Capítulo 1

MAXIM FLEMING estaba irritable. Realmente irritable. Y a su hermana, al otro lado de la línea telefónica, no le quedaba ninguna duda.

– Amanda, lo único que te estoy pidiendo es que me busques otra secretaria temporal. Y no soy exigente, lo único que quiero es alguien que sepa lo que se hace.

– Max…

– ¿Tan difícil es?

– Max, querido…

Él continuó ignorando el tono de ligera advertencia de su hermana.

– Alguien que sepa escribir a máquina y que sepa lo suficiente de taquigrafía para tomar unas notas…

– La idea que tú tienes de un poco de taquigrafía no coincide con la mía, ni con la de ninguna de las competentes secretarias que te he mandado ya -le interrumpió ella abruptamente. Después, lanzó un quedo suspiro-. Max, en la actualidad, no hay muchas chicas especializadas en taquigrafía.

Al menos, no la clase de chicas que le había enviado a su hermano. Cosa natural por otro lado, ya que ella y su hermano tenían diferentes objetivos y, desgraciadamente, sospechaba que su hermano lo había descubierto.

– ¿No te resultaría más fácil adaptarte a los tiempos y utilizar un dictáfono?

– ¿Acaso estás admitiendo que la famosa agencia de empleo Garland no es capaz de proporcionarme una secretaria competente?

– No es eso, Max. Pero tienes que darme tiempo. Eres muy exigente y…

– Tiempo es lo que no me sobra, y se supone que Garland Girls es la mejor agencia -le recordó él-. El dinero no es un obstáculo, estoy dispuesto a pagar lo que sea por una secretaria que sepa mecanografiar correctamente y hacer dictados a una velocidad un poco mayor a la que lo haría si escribiera normal. ¿Es pedir tanto a la mejor agencia de secretarias de Londres?

– Lo que sí te sobra es genio -añadió su hermana, ignorando la pregunta-. Has despachado a un montón de excelentes secretarias en cuestión de dos semanas.

– ¡Excelentes! ¡Eso sí que es un chiste!

– Jamás un cliente se ha quedado de mis secretarias -lo que era verdad, pero se debía al hecho de que nunca, hasta ese momento, había tratado de mezclar el trabajo con el papel de Celestina.

Max Fleming lanzó un gruñido.

– No voy a negarte que hasta el último ejecutivo de Londres que se precie tiene que tener al menos una «Garland Girl». Todas tienen un aspecto excelente, modales impecables y consiguen convencer a sus jefes de que es un honor tenerlas como empleadas. Bueno, pues te aseguro que no me impresiona. Lo que quiero es una profesional con personalidad y carácter.

¿Qué había hecho? Cierto que había elegido a las chicas que había enviado a su hermano por su aspecto físico y su encanto personal, pero no era posible que fuesen tan malas profesionales.

– Tonterías. Admítelo, Max, el problema eres tú. ¿Por qué van mis chicas a tener que aguantar tu mal genio y las excesivamente largas jornadas de trabajo que les exiges?

– ¿Por dinero, querida hermana? ¿O es que sólo te has limitado a la tarea de recomponer mi destrozado corazón?

– Tú no tienes cerrazón.

– Eso lo sabemos tú y yo, pero si logras conseguirme una chica que sepa taquigrafía razonablemente, puede que incluso esté dispuesto a sacrificarme. Al menos, hasta que la madre de Laura se haya recuperado lo suficiente como para volver al trabajo. No me importa el aspecto que tenga y, desde luego, no tampoco me importa a que escuela de secretariado haya ido…

– Max Fleming, eres el hombre más imposible…

– Lo sé. La lista de mis defectos es infinita. Si te prometo portarme bien, ¿me mandarás a una persona competente? Aunque sólo sea por unos días, hasta que acabe el informe que tengo que enviar al Banco Mundial.

– Debería dejar que lo mecanografiases tú con dos dedos, así no serías tan…

– ¿Vas a darte por vencida?

– Para darme por vencida, se necesita algo más que tú, querido hermano. Está bien, mañana por la mañana tendrás a alguien. Pero es la última oportunidad que te doy. Si ésta también se va, te quedas sin nadie -Amanda Garland frunció el ceño al colgar; luego, se volvió a su secretaria-. ¿Qué voy a hacer con él, Beth?

– ¿Dejar de hacer de Celestina y enviarle al pobre una secretaria, competente? -sugirió ella con una sonrisa-. Aunque, desde luego, no sé de dónde vas a sacar a alguien que pueda taquigrafiar a la velocidad de la luz, te va a resultar aún más difícil que conseguir llevarle al altar otra vez. Ahora mismo no tenemos a nadie.

– ¿No recibimos un currículum el otro día de una chica de Newcastle? Según recuerdo, taquigrafiaba a una velocidad increíble.

– Mmmm. Jilly Prescott. Amanda, te recuerdo que dijiste que no tenía la apariencia física para ser una Garland Girl -la secretaria miró la foto adjunta al currículum vitae.

– Mi hermano no quiere volver a ver a una típica Garland Girl, se ha hartado.

Beth no parecía convencida.

– Ésta es muy joven, no va a durarle ni al almuerzo.

– Es posible -respondió Amanda Garland pensativa-. Pero también podría ocurrir lo contrario. Cree que a nuestras chicas les preocupa más su apariencia física que…

– Eso es porque te has empeñado en mandarle a las guapas y…

– Bueno, pues si le enviamos a Jilly Prescott, no va a poder quedarse de eso -Amanda contempló la fotografía de una joven de aspecto sumamente normal con una mata de cabello oscuro que podía llenar un colchón-. Quiere alguien con personalidad, con carácter. Las mujeres del norte tienen fama de tener carácter, ¿no?

– Si crees que se va a dejar amedrentar por alguien, Amanda, es que no conoces a tu hermano tan bien como crees.

– Merece la pena intentarlo. Vamos, llama a los contactos que ha puesto en el currículum como referencia. Si todo está en orden, llámala y dile que esté aquí mañana por la mañana a primera hora.


Jilly Prescott marcó el número de teléfono de su prima. A la tercera llamada, el contestador automático se puso en marcha.

– Hola, soy Gemma. En estos momentos no puedo atenderte, pero si dejas tu nombre y tu número de teléfono, te llamaré lo antes posible.

– ¡Dios mío! -Jilly se apartó un mechón de pelo oscuro de la frente.

– ¿Problemas, cariño? -le preguntó su madre con mirada ansiosa desde la puerta.

– No, pero Gemma no está, es el contestador automático.

Jilly esperó a oír el familiar pitido.

– Gemma, soy Jilly. Si estás en casa, contesta, por favor -esperó unos momentos, pero nada. ¿Por qué había tenido Gemma que elegir aquella noche para salir?-. Te llamo para decirte que he conseguido un trabajo en Londres y que voy a tomar el tren de por la mañana que va a King's Cross. Te llamaré cuando haya llegado.

Jilly colgó el teléfono y se volvió hacia su madre.

– No te preocupes, Gemma me dijo que podía ir cuando quisiera.

Su madre pareció dubitativa.

– No sé, Jilly. ¿Y si está de vacaciones?

– Eso es imposible, estamos en enero. ¿Adónde iba a ir en enero? Habrá salido a algo, estoy segura que llamará luego. Y si no llama, tengo el teléfono de la oficina donde trabaja. Vamos, mamá, no te preocupes.

La agencia Garland era la mejor de Londres y había solicitado sus servicios. La querían allí al día siguiente. Jamás se le presentaría otra oportunidad así.

– Bueno, será mejor que haga la maleta.

– En ese caso, voy a plancharte la blusa buena -dijo la señora Prescott.

Jilly sabía que su madre no quería que se fuera, y mucho menos que se quedara en casa de Gemma; mantenerse ocupada era su forma de disimular, por eso Jilly no le dijo que ella también podía plancharse la blusa.

– Sólo Dios sabe qué aspecto tendrás cuando no tengas a nadie que te cuide.

– Me las arreglaré.

– ¿Tú crees?

– Mamá, me plancho la ropa yo sola desde que tenía diez años.

– No me refería a eso -su madre hizo una pausa-. Prométeme que, si algo no va bien, si Gemma no puede o no quiere tenerte en su casa, volverás a casa inmediatamente.

– Pero…

– Jilly, aquí también hay trabajo -declaró la señora Prescott, y esperó.

Una promesa a su madre no era algo que se hiciera a la ligera. Si le prometía volver, tendría que hacerlo. Pero, al fin y al cabo, ¿qué podía salir mal?

– Te lo prometo, mamá.

Se hizo un momentáneo silencio.

– ¿Vas a ponerte en contacto con Richie Blake?

– Supongo que sí -respondió Jilly, como si ninguna de las dos supiera que él era el motivo por el que quería ir a Londres.

– Puede que haya cambiado. Puede que no quiera que le recuerden su vida aquí, su pasado.

– Mamá, somos amigos. Buenos amigos.

Aún recordaba la primera vez que lo vio; un chico nuevo en la escuela con expresión de desolación, demasiado pequeño para su edad, con cabello rubio casi blanco y unas gafas sujetas a la nariz con papel celo. Un grupo de chicos más mayores habían tratado de intimidarlo, pero ella les había puesto en su sitio y había defendido al chico nuevo como una gallina a sus polluelos.

Desde entonces, él se le había pegado como una lapa. Quizá fuera por eso por lo que había visto en él lo que la mayoría de la gente no había conseguido ver. Algo especial.

Fue ella quien logró que lo contrataran como disk jokey para el baile de Navidad. Fue ella quien envió fotos de él a los periódicos locales con el fin de conseguirle publicidad gratis. Convenció a sus hermanos para que hicieran posters de él en sus ordenadores, le grabó los shows y bombardeó con las grabaciones a las emisoras locales hasta que, hartos, le admitieron en un programa juvenil de radio.

Y también le prestó el dinero para comprar el billete de tren a Londres, donde le habían ofrecido un trabajo en una emisora de comercial de la capital.

– Eres una chica estupenda, Jilly -le había dicho él en la estación-. Eres la única persona que ha creído en mí. Mi mejor amiga. Nunca te olvidaré, te lo prometo.


– Tienes mucha suerte de que se te haya presentado una oportunidad así, Jilly -le dijo Amanda Garland en tono de duda.

No era ella sola quien tenía dudas, pero las de Jilly no tenían nada que ver con su capacidad para realizar el trabajo. Eso no le preocupaba en absoluto. Pero aunque había llamado a su prima desde la estación al llegar a Londres, con lo único que había hablado era con el contestador automático.

Y ahora, como si no hubiera tenido bastante con eso, aquella mujer que la había hecho ir de Newcastle hasta allí, parecía dudar de ella. Evidentemente, su blusa planchada impecablemente no le había impresionado. Lo que no era de extrañar; en aquel mundo nuevo, todo lo que ella pudiera ponerse se vería pobretón.

Había hecho todo lo que estaba en sus manos por dar la imagen de una secretaria eficiente, inteligente y de buenos modales.

Y lo había conseguido en Newcastle; sin duda, había impresionado al abogado para el que había estado trabajando hasta la semana pasada, hasta su jubilación. Pero en el mundo de Knightsbridge, su aspecto mostraba lo que realmente era: una chica de tantas de una pequeña ciudad de la zona industrial del norte de Inglaterra. Necesitaría algo más que una blusa bien planchada para disimularlo.

En esos momentos, Amanda Garland, de la agencia Garland, la estaba mirando como si no pudiera creer haber sido capaz de ofrecer un trabajo a Jilly Prescott, por impresionante que fuera su currículum.

La verdad era que, allí sentada, en la elegante oficina lujosamente alfombrada, Jilly tampoco podía creerlo.

En los listados de la biblioteca local, había hecho una lista de las agencia de secretarias en Londres que ofrecían trabajo temporal con la esperanza de que su currículum impresionara lo suficientemente a alguien para darle una oportunidad. Al fin y al cabo, su currículum era realmente bueno.

Pero, ahora, una vez allí, tenía la desagradable sensación de estar fuera de lugar. Sólo su obstinado orgullo se negaba a admitir la posibilidad de que pudiera no ser la primera en algo, lo que le impedía levantarse del asiento y marcharse de allí a toda prisa. Eso… y Richie. Si él había logrado lo que se proponía, ¿por qué no ella también?

– Sí, tienes mucha suerte.

Amanda Garland estaba empezando a irritarla. La suerte no tenía nada que ver en eso, sino el trabajo.

Había realizado su secretariado en una escuela de renombre y se había graduado con sobresaliente. Podía escribir en taquigrafía, sin esfuerzo, ciento sesenta palabras por minuto y mecanografiarlas con la misma facilidad. Y eso era lo que la había hecho llegar tan lejos.

– Bueno, no voy a entretenerte más. Le he prometido a Max que empezarías por la mañana. ¿Tienes sitio donde alojarte, Jilly? -preguntó Amanda, mirando la maleta que Jilly tenía en el suelo a su lado.

– Voy a hospedarme en casa de una prima hasta que encuentre un piso. La verdad es que tengo que llamarla para decirle que acabo de llegar… -iba a preguntar si podía hablar por teléfono, pero Amanda ya la estaba empujando a la puerta.

Amanda Garland se detuvo delante de la entrada de la agencia.

– Jilly, será mejor que te advierta que Max es muy exigente y que no admite que se tontee con él. Necesita desesperadamente alguien competente, una verdadera profesional de la taquigrafía. De no ser así…

De nuevo, la duda.

– ¿De no ser así? -repitió Jilly.

Amanda arqueó las cejas, sorprendida por la franqueza de Jilly.

– De no ser así, debo reconocer que no te habría considerado una candidata para el puesto.

– Me gusta la franqueza -respondió Jilly, cansada de que la mirasen por encima del hombro.

Esa mujer podía guardarse el trabajo. Había cientos de agencias en Londres y, si la agencia Garland la había hecho ir desde Newcastle debido a su velocidad en la taquigrafía, lo más probable fuese que hubiera un buen mercado de trabajo allí.

– ¿Tan terrible es mi ropa? -preguntó Jilly con la sinceridad característica de la parte de Inglaterra de la que procedía-. ¿O acaso el problema es mi acento?

Los ojos de la señora Garland se agrandaron ligeramente y sus labios parecieron moverse.

– Eres muy directa, Jilly.

– En mi opinión, es una ayuda, si es que quieres saber lo que la gente piensa. ¿Qué piensa usted, señora Garland?

– Pienso que… que quizá seas apropiada para este trabajo, Jilly -por fin, los labios de Amanda esbozaron una sincera sonrisa-. Y no te preocupes por tu acento, a Max no le importa eso en lo más mínimo. Lo único que le importará es cómo haces tu trabajo. Me temo que mi hermano es un jefe insufrible y, si quieres que te sea franca, me habría gustado que fueras un poco mayor. La verdad es que me siento como si te estuviera arrojando a un mar de aguas turbulentas.

¿Su hermano? Las mejillas de Jilly se encendieron. ¿Amanda Garland confiaba en ella lo suficiente para enviarla a trabajar con su hermano?

– Oh. Yo creía que… -se interrumpió y esbozó una amplia sonrisa-. No se preocupe, señora Garland, sé nadar. Medalla de oro. En cuanto a mi edad, envejezco por minutos.

Amanda Garland se echó a reír.

– Bien, no pierdas el sentido del humor y no aguantes impertinencias de Max. Y si te grita… pues párale los pies.

– No sé preocupe, lo haré. Además, cuando los hombres se ponen difíciles, he comprobado que imaginarlos desnudos ayuda.

La risa de Amanda se transformó en un ataque de tos.

– ¿Cuánto tiempo va a necesitarme? -le preguntó Jilly a Amanda cuando ésta última se hubo recuperado.

– Su secretaria está atendiendo a su madre, que está enferma, y la verdad es que no tengo idea de cuánto tiempo va a estar fuera. Al menos, varias semanas. Pero no te preocupes, si puedes trabajar para Max, podrás encontrar trabajo con cualquiera. Y con tus calificaciones, no me costará nada encontrarte otro trabajo.

– Bien. Bueno, gracias.

– Aún no me las des. Y recuerda lo que te he dicho de pararle los pies cuando sea necesario. Y toma un taxi. No quiero que te pierdas de camino a Kensington.

– Tengo un plano de la ciudad y…

– He dicho que tomes un taxi, Jilly. Le he prometido a Max que estarías allí por la mañana, y el transporte público de Londres no es de fiar. Le llamaré para decirle que estás de camino.

– Sí, pero…

– ¡Vete ya! ¡Se trata de una urgencia! Pídele la factura al taxista, Max la pagará.

Jilly no puso más objeciones. Hasta ese momento, nadie la había necesitado tanto como para pagarle un taxi. Si así era el trabajo en Londres, no le extrañaba que Gemma estuviera tan contenta allí. Salió de la agencia con la tarjeta con la dirección de Max Fleming en la mano y, en la acera, paró uno de los famosos taxis negros de Londres.


El taxi se detuvo delante de una elegante casa rodeada por una valla alta de ladrillo en una discreta plaza ajardinada de Kensington.

– Ya hemos llegado, señorita -dijo el taxista abriéndole la puerta.

Ella le pagó lo que el conductor le pidió y hasta le dio propina. El taxista le sonrió.

– Gracias. ¿Quiere la factura? -preguntó el taxista.

– Oh, sí. Gracias por recordármelo, no estoy acostumbrada a estos lujos.

Jilly recogió el recibo que él le ofreció, se volvió de cara a la puerta de hierro forjado y llamó al timbre.

– ¿Sí? -preguntó una mujer por el intercomunicador.

– Soy Jilly Prescott -respondió ella con firmeza-. Me envía la agencia Garland.

– Gracias a Dios. Entre.

Las puertas se abrieron. Jilly no tuvo tiempo de examinar la elegante fachada de la casa de Max Fleming, ni de fijarse en el pavimentado jardín, ni en los lechos de flores, ni en la estatua de bronce de una ninfa protegida bajo el nicho al pie de un estanque semicircular.

La mujer de cabello cano que le había hablado por el intercomunicador estaba en la puerta de la casa instándola impaciente a que se apresurara.

– Vamos, entre, señorita Prescott. Max la está esperando.

La condujo a través de un espacioso vestíbulo, pasaron una curva escalinata hasta detenerse delante de una puerta de madera de paneles.

– Entre -dijo la mujer.

Jilly se encontró en la entrada de un pequeño despacho cerrado con paneles. Al fondo, había una puerta interior abierta y pudo oír la grave voz de un hombre que debía estar hablando por teléfono ya que no parecía haber nadie más.

Dejó la maleta al lado del escritorio, se quitó los guantes y la chaqueta, y miró a su alrededor. Había dos teléfonos en el escritorio, un intercomunicador, un cuaderno de taquigrafía a medio gastar y una jarra con lapiceros afilados. Detrás del escritorio había una mesa de trabajo con un ordenador y una impresora. Jilly se preguntó qué clase de software tendría instalado y, después de sacar las gafas del bolso, se las puso y se inclinó para encender el ordenador.

– ¡Harriet!

Al parecer, la voz había acabado su conversación telefónica y Jilly se apartó del ordenador, agarró el cuaderno que había en el escritorio, un manojo de lápices, se sujetó un mechón de cabello que se le había soltado de la trenza con que se lo había recogido, y se encaminó hacia la puerta interior. Max Fleming estaba delante de la ventana mirando al jardín, sin volverse.

– ¿Aún no ha llegado esa maldita chica? -preguntó él.

La primera impresión que Jilly tuvo de él fue que estaba demasiado delgado. Demasiado delgado para lo alto que era y para la anchura de sus hombros. Una impresión que se vio confirmada por la forma como le caía la chaqueta, parecía habérsele quedado grande. Sus cabellos eran tan oscuros como los de su hermana y, al igual que los de ella, eran maravillosamente espesos y cortados a la perfección; aunque los de él estaban adornados de plata en la sien.

Fue todo lo que Jilly pudo notar antes de que él diera un golpe en el suelo con el bastón en el que se apoyaba. Entonces, él se volvió y la vio. Durante un momento, no dijo nada, se limitó a mirarla como si no pudiera dar crédito a lo que veía.

– ¿Quién demonios es usted?

Demasiado fácil ser intimidada, pensó Jilly. La hermana de Max Fleming le había advertido que podía ser un monstruo; y al ver esos ojos que la miraban con expresión oscura, Jilly la creyó. Pero si mostraba nerviosismo, él se aprovecharía de su debilidad. ¿No le había dicho Amanda que le contestase si se mostraba duro con ella?

– Supongo que soy esa maldita chica -respondió ella sin parpadear, mirándolo directamente a los ojos.

Durante un momento, se hizo un tenso silencio. Entonces, Jilly, ahora que ya había demostrado que no se iba a dejar intimidar, se subió las gafas y ofreció una tregua.

– Siento haberle hecho esperar, pero el tráfico era terrible. Mi intención era venir en metro, pero la señora Garland me dijo que tomara un taxi.

Una ceja de Max se arqueó un milímetro.

– ¿Dijo algo más?

Sí, mucho más, pero ella no iba a repetirlo.

– ¿Que usted pagaría el taxi? -sugirió Jilly.

– ¡Vaya!

Jilly esperó una sonrisa al menos, pero no la obtuvo. Tampoco consiguió reírse de ese hombre imaginándolo desnudo. No, imaginar desnudo a Max Fleming sería un error, decidió Jilly con las mejillas enrojecidas.

– Bueno, alguien va a tener que pagarlo porque yo no me puedo permitir el lujo de viajar en taxi -dijo ella, obligándose a tomar una actitud de ataque. Y cruzó lo que le pareció un kilómetro de alfombra persa para dejar el recibo del taxi en el escritorio de Max Fleming-. El recibo. Si tiene algún problema, será mejor que lo resuelva con su hermana.

Lo primero que Max pensó fue que aquella chica no podía ser una de las famosas Garland Girls de Amanda, carecía del estilo y de los exquisitos modales y aspecto por las que se las conocía. Ni siquiera era guapa. Tenía los ojos ocultos tras las gafas, pero la nariz era demasiado grande, al igual que la boca. En cuanto al pelo… castaño claro, empezaba a salirse de las peinetas que lo sujetaban y la trenza se estaba deshaciendo. En cuanto a la ropa…

Llevaba una blusa blanca bien planchada y una falda lisa de color gris que le llegaba a la rodilla, parecía un uniforme. Pero no, no tenía aspecto de colegiala, sino de secretaria antigua, incluidas las gafas.

De repente, lo vio todo claro.

Su hermana había decidido gastarle una broma, era su pequeña venganza.

Evidentemente impaciente con el escrutinio al que estaba viéndose sometida, la chica dijo por fin:

– ¿Le parece que empecemos ya, señor Fleming? Su hermana me ha dicho que estaba desesperado…

Desesperado. Desolado. Vacío. Y más cosas.

– ¿Cómo te llamas? -preguntó Max.

– Jilly Prescott.

Jilly no era nombre de mujer adulta.

– Muy bien, Jilly -dijo él abruptamente. Cuanto antes desenmascarase el juego de Amanda, mejor-. Manos a la obra. No dispongo de todo el día.

– Estoy lista, señor Fleming. Así que, si usted también lo está…

Загрузка...