Capítulo 8

A JILLY le dieron un baño de vapor, le hicieron la cera y le dieron un masaje en todo el cuerpo. Le hicieron la manicura y la pedicura y le pintaron las uñas de un color que eligió entre cientos, a tono con el carmín de labios que compró por mucho más de lo que cualquier carmín de labios tenía derecho a costar.

Escogió un sándwich en un menú tan grande como una casa antes de que le dieron una clase de maquillaje, la profesora era una mujer que fue capaz de transformar sus muy normales rasgos en algo digno de salir en la portada de la revista Vogue.

Jilly volvió flotando al coche y la cara del chofer lo dijo todo.

– ¡Vaya una transformación, señorita!

– De patito feo a cisne en un día.

– Yo no diría eso, señorita.

– ¿No?

El conductor sonrió.

– Para empezar, no era ningún patito feo.

El conductor era un bromista, evidentemente.

– Creo que será mejor que me lleve a casa, Bill. Si voy a pasarme la noche bailando, voy a necesitar antes un sueñecito.

Pero el teléfono estaba sonando cuando llegó a su apartamento, su madre quería hablar del programa de televisión, quejarse de que a su hija la hubieran cubierto de pegamento.

– ¿De qué sirve ser amiga del que lleva el programa si no hacen que ganes el premio? -dijo su madre.

– Eso no habría sido justo, mamá -respondió Jilly pacientemente.

Pero tampoco era que lo arreglasen para que no ganara. Y ya se estaba hartando de disculpar a Richie en todo momento.

Pero de haber ganado, Max no habría aparecido para llevarla a casa en la limusina con chofer. No la habría compadecido. No la habría besado. Se preguntó si le resultaría fácil convencerlo de que la besara otra vez con la excusa de que eso pondría realmente celoso a Richie.

Acababa de colgar cuando llamó Harriet.

– ¿Vas a venir a ver los vestidos, Jilly?

A Jilly le resultó algo embarazoso quedarse con ropa de Charlotte, pero Harriet, aleccionada por Max, le estaba apartando mucha más ropa de la que Jilly se habría atrevido a elegir.

– Estoy encantada con que Max haya decidido deshacerse de esto. No es bueno aferrarse al pasado de esa manera, ¿no te parece? ¡Ah, éste sí que te va a sentar bien, Jilly! -Harriet puso un vestido de tejido de lana entre el montón que iban a llevar al apartamento de Jilly.

– No sé si lo que estamos haciendo está bien, Harriet. Puede que a Max no le guste verme con la ropa de su mujer.

– Cielos santos, criatura, tú no te pareces en nada a Charlotte, y ella nunca se ponía el mismo vestido más de dos o tres veces -Harriet se encogió de hombros-. Las mujeres desgraciadas hacen esas cosas, pero las compras jamás pueden sustituir al amor.

¿Harriet sabía lo de Charlotte y Max?

– ¿Estás segura que no quieres estas pieles? -preguntó Harriet.

– Oh, no, no, estoy completamente segura.

Harriet suspiró.

– Es una pena porque, aunque cuestan un dineral, no creo que la tienda de caridad las quiera tampoco. Las llevaré a Salvation Army, quizá allí tengan uso para ellas.

– ¿Cómo era, Harriet? Me refiero a la señora Fleming.

– ¿Charlotte?

Jilly asintió.

– Una chica de oro. Lo tenía todo: belleza, dinero y alcurnia.

– Pero no era feliz.

Harriet se enderezó.

– Max me lo ha contado todo -añadió Jilly.

– ¿Sí? ¿Te ha dicho lo maravillosa que ella era y que fue culpa de él que Charlotte muriese? -Harriet sacudió la cabeza-. Charlotte no tenía por qué haberse casado con Max, Jilly. Lo que le pasó es que no pudo soportar perder los privilegios de los que había gozado siempre, por eso se casó con Max.

Harriet llenó los brazos de Jilly de vestidos.

– No podía soportar vivir sin este lujo -continuó Harriet.

– Esto debe costar una fortuna.

– Se casó por Max por dinero. Al final, lo único que hacía era gastar y gastar. Bueno, dime, ¿qué te vas a poner para salir esta noche?

Jilly miró al montón de vestidos que tenía.

– No lo sé, hay tantos.

– Pruébate el negro -dijo Harriet señalando a un vestido que Jilly había desechado.

– Nunca me visto de negro.

Como era morena, nunca se había visto bien vestida de negro.

– Vamos, pruébatelo. Ahora que te han puesto reflejos en el pelo, seguro que te está bien. Y hay un abrigo de terciopelo negro por alguna parte, uno parecido al gris que llevaste anoche.

Jilly agrandó los ojos.

– ¿Cómo sabes qué abrigo llevaba puesto anoche?

Harriet sonrió traviesamente.

– ¿No te has visto en el London News? El periódico está en la cocina.


Max Fleming y Jilly Prescott a su llegada a Spangles anoche. Amanda miró la fotografía y luego a su hermanó, el hombre que había evitado todo tipo de reunión social desde la muerte de su esposa. En la foto, Max aparecía del brazo de una chica que, al conocerla, a Amanda le había parecido demasiado joven, demasiado corriente y demasiado poca cosa para ser empleada de su agencia. Al parecer, se había equivocado y Jilly Prescott había conseguido atraer la atención de Max cuando no lo habían logrado algunas de las chicas más encantadoras de Londres.

Aquella chica, con la actitud directa y sencilla propia de la gente del norte de Inglaterra, había conseguido llegar al corazón de Max. Quizá se debiera a que le había necesitado.

Amanda dejó el periódico en la mesa de centro y, con voz neutral, dijo:

– Max, la verdad es que no sé qué decir.

– No tienes nada que decir, Mandy. Lo único que quería era contártelo yo mismo antes de que lo vieras en los periódicos y sacaras conclusiones equivocadas. Y como alguien va a acabar llamando a mamá para contárselo, y mamá te va a llamar a ti…

– Ya, no sigas.

Max se encogió de hombros.

– ¿Y en serio no hay nada de verdad en este aparente romance? -insistió Amanda-. ¿Estás seguro que es sólo para provocar los celos de Rich Blake?

– ¿No te pasas la vida diciendo que debería salir más?

– Sí, así es, pero tú nunca me haces caso.

– Pues ahora he decidido seguir tus consejos.

– Ya -Amanda se pasó una mano por la manga de la chaqueta del traje-. Bueno… tendrás cuidado, ¿verdad, cariño?

– ¿Cuidado? Amanda, querida, ¿qué estás insinuando?

Amanda decidió seguirle el juego a su hermano.

– Sólo que, si Rich Blake se pone realmente celoso, puede que se empeñe en ponerte un ojo morado.

– Si eso hace feliz a Jilly, valdrá la pena.

– ¿En serio? -¿se daba cuenta su hermano de lo que estaba diciendo?-. Ya sé que es una excelente taquimecanógrafa, Max, pero te aconsejo que no vayas tan lejos en tu papel de caballero andante. Una pelea en un club nocturno sería algo poco digno.


El vestido negro sólo había necesitado que la experta mano de Harriet le diera unas puntadas para sentarle perfectamente a Jilly.

Se puso unos pendientes de plata que describían delicadas espirales y una gargantilla que su madre le regaló al cumplir los dieciocho años. Después, se calzó los elegantes zapatos negros de tacón algo que Max le había comprado al darse ella la vuelta y que debían costar el sueldo de varias semanas de mucha gente.

Jilly se contempló en el espejo. Frunció el ceño. Quizá fuera el pelo, o el sofisticado maquillaje, pero parecía mayor. No, no era eso, lo que parecía era diferente. Madura. Muy madura. Siempre se había creído algo rellena, pero la línea de aquel vestido enfatizaba unas curvas que ya no parecían excesivas, sino sencillamente tentadoras.

Llamaron a la puerta.

– Entra -respondió Jilly, alzando la voz.

Entonces, agarró el abrigo de terciopelo negro y salió del dormitorio para entrar en el cuarto de estar. Había supuesto que era Harriet, que le había prometido ir para ver si necesitaba algo más.

Pero no era Harriet, sino Max. Alto y sumamente atractivo. En la puerta, Jilly se detuvo en seco.

– Yo… iba de camino para la casa.

Max sintió la garganta seca. No sabía… no había tenido tiempo para… prepararse. La transformación de Jilly le dejó asombrado.

– Un caballero siempre va a buscar a la dama, Jilly. Me parece que voy a tener que llamar a Amanda para que me tenga a otra secretaria para el lunes.

– Max, ya te lo he dicho, pase lo que pase con Richie, voy a quedarme aquí hasta que vuelva Laura.

Se lo había dicho, pero él no sería capaz de trabajar con ella sabiendo que cada noche acudiría a los brazos de otro hombre. Max le quitó el abrigo y lo sostuvo para que ella deslizara los brazos por las mangas. Y mientras Jilly le daba la espalda, Max dijo:

– ¿Riche Blake? No estaba pensando en él. En realidad, como tu señor Blake no se dé prisa, se le van a adelantar.

Jilly se dio media vuelta. ¿Qué había querido decir con eso? Pero Max tenía llevaba una sonrisa ilegible en los labios.

– ¡Dios mío! ¿Es eso a lo que tú llamas un halago?

– ¿Qué más quieres?

Todo. Jilly lo quería todo. Pero contestó.

– Algo más personal. ¿O tan falto de práctica estás?

Max tragó saliva. Él había empezado, pero no había anticipado que le fuera a resultar tan difícil parar. Se encogió de hombros y logró sonreír.

– ¿Eso crees? Bien, puede que sea así. Vamos a ver.

Max dio un paso atrás y, con la mano en la barbilla, le paseó la mirada por todo el cuerpo, de pies a cabeza.

Jilly deseó fervientemente no haber dicho nada. Esperó con el rubor subiéndole por las mejillas mientras él le clavaba los ojos en el escote. Jilly hizo ademán de abrocharse el abrigo; pero Max, sin decir nada, le amonestó moviendo un dedo. Entonces, cuando completó la inspección, cuando lo único que podía oírse era el tictac del reloj y los latidos del corazón de Jilly, Max le clavó los ojos en los suyos.

– ¿Qué más quieres que diga, Jilly?

– Nada -contestó ella rápidamente, haciendo un movimiento para recoger el bolso que tenía encima de la mesa.

Los ojos de Max habían dicho más que suficiente. Le habían dicho que era una chica estúpida que no sabía cómo mantener la boca cerrada.

– El pelo te ha quedado muy bonito -dijo Max estirando la mano para retirarle un mechón de pelo de la mejilla-. Ahora comprendo por qué hay que pedirle cita a ese peluquero con meses de antelación.

Jilly era perfectamente consciente de que tenía toda la culpa de encontrarse en semejante tesitura.

– Le escribiré una nota diciéndole que has dado tu aprobación. Estoy segura de que quedará encantado.

– Sé un poco más amable, Jilly, estoy haciendo todo lo que puedo. Como tú misma has señalado, estoy falto de práctica.

«¡Ya, falto de práctica!», pensó Jilly. Entonces, dejó de pensar y empezó a sentir. Sintió frío y luego calor, un calor que dio paso al sofoco.

– ¿No deberíamos marcharnos ya? -sugirió ella con voz ronca.

– También llevas un maquillaje distinto, ¿no?

Max le tocó la barbilla, la obligó a alzar el rostro, a mirarlo. Cerrar los ojos sería mostrar completamente sus sentimientos, pero a Jilly le resultaba muy difícil mirar a esos ojos grises y seguir fingiendo. Le habría gustado saber lo que Max estaba pensando, pero él seguía con esa expresión indescifrable. No, era una expresión burlona.

– Y los ojos se te ven el doble de grandes. Con las gafas y con tanto pelo no lo había notado, pero tienes un color de ojos precioso. Color caramelo. Color miel. Color miel oscura con el sol filtrándose a través.

Jilly quería pedirle que callara, pero no le salían las palabras.

– Puede que la diferencia radique en los reflejos que te han dado en el pelo.

– Puede -respondió Jilly tras un esfuerzo supremo-. ¿Te parece que…?

Pero Max no había terminado.

– El vestido también ha sido una elección muy acertada. Quítate el abrigo.

Jilly no sólo ignoró la sugerencia, sino que empezó a abrochárselo.

– Lo ha elegido Harriet -dijo Jilly, intentando distraerlo.

Pero Max no se dejó distraer.

– Harriet tiene razón: tienes la clase de curvas voluptuosas que se ven mejor cuando las enseñas que cuando las escondes debajo de la ropa…

– Max… -Max estaba bromeando y Jilly no quería que siguiera haciéndolo.

Pero él siguió sin hacerle caso.

– Y los zapatos te quedan muy bien también -Jilly empezó a relajarse, los zapatos no eran peligrosos-. Cuando empezaste a probarte zapatos, me di cuenta de lo bonitos que tienes los pies. Y también tienes unos tobillos muy bonitos.

Y entonces, sin advertirle, la miró a los ojos.

– Pero era de esperar, ya que tienes la clase de piernas que hacen que los hombres tengan sueños húmedos -a Jilly se le incendió el rostro-. Sobre todo, cuando abres la puerta con una camiseta que sólo te llega a…

– Muy gracioso, Max.

– ¿Gracioso?

– Bueno, ahora que te has reído lo suficiente, ¿podemos irnos?

– ¿Quién ha dicho que me estaba riendo?

Durante un momento, Max se quedó completamente inmóvil, mirándola de una forma que la hizo pensar que iba a besarla; a besarla y a deshacer el plan de salir aquella noche. Los labios parecieron hinchársele y quemarle sólo de pensarlo y, en ese momento, Jilly se dio cuenta de lo que le estaba pasando. No quería ir a ninguna parte, excepto a la cama con Max Fleming; sin embargo, a él lo único que parecía interesarle era entregársela a Richie como si fuera un regalo de Navidad.

Y como si quisiera demostrarle lo estúpida que era, Max se dio media vuelta, le agarró el bolso y se lo dio.

– Gracias -dijo ella, evitando que se le notara el temblor del cuerpo.

– ¿Nos vamos ya, Jilly?

Salieron del apartamento y se encaminaron hacia la puerta de la verja, sólo se oían sus pasos y el ruido del bastón en la piedra del sendero.

– Ya veo que no vas a correr ningún riesgo esta noche -dijo Jilly animadamente, en un intento por volver a la normalidad-. Llevas tu barita mágica.

Max abrió la puerta de la verja.

– Nunca se sabe cuándo se va a necesitar -con un poco de suerte, podría conseguir que Rich Blake desapareciera-. Después de usted, señorita Prescott.

El conductor les abrió la puerta.

– Esto es todo un lujo, no hay que preocuparse de aparcar ni de si se ha bebido en exceso… -comentó Jilly decidida a que la conversación fuera ligera.

– ¿Ni de si la pierna me va a fallar? -interrumpió Max sonriendo.

– Yo no me refería… ¿Es por eso por lo que no conduces? Oh, Max, lo siento, no debería…

– Es sólo una rodilla floja, Jilly. Puedo conducir y conduzco cuando estoy en el campo, pero no veo razón para tener un coche en Londres llevando la vida que llevo. Y no tienes por qué sentirte mal por mencionarlo.

– Mi madre diría que estoy metiéndome en asuntos demasiado personales.

– ¿Sí? -a Max le resultó difícil no sonreír-. Háblame de tu madre, dime cómo es.

Jilly se encogió de hombros.

– Mi madre es… mi madre. Una mujer de mediana edad, con exceso de peso…

– ¿Qué opinión tiene de Rich Blake?

– Y también me trata como si fuera una niña.

– Bueno, eso le pasa a todas las madres, a la mía incluida.

Jilly lo miró, no parecía segura de poder creerlo. Al verle la expresión, Max soltó una carcajada.

– Si quieres, mañana te llevaré a almorzar con ella para que la conozcas.

– ¡Ni se te ocurra! -exclamó Jilly, horrorizada-. ¿Qué pensaría tu madre?

– Que hace demasiado que no voy, y me lo dirá.

– Me refiero a mí. Y ahora que lo pienso, debe habernos visto en el periódico, ¿no?

– No lo creo probable, pero estoy seguro de que sus amigas han estado llamándola por teléfono todo el día para decírselo. Así que, en realidad, sería mejor para ella conocerte.

Jilly pareció pensativa y Max se apresuró a añadir:

– No te preocupes. Si no le gustas, no permitirá que se le note.

– En ese caso, ¿cómo lo sabré?

– Si le gustas, te dirá que ya me advirtió que no me casara con Charlotte -Max hizo una pausa-. Es curioso, pero las madres tienen razón con bastante frecuencia. El problema es: ¿quién les hace caso? Bueno, volviendo a lo que estábamos hablando, mañana almorzamos con mi madre. Después, si quieres, iremos a dar un paseo por el castillo de Windsor.

Jilly no parecía segura.

– Confía en mí, no pasa nada porque vayamos a comer con mi madre.

El conductor salió de la vía principal y Jilly miró por la ventanilla.

– ¿Adónde vamos?

– A un restaurante a la orilla del río cerca de Maidenhead. Tienen una comida exquisita. Te gustará.

– ¿Cómo sabes que Richie va a estar allí?

– ¿Richie? -Max empezaba a preguntarse si Jilly no pensaba en otra cosa-. No, no va a estar allí.

Al menos, eso esperaba Max. Entonces, al ver la confusión de Jilly, añadió:

– Tropezarse con él dos días seguidos le daría que pensar, ¿no te parece? Y no quieres que crea que le estás persiguiendo, ¿o sí?

– Claro que no. Perdona, lo siento… No lo sentía tanto como él.

– Por el amor de Dios, Jilly, deja de disculparte en todo momento. Debería haberte dicho adónde íbamos.

Max empezó a irritarse y los dos guardaron silencio.

Veinte minutos más tarde, el coche se detuvo en una antigua posada al lado del río. No había fotógrafos a la puerta, el restaurante era sumamente exclusivo y a Max le recibieron con deferencia. Pero Jilly notó el bajo rumor que despertó su presencia mientras pasaban al lado de un mostrador de roble construido siglos atrás camino a una mesa cerca de una hoguera de leños. Y algunas cabezas se volvieron. Pero, a pesar de lo que Max le había dicho, sabía que no era por ella.

¿Qué ponía en el periódico que Harriet le había enseñado?:


Max Fleming, que ha llevado una vida de ermitaño tras el fallecimiento de su esposa en un accidente de esquí, anoche fue visto en un famoso club de la ciudad acompañado de la señorita Jilly Prescott. Antiguo playboy, a Max se le ha echado de menos en la vida nocturna de la ciudad, y esperamos que la influencia de la encantadora Jilly haga que lo veamos con más frecuencia.


Él se había descrito a sí mismo como un hombre con más dinero que sentido común, y el periódico había confirmado su reputación de playboy. Pero ahora Max se pasaba la vida trabajando, y no por dinero, sino para ayudar a las agencias internacionales de asistencia al tercer mundo. Su vida anterior, hubiera sido la que hubiese sido, había cambiado radicalmente. En ese caso, ¿qué estaba haciendo allí con ella?

Jilly lo miró mientras Max le pedía al camarero un zumo de naranja para ella y un gin tonic para él.

Las bebidas llegaron al mismo tiempo que la carta con el menú. Jilly no tomó la suya.

– Será mejor que elijas la cena por mí ya que, esta noche, sólo estoy jugando a ser adulta sin serlo.

La irritabilidad de Jilly hizo sonreír a Max.

– Será un placer. Espero que te guste la cocina francesa.

– No tengo ni idea de cómo es, a excepción que la mayonesa es el equivalente a nuestra crema para ensaladas. Aunque, ahora que lo pienso… ¿te gustaría educarme, Max?

– ¿Educarte? -Max se dio cuenta que a Jilly le estaba molestando algo-. ¿En qué quieres que te eduque?

– Para empezar, en lo que a la comida francesa se refiere. Después, podrías enseñarme qué tenedor y qué cuchillo utilizar en cada momento.

– ¿Estás enfadada porque te he pedido un zumo de naranja sin consultarte primero? Te recuerdo que has sido tú quien me ha dicho que, desde ahora, sólo vas a beber zumo de naranja. Suponía que hablabas en serio. ¿Me he equivocado?

– Utilicé «zumo de naranja» como término genérico para describir toda clase de bebidas no alcohólicas -contestó ella-: agua tónica, limonada, agua con gas, etc. ¿Quieres que continúe?

– Preferiría que no lo hicieras. Y te pido disculpas por ser tan tonto. ¿Qué te apetece beber, Jilly?

Jilly levantó su copa de zumo de naranja y bebió. Recién exprimido. Delicioso.

– Esto está bien.

– Estupendo, porque prefiero que tengas la cabeza despejada esta noche -Jilly frunció el ceño-. No quiero ser responsable de lo que puedas llegar a lamentarte en el futuro.

– ¿Lamentarme?

– De lo que te pase después de que Richie te vea con ese vestido.

– Creía que estábamos evitando a Richie.

– Podemos intentarlo, pero no puedo garantizar nada. Londres es sorprendentemente pequeño.

– Ya veo.

La expresión de Jilly apenas cambió, pero, cuando ella se levantó, a Max no le quedó duda alguna de que estaba enfadada.

– Dime, Max, ¿estás sugiriendo que lo único que Richie tiene que hacer es mirarme para que me meta en la cama con él?

– ¿Y tú me estás diciendo que aún no lo has hecho?

Jilly enrojeció de la cabeza a los pies. Entonces, se inclinó hacia adelante y, durante un segundo, Max creyó que iba a tirarle el zumo de naranja a la cabeza. Pero Jilly dejó el vaso encima de la mesa y recogió su bolso.

– Hasta el lunes, Max. A las nueve. En tu despacho. Y no te retrases.

Jilly se dio media vuelta y, con la cabeza muy alta, salió del bar.

Estaba temblando cuando llegó al guardarropa de las señoras. Estaba a muchos kilómetros de Londres y no tenía idea de cuánto le costaría un taxi, aunque temía que las veinte libras de Max, que llevaba en el bolso «por si acaso», no serían bastante.

No sabía qué le había pasado, excepto que no quería que Max la considerase una chica fácil, barata y desesperada por meterse en la cama con Richie. Ahora, obligada a enfrentarse a ello, se daba cuenta de, que jamás había querido acostarse con él. No sabía qué había querido de Richie, pero no era eso. Quizá fuese un «gracias» y que la tratara como a una amiga de verdad.

Sólo había un hombre con el que quería compartir la cama y… Abrió el bolso, sacó un pañuelo y se secó una ridícula lágrima.

Decidió que ya había perdido demasiado tiempo en los lavabos, tenía que ir a por el abrigo. El abrigo de la esposa de Max.

Se miró el vestido y se juró llevarlo el lunes a la tienda de caridad con el resto de la ropa que había elegido. Y los zapatos.

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