JILLY vació su copa atrevidamente.
– Crees que estoy loca, ¿verdad?
Max volvió a llenarle la copa.
– Claro que estás loca. Créeme, el amor y la cordura no tiene nada que ver, lo sé por experiencia.
Jilly se lo quedó mirando. ¿Amor? ¿Quién había hablado de amor? Pero en ese momento se dio cuenta de que Max la estaba mirando fijamente… o al vestido que llevaba puesto.
– Debías querer mucho a tu mujer.
– ¿Eso crees? La verdad es que aún no he conseguido averiguar si la quería demasiado o no lo suficiente -Max vació su copa.
Sintió un punzante dolor en la rodilla, un recordatorio permanente de las consecuencias de ser demasiado egoísta en el amor.
– Vamos, Jilly, dejémonos de tonterías y vamos a bailar.
Max tenía gotas de sudor en la frente y una palidez en los labios repentina.
– ¿Estás seguro? No tienes que…
– No es mi intención dar una demostración de cómo bailar el tango. No hay suficiente espacio.
– Yo sólo quería decir que…
– Si te prometo no caerme, ¿te atreves a bailar conmigo? -insistió él impaciente-. Vamos, la mayoría de las veces me funcionan las dos piernas. Un poco de movimiento en la pista de baile es lo que me ha recomendado el médico.
Pero la valentonada de Max no la convenció del todo, y la pista de baile estaba a rebosar. No obstante, llevarle la contraria a Max Fleming no era fácil.
– Perdona, Max.
Y para demostrarle que lo decía en serio, sonrió.
Aquella sonrisa fue lo que deshizo a Max. Estaba claro que Jilly se arrepentía de haberle dejado convencerla de ir allí y que preferiría estar a salvo acostada en su cama. Y era natural, a nadie le gustaba que le hicieran sufrir.
– Jilly, yo no te he dicho que esto fuera a ser fácil; pero si se quiere algo de verdad, hay que luchar por ello. De esa forma, uno se siente en paz consigo mismo porque se sabe que se ha hecho lo que se ha podido.
¿Por qué le estaba diciendo aquello? ¿Acaso no había aprendido la lección?
Jilly se miró el vestido.
– Para ser alguien en busca de respeto a sí misma, me siento demasiado bien vestida.
– Estás encantadora. Preciosa. Soy la envidia de todos los hombres que están aquí.
Jilly levantó la mirada y, por un momento, creyó que Max había hablado en serio.
– Idiota -murmuró ella, pero a pesar de la música Max la oyó.
– En eso estamos totalmente de acuerdo -dijo Max, suponiendo que el insulto había sido dirigido a él.
Entonces la agarró del brazo, la obligó a ponerse en pie y la llevó a la pista de baile. Hacía calor y había mucha gente, a penas espacio para moverse, así que no tuvo más alternativa que estrecharla contra sí. Jilly no puso objeciones.
– Tenías razón, Max -dijo ella al empezar a bailar.
– ¿En qué?
– En lo de que no hay espacio para el tango.
– Gracias a Dios. Tendría un aspecto ridículo con una rosa en la boca.
Jilly se echó a reír por fin, y Max fue demasiado consciente de que lo único que se interponía entre ellos eran un poco de satén color melocotón. La idea se le subió a la cabeza y se sintió tan enfermo como si, de repente, le hubiera atacado un virus.
Max no parecía capaz de olvidarse de que la piel de Jilly debía ser como el satén: suave y cálida. Al bajarle la mano por la espalda, se le erizó la piel.
– Rodéame el cuello con los brazos -murmuró Max. Jilly se limitó a mirarle-. Creía que querías poner celoso a Blake.
¿A Richie? ¿Quién, en su sano juicio, podía pensar en Richie en un momento como aquel? Inmediatamente, Jilly recuperó la compostura.
– Richie no lo notará.
– Sí lo notará. Lo ha notado ya -Max, que le sacaba la cabeza a Jilly, le estaba viendo bailar con la mujer apenas vestida. Richie miraba en su dirección.
Jilly, en la intimidad de aquel abrazo con un hombre al que apenas conocía, su jefe, descubrió de repente la clase de hombre que llenaba los sueños de cualquier mujer. Richie, a pesar de su fama, era un chico normal que conocía de toda la vida. Max era diferente. Había una natural arrogancia en él nacida de siglos de saber que se era especial.
Todo en él era diferente. Rodearle el cuello con los brazos y apoyar la cabeza en su pecho no era un martirio, y sus labios esbozaron una sonrisa cuando Max le puso las manos en la cintura y cerró el abrazo. Dos horas antes, Richie Blake la había hecho pasar un infierno; ahora, de repente, se encontraba en el paraíso.
Max cambió de postura ligeramente, de tal manera que sus manos descansaron en las suaves caderas de Jilly. Era un paraíso y también era un infierno.
El aroma de Jilly le desbordaba…
De repente, se dio cuenta de que no quería que Rich Blake se acercara a Jilly aquella noche. Aún no. Primero tendría que aprender lo que era desear a una mujer, anhelarla, apreciarla, sentir celos, y amarla lo suficiente para estar dispuesto a perderlo todo por ella…
– Jilly…
Ella abrió los ojos, engomes, muy oscuros. Su boca era suave e incitante, los labios partidos. Se lo quedó mirando.
– Max… ¿te encuentras bien?
No, no se encontraba bien. Se encontraba de todo menos bien. Al agachar la cabeza, un dolor en lo más profundo de su vientre se intensificó al rozarle el oído.
– Vámonos de aquí, Jilly.
– ¿Qué nos vayamos?
Max clavó la mirada en los labios de Jilly. Suaves, sonrosados, labios de sol y risa. Su propia boca latía con un sobrecogedor deseo por besarla, por sucumbir a la tentación. Eso sí que daría a Rich Blake algo en que pensar. Quizá debiera hacerlo.
– ¿En serio quieres que nos vayamos?
– Sí, ahora mismo -dijo Max, antes de perder el control por completo-. Confía en mí, Jilly. Soy tu hado padrino, ¿o lo has olvidado?
Siempre y cuando él no lo olvidara estarían a salvo. Max le agarró la mano.
– Imagina que el reloj está dando las doce campanadas y que el coche se va a convertir en una calabaza.
– Pero Richie…
Dios, ¿acaso esa chica no podía olvidarse de Rich Blake ni un minuto?
– Que espere -le espetó él.
Jilly se detuvo bruscamente, obligándole a hacer lo mismo.
– El bolso. Lo he dejado en la mesa.
– Olvídalo.
– ¡No!
– No creo que tengas nada de mucho valor en él.
– El bolso es de mucho valor. Era de tu… -la mirada que él le lanzó la hizo callar-. Además, tengo en él las veinte libras que me diste.
Jilly le lanzó una mirada, indicándole que estaba decidida a recoger el bolso. Al momento, se desvió y Max se vio forzado a seguirla mientras ella recogía el bolso.
– Vamos, ve a por el abrigo, Jilly -dijo Max cuando llegaron a las escaleras colocándola delante, decidido a que no volviera a desviarse del camino.
Jilly corrió ligeramente al subir los escalones, Max hizo una pausa al pie de la escalinata, el dolor le había atacado de repente. Se mordió los labios y luego, despacio, la siguió. Pero a mitad de las escaleras, cargó el peso en la pierna mala, ésta cedió, Max se tambaleó y tuvo que agarrarse a la barandilla para no caer.
– ¡Maldita sea! ¡No, Jilly, no pares! Tú sigue, ahora mismo subo.
A pesar de los esfuerzos, la pierna se negó a cooperar y Max acabó sentado en un escalón.
– Me parece que alguien ha tomado una copa de más -dijo una chica que bajaba las escaleras.
Jilly lanzó una furiosa mirada a las espaldas del grupo y luego se reunió con Max. Se sentó a su lado, tomó una de sus manos en las suyas y notó la palidez de su rostro. Le dolía, pero no iba a admitirlo.
– Idiota -dijo ella apoyando la cabeza en el hombro de Max, como si estuvieran ahí sentados porque querían.
– Dilo otra vez y te despido.
– ¡Ya, que te crees tú eso!
– Está bien, soy un idiota. Pero como me digas eso de que «ya te lo advertí…», te juro que…
– Ya, ya. Vamos, apóyate en mí, Max.
Jilly no esperó. Le levantó el brazo y se colocó debajo. Luego, le sonrió mientras se acurrucaba contra él.
– La gente va a pensar que somos una pareja de enamorados.
– Ésa es la idea, ¿no? Además, es mejor eso a que crean que estamos borrachos.
– Cierto.
Max se volvió y se la quedó mirando un momento.
El rostro de Jilly estaba a escasos centímetros del suyo, sus ojos llenos de preocupación.
– ¿Qué…? ¿Qué estás pensando?
La boca de ella era una cálida invitación.
– Estoy pensando que podríamos mostrarnos mucho más convincentes -respondió Max. A Jilly se le secó la garganta.
– ¿Cómo?
– Así.
Y Max la besó. La besó como un adolescente loco de amor. No había imaginado la calidez, se le metió dentro como un bálsamo milagroso. Tampoco había imaginado su dulzura. Pero lo que casi le hizo estallar fue la inesperada forma como ella lo besó, como si hubiera estado toda la vida esperando aquel momento.
– ¿Jilly? -Rich Blake, decidió Max, era tan estúpido y tan torpe como había supuesto que era.
Pero al oír su voz, Jilly se puso rígida en los brazos de Max. El momento pasó y él la soltó. Max se volvió hacia Blake, que estaba mirando a Jilly unos escalones más abajo.
– Eras tú. Petra me ha dicho que no podía ser, pero yo estaba seguro… -Richie miró a Max, frunció el ceño, y se dirigió de nuevo a Jilly-. No me habías dicho que ibas a venir aquí.
– Jilly no lo sabía -intervino Max-. Era una sorpresa.
Rich Blake se echó a reír.
– Para mí sí que lo ha sido. No sabía que vinieras a estos sitios -y Richie miró a Jilly como si estuviera esperando que hiciera las presentaciones.
– Oh, perdona, Richie. Max, te presento a Rich Blake. Es posible que sepas quién es.
– Sí, puede ser -respondió Max.
A continuación, le ofreció la mano a Rich.
– Richie, éste es Max Fleming.
– Max -Richie le estrechó la mano y esperó más amplia explicación, pero no la obtuvo-. ¿Por qué no venís a tomar una copa con nosotros?
– Esta noche no, Richie -dijo Jilly antes de que Max pudiera intervenir-. Estamos cansados.
– Quizá en otro momento -añadió Max, y utilizando la pierna buena y apoyándose en la barandilla, se levantó con cierta dificultad.
Jilly se puso en pie con él, le rodeó la cintura con un brazo y le ofreció su apoyo discretamente.
– Creo que alguien te busca, Blake -dijo Max.
Rich se volvió.
– Oh, Petra, ya iba para allí -Richie se volvió a Jilly-. Nos quieren sacar unas fotos para una revista. Será mejor que nos las saquen antes de que nos emborrachemos del todo.
Jilly saludó a Petra y luego miró a Max con expresión interrogante. Él asintió.
– Adiós, Richie -dijo Jilly.
– Te llamaré mañana, Jilly.
Pero ella ya estaba subiendo las escaleras.
– Apóyate en mí, Max -murmuró Jilly.
– Siento mucho que…
– Me avisaste de que eras tonto. La próxima vez, no seas además presumido y tráete la barita mágica, podrías utilizarla como bastón.
La próxima vez. No habría una próxima vez. No, si le quedaba un mínimo de sentido común.
– Gracias -dijo Max cuando llegaron arriba-. Creo que ya puedo arreglármelas solo.
– ¿Estás seguro?
Ella aún le rodeaba la cintura y el brazo de Max seguía apoyándose en su hombro. Y, desde donde estaba, Max pudo ver a Rich Blake observándolos.
Max dedicó una sonrisa a Jilly.
– Bueno, supongo que no merece la pena arriesgarse -dijo él, dejando el brazo donde lo tenía. Pero le costó un verdadero esfuerzo no volver a besarla-. ¿Te ha gustado eso?
Jilly no dijo nada. No sabía exactamente a qué se refería, si al club, al baile o al beso. Nadie la había besado así, como si el placer fuera lo único que importara.
– No te preocupes, Jilly, no voy a contárselo a nadie.
Entonces, se dio cuenta de que Max no se refería a nada de lo que ella estaba pensando, sino a Petra.
– ¿Te has fijado en la cara que ha puesto? -Jilly se apartó de él y se puso los brazos sobre sí misma mientras se estremecía. Había visto a Petra insegura, perdida. Y se odió a sí misma por ser la causa-. Sé perfectamente cómo se ha sentido. Hace sólo unos horas yo me sentía así también. No, no es ningún placer hacer daño.
– ¿Ni siquiera cuando te untó de esa especie de pegamento?
– ¿Cómo sabes tú que fue intencionado?
Max no lo sabía.
– No podían permitir que ganases. Bueno, Jilly, tu príncipe sigue ahí, mirándonos. ¿Quieres dejarle un zapato?
– Sería desperdiciar un par de sandalias preciosas.
– Vas a hacer que se esfuerce, ¿verdad?
– No creo que Richie se esfuerce por nada, excepto por sí mismo. Si quiere ponerse en contacto conmigo, tiene mi número de teléfono.
– ¿Sabes una cosa, Jilly? Me parece que no te has metido de lleno en tu papel de Cenicienta.
Ella se lo quedó mirando un momento.
– Si quieres que te diga la verdad, Max, creo que he perdido el hilo de la historia. Creía que la idea, en principio, era aparecer por sorpresa en la fiesta de Richie, deslumbrarle con mi belleza y luego desaparecer.
– ¿Por sorpresa? Te habían invitado, Jilly.
– Sí, bueno… -Jilly se miró el vestido-. Me parece que me he tomado demasiadas molestias por una copa de champán y un par de bailes.
Y un beso, pensó Jilly. Y un beso. Sólo el beso se merecía todas esas molestias y mucho más.
– Ha valido la pena -le aseguró él, sus palabras haciéndose eco de los pensamientos de Jilly-. Ya te dije que se fijaría en ti.
Jilly consideró la posibilidad de sugerir que se dieran otro beso para reforzar su posición. Entonces, decidió que no debía ser tan avara.
– No tenía trazado un plan -le dijo Max mientras se subían al coche-, pero ahora sí lo tengo.
– ¿Qué plan?
– No te va a gustar.
– Deja que yo lo decida.
– Te lo contaré cuando lleguemos a casa.
Veinte minutos más tarde, Jilly estaba sentada al lado de la chimenea del estudio de Max con una copa de coñac en la mano.
– Bueno, háblame de tu plan -dijo Jilly, apoyando la cabeza en el respaldo del sillón de cuero.
– Mi plan es mantenerte alejada de Rich Blake.
Jilly bebió un sorbo de coñac.
– En principio, me gusta la idea.
– ¿Te gusta? -la dulce Jilly quería hacer sufrir a Rich Blake un poco. Bien, él no tenía inconveniente alguno-. Estupendo, porque me temo que estoy siendo tremendamente egoísta.
Por experiencia, creía que la gente aceptaba con más facilidad un motivo egoísta que uno altruista.
– Verás, yo te necesito, y me temo que, una vez que Blake se dé cuenta de lo que se pierde, estará aquí a la velocidad del rayo y yo me quedaré sin nadie que me aguante ni el malhumor ni el volumen de trabajo.
– Eso es verdad -Jilly estuvo a punto de sonreír. Estaba dispuesta a aguantar lo que le echasen por un hombre que besaba así-. ¿Pero quién ha dicho nada de marcharse?
– En el momento en que Blake venga a por ti, te va a querer para él solo.
– Es posible, pero yo no me dejo mangonear, Max.
– Yo no he dicho eso. Pero he visto la forma como te ha mirado. Lo conoces desde hace mucho tiempo y has venido a Londres para estar cerca de él. Supongo que tus planes no eran vivir con tu prima mucho tiempo. Y no te has puesto a buscar un piso para ti sola, ¿verdad?
Jilly bebió más coñac.
– Tú mismo lo has dicho, Max. Con tanto trabajo, ¿cómo iba a tener tiempo?
– Si necesitabas tiempo libre no tenías más que habérmelo dicho.
– Sí, supongo que sí.
Max oyó una nota de duda en su voz. En ese caso, ¿qué era lo que tenía pensado? Frunció el ceño. De repente se dio cuenta de que Jilly no había hecho planes. Él había supuesto que Richie Blake había sido su primer amante y que por eso a Jilly le dolía tanto su desprecio. Pero ¿y si no era ése el caso?
Jilly era todo mujer, allí, acurrucada en el sillón. Sus labios sensuales y sus hinchados pechos bajo el satén, todo en ella proclamaba su feminidad. Era imposible que, en esa época, nunca hubiera…
– Háblame de él -dijo Max rápidamente, prefiriendo no pensar lo imposible-. Quiero saber más de Blake.
Jilly se quedó mirando el líquido ámbar de su copa y se preguntó qué demonios estaba haciendo ahí sentada a esas horas de la noche con sólo la luz de la hoguera iluminando la habitación, hablando de Richie con un hombre al que apenas conocía y que la había besado hasta hacerla temer estallar, haciéndola vislumbrar inimaginables placeres.
Lo miró en el otro sillón, frente al suyo. Tenía los ojos fijos en las llamas. Se había quitado la chaqueta, se había aflojado la corbata y tenía el primer botón de la camisa desabrochado. Un mechón de cabello le caía sobre la frente.
El fulgor del fuego dibujaba sombras en un rostro de rasgos marcados, de pómulos salientes, nariz aguileña y unos labios formando una dura línea como si tuviera la costumbre de reprimir sus sentimientos.
De repente, Jilly se dio cuenta de que Richie le interesaba tanto como el periódico del día anterior en comparación con Max. Richie era el recuerdo de una amistad de adolescencia sin un final.
Si Richie hubiera hecho lo que cualquier otro chico en su situación hubiera hecho, ella se habría olvidado de él mucho tiempo atrás. Pero mientras ella se sentaba en su casa a pensar cómo hacerle famoso, él había estado persiguiendo a otras chicas, incluida Gemma. La verdad era que nunca había habido química entre ellos y nunca la habría. No lo había comprendido hasta ahora, hasta enfrentarse cara a cara con lo verdadero.
¿Qué haría Max si se levantara del sillón, se sentara en sus piernas, le rodeara el cuello con los brazos y lo besara? El cuerpo le ardió sólo de pensarlo.
– ¿Por qué no me hablas de él? -insistió Max.
Jilly lo miró. Si hablar de Richie la mantenía allí, a solas con Max, estaba dispuesta a hablar de él toda la noche.
– Tenía unos ocho años cuando lo conocí -comenzó Jilly-. Él tenía un año más que yo, nueve, pero como iba un año atrasado y era tan bajito, no me di cuenta. Estaba en el patio del colegio, con las gafas pegadas a la nariz con papel celo, y los chicos del colegio no tardaron ni un minuto en acercársele y meterse con él.
– ¿Y tú acudiste en su ayuda?
– Alguien tenía que hacerlo. No podía ignorarlo.
– ¿No? -Max sacudió la cabeza.
– Desgraciadamente, después de aquello, se me pegó -dijo Jilly.
– Supo reconocer lo bueno.
Jilly se quedó mirando la copa de coñac. Richie le había dicho a su público que, de pequeños, ella le seguía a todas partes, pero había sido al contrario.
– Siempre iba detrás de mí, y te aseguro que tenía una habilidad especial para buscarse problemas. No eran sólo los chicos traviesos del colegio, no. También sacaba de quicio a los profesores, y ni siquiera se daba cuenta de que lo hacía. Richie vivía en su mundo.
– A los adultos les irrita mucho eso.
– Lo único que notaban en él era que se le olvidaba hacer los deberes o que perdía los libros. Y yo pasaba más tiempo diciéndole que hiciera los deberes que haciendo los míos.
– ¿No debería haberse encargado de eso su madre?
– Su madre se marchó de casa cuando él aún era un bebé, lo abandonó -Jilly tragó otro sorbo de coñac-. Y su padre no era exactamente un ejemplo de padre. Los dos hemos tenido eso en común.
El coñac la había hecho relajarse. Y la había puesto muy habladora.
– La única pasión de Richie era la música. El pop. En, el colegio pensaban que era un vago, pero no lo era. Hacía todo lo que podía por ganar dinero para gastarlo en equipo de música y se pasaba horas trabajando en ello. Y era un genio. Conocía todos los discos que se publicaban. Su pasión, su sueño era ser disc jockey; sin embargo, en el colegio nadie se dio cuenta de su habilidad para la música.
– Creo que he leído en alguna parte que a Mick Jagger los profesores le aconsejaron trabajar en una agencia inmobiliaria.
– Sí, no me extraña -Jilly suspiró y volvió a llevarse el coñac a los labios-. Les falta imaginación, eso es lo que les pasa.
– En fin, parece que ha conseguido lo que quería y que le van las cosas bien. ¿Cómo le ayudaste a empezar?
– Mi madre era miembro del comité que organizaba la fiesta de Navidad del colegio. Yo le pedí a mi hermano que diseñase con el ordenador unos panfletos anunciando a Richie como discjockey, pero con una ropa que no se le reconocía, y dejé uno de los panfletos donde mi madre pudiera verlo.
– Muy hábil.
Jilly se rió.
– La directora del colegio se quedó lívida cuando se dio cuenta de quién iba a ser el discjockey, y también mi madre. Pero cuando se enteraron, ya era demasiado tarde para buscar un sustituto. Fue todo un éxito y, con la fiesta, se ganó mucha publicidad.
– ¿Y cómo conseguiste eso?
– ¿Yo?
– No me digas que no le sacaste la publicidad tú, Jilly, me desilusionarías.
Jilly se encogió de hombros.
– No fue difícil. Llamé al periódico local, les conté su triste historia y… así empezó la cosa.
Jilly se había ganado la amistad de Richie, pensó Max. Se había ganado mucho más que ser untada con una sustancia pegajosa en un programa de televisión.
– ¿Y qué más hiciste? Porque estoy seguro de que no lo dejaste ahí.
– Le grabé los ensayos como discjockey y envié las grabaciones a la emisora de radio de allí.
– Bien hecho.
– Me costó que me hicieran caso. Al final, después de bombardearles y bombardearles con las grabaciones, le dejaron participar en un programa. Sólo quince minutos los sábados por la mañana, pero fue un comienzo.
– ¿Y después?
Jilly miró a Max a la boca. Aquella boca la había besado hacía unas horas.
– Después… -por un momento, se le olvidó de qué estaba hablando-. Ah, después también grabé los quince minutos del programa con Richie y mandé las grabaciones a diferentes emisoras de radio en Londres.
– ¿Has pensado en dedicarte a las relaciones públicas? -Max no esperó a obtener respuesta-. ¿Cuánto tiempo estuviste así?
– Un par de años.
– Y entonces vino a Londres y se olvidó de ti -dijo Max con unos celos que le hicieron sentirse cruel, que le hicieron recordar lo que había pasado aquella tarde.