BUENO, Max, ¿qué es lo que quieres? -Amanda Garland, con un vaso de agua mineral en la mano y expresión pensativa, miró a su hermano con interés.
Max estaba demasiado delgado y demasiado pálido. Le preocupaba, le preocupaba mucho. Pero sabía que no debía notársele.
– ¿Que qué quiero? -la sonrisa de él no engañó-. Nada, no quiero nada. Sólo quería darle a mi hermana las gracias por encontrarme una secretaria con algo más que pelo en la cabeza.
– Es una pena, al pelo de Jilly Prescott no le vendrían mal unos toques, igual que a su ropa. Es más, si va a formar parte de mi equipo de secretarias, tendré que hacer algo al respecto.
– Está bien como es. Y su pelo me entretiene mucho; siempre parece que está a punto de derrumbarse, pero sigue en su sitio… más o menos.
Amanda no iba a discutir con él, aunque le pareció interesante la forma en que su hermano había salido en defensa de la chica. Y su fascinación por el pelo… prometedora.
– Bueno, en ese caso, bien. Pero, para darme las gracias, no necesitabas invitarme a comer, podrías habérmelas dado por teléfono.
– Podría, pero no habría tenido el placer de verte.
¿En serio pensaba Max que iba a creerle?
– Max, llevas ya mucho tiempo sin hacer vida social -Amanda bebió un sorbo de agua y miró la carta con el menú, aunque ya sabía lo que iba a pedir-. Me alegro de que estés contento con Jilly.
– Sirve -él también estaba mirando el menú, evitando los ojos de su hermana-. ¿Dónde la has encontrado?
Así que quería saber más cosas de Jilly Prescott…
– Ella me ha encontrado a mí. Quería venir a trabajar a Londres y me envió su currículum. Está muy cualificada.
– A pesar de que su pelo deja mucho que desear.
Amanda ignoró el sarcasmo y, en el momento en que iba a pedir mero al vapor con ensalada, cambió de idea.
– Tomaré faisán con lentejas -dijo Amanda-. Los dos tomaremos lo mismo.
Luego, miró con desagrado su vaso de agua y añadió:
– Y pídale al encargado de los vinos que nos traiga una botella de clarete del que bebe él -Max se rindió sin protestar al ver la mirada que su hermana le lanzó-. Hace frío y necesito algo que me caliente un poco.
– Sí, y la tierra es plana -dijo Max.
No le había engañado.
– Está bien, Max, necesitas algo que te espese la sangre. ¿No te da de comer Harriet?
– ¿Estás diciendo que no te envía un informe semanal de las calorías que tomo? ¿No te cuenta si me como el arroz con leche o se dejo un poco?
– Harriet Jacobs jamás te prepararía algo tan vulgar como arroz con leche.
– Harriet es un tesoro y hace todo lo que puede, Mandy. Lo que pasa es que últimamente no tengo mucho apetito.
– Bien, pues hoy vas a comerte todo lo que te pongan delante.
– ¡Menuda niñera estás hecha! -Max se rió-. Está bien, vamos a hacer un trato. Comeré exactamente lo mismo que tú, tenedor por tenedor. Vamos a ver hasta dónde estás dispuesta a llegar en tu campaña por cebarme con este guiso que has pedido también para ti misma.
– Eres un gusano -murmuró ella. Y Max lo admitió con un gesto-. ¿Tienes idea del esfuerzo que me cuesta mantener esta figura?
– Has sido tú quien ha elegido el faisán -observó Max-. Y el clarete. En cuanto a tu figura, a ti tampoco te vendría mal ganar unos kilos.
– Después de esta comida voy a parecer una vaca.
– Si te la comes, cosa que dudo. Más bien, te dedicarás a juguetear con el tenedor.
– Las curvas no están de moda, Max. Pero, de todos modos, te equivocas. Estoy decidida a comerme hasta la última lenteja del plato, así que será mejor que te prepares para cumplir con tu parte del trato -Max se burló de ella con una sonrisa-. Y también me beberé el vino que me corresponda.
– ¿Vaso por vaso?
Max parecía decidido a empujarla hasta el límite. Amanda lanzó un gruñido.
– Max, ten compasión de mí, es mediodía y tengo que trabajar esta tarde, aunque tú no tengas que hacerlo -entonces, riendo, se rindió-. ¡Qué demonios, es por una buena causa!
Verle sonreír así valía la pena el esfuerzo que tendría que hacer en el gimnasio.
Hacía mucho que no veía sonreír a Max, eso sin hablar de una auténtica risa. Si para eso tenía que sacrificarse, lo haría con sumo gusto. Aunque, por supuesto, la cosa no era tan simple. Su hermano era un hombre complejo, y nunca hacía nada sin un motivo. Incluso algo tan sencillo como invitar a su hermana a almorzar. ¿Qué tenía Jilly Prescott que le había hecho salir del mausoleo en el que se había convertido su casa?
– Me alegro de que Jilly te sea de ayuda -dijo Amanda.
– Tú lo has dicho.
– Me tenía preocupada que pudiera ser demasiado joven.
– ¿Demasiado joven para qué? -preguntó él-. Es una mujer adulta y, si me permites que lo diga, a la que no le dan miedo unas cuantas curvas.
¿Max se había fijado en ellas? Amanda se encogió de hombros, decidida a disimular que encontraba revelador el camino que los pensamientos de su hermano habían tomado.
– Demasiado joven para aguantar tu mal genio, cariño. Se lo advertí. Le dije que te contestara siempre que te pusieras impertinente y que no te dejara pasar ni una si no quería convertirse en otra víctima de tu carácter. Espero que me haya hecho caso.
– Te ha hecho caso, aunque eso no quiere decir que admito tener mal genio. Lo que ocurre es que no tolero las tonterías, y Jilly no es tonta; al menos, en lo que al trabajo se refiere.
– En fin, lo que haga fuera del trabajo no es asunto tuyo, Max.
– No…
– ¿Pero?
– Pero nada. Tienes razón, su vida privada es su vida privada.
Jilly no podía gastar dinero en una peluquería cara, y mucho menos en un vestido nuevo. Además, sabía qué tipo de programa televisivo sería el de Richie. El público del estudio llevaba vaqueros y camisetas en esos programas. Además, si hacía un esfuerzo por ponerse sexy, Richie lo consideraría raro, y lo último en el mundo que Jilly quería era que se riera de ella.
Pero aunque no tuviera dinero para comprarse nada, eso no significaba que no pudiera ir a ver escaparates.
Fue una equivocación, por supuesto. El suave jersey con el cuello desbocado resultó una tentación irresistible y le iría muy bien a su falda larga negra.
Y tras haber cedido a una tentación, todo fue seguir en la misma línea, pensó Jilly mientras se ponía el maquillaje, el carmín de labios y el esmalte de uñas que se había comprado haciendo juego con el jersey.
Pero no lo había hecho por impresionar a Richie, se explicó a sí misma, sino por sentirse mejor consigo misma.
Siguiendo un impulso, Max le pidió al taxista que se detuviera en la puerta de entrada de Kensington Gardens que estaba en la calle Bayswater para, desde allí, ir andando a su casa.
Necesitaba pasear después del inesperadamente pesado almuerzo. Además, esperaba que el aire fresco le despejara la cabeza, le ayudara a pensar. No sabía qué le pasaba con Jilly Prescott. Quizá, lo que le asustaba era su inocencia, que confiara tanto en lo que le decía la gente. Y una invitación a participar en un programa televisivo no le parecía el gesto de un amigo, de un verdadero amigo, que quisiera ponerse en contacto con ella. Sobre todo, si el programa era de Rich Blake.
¿Qué demonios había visto Jilly en ese hombre? Era maleducado, chulo y engreído, y nadie le consideraría guapo por mucha imaginación que tuviera. No obstante, había alcanzado la clase de fama que atraía a la gente como la miel a las moscas.
Probablemente no quisiera hacer daño a Jilly intencionadamente, estaba siendo simplemente lo que era, egoísta.
Jilly no era tonta, en absoluto; pero era vulnerable e inocente, mucho más que la mayoría de las mujeres de su edad. Y eso le tenía muy preocupado. Aunque era un misterio para él el motivo por el que le preocupaba tanto.
En cualquier caso, las penas de amor no eran fatales. Él mismo era prueba viva de ello. Max aceleró el paso, ya había desperdiciado demasiado tiempo preocupándose por Jilly Prescott.
Pero, cuando entró en la cocina aquella tarde en busca del periódico y la vio allí, se arrepintió de haberle sugerido que se comprara algo especial para salir aquella noche.
Había supuesto que se pondría algo sexy para salir delante de la cámara y para atraer la atención de Rich Blake. Sin embargo, Jilly había elegido un jersey de un delicado tono melocotón, un tono que se reflejaba en esos labios llenos por los que asomaba la punta de la lengua entre los dientes mientras cosía. Tenía aspecto suave y amoroso, como un osito de peluche. No obstante a pesar del repentino nudo que se le hizo en la garganta y la inesperada aceleración de su pulso, Max notó que aquella ropa sólo ensalzaba su falta de sofisticación.
– Pensaba que ya te habrías marchado -dijo Max.
Ella lo miró por encima del borde de las gafas antes de volver a clavar los ojos en la aguja.
– Debería haberlo hecho, pero se me ha caído un botón del abrigo. Harriet me ha prestado su caja de costura.
Tenía el rostro tan iluminado como uno de los carteles de neón en Piccadilly Circus, y el pelo recogido en una especie de moño en un intento de sofisticación. Quiso decirle que no fuera. Advertirle…
¿Qué? Jilly no podía ser tan inocente.
Pero Max se sacó la cartera, extrajo un billete de veinte libras y se las ofreció.
– Por si acaso.
Ella lo miró perpleja.
– ¿Por si acaso qué?
– Por si necesitas tomar un taxi para volver a casa.
– Pero…
¿No tenía intención de volver esa noche?
– Richie me traerá.
¿Acompañarla a casa como todo un caballero?
– No me cabe duda de que lo hará, pero no está de más tomar precauciones en caso de que surja algo inesperado. Las cosas no siempre salen como esperamos que salgan.
Harriet, que estaba detrás de él, le tocó un brazo y, asintiendo con la cabeza, aprobó el quijotesco gesto.
– Max, tienes el periódico en el estudio. La chimenea está encendida.
Diez minutos atrás, eso era lo único que quería Max; ahora, las palabras de su ama de llaves le hacían sentirse como un anciano de noventa.
Pero no era viejo ni tampoco un inválido y, como si con ello quisiera demostrarlo, subió las escaleras, a gran velocidad, ignorando el dolor de la rodilla.
¿Qué intentaba demostrar?
El hecho de que una joven bonita con las hormonas revueltas estuviera en su cocina…
En su dormitorio, se pasó una mano por el rostro. Nunca más. Se lo había prometido a sí mismo.
Se miró al espejo y lo que vio le dejó perplejo. ¿Qué había visto su hermana al mirarlo? Ahora ya no le extrañaba que estuviera preocupada por él, tenía treinta y cuatro años, pero parecía a punto de cumplir los cincuenta.
El conserje del estudio estaba esperando a Jilly. La tachó de la lista y la condujo al estudio. Ella había esperado que Richie saliera a su encuentro, pero no estaba allí; sólo había un grupo de personas que iban a participar en el programa y una chica con una tablilla de pinza que dijo llamarse Petra.
– Voy a llevaros al estudio y a mostraros vuestros asientos. Rich se acercará a vosotros durante el programa y os hará preguntas. Lo único que tenéis que hacer es contestar a lo que os pregunte y, cuando os invite a bajar a la plataforma, le seguís y yo me haré cargo del resto -sonrió brevemente-. Buena suerte. Y ahora seguidme.
La siguieron. Petra miró su lista y fue colocando a cada uno de los participantes en sus asientos.
– ¿Jilly Prescott? -miró a Jilly-. Eres amiga de Rich, ¿verdad?
– Sí.
– Espero que comprendas que no se van a hacer favoritismos.
– Lo comprendo y no esperaba lo contrario.
– Bien -Petra sonrió-. En ese caso, siéntate aquí. Si pasas la primera ronda, acabarás en el escenario tanto si ganas como si pierdes. Y no olvides sonreír pase lo que pase hasta que Rich acabe el programa. No te muevas hasta que no cerremos el programa. ¿Has comprendido?
¿Acaso esa chica creía que era idiota?
– No te preocupes, me las arreglaré -contestó Jilly.
Petra asintió y continuó con el siguiente participante; al parecer, sin notar que el velado sarcasmo de Jilly.
Poco después empezó el programa y el público estalló en aplausos. Jilly había llamado a su madre para decirle que iba a salir en televisión, así tendría algo que contarle a su hermana. Ninguna de las dos dejaba de presumir de sus respectivas hijas.
Richie ni siquiera se había fijado en ella, estaba concentrad; en las cámaras. Era genial. No había muchos animadores de espectáculos que supieran manejarse tan bien en directo, y Jilly se sintió orgullosa de él.
Orgullosa y también desconcertada. Ahora, sus rubios cabellos contrastaban con la muy bronceada piel, y las gafas habían sido sustituidas por lentes de contacto. Ese no era el chico que conocía, el chico al que había protegido siempre y al que había tenido que empujar para abrirse camino porque solo no sabía hacerlo.
Richie comenzó a interrogar al público, haciendo como si eligiera al azar a los participantes. Les hizo preguntas y reveló cosas embarazosas sobre sus personalidades, aunque debían saber lo que se les avecinaba. Entonces, justo cuando Jilly creyó que iba a pasarla de largo, Richie retrocedió y se le acercó.
– ¿Jilly? -preguntó como si no la reconociera-. ¿Jilly Prescott? ¿Eres tú de verdad, cielo, toda una mujer y preciosa?
Richie no esperó a que ella respondiera, lo que hizo fue volver la cabeza y mirar fijamente a la cámara.
– No vais a creerlo, pero esta preciosidad solía seguirme a todas partes en el colegio -dijo Richie-. Fue mi primera fan. ¿Qué haces ahora, cariño?
Jilly casi no sabía qué decir. Casi.
– Estoy aquí sentada charlando contigo, Richie -contestó ella.
Richie le sonrió traviesamente.
– Me alegro de verte, Jilly. Hablaremos luego, después del programa -durante un momento, Jilly le creyó. Richie estaba dándose la vuelta para marcharse cuando, de repente, se volvió hacia ella de nuevo-. No, tengo una idea mejor. Tú serás mi última participante.
– ¿No te parece que la gente va a creer que está amañado? -dijo ella, intentando ponerle en evidencia.
Una momentánea expresión de sorpresa fue reemplazada por una traviesa sonrisa en el semblante de Richie. Al momento, se volvió a su público.
– ¿Creéis que lo teníamos preparado? -gritó Richie.
La audiencia contestó negativamente a gritos. Pero cuando Jilly descendió las escaleras y llegó al escenario, la mirada que Petra le lanzó parecía decir que si duraba dos rondas sería un milagro.
Max estaba mirando a la pantalla del televisor cuando Harriet le llevó una bandeja con café.
– Nadie diría que Jilly sabía que acabaría en el escenario, ¿verdad? -comentó Harriet al tiempo que ponía la bandeja en la mesa de café-. ¿Crees que lo han ensayado?
– No. Creo que Jilly estaba comportándose como es ella.
– ¿Crees que ganará algo? ¿Unas vacaciones quizás?
– No, por Dios. No quiero que se vaya a ninguna parte hasta que Laura vuelva.
– ¿Tienes idea de cuánto tiempo va a estar Laura con su madre?
– No, no lo sé. Su madre se está recuperando bien, pero los pacientes de infarto tienen que mantener reposo durante bastante tiempo.
Harriet sirvió el café.
– Yo no me preocuparía… por Jilly -comentó Harriet-. Además, no creo que ese tal Rich la deje ganar nada, el público creería que estaba arreglado.
– No, supongo que no. Y también supongo que tiene otros planes respecto a Jilly -Max agarró el control remoto y apagó el televisor.
El concurso era tonto y se realizaba a una velocidad vertiginosa mientras el público reía histéricamente cuando los participantes caían en trampas que, al principio, eran inofensivos globos de agua. Pero éstos pronto dieron paso a tanques de espuma y luego a algo que parecía una especie de desagradable pantano en miniatura. A pesar de que a Jilly el pelo le caía por encima de los ojos desde que habían empezado el concurso y que se arrepentía enormemente de no haberle dicho a Petra que estaba ocupada aquella tarde, ella y tres participantes más sobrevivieron a las humillaciones a las que Richie les sometió.
Después de aquello, se pasó a una fase que consistía en una ronda de preguntas a las que había que contestar rápidamente.
Durante todo el tiempo, Jilly no dejó de oír una voz interior que le decía que Richie acabaría pagando por aquello, y también rezó porque Max no estuviera viendo el programa.
Max no lo pudo evitar, en el momento en que Harriet se marchó, volvió a encender el televisor. Como había temido, a Jilly se le había soltado el pelo de las peinetas en el momento en que empezó el concurso; tenía las mejillas enrojecidas y sonreía sin cesar. Pero Max sospechó que, por mucho que sonriera, no era así como había esperado pasar el viernes por la tarde. No obstante, había consentido en tomar parte en el programa y lo hizo con aparente entusiasmo hasta que sólo quedaron dos concursantes.
Max acabó sentado en el borde del sofá cuando Jilly y el otro finalista se rifaron dos asientos en el centro del escenario. Los dos asientos tenían toneladas de una sustancia pegajosa en ellos. Sólo uno de los dos concursantes podía ganar el premio.
Max se debatió entre la esperanza de que Jilly no ganara las vacaciones y el horror que le producía verla sometida a la humillación de que la cubriesen en público con aquella pasta pegajosa.
El público contó hasta diez en voz alta, Rich Blake tiró de una enorme palanca. Uno de los concursantes ganó el premio. No fue Jilly.
Jilly apretó los dientes y continuó sonriendo, se negaba a darle a Petra la satisfacción de que se le notara lo enfadada que estaba. Por lo tanto, continuó donde estaba, sonriendo como una tonta con aquella pasta verde en el rostro, en el jersey nuevo y en su falda preferida mientras Richie cerraba el programa.
Una vez que acabó todo, se prometió a sí misma asesinar a Richie.
Esperó en vano que Richie se le acercara para disculparse profusamente, pero Richie salió corriendo en busca de uno de los managers porque algo no había salido como él quería. Fue Petra quien se disculpó.
– Lo siento -dijo Petra en tono poco convincente.
– ¿Podría lavarme en alguna parte? -fue toda la contestación de Jilly.
– Naturalmente. Y mándame el recibo del tinte.
Petra le dio una tarjeta con el nombre y la dirección de la empresa. Producciones Rich. El pequeño Richie Black había aprendido mucho en la gran ciudad. Bien, ella también podía aprender.
Veinte minutos más tarde, con el pelo mojado de la ducha y su ropa en una bolsa, Jilly se encaminó hacia la salida enfundada en unos vaqueros que el estudio le había dado, al igual que la parte de arriba de un chándal con el nombre del programa.
Fue entonces cuando Richie apareció.
– Jilly, lo siento. Ha sido la suerte.
– ¿Sí? Bien, si no te molesta, me voy. Tu primera fan no se siente…
– ¿Y la fiesta? Tenemos una fiesta ahora y creía que ibas a venir.
– ¿Cómo? ¿Así?
– ¿No has traído otra ropa para cambiarte? Petra debería habértelo dicho.
El estudio empezaba a llenarse de mujeres vestidas para matar que se dirigieron al bar que tenían allí., Una de ellas era Petra.
– ¿No le advertiste a Jilly lo que podía pasarle? -dijo Richie a Petra.
– Naturalmente -mintió ella-. No me debe haber entendido.
Sí, claro que la había entendido, pensó Jilly.
– Además, en mi opinión, el resultado ha sido perfecto -continuó Petra-. El público se ha divertido de lo lindo.
– Bueno, si el público se ha divertido, no se hable más -concedió Jilly, apretando los dientes-. Es un programa muy interesante, Richie. Estoy segura de que será un gran éxito.
– ¡Te ha gustado! -pero ella no había dicho eso-. ¡Ésta es mi chica! Siempre tan animada.
Richie le puso a Jilly un brazo sobre el hombro y se volvió hacia los que empezaban a congregarse a su alrededor para felicitarle por el lanzamiento del nuevo programa
– Eh, escuchadme todos, ésta es Jilly Prescott. Sed amables con ella, fue la chica que me ayudó en mi carrera a la fama.
– ¿En serio? -dijo Petra, mientras el resto de los presentes miraban a Jilly como si procediera de otro planeta-. Debo haberte entendido mal, Rich, creí que dijiste que te había acompañado al tren que te trajo a Londres. Alguien debió hacerlo; de lo contrario, no estarías aquí.
De repente, todos se echaron a reír; sobre todo, las esqueléticas mujeres con escotes hasta el ombligo. Pero eso no le molestó a Jilly, lo que sí le molestó es que Richie se riera con los demás.
Jilly se zafó de su brazo.
– Richie, lo siento, pero tengo que marcharme ya.
– ¿Que te marchas? -Richie rió como si no la creyera-. No seas tonta. Petra, ofrécele a Jilly una copa.
– Rich, los coches están llegando, tenemos que irnos ya.
– ¿Sí? Oh, en ese caso… Jilly, vamos a ir a Spangles…
– Spangles es un club -explicó Petra, como si Jilly fuera una idiota que jamás hubiera oído hablar del establecimiento.
Y cierto, era una idiota que no había oído hablar de ese sitio, pero debía haber mucha gente más en el país que no supiera dónde iban a tomar copas los famosos.
– Es una pena que no hayas traído otra ropa para cambiarte -dijo Richie en tono ausente, empezando a moverse hacia la mujer que estaba a su lado, una rubia con un vestido que se transparentaba.
– La verdad es que tengo otros planes para esta noche -y no era mentira, tenía un plan… hacer una muñeca representando a Petra y cubrirla con alfileres.
Lo que tenía que hacer en ese momento era salir de allí con su orgullo intacto; por eso, le dio un abrazo a Richie, a pesar de que no tenía ninguna gana de abrazarlo, pero lo hizo para que nadie creyera que estaba a punto de estallar de ira.
– Te llamaré un día de estos, Jilly -dijo Richie.
– Bien -dijo ella ya en marcha hacia la salida y sin volver la cabeza.
El portero le sonrió cuando salió del edificio.
– Un programa estupendo. Siento que no ganara las vacaciones -le dijo el hombre.
– Me ha faltado poco -respondió Jilly con una cínica sonrisa.
– ¿Quiere que le busque un taxi, señorita?
Jilly recordó las veinte libras que tenía en el bolso. ¿Había sospechado Max lo que iba a pasar?
No, no podía ser.
El portero seguía esperando una respuesta.
– La verdad es que se lo agradecería -contestó ella.
Pero, antes de que el portero pudiera hacerlo, un largo coche negro apareció delante de la entrada y el conductor le abrió la puerta invitando a Jilly.
– Pasaba por aquí -dijo Max desde el asiento de atrás-. Voy a casa, ¿quieres que te lleve?
– Quieres ahorrarte las veinte libras del taxi, ¿verdad? -pero Jilly se subió al coche y se sentó a su lado.
Recordó el primer taxi que tomó en Londres hacía unos días; entonces, estaba llena de ilusión y entusiasmo. Ahora, en sólo unos días, había envejecido siglos.
– Supongo que has visto ese horrible programa, ¿verdad? -comentó ella recostando la espalda en el respaldo del asiento.
– La mayor parte.
– Y mi madre, y sus amigas…
– Lo más probable es que lo hayan encontrado divertido -dijo él rápidamente.
– El público sí que se ha divertido.
– Pero tú no, ¿verdad?
Jilly se estremeció.
– Tienes frío, ¿no? -al momento, Max pareció furioso-. ¿Cómo han podido dejarte salir de allí con el pelo mojado y con este frío?
– No ha sido culpa suya. Una chica quería prestarme un secador.
– ¿Y por qué no te has secado el pelo antes de salir?
– Dímelo tú, Max. Has sido tú quien tenía este coche esperándome a la puerta.