cambio, esta ensalada sí -dijo, y apartó un champiñón.
– Estás intentando cambiar de tema.
– Es más que un intento. No te preocupes por nada -le dijo-. Limítate a aceptar que estás aquí. Yo estoy encantado de haber podido ayudar.
– Y vaya si lo has hecho. Te has portado maravillosamente bien conmigo.
Debió notar algo extraño en su voz porque se la quedó mirando.
– No. No me pongas cualidades que no tengo. La razón por la que me escondo es porque soy casi una alimaña.
– No digas eso. Es mentira. Eres un hombre amable, generoso y…
Stone cubrió su mano con la suya, pero el gesto no era romántico, ni siquiera amistoso, sino que lo hizo a modo de advertencia.
– Soy muchas cosas, pero ni amable ni generoso. Esto que llevo aquí no son sólo cicatrices -añadió, señalándose la cara-, no lo olvides. Puedo ser peligroso, y si no lo tienes presente, estarás corriendo un gran riesgo.