Capítulo 2

JILLY sonrió y, durante un momento, Max se quedó hipnotizado con aquella sonrisa. ¿Acaso sería verdad que era secretaria?

Aún sin poderlo creer, todavía pensando que era una broma de su hermana, Max se acercó a la puerta del pasillo y asomó la cabeza. No había nadie.

– ¡Harriet!

– ¿Sí, Max? -el ama de llaves salió de la cocina al pasillo.

– ¿Jilly Prescott ha venido sola?

– Sí. ¿Esperabas a alguien más? No dijiste que…

– ¿Y no ha venido nadie más después? ¿Mi hermana, por ejemplo?

– ¿Amanda? -preguntó Harriet-. ¿Por qué? ¿Iba a venir? ¿Se va a quedar a almorzar?

– No, pero… -se dio cuenta de que su ama de llaves lo miraba con expresión de extrañeza y sacudió la cabeza-. No, no espero a nadie más. ¿Te importaría traernos café?

Luego, se adentró de nuevo en el despacho y miró a Jilly.

– Te apetece un café, ¿verdad?

– Sí, gracias.

Jilly sabía por experiencia que la posibilidad de beberlo aún caliente era muy remota, pero iba a ser un día muy lago e incluso agradecería un café frío. Miró el reloj que había encima del dintel de la chimenea. Pasaban unos minutos de las once.

Max volvió a su escritorio, dejó apoyado en él el bastón y se sentó en su sillón antes de tomar unas hojas de papel con anotaciones.

Al otro lado del escritorio, Jilly se dio cuenta de que Max era más joven de lo que al principio había creído. Las plateadas sienes y los huesudos rasgos le habían hecho calcularle unos cuarenta años, pero ahora veía que era más joven, aunque no sabía cuánto más joven. ¿Había estado enfermo? ¿O había sufrido un accidente y por eso se ayudaba de un bastón para caminar? No tuvo tiempo para meditar más sobre las diferentes posibilidades porque, en ese momento, él comenzó a dictar.

Max empezó a dictar despacio; pero después de unos minutos, se dio cuenta de que ella le seguía sin ninguna dificultad. Más aún, parecía estarle esperando.

– ¿Te importaría leerme lo que te he dictado, Jilly? -preguntó Max.

Aún no estaba convencido de la profesionalidad de esa chica, seguía inclinado a pensar que se trataba de una broma de su hermana, y prefería descubrirlo cuanto antes.

Jilly le leyó lo que él le había dictado sin vacilar.

– Puede ir más rápido si quiere. Soy capaz de taquigrafiar ciento sesenta palabras por minuto.

El se la quedó mirando.

– ¿En serio?

Jilly notó la incredulidad de su voz. ¿Acaso ese hombre no se fiaba de su propia hermana?

– En serio -respondió ella.

Y para enfatizar la contestación, se hizo una cruz en el pecho con una mano.

Max tragó saliva. En otra mujer, ese gesto habría sido abiertamente sexual. Pero se había equivocado tanto en sus presunciones respecto a esa chica que ya no sabía qué pensar.

– Increíble -murmuró Max, sin saber si el calificativo se debía a la velocidad en la taquigrafía o a la chica en sí. No obstante, podía haber otro problema-. ¿Sabes mecanografiar?

– No tendría sentido que no supiera -respondió ella sencillamente y con expresión solemne, mirándole a través del cristal de las gafas con esos ojos grandes y marrones-. ¿No le parece?

– No, supongo que no -respondió él, desconcertado al descubrir que quería pedirle disculpas por haber dudado de ella.

Pero Max rechazó la idea inmediatamente, esa chica aún tenía que demostrar que era capaz de realizar el trabajo con profesionalidad. Así que continuó dictando un complicado informe; al principio, no muy de prisa; después, cada vez con más rapidez. Al final, dictó a una velocidad que debería haber dejado a Jilly medio muerta. Y si era honesto consigo mismo, lo había hecho a propósito. Pero Jilly le siguió sin aparente esfuerzo, su pequeña mano volando sobre el cuaderno sin la menor vacilación, incluso cuando él le dictó cifras y nombres extranjeros. Y Max aumentó más aún la velocidad en un esfuerzo porque ella le pidiera que parase. Jilly no lo hizo.

– Eso es todo por el momento -declaró Max en tono irritado. Cosa completamente ridícula, ya que había pedido una secretaria eficiente y eso era exactamente lo que tenía-. ¿Cuánto tiempo te va a llevar mecanografiarlo?

– Depende del programa del ordenador -respondió ella.

Y cuando Max le dijo el programa que era. Jilly contestó:

– No hay problema, ya lo he usado -se miró el reloj-. Lo tendrá listo a las tres.

Eso era una ridiculez.

– Prefiero la exactitud a la rapidez -dijo él.

Jilly no se molestó en discutir.

– Está bien. En ese caso, a las tres y cinco.

Jilly se quitó las gafas y se puso en pie. Delante de la puerta, se detuvo y se volvió.

– Utilizaré los cinco minutos extras para preparar un té. El café se ha quedado frío.

Max se la quedó mirando. Las chicas de la agencia Garland no preparaban té. Pero Jilly Prescott no era una Garland Girl. No, en absoluto. ¿De dónde demonios la había sacado su hermana?

– Si quiere, le prepararé uno también a usted.

– No. No, gracias, no será necesario. Si quiere, Harriet, mi ama de llaves, podrá prepararle lo que usted quiera -en ese momento, el reloj del dintel de la chimenea dio las horas-. Es más, como parece que se aproxima la hora del almuerzo, pídale que le prepare un bocadillo o lo que le apetezca. Como ha empezado el trabajo tarde, no le importará no parar para almorzar, ¿verdad?

– No, en absoluto -respondió Jilly.

Y Max Fleming, desconcertado, no supo si la respuesta había sido educada o irónica.

– Me estaba preguntando qué iba a hacer respecto al almuerzo -añadió Jilly-. Tener que trabajar soluciona el problema.

Irónica. Definitivamente irónica.

Jilly salió de la oficina y él la siguió.

– ¿De dónde eres, Jilly? -preguntó Max, arrepintiéndose inmediatamente de su curiosidad.

No estaba interesado en saber de dónde era esa chica. Sólo era una secretaria temporal, nada más. Después de unas semanas, desaparecería y jamás volvería a saber de ella.

– De un sitio que nadie conoce, cerca de Newcastle. Y hablando de Newcastle… ¿sería posible que utilizara su teléfono para hacer una llamada? Se la pagaré.

¿Pagar? ¿Estaba ofreciendo pagar una llamada telefónica? Max empezaba a dudar de su oído. Durante las últimas dos semanas, las chicas que Amanda le había mandado, con sus ropas de diseño y su perfecta pronunciación, habían tratado su teléfono como si estuviera allí para ellas.

– Voy a hospedarme en casa de una prima mía, pero ella aún no sabe que he llegado -continuó Jilly-. Bueno, es posible que lo sepa, porque le he dejado varios recados en el contestador, pero…

Jilly se encogió de hombros.

– Pero le gustaría estar segura, ¿verdad?

– Bueno, la verdad es que he llamado desde la estación esta mañana y era muy temprano. Muy, muy temprano. Suponía que estaría en casa.

– Y no estaba.

– No.

– Quizá hubiera salido.

– ¿A esas horas de la mañana?

¿Era posible que fuese tan inocente? En cualquier caso, no era responsabilidad suya sugerirle lo que su prima podía haber estado haciendo a esas horas.

– ¿Haciendo ejercicio? -dijo él cínicamente.

– Es una posibilidad -contestó Jilly, pero sin convicción-. De todos modos, quiero llamarla al trabajo. La habría llamado al salir de la agencia de su hermana, pero la señora Garland me dijo que usted estaba…

– ¿Desesperado? -un delicado sonrojo adornó las mejillas de Jilly, el delicado color hizo que aquella joven tan directa se viera muy vulnerable-. Lo estaba. Y lo estoy.

Entonces, debido a que, como objetivo de esos ojos enormes y marrones, Max se sintió también bastante vulnerable, continuó en tono brusco:

– En fin, será mejor que llames a tu prima antes de volver a ponerte a trabajar. No quiero que estés distraída mientras me mecanografías el informe -Max se dio la vuelta para marcharse, pero se detuvo-. Y será mejor que también llames a tu familia, si es que tienes familia. Supongo que querrán saber que has llegado bien. Puede que estén preocupados.

¡Cielos santos, estaba empezando a comportarse como un padre!

– ¿Puede? -Jilly sonrió y, por fin, la sonrisa se tomó en una risa que marchó unos hoyuelos en sus mejillas-. Mi madre debe haber desgastado la alfombra de tantos paseos que debe haberse dado.

– Pues llámala cuanto antes… antes de que los daños a la alfombra sean irreparables.

– Bueno, verá, no puedo hacerlo porque…

– ¿Por qué no? -Max sabía que iba a arrepentirse de haber hecho la pregunta, pero la conversación estaba cobrando vida propia.

– No puedo llamar hasta no hablar con Gemma. Le he prometido a mi madre que si algo salía mal, si mi prima no podía tenerme en su casa, volvería directamente a casa -Jilly se encogió de hombros-. Es la primera vez que salgo y… mi madre está muy preocupada.

Sí, Max lo comprendía. Su madre también se preocupaba mucho por él. Pero ahora se cuidaba mucho de decirlo en voz alta.

– En ese caso, esperemos que puedas hablar con tu prima. Si estuviera fuera, va a ser un verdadero problema para ti.

– ¿Fuera? ¿En enero? -preguntó Jilly con incredulidad.

Max siguió la mirada de ella hasta la ventana, un cielo gris invernal cubría Londres.

– Por increíble que pueda parecer, hay lugares en el mundo en los que el sol está brillando ahora mismo.

– Lugares muy caros.

– No en estos tiempos -Max se dio cuenta de que Jilly consideraba que su idea de lo que era caro y la de él debían ser muy diferentes-. Además, también puede haber ido a esquiar…

La palabra salió de sus labios antes de darse cuenta. Max sabía que era una equivocación involucrarse en la vida de otra persona. Siempre lo era.

– Gemma no es muy dada al ejercicio.

– No todos van por el ejercicio -contestó él malhumorado. Entonces, con más suavidad porque, al fin y al cabo, no era culpa de la chica haberle recordado cosas que prefería olvidar -. A algunos les interesa más el ejercicio de después de esquiar.

De súbito, la mente de Jilly se llenó de imágenes sacadas de revistas de viajes mostrando despampanantes chicas junto a rubios y fuertes instructores de esquí sentados alrededor de una hoguera en un chalet de montaña. Sí, eso sí era el estilo de Gemma.

– Pero si está fuera, no tendré dónde hospedarme -dijo Jilly-. Tendré que volver a casa. Le prometí…

– Espero que no sea antes de que mecanografíes el informe.

Un comentario imperdonable, y Max se arrepintió de sus palabras nada más pronunciarlas. Pero en vez de tirarle el cuaderno a la cabeza y decirle que lo mecanografiase él, que era lo que cualquier chica de la agencia Garland haría, Jilly Prescott se recogió un mechón de pelo que le caía por la cara.

– No, por supuesto que no. Ahora mismo me pongo con ello.

Max se la quedó mirando mientras Jilly se ponía en movimiento. ¿Estaba siendo sarcástica? No, claro que no. Aquélla no era una de las duras secretarias de la agencia de su hermana. Esta chica acababa de llegar a Londres, estaba sola y se sentía vulnerable. Y eso le irritaba a él mucho más. No quería verse en esa situación. ¿Cómo se atrevía Amanda a mandarle a una chica así?

No le importaban los problemas de Jilly. No quería saberlos. Sin embargo, algo le impulsaba a seguirla y a pedirle disculpas.

Pero Jilly ya se había sentado delante del ordenador y sus dedos se movían ágilmente por el teclado. No perdía el tiempo. Ni siquiera para hacer sus llamadas telefónicas. Max quería decirle que llamara primero, pero la vio muy rígida, muy orgullosa, imponiendo una enorme barrera a la comunicación.

– ¿Estás listo ya para almorzar, Max?

Él se volvió a Harriet, que estaba en el umbral de la puerta mirándolos a los dos.

– Estoy listo desde hace diez minutos -respondió él fríamente-. Será mejor que le prepares algo también a Jilly.

¡Jilly! ¿Cómo podía mantener una relación formal con alguien llamado Jilly? Debería haberla llamado señorita Prescott y haberla tratado de usted desde el principio. Eso habría sido lo mejor. Las cosas hubieran quedado claras desde el principio.

– Y enséñala dónde está todo para que lo sepa.


Jilly oyó la puerta del despacho de él cerrarse y relajó los hombros. Lo que le producía rigidez en los músculos era la tensión, no podía ser otra cosa. Sacó un pañuelo del bolso y se sonó la nariz. ¡Llorar! ¡Qué ridiculez! Ella no lloraba nunca.

El día anterior todo le había parecido tan sencillo… Demasiado sencillo. Si su madre no le hubiera obligado a hacer esa promesa… ¡Ojalá no hubiera sido tan estúpida de creer que nada podía salir mal!

Parpadeó, se enderezó, guardó el pañuelo y forzó una sonrisa cuando Harriet volvió a aparecer con una bandeja. Jilly se puso de pie al instante para abrirle la puerta.

– Gracias, señorita Prescott.

– Oh, por favor, llámeme Jilly y tutéeme -Harriet asintió; reapareció al momento-. Le enseñaré el baño, ¿de acuerdo? Supongo que querrá lavarse las manos antes de comer.

– Siento molestarle. Saldría a comer fuera, pero el señor Fleming tiene prisa y…

– Max siempre tiene prisa -dijo Harriet-. Algunos hombres no aprenden nunca. Además, no es ningún problema, te lo prometo. ¿Qué te apetece comer?

– Cualquier cosa. ¿Qué le ha preparado al señor Fleming? -preguntó Jilly intentando no ser una molestia, con la intención de dar el menor trabajo posible.

– Salmón ahumado. ¿Te apetece?

Jilly parpadeó. ¿Salmón ahumado? Lo había probado una vez, en la fiesta de jubilación del abogado para el que había trabajado, y aún no sabía si le gustaba o no. Casi no podía creer que se hicieran bocadillos de salmón ahumado.

– Un bocadillo de queso me servirá -dijo ella con firmeza.

Harriet esbozó una cálida sonrisa.

– Veré qué puedo hacer. Ven, voy a enseñarte el baño. Luego, cuando estés lista, ven a la cocina, allí comerás más tranquila.

Las paredes del baño eran de mármol, el suelo estaba alfombrado, había un enorme espejo encima del lavabo y toallas espesas. No tenía nada que ver con el baño de la oficina en la que había trabajado hasta ahora, la clase de oficina a la que volvería inmediatamente si Gemma no aparecía pronto.

Después, cuando se secó las manos con una de las suaves toallas, se rehízo la trenza, volvió a ponerse carmín de labios y fue a la cocina.

– Siéntate, ponte cómoda -dijo Harriet.

– Debería seguir trabajando en el informe…

– Que Max no se levante nunca de su escritorio no quiere decir que tengas que seguir su ejemplo. Además, no puedes comer y mecanografiar al mismo tiempo, ¿no te parece? -Harriet le indicó con un gesto que se sentara a la mesa.

Harriet era alta, elegante, y sus cabellos canos tenían un corte perfecto. No se parecía en nada a la idea que Jilly tenía de un ama de llaves. Aunque la verdad era que Jilly nunca antes había visto a un ama de llaves.

– No, supongo que no. Pero tengo que hacer un par de llamadas. El señor Fleming me ha dicho que puedo utilizar el teléfono.

– Si son llamadas personales, ¿por qué no utilizas mi teléfono? De ese modo, no podrá interrumpirte aunque quiera.

Una sonrisa irónica mientras la conducía a través de una puerta que había en un rincón de la cocina indicó a Jilly que Harriet sabía lo mucho que Max Fleming podía incomodar. La oficina del ama de llaves era diminuta, no mucho más grande que un armario, pero tenía escritorio, mesa de despacho y teléfono; lo demás estaba colocado en estanterías.

– Haz las llamadas que necesites.

– Gracias y perdone, señora…

– Jacobs. Pero, por favor, llámame Harriet y tutéame. Todo el mundo me llama de tú.

– Gracias, Harriet.

Cuando Jilly llamó a la oficina de su prima, le dijeron que Gemma estaba de vacaciones y que no volvería hasta finales de mes. Jilly colgó y se quedó mirando el teléfono un momento. Richie era la otra única persona que conocía en Londres. No había sido su intención llamarlo hasta no estar bien asentada y poder decirle con aire casual: «Hola. Estoy trabajando en Londres y se me ha ocurrido llamar para saludarte…». Pero aquello era una emergencia. Buscó su número de teléfono en la agenda y marcó.

– Producciones Rich.

– ¿Podría hablar con Richie Blake, por favor?

– ¿Con quién?

– Con Richie… -pero recordó que ahora se llamaba Rich, Rich Blake, la nueva estrella de la televisión-. Con Rich Blake. Soy Jilly Prescott, una amiga suya.

– El señor Blake está en una reunión -la respuesta de la mujer parecía dar la impresión de pensar que estaba hablando con una chica que lo había visto una vez y que intentaba hacer que pareciese conocerlo mejor.

– En ese caso, ¿podría darle un mensaje? -insistió Jilly-. ¿Podría decirle que Jilly Prescott ha llamado? Y dígale también que estoy en Londres y que necesito hablar con él urgentemente, ¿de acuerdo? Dígale que me llame a este teléfono.

Jilly dio el teléfono de Max Fleming, pero no obtuvo respuesta.

– ¿Lo ha anotado?

– Sí. Se lo diré.

Y Jilly vio mentalmente una chica arrugando una nota y tirándola a la basura. Richie se había hecho famoso y, probablemente, cientos de chicas lo llamaban a diario.

Su madre se mostró mucho más contenta de oírla.

– ¡Jilly! Gracias a Dios que has llamado. Acabo de enterarme de que Gemma está de vacaciones -su madre siempre se enteraba de todo-. Tu tía ha venido a casa con una postal que Gemma le ha mandado desde Florida. Se ha ido allí con un novio.

El tono de desaprobación era evidente.

– Sabía que era un error que te marcharas así -continuó su madre-. Bueno, ¿qué vas a hacer ahora?

¿Le daba una alternativa? ¿No le estaba ordenando que volviera a casa inmediatamente como una chica buena? No, su madre era demasiado lista para hacer eso. Se basaba en la promesa de que volvería a casa si algo salía mal.

¡Por el amor de Dios, tenía veinte años, casi veintiuno! Ya no era una niña. Una mujer de veinte años con una responsabilidad. Su madre tenía que entenderlo, ¿no?

– Mamá, justo en estos momentos tengo que mecanografiar casi medio libro. Hasta no hacerlo, no puedo pensar en nada más -dijo Jilly.

Pero, por una vez, estaba pensando que le gustaría comportarse como su prima, olvidarse de las promesas hechas y hacer lo que le apeteciera.

Gemma era irresponsable, se teñía el pelo, vivía en Londres, y su madre siempre decía que acabaría mal. Quizá fuera así, pero en esos momentos estaba de vacaciones en Florida. Con un novio. Y ella, Jilly, ni siquiera tenía novio. No era que le hubieran faltado proposiciones, pero para ella sólo había habido un chico, Richie, y últimamente éste parecía haberse olvidado de su existencia.

– Debes haberte llevado una gran desilusión -le dijo su madre, ahora mostrándose segura de que Jilly estaría en casa en cuestión de horas-. ¿Qué tal es el trabajo?

Segura de la obediente respuesta de Jilly, se permitía el lujo de mostrar su curiosidad.

– ¿El trabajo? -pero Jilly no se sentía inclinada a ser obediente y amable con nadie en esos momentos-. El trabajo es maravilloso. El señor Fleming estaba tan ansioso de que empezara a trabajar que la señora Garland me ha mandado a su casa en taxi. El salario es cuatro veces lo que ganaba hasta ahora y el baño de la oficina es de mármol.

Un baño de mármol impresionaría a su madre.

– ¿En serio? Y… ¿cómo es el señor Fleming?

– ¿El señor Fleming?

¿Cómo era el señor Fleming? Ningún hombre la había mirado como él lo había hecho, como si se transparentase. Pero eso no iba a decírselo a su madre. De repente, tuvo un momento de inspiración y decidió provocar la compasión de su madre:

– Creo que el pobre ha estado enfermo. Anda con un bastón -eso le hacía parecer hacer visitar regulares al geriatra.

– Oh, pobre hombre… -dijo la señora Prescott con compasión.

Sí, había sido una buena idea lo del geriatra, pensó Jilly.

– Y no podía encontrar a nadie, aquí en Londres, que tomara notas en taquigrafía -eso para los prejuicios de su madre.

– Desde luego, de lo que no va a poder quejarse es de tu trabajo -declaró la señora Prescott con un orgullo que irritó a Jilly.

¿De qué servía ser la mejor en el trabajo si tenía que vivir en casa y trabajar en el despacho de cualquier abogaducho con un sueldo de pena? Quería un trabajo como el que tenía la secretaria de Amanda Garland. Quería llevar un traje que costase una fortuna, que le cortase el pelo alguien que supiera lo que estaba haciendo con las tijeras, y… ¿Qué estaba pensando? No, quería ser Amanda Garland, no su secretaria.

– ¿A qué se dedica? -le preguntó su madre, sacándola de su ensoñación.

– Es economista y trabaja para el Banco Mundial, busca dinero para financiar la provisión de agua para esos pobres niños de África. Ya sabes, los que ves por televisión -Jilly apeló a la compasión de su madre con esas palabras y, para enfatizarlas, lanzó un dramático suspiro-. No sé cómo va a arreglárselas. En fin, mamá, tengo que dejarte. Aún me queda un montón de trabajo…

Pero su madre no había acabado.

– ¿Has hablado ya con Richie Blake? -mantuvo el tono neutral, pero no pudo disimular del todo su aprensión.

– No, todavía no.

Pero el día aún no había llegado a su fin.

– Bueno, Jilly, será mejor que colguemos para que puedas terminar tu trabajo. Llámame cuando sepas en qué tren vas a volver.

La absoluta certeza de su madre de que iba a dejar el mejor trabajo de su vida para volver a casa sin antes intentar buscar un lugar donde hospedarse hasta que Gemma volviera de vacaciones era una instigación a la rebelión.


A las tres en punto Jilly llamó a la puerta del despacho de Max Fleming, entró y dejó el informe completo encima del escritorio.

Max Fleming miró el informe y luego al reloj, que estaba dando la hora en ese momento. Después, se recostó en el respaldo del asiento y la miró con esos ojos penetrantes grises.

– Dime, Jilly, ¿has estado esperando a que el reloj diera las tres campanadas o ha sido pura coincidencia? Max sabía la respuesta tan bien como ella, pero

Jilly se negó a permitir que la intimidase.

– Pura coincidencia -respondió ella sin vacilar.

– Va, por las narices -respondió Max optando por ser prosaico.

Jilly parpadeó. El abogado para el que había trabajado jamás habría dicho una cosa así. Pero Max Fleming tenía razón, había acabado el informe con tiempo de sobra, un tiempo que había aprovechado para volver a llamar a Richie, pero sin resultados.

– Lo que usted diga, señor Fleming.

Él miró el informe, pero no antes de que Jilly le viera mover los labios en forma bastante prometedora.

– Max. Llámame Max y tutéame. Y siéntate mientras examino los errores y las faltas de ortografía.

– No encontrarás ninguna.

– En ese caso, no me llevará mucho tiempo.

Jilly no contestó. Al cabo de unos minutos en los que Max repasó cifras y nombres, éste levantó la cabeza con una sonrisa. No había duda, era una sonrisa.

– Tenía mis dudas, pero… En fin, ¿te importaría hacer unas copias del informe? Seis. Y llama a un mensajero, quiero enviarlo a AID tan pronto como las copias estén listas -a Max no le pasó desapercibida la expresión de incomprensión de Jilly-. La Agencia Internacional para el Desarrollo; aunque la verdad es que no va a servir para nada, cuando quieran hacer algo ya será demasiado tarde. En tu escritorio tienes una agenda con todas las direcciones.

Incapaz de pensar en una respuesta apropiada al comentario, Jilly recogió el informe y se puso en pie para volver a su oficina.

– Y luego, vuelve aquí con la agenda -añadió Max antes de que llegara a la puerta-. Quiero organizar el trabajo de mañana por la mañana para que sepas qué tienes que hacer, porque voy a salir y no volveré hasta el mediodía…

Jilly, deteniéndose, se volvió y lo miró con el corazón encogido. No tenía sentido retrasar el momento.

– Lo siento, pero dudo mucho que esté aquí mañana por la mañana, Max.

Max la miró con incredulidad.

– ¿Que dudas estar aquí mañana? Claro que vas a estar aquí. ¿Es que Amanda no te ha dicho que, por lo menos, voy a necesitarte un par de semanas? Y puede que más.

– Sí, me lo ha dicho. Pero tenías razón, mi prima está de vacaciones, en Florida, y no tengo sitio donde hospedarme.

– Ése no es motivo para que vuelvas a… -Max se interrumpió, -no recordaba exactamente de dónde había dicho Jilly que venía.

– El norte de Watford -le recordó ella.

– Sí, de un sitio del que nadie ha oído hablar -añadió él con ánimo de venganza-. En fin, no creo que tu prima vaya a pasarse el resto de la vida de vacaciones.

– Hasta fin de mes.

– Exactamente. Dos semanas más. Hasta entonces, podrás quedarte en un hotel.

¿Así, sin más?

– Estoy segura de que intenta ayudarme, señor Fleming, pero…

– Max y de tú -le recordó él.

– Max -respondió ella algo incómoda. Jamás había llamado a un jefe por el nombre de pila y de tú-. Llevo realizando trabajo temporal desde noviembre y, en caso de que no lo hayas notado, acaban de pasar las navidades. He tenido que pagar el tren y…

– En otras palabras, ¿que no sea tan imbécil?

– Yo no he dicho eso…

– Pero lo has pensado y tienes razón. De todos modos puedes estar segura de que no vas a ir a ninguna parte, Jilly. Durante las dos últimas semanas, eres la primera chica que ha pisado este despacho y que es casi tan profesional como Laura -Max notó que fruncía el ceño-. Mi secretaria. Está cuidando a su madre que está enferma.

– Sí, algo me ha dicho la señora Garland al respecto.

– ¿En serio no tienes ningún otro sitio donde hospedarte en Londres?

– Podría considerar algún banco en un parque. También está el puente de Waterloo…

– ¡Déjate de tonterías, estoy hablando en serio! -le interrumpió él irritado.

Tenía que haber una solución. Llamaría a Amanda; después de haberle encontrado la secretaria perfecta, no le quedaba duda de que su hermana haría cualquier cosa por ayudarle a conservarla.

– Siéntate.

– ¿Y el informe?

Max no contestó. Se limitó a clavarle los ojos y a esperar a que lo obedeciera. Jilly volvió a la silla delante del escritorio y se sentó sin añadir palabra.

Max descolgó el teléfono y marcó un número.

– ¿Amanda? Necesito otro favor.

– Por favor, no me digas que has conseguido espantar a la pobre chica. Te advertí que…

– La «pobre chica» no necesita tu compasión en absoluto. Lo que necesita es un techo para pasar las dos próximas semanas.

– ¿Y qué?

– ¿Es que no puedes buscarle un sitio?

– Tengo una agencia de empleo, querido, no una agencia de alquileres inmobiliarios -Max esperó-. No comprendo por qué recurres a mí para esto.

– ¿A quién si no?

– Querido, tú tienes la respuesta. Tienes espacio suficiente en esa casa para veinte secretarias si quieres. Ofrécele una de tus múltiples habitaciones de sobra. Además, así la tendrás a mano cuando se te ocurra alguna de tus brillantes ideas en mitad de la noche.

– No puedo…

– ¿Por qué no? En serio, Max, si lo que te preocupa es que piense que vas detrás de su joven y turgente cuerpo dile que eres gay.

– ¡Mandy!

– ¿No? ¿Tu machismo no te lo permite? Bueno, en ese caso, tendrás que convencerla de que Harriet es una perfecta carabina, -y, dicho eso, Mandy colgó.

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