Capítulo 2

Stone necesitó varios segundos para darse cuenta de qué estaba ocurriendo. La línea se había interrumpido y no tenía modo de saber qué le había pasado a Cathy.

El nudo que tenía en el estómago creció, al igual que su pánico y marcó con furia el número de su oficina, aunque en cuanto escuchó la llamada, supo que sería una pérdida de tiempo. Algo le había ocurrido a Cathy. Lo sentía con tanta seguridad como sentía el latido acelerado de su corazón. Aunque estuviese bien aún, no iba a perder el tiempo y la respiración en contestar al teléfono.

Colgó y salió de su despacho. Sólo podía hacer una cosa, y era ir en persona. Tenía que subirse al coche e ir hasta allí para cerciorarse de que estaba bien.

Salió de su despacho que quedaba en la parte trasera de la segunda planta, bajó la escalera y entró en la cocina. Ula, su ama de llaves, una agradable mujer de cincuenta y tantos años, lo miró sorprendida. Aunque era tarde, parecía tan despierta y descansada como a primera hora de la mañana.

– Señor Ward, qué sorpresa -sus ojillos se arrugaron, pero no sonrió-. No me diga que tiene hambre, porque apenas hace un par de días que conseguí convencerle de que comiera algo. Suele hacerme esperar más antes de aceptar otro poquito.

En condiciones normales, aquella broma le habría hecho sonreír, y le habría contestado que sí, que él no comía mucho, pero que ella tampoco dormía demasiado. Pero aquella noche, la situación era otra.

– Voy a salir -dijo.

– ¿Ahora? ¿Solo?

Comprendía su preocupación, porque normalmente utilizaba la limusina y a uno de sus chóferes, pero no podía esperar.

– Me llevo el BMW. No se preocupe, que no me va a pasar nada.

Y nada le iba a pasar. Muchas más noches de las que Ula sospechaba, se subía al coche y conducía hasta casi el amanecer. Era una vida extraña la suya. Aunque no tenía los poderes sobrenaturales, comprendía bien el temor que la luz del día inspiraba a los vampiros. La única diferencia era que él no quedaría reducido a polvo, sino que simplemente horrorizaría a quienes tuviesen la desgracia de verlo.

– No me espere levantada -le dijo, al tiempo que recogía las llaves que colgaban de una pequeña percha junto a la puerta.

Salió al garaje y, en cuestión de minutos, tomaba dirección este por aquella serpenteante carretera. Veinte minutos más tarde, estaba en la autopista en dirección norte, hacia el valle.

Era bastante más de la media noche y no había mucho tráfico. El BMW devoraba kilómetros mientras él se devoraba a sí mismo con preguntas: ¿qué habría ocurrido? ¿Estaría bien Cathy?

El servicio de contestador estaba en Ventura Boulevard. Al llegar al comienzo de la calle, vio que los coches de bomberos ocupaban los dos carriles, sus luces rojas brillando en la oscuridad. Vio también varios vehículos de emergencia, incluyendo policía y ambulancias. A pesar de la hora de la madrugada, se había congregado en torno al incendio bastante gente. Stone paró el coche tan cerca como pudo, se bajó y echó a andar.

El edificio se veía muy dañado a la luz de las farolas. El humo seguía saliendo por las ventanas, las mangueras estaban extendidas por la acera y el agua que salía por la puerta principal, desaparecía después por la alcantarilla. Varios agentes de policía contenían a los espectadores.

Stone se abrió paso entre la gente. Menos mal que era de noche y que todo el mundo miraba hacia el edificio. Todo olía a humo, madera abrasada, plástico y otros materiales que no pudo identificar. El miedo seguía dentro de él. Tenía que saber algo de Cathy.

Cuando consiguió llegar a la primera línea de los curiosos, encontró a un joven oficial de policía mirando también hacia el edificio y le llamó dándole unos golpecitos en el hombro.

– Disculpe -le dijo-. Estoy intentando averiguar algo sobre una amiga mía que trabaja en este edificio.

– Si no es usted familiar, no podemos darle ninguna información -contestó el oficial sin mirarlo.

– Comprendo. No necesito que me dé detalles; es que estoy muy preocupado, porque estaba hablando por teléfono con Cathy Eldrige, mi amiga, que trabaja en un servicio de contestador de este edificio, cuando se disparó la alarma. Me quedé en línea con ella mientras llamaba a los bomberos, pero de pronto la llamada se cortó. Querría asegurarme de que está bien.

El policía se volvió hacia él. Era bastante joven, aún no debía haber cumplido los treinta, y lo miró un instante a la cara antes de hablar.

– Dos guardias de seguridad y una mujer han sido trasladados al hospital. Es todo lo que le puedo decir.

– ¿No ha muerto nadie?

– No que yo sepa.

Stone sintió que se desprendía de parte de la tensión. No estaba muerta, pero sí herida. Pensó en hacerle más preguntas, pero seguramente no obtendría más información del policía. En cualquier caso, ya encontraría la forma de saber lo que necesitaba saber.

Casi había vuelto a salir de entre la gente cuando alguien le tiró suavemente de la manga. Miró a su derecha y vio a una joven que le miraba. Era una adolescente y a juzgar por el pelo revuelto y la ropa que llevaba de cualquier manera, debían haberla sacado de la cama.

– Le he oído hablar con ese policía -dijo-. Han llevado a su amiga al hospital de Van Nuys Boulevard. Los de protección civil lo decían mientras la subían en la ambulancia.

– Gracias -dijo, y sonrió-. Has sido muy amable.

– No es nada. Espero que a su amiga no le…

Al darse la vuelta, había expuesto el otro lado de su cara a la luz, y la joven había dado un paso hacia atrás involuntariamente. Stone siguió andando como si no se hubiera dado cuenta.

Tardó menos de diez minutos en llegar al hospital y aparcó en el aparcamiento casi vacío. El personal del turno de noche fue algo más comprensivo que el agente y le permitieron esperar mientras examinaban a Cathy. Se acomodó en una esquina más oscura de la sala de espera. Había un montón de revistas y una televisión, pero él no hizo caso de todo ello y se concentró en Cathy, en que estuviera bien. Los familiares y amigos empezaron a llegar a medida que la noticia del desastre les iba llegando, y Stone se preguntó cuándo empezarían a llegar sus amigos. Apareció una pareja joven, y pensó que quizás fuesen amigos suyos, pero resultó que venían a visitar a la abuela de la mujer.

El tiempo fue pasando. Stone hubiera querido pasearse para calmar su inquietud, pero no se atrevió, así que se quedó sentado pensando en cómo el destino le había hecho estar allí. Llevaba más de dos años sin entrar en un hospital, y los recuerdos que aquel olor despertaba en él no eran nada agradables.

Tres horas más tarde, una preciosa enfermera de pelo oscuro y rizado y ojos color chocolate, se sentó agotada junto a él.

– Es ya mi segundo turno -suspiró-, así que perdóneme si no hago frases completas.

– ¿Tiene alguna noticia para mí?

Ella asintió e hizo girar los hombros.

– Cathy Eldridge es una chica con suerte. Acaban de subirla a una habitación. Tengo el número -se buscó en el bolsillo de su pantalón verde de hospital y le entregó una hoja de papel-. Sólo la familia va a poder entrar un par de minutos por ahora.

Él la miró a los ojos.

– ¿Le he dicho que somos primos?

– Ya me imaginaba yo que sería algo así.

– Entonces, ¿está bien?

– Ha tenido mucha suerte, porque no ha llegado a tragar mucho humo. Tiene una contusión en la cabeza que puede presentar alguna complicación, pero nada serio. Estamos esperando que recupere la consciencia. Se ha hecho un esguince de rodilla, y eso sí es un problema. El médico de urgencias piensa que van a tener que operarla y que tendrá que hacer rehabilitación después. Pero en general, el pronóstico es bueno.

Él esperaba algo mejor.

– ¿Está inconsciente?

La enfermera asintió.

– Todos los síntomas son positivos. Podría haber salido mucho peor parada. El humo podría haberle dañado los pulmones, o podría haberse quemado. Los bomberos llegaron hasta ella justo a tiempo.

Debería sentirse aliviado con las noticias, pero no era así. Cathy estaba herida, y él tenía que verla.

Con el papel en la mano, se levantó.

– Voy a subir a verla. Gracias por la información.

– De nada -contestó con una sonrisa de cansancio.

En la segunda planta, buscó el ala correcta y después habló con la enfermera del control.

– Ya sabe usted que no se le permiten visitas -declaró.

– Lo sé, pero necesito verla. Estaba hablando por teléfono con ella cuando se declaró el incendio. Hablamos hasta que se cortó la comunicación.

La mujer frunció el ceño.

– Cinco minutos, ni uno más. No sabrá usted nada de su familia más allegada, ¿verdad? -Y antes de que él pudiera contestar, ella frunció aun más el ceño-. Y no vaya a decirme que es usted su hermano o algo así.

Y él que pretendía ser su primo…

– Cathy me ha hablado de varios amigos, pero no de familia.

– Supongo que encontrarán a alguien -dijo ella.

Él tomó un bolígrafo del mostrador y anotó su número de teléfono en un bloc de notas.

– Este es mi nombre y mi número de teléfono particular. Si no contesto, déjeme el mensaje y yo me pondré al habla con usted.

Ella miró el papel.

– ¿Para qué es esto?

– Mientras encuentran a su familia, yo soy todo lo que tiene Cathy. Quiero estar informado de cualquier cambio que pueda producirse en su estado, y me haré cargo de cualquier factura médica que no cubra su seguro.

La mujer lo miró sorprendida.

– ¿Está usted seguro? Puede resultarle bastante caro.

– No me importa.

Tenía muchas preocupaciones en su vida, pero el dinero no era una de ellas.

– Si usted lo dice, señor… -miró el papel-… Ward. Adelante, pero no se exceda de cinco minutos.

– Gracias.

Stone avanzó por el pasillo y se detuvo frente a la penúltima puerta a la derecha. Había mantenido una relación telefónica con Cathy durante más de dos años, pero no sabía qué aspecto podía tener. Ella le había dicho que era alta y rubia, y él había querido imaginarse a una mujer preciosa, casi una modelo, pero una voz en su interior le había susurrado que eso no era verdad. Y aunque había sido capaz de imaginarse su cuerpo, no había sido capaz de imaginarse su cara.

Miró por encima del hombro, casi esperando ver aparecer a su grupo de amigos. Si aparecían, él no entraría. Ellos tenían derecho a estar allí; él, no. Pensar en lo mal que lo habría pasado si hubiese llamado y ella no hubiera estado allí le dio valor para entrar.

Siendo de madrugada, la única luz de la habitación era un tenue resplandor de una lámpara instalada sobre la cama. Se acercó a ella con cuidado de permanecer en la sombra. Si se despertaba, no quería asustarla.

Dio un paso, y después otro, hasta que estuvo a una distancia en la que podría haberla tocado. Tras dos años de imaginar, por fin sabía.

Estaba tumbada, así que no podía calibrar su estatura.

Lo primero en lo que reparó fue en su cara. Tenía tiznajos del humo en las mejillas y en la frente, que contrastaban vivamente con la palidez de su piel. No era rubia, sino castaña, y su pelo descansaba desparramado sobre la almohada. Su boca era de labios carnosos y su nariz, recta. De los ojos no podía decir nada puesto que dormía.

No era la mujer que él se había imaginado, y tampoco la mujer que ella había descrito. Stone se acercó un poco más para poder leer la pulsera de plástico que le habían colocado. El nombre era el suyo: Cathy.

Confuso por aquella revelación en una noche ya de por sí difícil, acercó una silla a la cama y se sentó. Ella tenía los brazos estirados sobre la cama y rozó el dorso de su mano. Tenía una piel suave. Tomó su mano y la apretó. Ella se agarró a él.

Stone sintió una breve sacudida, como si una corriente eléctrica hubiese saltado del cuerpo de Cathy al suyo, y aquello le hizo fruncir el ceño. No debía ser más que una reacción tras todo lo que había pasado. Estaba cansado, nada más, pero siguió dándole la mano y acariciándola con el pulgar. Suave y fina, pensó, igual que la de su cara. No era la piel de una mujer que acababa de pasar un fin de semana de vacaciones en un lugar soleado. Según ella, se había pasado la mayor parte de la primavera viajando a lugares de vacaciones. Le había hablado de su bikini y del bronceado, pero no había ni rastro de ello en su piel.

La ropa de la cama ocultaba los detalles de su cuerpo, pero no parecía la clase de mujer que llevase los bikinis y las minifaldas de las que le hablaba.

– Ay, Cathy -suspiró-. De las veces que me he imaginado que llegaría a conocerte, jamás pensé que fuera a ser así -y siguió acariciando su mano-. Me alegro de que estés bien -continuó-. Sé que lo has pasado muy mal y que necesitas descansar, pero vas a tener que recuperar pronto la consciencia. Necesitamos saber que estás bien. Bueno, supongo que soy yo quien necesita saberlo. Así que hazlo por mí, ¿vale?

Por un momento le pareció que iba a despertarse, y Stone se quedó paralizado en el sitio sin saber qué hacer si se despertaba. Tendría que escabullirse de la habitación antes de que se diera cuenta de que estaba allí. Pero no abrió los ojos, y si le pareció que mostraba alguna reacción era porque la estaba observando muy atentamente.

– ¿Señor Ward?

– ¿Sí?

La enfermera estaba en la puerta.

– Puede quedarse un par de minutos más, pero después tendré que pedirle que se marche.

Él asintió y volvió su atención a Cathy.

– Quieren que me vaya para que puedas descansar. Volveré mañana, y me encantaría que estuvieras despierta para entonces.

Aunque no sabía cómo podría enfrentarse a la situación si de verdad lo estaba, pero ya cruzaría ese puente cuando llegase a él.

Soltó su mano y se levantó, pero antes de salir abrió el pequeño armario que había junto a la puerta del baño. Dentro encontró unos vaqueros viejos, una camiseta grande y un bolso, que tenía claramente marcadas las huellas sobre el material barato. Debía estar aferrada a su bolso cuando la rescataron.

Tras asegurarse de que la enfermera había vuelto al control, lo abrió y sacó el monedero de Cathy. Anotó la dirección que figuraba en su permiso de conducir.

– Te veré pronto -le prometió, antes de besarla en la mejilla. Ella no se movió.

Una vez fuera, le dijo a la enfermera que quería que trasladasen a Cathy a una habitación privada, y que él se haría cargo de pagar la diferencia.

Veinte minutos más tarde, salía de la autopista con su BMW para entrar en la urbanización de North Hollywood. En el mapa que llevaba en el coche, buscó el nombre de la calle y tras unas cuantas vueltas, localizó la calle de Cathy.

Aparcó delante de una pequeña casa. Había sido construida en los años cincuenta, al igual que el resto de casas de aquella calle. Había muchos árboles enormes, pequeños garajes, coches viejos. No es que le pasara nada a la casa… sólo que Cathy le había dicho que vivía en un precioso apartamento del centro.

– Cathy Eldridge, eres un fraude -murmuró en voz baja.

¿Por qué lo habría hecho? ¿Por qué mentirle? En realidad, conocía las respuestas. Cathy sabía lo bastante sobre él para suponer que llevaba una vida extravagante. Su empresa, Ward International, era muy conocida, y Cathy debía haber decidido crearse una vida excitante para llamar y mantener su atención. Debía haberse imaginado que no podía interesarle alguien que viviese una vida normal. Igual que Evelyn.

Evelyn. Cerró los ojos e intentó deshacerse de aquel recuerdo. No quería pensar en ella. No en aquel momento, ni aquella noche.

Así que Cathy había creado un mundo que existía a medio camino entre la mentira y la verdad. ¿Serían reales sus amigos? ¿Habría realizado alguno de los viajes? ¿Y su perra? Se quedó mirando la casa y movió la cabeza. Si supiera que lo que le atraía de ella no eran los lugares que visitaba o las cosas que hacía, sino el sonido de su voz, de su risa, su ingenio y su evidente inteligencia…

Puso en marcha el coche y volvió a salir a la autopista. Debería estar enfadado con ella, pero no lo estaba. A pesar de todas aquellas mentiras, Cathy seguía siendo Cathy. Seguía sintiéndose unido a ella, y si desapareciera del mundo, la echaría muchísimo de menos.


Stone vio cómo los primeros rayos del sol se alargaban sobre el suelo de la habitación del hospital. Se puso de pie y se estiró. Le dolía un poco la espalda. Se había pasado las dos noches anteriores junto a la cama de Cathy, tomando su mano, hablándole, disfrutando de su compañía.

En esas dos noches, había recuperado la consciencia un par de veces; incluso había llegado a abrir los ojos y a decir algunas palabras. Entonces él había tenido mucho cuidado de permanecer en las sombras y esperar hasta que volviera a dormirse.

Miró su reloj. Mary, la enfermera de noche, pronto llegaría a tomarle las constantes y a extraerle sangre. Stone sabía que debía marcharse, porque de hecho, ya iba a volver a casa de día. Aunque no debía preocuparse, porque quienes circularan a aquellas horas por la carretera estarían demasiado preocupados por llegar a tiempo al trabajo como para reparar en él.

Volvió junto a la cama de Cathy y tomó su mano. En las dos noches que había pasado con ella, se había familiarizado con su mano y sus dedos. Conocía cada curva, cada línea, la forma de sus uñas, el hueco de la palma de su mano.

– Bueno, chiquilla, voy a tener que marcharme -le dijo-. Pero volveré esta noche. Ya sé que estás empezando a hartarte de mi compañía, pero no tengo nada planeado, así que vas a tener que soportarme una vez más.

Sabía que al final iba a tener que salir de las sombras y hacerle saber que estaba allí. Aquella misma noche, se prometió. En cuanto llegara.

La miró. Tenía los ojos cerrados y su pecho apenas se movía con cada respiración. Stone respiró profundamente e igualó su ritmo; al hacerlo, percibió el aroma de las flores que llenaban hasta el último rincón de la habitación. Las había encargado el primer día, y como no sabía lo que le gustaba, le había pedido a la florista que le enviase un poco de todo. Aquel perfume siempre le recordaría a ella.

Se preguntó si algún otro ramo de flores se uniría al suyo. Su jefe le había enviado una planta, pero nadie más parecía preocuparse de que Cathy estuviera en el hospital. Ya no le sorprendía.

La curiosidad y la preocupación habían ganado la partida, y le había pedido a su gente que la investigaran.

Cathy Eldridge, veintiocho años, hija única; su padre las abandonó cuando Cathy era aún pequeña y su madre, alcohólica, había muerto cuando ella tenía veintiún años. Sin familia, sin amigos, incluso sin perro.

A veces pensaba en que debería estar enfadado con ella por haberle mentido y haberse creído en la necesidad de tener una vida excitante como premisa para mantener su amistad. Pero otras veces pensaba que su existencia solitaria era un reflejo de su propio mundo vacío. Ella tenía muy poco, él demasiado, y los dos estaban solos. Quizás fuese eso precisamente lo que les había unido.

– ¿Señor Ward?

Marie estaba en la puerta.

– El médico de la señorita Eldridge está pasando visita. ¿Querría hablar con él?

– Sí, gracias -apretó brevemente la mano de Cathy-. Enseguida vuelvo. No se te ocurra irte sin mí.

Siguió a Mary hasta el control de enfermeras.

– Doctor Tucker, le presento a Stone Ward. Es un amigo de Cathy.

La mirada gris del doctor Tucker le pareció firme mientras estrechaba su mano.

– Tengo entendido que es usted el único amigo que tiene Cathy. No hemos podido localizar a nadie de su familia.

– Es que no tiene -contestó.

– Ya. Creo que es usted quien se ha hecho responsable de ella, y de su traslado a una habitación privada, además de cuidados especiales cuando esté preparada para ser dada de alta.

– Exacto.

– Bien -el doctor Tucker se acercó a un sofá situado en un rincón-. Sentémonos aquí y le pondré al día de su estado.

– Gracias.

Cuando estuvieron acomodados, el médico abrió una carpeta y leyó unas cuantas líneas.

– Cathy va mejorando. Tuvo suerte, ya que no presenta quemaduras ni daños en los pulmones. No sufrió daños de consideración por la explosión, y espero que el golpe de la cabeza no le cause ningún problema -leyó un poco más-. En cuanto a la pierna, la rodilla va a necesitar una artroscopia y rehabilitación posterior. Yo diría unas seis semanas, dos meses a lo sumo, y cuando le demos el alta, va a necesitar que alguien se ocupe de ella durante unos días.

– No hay problema.

Había pensado llevársela a su casa con él. Ula estaría encantada de tener un invitado a quien mimar.

– Bien. Hoy vamos a hacerle el último TAC de control y si los resultados son los que nosotros esperamos, mañana le realizaremos la artroscopia, lo que significaría que podríamos darle el alta dentro de tres días.

– Perfecto. Mi casa ya está dispuesta.

Y tras unos cuantos detalles más, se estrecharon la mano.

– Encantado de conocerlo -dijo el doctor-. Me alegro de saber que ella no está sola.

– Yo también.

El médico pareció dudar un instante.

– Sé que no es asunto mío, pero no he podido dejar de reparar en la cicatriz. ¿Un accidente de coche?

Aunque se dijo que no debía hacerlo, involuntariamente se rozó el lado izquierdo de la cara.

– Sí. Hace unos tres años.

– Lo imaginaba -el doctor se acercó un poco más para estudiar las cicatrices-. Hay una cirujana plástica magnífica en el hospital. Tiene su despacho junto al mío. Si ha pensado en someterse a una operación, le recomendaría que hablase con ella.

– No, gracias.

El médico insistió.

– Últimamente se han desarrollado unas técnicas con resultados espectaculares. Podría incluso renovarle por completo la piel y hacer desaparecer las cicatrices más grandes. Le quedarían las líneas más pálidas, nada comparado con lo que tiene ahora.

Stone se levantó.

– Le agradezco mucho la información… sobre esto y sobre Cathy. Gracias.

Y se encaminó al ascensor. Sabía que el doctor Tucker no comprendería su negativa a la operación. Su primer médico tampoco lo había comprendido. Era un hombre sano y tenía el dinero para pagarla. ¿Dónde estaba entonces el problema?

Lo que ellos no podían saber y él no estaba dispuesto a explicarles era que las cicatrices eran parte de su penitencia. Llevaba aquellas cicatrices como recuerdo de aquella noche… y de la muerte de Evelyn. Por si alguna vez llegaba a intentar olvidarlo.

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