Capítulo 9

JILLY se detuvo al ver a Max apoyado contra la pared hablando con la empleada que atendía el guardarropa.

– Ah, querida, ya estás aquí -dijo Max en tono suave, sonriendo-. Creía que te habías perdido. Nuestra mesa está lista y el chef nos puede matar si dejamos que se enfríe la comida.

Antes de que Jilly pudiera decirle lo que el chef podía hacer con la comida y con la mesa, Max la tomó del brazo y la empujó hacia el comedor.

Si no quería dar un escándalo, la única opción que le quedaba era ir con él. Y eso hizo.

Entraron en un comedor de techo bajo y les llevaron a una mesa con vistas al río. Una vela parpadeó, su luz hizo brillar la cubertería. Max permaneció de pie mientras el camarero ayudaba a Jilly a sentarse; entonces, una vez que la vio sentada, se permitió hacer lo mismo.

– Y ahora, querida -dijo Max en tono sumamente suave-, ¿te importaría decirme qué demonios te pasa?

¿Querida? ¿Y qué debía hacer ella? ¿Pedirle disculpas? ¿Darle explicaciones? ¿Cuál sería la reacción de Max si le dijera que no le importaba en lo más mínimo que Richie se fijara en ella, que lo único que le importaba era él, Max? No, no podía darle explicaciones.

– Dime, Max, con toda esa actitud tuya tan varonil… ¿impresionabas mucho a las mujeres en los días que eras un playboy?

Jilly vio una sombra de perplejidad asomar a los ojos de Max; después, él echó hacia atrás la cabeza y rió. Fue una risa inesperada, pero su sonido era cálido, especial, y Jilly se le unió.

– ¿Y bien? -insistió ella tras unos momentos.

– Jilly, compórtate.

– No quiero comportarme. Además, me pareces que piensas que soy incapaz de hacerlo -eso hizo que dejara de reír-. Según el periódico de hoy, eras un playboy. Y perdóname, pero me resulta difícil creerlo.

– Bueno, eso fue hace mucho tiempo. Excesos de juventud.

Así que era verdad. Y no, no era difícil imaginarlo, especialmente cuando Max sonreía, cuando sonreía de verdad como estaba haciendo en ese momento.

– Y la respuesta a tu pregunta es sí -continuó él-. Toda esa seguridad en uno mismo impresionaba mucho a las mujeres.

– Ah. ¿Y qué pasó?

– ¿Quieres que te describa en detalle mis indiscreciones de juventud?

– No. Quiero saber por qué dejaste de ser un playboy.

– Hice lo que casi todos los hombres acaban haciendo: dejé de perseguir a muchas mujeres y me concentré en una sola… -Max hizo un gesto al camarero que estaba cerca para cuando le necesitasen y éste se acercó a la mesa y sirvió vino en dos copas-. Espero que te guste el vino que he elegido, es uno de mis preferidos.

Jilly se lo quedó mirando, después miró el vaso que tenía a su derecha.

– ¿Por qué? No voy a beber alcohol, ¿no? -Jilly se sirvió agua de la jarra que había en la mesa.

– No me hagas caso, Jilly. Tienes derecho a estropear tu vida tanto como cualquiera. Así que… ¿te parece que empecemos a comer?

Max fue a agarrar un tenedor, pero Jilly, extendiendo la mano, la puso en la de él.

– Max…

Max contuvo la respiración, sin importarle lo que ella iba a decirle. Lo único que podía sentir eran los fríos dedos de Jilly en la mano, y un inmenso deseo de levantarse y estrecharla en sus brazos.

– Aún no te he dado las gracias.

Max no sabía qué había esperado que dijera, pero no era gracias.

– No me las des todavía, no te estoy haciendo ningún favor.

Entonces, Max le miró la mano y ella la retiró inmediatamente. Y Max tuvo que hacer un inmenso esfuerzo para no agarrarle la mano y decirle que estaba cometiendo el mayor error de su vida.

Max se resistió. Se había casado con Charlotte a pesar de las advertencias de todos sus amigos y familia en contra de ello. Cuando no se pedía consejo, no se quería. Quizá Jilly tuviera razón en lo de que almorzar con su madre no fuera buena idea. Quizá referente a su plan fuera buena idea. Y quizá él debiera acabar con aquello lo antes posible.

– Perdóname un momento, Jilly.

Max se sacó un bolígrafo del bolsillo y un diminuto cuaderno de notas. Escribió algo en un papel, lo arrancó del cuaderno y lo dobló. A continuación, miró al camarero.

– ¿Podría darle esto a mi chofer, por favor?

El camarero se marchó con la nota y Max, por fin, levantó su tenedor, contento de ver que la mano no le temblaba. Era lo único en él que no temblaba.

– Y ahora, Jilly, deja que te explique lo que es esto. Es una mezcla de faisán, conejo y paté con…

Jilly, que había estado mirando al plato exquisitamente preparado para no mirar a Max, alzó por fin los ojos.

– La educación es algo maravilloso, ¿verdad, Max? -observó ella con cinismo-. De no explicármelo, habría pensado que es un foi grass elegante con una especie de champiñones de acompañamiento.

– Y habrías estado en lo cierto -su temblor interno se intensificó, pero alzó la copa-. ¿Pax?

– Francés, latín… desde luego, los playboys sabéis como entretener a las mujeres.

– Como te he dicho, estoy falto de práctica, Jilly, pero haré lo que pueda.

¡Ya, falto de práctica! El coqueteo era algo natural en él, tan natural como respirar.

– En ese caso, Pax.

– Jilly, háblame de tu hogar. De tu familia. Lo único que sé es que tu madre te trata como una niña.

– Mi madre trabaja en la biblioteca. Lleva una furgoneta llena de libros y va por las casas de los ancianos, repartiéndolos.

– ¿Tienes hermanos?

– Tengo dos hermanos. Michael tiene diecisiete años y está decidido a ser millonario a los veinte con los programas que está haciendo. A George lo que le gusta es jugar al fútbol.

– Y quiere jugar en el Newcastle, ¿verdad?

– ¿En cuál si no?

– ¿Y tu padre? Me dijiste que era como el padre de Blake, que no le gustaba ser padre.

– No. Mi madre lo abandonó cuando George aún no se andaba.

– ¿Otra mujer por medio?

Jilly negó con la cabeza. Después, se estremeció.

– La pegaba. La última vez que la pegó fue porque George estaba llorando y mi madre no conseguía hacerle callar. Yo agarré a mis dos hermanos y los escondí en un armario. Mi padre estaba demasiado borracho para encontrarlos allí -Jilly tragó saliva-. Y mi madre no quiso decirle dónde estaban.

Max la vio recordar, revivir… Extendió una mano y rodeó la muñeca de Jilly.

– No tienes que continuar si no quieres

Pero Jilly quería hacerlo.

– Al día siguiente, mi madre metió en unas maletas lo que pudo y nos llevó a un albergue. Al cabo de un tiempo, el juez dio orden de que mi padre desalojara la casa y pudimos volver. Mi padre lo había destrozado todo, hasta el último plato. También rompió los muebles con un hacha. Pero nunca volvió.

Jilly hizo una pausa antes de añadir:

– Nunca le he contado esto a nadie, ni siquiera a Richie.

Max estaba conmovido. Dispuesto a matar. Quería abrazarla y prometerle que nadie volvería a hacerle daño nunca.

– No es extraño que tu madre quiera protegerte. Tienes suerte de que sea tan fuerte.

– ¿Fuerte? -Jilly nunca había considerado fuerte a su madre.

Su madre había soportado paliza tras paliza resignadamente, lo que la hizo abandonar la casa fue el miedo a que su marido pudiera matar a George.

– Es difícil vivir sin dinero y sin un sitio adonde ir. Muchas mujeres lo encuentran imposible -dijo Max con ternura-. Muchas mujeres no consiguen salir nunca de esa situación.

– Cierto. Sí, supongo que tengo suerte.

Les llevaron más comida.

– Lubina asada -declaró Max-. Espero que te guste el pescado. Debería habértelo preguntado. Me parece que no es mi noche.

– Y a mí me parece que no te he dado la oportunidad de preguntármelo, Max. Lo siento. Sé que estás intentando protegerme, pero no es necesario. Conozco a Richie desde hace mucho tiempo, conozco sus defectos…

– No todos. De haber sido así, jamás le habrías permitido que te pringara con ese pegamento para divertir a su público.

Jilly no contestó.

– No esperarás que me crea que has venido desde Newcastle para contentarte con ofrecerle tu apoyo, ¿verdad, Jilly?

Jilly intentó mirarlo, pero bajó los ojos y los clavó en la lubina. Y sin decir palabra, levantó el tenedor.

Max la observó durante unos momentos. Su intención había sido llevarla por ahí durante una semana aproximadamente, pero Jilly estaba enamorada de Blake y él no tenía derecho a manipularla.

– ¿Te gusta? -preguntó Max.

– Es delicioso. Gracias.

Eran las diez y media cuando volvieron al coche.

– ¿Le has encontrado? -le preguntó Max al conductor mientras Jilly entraba en el coche.

– Hace unos cinco minutos ha llegado al club Rivi con unos amigos. He reservado una mesa.

– Bien, Jilly, esta noche vas a bailar de verdad.

– ¿Y tu rodilla?

– No te preocupes por mi rodilla. Y si me duele, tú tienes una cura instantánea: tus labios mágicos. Los besos funcionan.

Era la primera vez que Max mencionaba ese beso y, durante unos momentos, ninguno de los dos se movió. Entonces, Jilly tragó saliva y dijo:

– Cuando quieras. Lo único que tienes que hacer es decirlo.


El club Rivi estaba en pleno apogeo cuando Jilly y Max llegaron y se sentaron en la mesa que tenían reservada. A Jilly se le ocurrió que Max Fleming debía haber sido playboy muy famoso cuando lo único que había tenido que hacer era mandar a su chofer que llamara por teléfono para que le reservaran la mesa que quería un sábado por la noche.

Max, alto, moreno y guapo fue el primer en llamar la atención de los que estaban sentados en la mesa de al lado. Petra lo reconoció inmediatamente y avisó a Richie; después, los dos la miraron a ella. A continuación, Richie se levantó.

– ¿Jilly?

– Hola, Richie.

– ¿Qué te has hecho en el pelo? Casi no te reconozco -Richie no esperó a la respuesta-. Hola, Max. ¿Por qué no os sentáis con nosotros?

Jilly no quería hacer semejante cosa.

– ¿Por qué no? -contestó Max.

Entonces, Jilly se dio cuenta de por qué Max había consentido. Una chica, con un escote hasta el ombligo, lo miraba como si quisiera comérselo. Quizá fuera por eso por lo que Jilly accedió a bailar con Richie, y con un ánimo que contradecía lo que sentía. Max, con los ojos clavados en aquel escote, no pareció darse cuenta.

– Oye, Jilly, estás guapísima -dijo Richie.

Una semana atrás aquellas palabras habrían enviado a Jilly a la estratosfera. Jilly miró volvió la cabeza y vio que Petra los observaba con expresión de querer matarla; y Jilly, que sabía lo cómo debía encontrarse, sintió compasión por ella.

– Richie, tú y Petra…

– Sí. Llevamos seis meses viviendo juntos. Es una chica estupenda.

Jilly esperó a sentir celos. Nada.

– ¿Quieres decir que hace lo que yo hacía por ti y encima te proporciona sexo?

A Richie le sorprendió un poco que fuera tan directa.

– Bueno… a ti y a mí nunca nos pasó eso, ¿verdad? Somos amigos, eso es todo.

– Sí, Richie, somos amigos. Aunque, si vuelves a humillarme como lo hiciste el otro día, te juro que contaré en público lo de aquella vez que te encerraste en los lavabos y te echaste a llorar.

– ¡Jamás lo harías!

– No cuentes con ello.

Richie se la quedó mirando un momento, después estalló en carcajadas.

– Dios mío, Jilly, cuánto te he echado de menos -y la abrazó.

Max no les había quitado los ojos de encima y, cuando Rich Blake estrechó a Jilly en sus brazos, se dio cuenta de que no podía quedarse allí un minuto más. Se sacó el bolígrafo del bolsillo de la chaqueta y escribió una nota.

– Petra, ¿te importaría darle esto a Jilly?

– ¿Te vas ya?

– Sí, la rodilla me está matando y no quiero estropearle la noche. Estoy seguro de que Richie la acompañara a casa.

– Max, querido, ¿quieres acompañarme a mi casa? -preguntó la chica del escote mirándolo con la clase de ojos que, en otro tiempo, habrían tentado a Max.

– Por supuesto… -Max intentó recordar su nombre, pero se esforzó mucho, no le interesaba.

La chica casi no daba crédito a lo que le estaba pasando cuando Max la dejó en la puerta de su casa y la dejó ahí, rechazando educadamente la invitación a entrar a tomar una copa.


Jilly aún reía cuando volvieron a la mesa. Negó con la cabeza cuando alguien le ofreció una copa de champán. Entonces, Petra le pasó la nota.

– Es de Max -dijo Petra.

– ¿De Max? ¿Por qué? ¿Adónde ha ido?

– Ha dicho que le dolía la rodilla.

Pero Jilly ya había desdoblado el papel. Max había escrito: Buena suerte. Max.

– Ha llevado a Lisa a su casa -añadió Petra con cierto despecho-. Quizá ella le haya ofrecido darle un masaje. O algo por el estilo.

– ¿Lisa? -Jilly miró a su alrededor-. ¿Quién es Lisa?

Fue entonces cuando se dio cuenta de quién era Lisa. Y también se dio cuenta de que Max, después de verla bailar con Richie, había considerado cumplido su cometido y no le había costado mucho esfuerzo encontrar una distracción. Alguien con quien salir fotografiado en los periódicos del día siguiente. Quizá llevara tiempo sin desempeñar el papel de playboy; pero eso era algo que, como montar en bicicleta, nunca se olvidaba.

Jilly se quedó contemplando la copa de champán que tenía delante, luego la alzó, se la llevó a los labios y la vació sin respirar.


Richie insistió en abrirle la puerta del apartamento.

Eran más de las dos de la mañana; Jilly, por fuera, era todo risas, y ni siquiera podía meter la llave en la cerradura. Pero por dentro todo era silencio y frío porque, por mucho champán que hubiera bebido, ni el frío ni el vacío que sentía se habían disipado.

– Mañana vas a tener una resaca de muerte, Jilly. ¿En serio puedes quedarte aquí sola? -Richie giró la llave en la cerradura y la ayudó a entrar en el apartamento-. No me gusta dejarte sola en este estado.

– En serio, estoy bien.

– Siéntate aquí, te prepararé un café.

– No es necesario. No puedes tener a Petra esperando en el coche.

– Lo comprenderá.

Y Richie insistió en que se sentara mientras él le preparaba un café y la obligaba a tomárselo.


Desde el otro lado del patio, Max miraba por una de los ventanales. Había oído el coche, había visto a Richie, con él brazo alrededor de Jilly, llevarla hasta el apartamento. Había visto la puerta cerrarse y luego la luz. Y entonces, Max corrió las cortinas para no ver nada más.


A pesar del temblor de las manos y del castañeteo de dientes, Jilly pudo ver que no se desharía de Richie hasta que no se tomara el café. Se lo bebió lo más rápidamente que pudo.

– Ya está. Me lo he tomado todo. Ahora, vete. Richie seguía sin estar convencido.

– ¿Estás segura de que puedes quedarte sola? Podría llamar a Max…

– ¡No!

Jilly se puso en pie al momento. Podía ser que Max no estuviera en casa y prefería no saberlo.

– Por favor, Richie, vete. En serio que estoy bien.

Richie escribió un número en la cubierta de una revista.

– Éste es el teléfono de mi casa, llámame mañana por la mañana.

Jilly asintió, pero le pesó, la cabeza parecía a punto de estallarle.

– ¿Me lo prometes? -insistió Richie.

– Te lo prometo. Te llamaré. Y ahora, vete. Y no hagas ruido para no despertar al ama de llaves.

Después de quedarse fuera un rato hasta ver a Richie desaparecer, Jilly cerró la puerta. Se quitó el vestido, se quitó el maquillaje y se deshizo de todo lo que la había hecho sentirse especial aquella noche. Ahora sabía que era Max quien la había hecho sentirse especial. Sólo Max.

Debería habérselo dicho. No debería haber permitido que creyera que sentía nada por Richie que no fuera amistad. Había fingido sólo para estar cerca de Max, y ahora él y su rodilla mala estaban con Lisa. Y. los besos de Lisa eran mejores que los suyos.

Se puso la camiseta para dormir y se metió en la cama. La cabeza le dolía demasiado para pensar, pero por la mañana tendría que aclarar aquel asunto.


Jilly se despertó con dolor de cabeza. Entonces, recordó lo que había pasado la noche anterior y deseó seguir profundamente dormida.

Pero no lo estaba. Así que se levantó, puso a hervir agua, se tomó un par de aspirinas y se consoló al pensar que no estaba hecha para esa clase de vida. Claro que, de haber estado con Max, no se sentiría así.

Fue entonces cuando vio un sobre blanco que habían deslizado por debajo de la puerta. Antes de ver la letra sabía que era de Max. En el sobre ponía simplemente Jilly.

Abrió el sobre y leyó:


Querida Jilly:

Me alegro de que todo haya salido como tú querías. Siento no decírtelo en persona, pero me han llamado para un asunto, por lo que tengo que marcharme de Londres. Así pues, ya no estás obligada a trabajar para mí hasta que Laura regrese. No obstante, si lo deseas, puedes quedarte en el apartamento hasta fin de mes. Por favor, acepta mis mejores deseos para el futuro.

Max.


¿Mejores deseos? ¿Y el beso? ¿Y la forma como había bailado con ella? ¿Como la había abrazado?

Se quedó mirando la nota: tono amable, formal y un adiós. No podía creerlo. No podía ser que Lisa hubiera sido tan sensacional. ¿O sí?

Se puso el chándal, las zapatillas de deporte, salió de la casa y cruzó el patio hasta la cocina. Hamet levantó la vista de las verduras que estaba preparando para el almuerzo.

– ¿Dónde está?

– ¿Max? -Harriet parecía incómoda-. Creía que te había dejado una nota explicándote que ha tenido que marcharse de Londres.

– ¿Adónde? Quiero hablar con él.

– Se ha ido a Strasburgo, mañana por la mañana se reúne el comité de la Unión Europea. Ha hablado con la señora Garland antes de marcharse y lo ha arreglado todo para que la llames a la oficina mañana por la mañana con el fin de que te busque otro trabajo.

De repente, Jilly se sintió fuera de lugar. ¿Quién era ella para exigir hablar con Max como si fuera algo más que una secretaria temporal?

– ¿Te apetece algo para almorzar, Jilly?

– ¿Qué? No, no gracias, Harriet. Me marcho hoy. Y no te preocupes, lo dejaré todo ordenado antes de marcharme -Jilly hizo una pausa-. Y gracias por todo lo que has hecho por mí. Créeme, he estado muy a gusto aquí. Siento… siento no haber visto a Max.

– Ha sido una de esas cosas de urgencia…

– Sí, ya. Dejaré la ropa de la señora Fleming en el apartamento, Harriet. Si no te importa, te agradecería que la llevaras a la tienda de caridad.

– Por supuesto.

– Luego pasaré para devolverte las llaves.

– Échalas por la rendija para el correo si tienes prisa.

Jilly asintió y se marchó de la cocina. Durante un momento, Harriet se la quedó mirando. Después, Max se reunió con ella en la cocina.

– ¿Qué habrías hecho si hubiera aceptado tu invitación a almorzar, Harriet?

– Yo más bien diría, ¿qué habrías hecho tú? -Harriet se volvió para mirarlo-. Eres un idiota por dejarla marchar, Max.

Max sacudió la cabeza.

– Los idiotas no aprenden de sus errores. Puede que Charlotte no hubiera sido feliz aunque no se hubiera casado conmigo, pero es casi seguro que, por lo menos, estaría viva.


A punto de marcharse, el teléfono del apartamento sonó. Era Richie, no Max.

– Prometiste llamarme, Jilly. ¿Cómo te encuentras? ¿Estás bien?

Jilly vaciló antes de contestar.

– Sí, Richie.

– ¿Estás segura, cielo? No pareces decirlo muy convencida.

– No me pasa nada que no solucionen un par de aspirinas. Supongo que no estoy hecha para esta clase de vida.

– Así que no vas a ir de juerga esta noche, ¿eh?

– ¿Otra juerga?

– Está es especial. Petra y yo hemos decidido casarnos.

– Oh, Richie, es una noticia maravillosa.

– Entonces, ¿vas a venir? Petra me ha pedido que te llame, quiere disculparse por no haber sido más amable contigo. Estaba celosa y…

– Lo comprendo, Richie. Y díselo. Pero no puedo ir, vuelvo a casa. Me has pillado de milagro, ya salía para la estación. Creo que no estoy hecha para Londres.

– ¿En serio? Yo creía que tú y Max. En fin, tú siempre has sabido lo que te conviene, cielo. Dale un abrazo muy fuerte a tu madre.

– Richie… cuida de Petra. En tu trabajo, se necesitas tener los pies en la tierra.

– ¿Aún dándome consejos? Oye, cielo, no vayas en tren. Deja que te pida un coche para que vuelvas a casa como una señora. Es lo menos que puedo hacer por ti después de lo que pasó el día del programa de televisión.

A punto de rechazar la oferta, Jilly cerró la boca. Era domingo, un mal día para viajar en tren debido a los retrasos por las obras que estaban realizando en las vías. Y Richie tenía razón, era lo menos que podía hacer.

– De acuerdo, Richie. Y gracias.


Harriet contestó la llamada del interfono.

– El coche del señor Blake ya está aquí para recoger a la señorita Prescott.

– La encontrará en el piso de encima del garaje -respondió Harriet, y apretó el botón para que la puerta de la verja se abriera.

Después, se volvió a Max que estaba en el umbral de la puerta del estudio.

– ¿Va a traer las llaves? -preguntó él.

– Las ha traído hace diez minutos, pero no ha entrado. Max, aún hay tiempo…

Pero Max ya había cerrado la puerta del estudio.

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