Capítulo 10

AMANDA GARLAND movió unos papeles que tenía encima del escritorio.

– Beth, ¿tenemos la hoja de trabajo de Jilly Prescott de la semana pasada?

– No, aún no está. Entre lo que tu hermano ha debido haberla hecho trabajar y lo de salir por las noches, no creo que haya tenido tiempo de rellenarla

– Eso a mí no me importa, es viernes y debería haberla enviado hace días. Llámala, ¿te importa? No, espera. Yo lo haré.

Amanda marcó el teléfono del despacho de su hermano.

– Oficina de Max Fleming, Laura Graham al habla.

– ¿Laura? ¿Qué demonios estás haciendo ahí? -las palabras se le atragantaron-. ¿Cómo está tu madre?

– Más o menos igual, pero Max no podía arreglárselas sin mí, así que ha contratado a una enfermera para que la cuide. Ya sabes cómo es con las chicas temporales…

Amanda alzó los ojos al techo. Laura Graham podía ser indispensable, ¿pero tenía que recordárselo siempre a todo el mundo?

– No lo comprendo, Laura. ¿Dónde está Jilly?

– ¿Jilly? ¿Jilly Prescott? Se marchó el domingo, ¿es que no lo sabías? Al parecer, se ha ido con su novio, un famoso de la televisión. Supongo que te llamará para que le pagues. Max le dijo que lo hiciera. Aunque puede que no necesite el dinero.

– Por favor, pásame a Max.

– Está hablando por la otra línea. La verdad, Amanda, si no te importa que te sea sincera, a Harriet y a mí nos tiene muy preocupadas -¿cómo si a ella no la tuviera preocupada?-. No come casi nada. Aunque supongo que tú ya lo sabes…

– No, no lo sé. Creía que… esperaba que… ¡Maldita chica! No, eso no es justo, no es culpa suya. No es culpa de nadie. Sabía que esto acabaría en desastre -Amanda suspiró-. ¿Ha dejado alguna dirección para que pueda ponerme en contacto con ella, Laura?

– No ha dejado nada, excepto unos zapatos. Harriet quería enviárselos, pero Max ha dicho que él no tenía la dirección.

– Pues mándamelos a mí. Yo tengo la dirección de donde vivía en su archivo. Hablaré con ella lo antes posible, Laura.

Amanda colgó el teléfono y miró a Beth.

– Será mejor que llames a la oficina de Rich Blake y te enteres de adónde quiere Jilly Prescott que le enviemos el cheque.

– ¿A la oficina de Rich Blake? ¿Para qué?

– Hazlo, Beth. Ahora mismo.

– Será mejor que lo deje para el lunes -contestó Beth, y Amanda se la quedó mirando-. No creo que haya nadie hoy en esa oficina.

– ¿Por qué no?

– ¿Es que no has leído el periódico? Rich Blake se ha casado esta mañana.

– ¿Qué?

– Los periódicos lo han anunciado como «la boda secreta de una estrella de la televisión». ¡Tonterías! No creo que tuviera nada de secreto, había docenas de personas, incluido el fotógrafo de este periódico.

Amanda le arrebató el periódico a su secretaria y. examinó la foto.

– No lo comprendo, ésta no es Jilly.

– ¿Jilly? ¿Hablas de Jilly Prescott? ¿Y por qué iba a casarse con Jilly si llevaba meses viviendo con Petra James?

– ¡Dios mío! Si Max pensaba que Rich Blake y Jilly… -Amanda se interrumpió-. En ese caso, ¿dónde está Jilly?

No esperó a obtener respuesta, lo sabía.

– ¡Qué pareja de idiotas! Dame el archivo de Jilly. No, no te muevas, iré yo por él.

Amanda sacó el archivo de un mueble y se encaminó hacia la puerta. Después, retrocedió para agarrar el periódico.

– ¿Adónde vas? ¿Qué hay de la cita que tienes a las tres? -le gritó Beth.


Max se volvió cuando Amanda apareció en la puerta de la oficina de Laura.

– Mandy, ¿qué haces aquí? -su hermana, siempre exquisitamente arreglada, estaba despeinada y descompuesta-. ¿Qué demonios te pasa?

– ¿A mí? -Amanda se lo quedó mirando. Max tenía la piel grisácea y muy pálida, y estaba más delgado que nunca-. A mí no me pasa nada, pero a ti deberían examinarte la cabeza. Toma, échale un vistazo a esto.

Amanda le tiró el periódico. Después, le vio parpadear al ver la foto y leer el encabezamiento del artículo.

– No es Jilly, Max. ¿Es que no lo comprendes? No es Jilly.

Al momento, Amanda tuvo que preguntar:

– ¿Max? Max, ¿adónde vas?

– ¿Adónde crees que voy? -dijo Max dirigiéndose hacia la puerta-. Voy a buscarla y a enterarme de qué demonios pasa.

– ¿No quieres su dirección?

Amanda abrió la carpeta y sacó el currículum que Jilly le había enviado. Max tomó el papel con manos visiblemente temblorosas. Amanda sonrió y luego le dio un empujón.

– Vamos, ¿a qué esperas, hermano?

– A esto.

Y Max le dio un abrazo de oso antes de volverse y salir a toda prisa.

Laura apareció en la puerta.

– ¿Adónde va Max?

– A buscar a Jilly -Harriet, que no se había movido de la puerta desde la llegada de Amanda, sonrió de oreja a oreja.

Amanda también estaba feliz.

– ¿No es absolutamente romántico?

Laura se limitó a arquear las cejas con gesto de desaprobación.

– A mí me parece una locura. Se ha dejado el bastón… ¡Y el abrigo! Va a pillar una pulmonía.


Delante de la puerta de la agencia Garland, Jilly vaciló antes de abrir. Necesitaba desesperadamente el dinero que había ganado trabajando para Max, pero le resultaba casi insoportable ver a la hermana de éste y estar tan cerca. Pero todo era insoportable, estuviera donde estuviese. Al menos ahí, en Londres, estaba en la misma ciudad que él. Y Amanda le había dicho que le encontraría otro trabajo. Quizá, si se quedaba, lo vería algún día.

Beth se volvió cuando Jilly entró en el despacho y se la quedó mirando como si estuviera viendo un fantasma.

– Jilly…

– Hoy estaba en Londres, porque he venido a una boda, y… Bueno, Max me dijo que me pasara por aquí para recoger un cheque. Siento no haber enviado la hoja de trabajo, pero…

– ¿Has visto a Max? -le preguntó Beth.

– No, desde el sábado pasado.

Jilly se volvió en ese momento, cuando Amanda entró en la oficina.

– ¡Jilly!

Jilly miró de una a otra sin comprender por qué tanta perplejidad.

– ¿Ocurre algo?

– Bueno, es que Max…

– ¿Max? ¿Le ha pasado algo a Max? -la angustia se reflejó en su rostro, que empalideció al momento-. ¿Qué le ha pasado? ¿Está mal? ¿Está enfermo?

– Se ha marchado a Newcastle.

Jilly frunció el ceño. ¿Qué demonios había ido Max a hacer a Newcastle?

– Ha ido a buscarte -gritó Amanda-. Yo creía que… Los dos creíamos que… Oh, Jilly, ¿qué diablos estás haciendo aquí?

Jilly había ido a Londres para asistir a la boda de Rich, que incluso le había enviado un coche para que la llevara.

¡Y Max había elegido ese preciso momento para ir a Newcastle a buscarla! ¡A buscarla a ella! Durante unos segundos, Jilly no sabía si reír o llorar. Pero al momento se recuperó y supo lo que tenía que hacer. Sin más palabras, se dio media vuelta y abrió la puerta.

– ¿Qué hay del cheque? -gritó Beth.

– Que espere. Envíamelo.

– ¿Adónde?

– A Newcastle, naturalmente.

Beth se volvió a Amanda.

– Newcastle debe ser un sitio increíble -dijo Beth-. Quizá debiéramos abrir una oficina allí.


Max se sentó en el asiento de ventanilla de un vagón de primera clase con el periódico en la mano. Ahora tenía tres horas de espera en las que pensar en el futuro. Al marcharse, no había pensado en nada, sólo había sentido. No obstante, lo único que había hecho la semana anterior era pensar, pensar e intentar hacer lo que Jilly quería, o lo que él creía que ella quería.

¿Había vuelto a su hogar con el corazón roto porque Blake había decidido casarse con otra? Sin embargo, se habían abrazado como grandes amigos y Blake la había llevado a casa. Él, por su parte, había estado tan seguro de… Pero no, Blake no podía ser tan sinvergüenza, ¿o sí? Nadie que conociera a Jilly podía hacerle eso.

Sólo había una forma de averiguarlo, y él tenía que averiguarlo.

Tres horas. Tres horas que le parecían tres años. ¿Qué demonios iba a hacer durante el trayecto?

– Siempre hay alguien al que le pasa eso, ¿verdad?

Max miró al hombre que se había sentado frente a él.

– Perdone, ¿qué ha dicho?

– Que siempre hay alguien que pierde el tren -el hombre indicó con la cabeza la barrera que no dejaba pasar a más gente.

Max, educadamente, se volvió. Vio a una joven elegantemente vestida rogándole a la empleada del ferrocarril que la dejara pasar. Llevaba un abrigo oscuro largo, pero fue el cuello de cisne del jersey color melocotón lo que llamó su atención. Era igual que el que Jilly se había comprado. Max continuó mirando.

– ¡Oh, Dios mío, Jilly!

– ¿Amor? -la empleada del ferrocarril esbozó una enorme sonrisa-. Haberlo dicho antes.

Después, se volvió al guardia que estaba revisando si las puertas estaban cerradas para que saliera el tren.

– Eh, George, espera un momento. Una pasajera más para el tren -la mujer levantó la barrera y dejó a Jilly pasar-. Vamos, adelante. Y dele un beso de mi parte.


– Ah, menos mal, se han compadecido de ella. ¿Y quién no lo haría, con una sonrisa así?

Max no podía creerlo. Jilly estaba en Newcastle, se lo había dicho Amanda. ¿Cómo podía estar ahí?

Max dejó el periódico, se puso en pie y empezó a caminar hacia la cola del tren.

Debía estar equivocado, no podía ser ella. Era el color del jersey lo que le había confundido, y también el pelo. Sin embargo, sabía que era ella. Por algún motivo, por increíble que fuese, ella estaba allí…


Era viernes y el primero de los vagones estaba lleno de estudiantes que volvían a casa a pasar el fin de semana. Jilly comenzó a recorrer el pasillo central con la esperanza de encontrar un asiento en alguno de los vagones.

Max recorrió despacio el tren, examinando todos los asientos, buscando un jersey de color melocotón. Llegó al vagón restaurante y, durante un momento, pensó que la había encontrado. Pero la chica que hacía cola para el buffet se volvió en ese momento y a Max se le encogió el corazón al ver que se había equivocado.

Volvió la cabeza. Tres horas.

– Billetes, por favor.

– Oh, Dios mío, no tengo billete. He llegado al tren de milagro y…

Aquella voz, aquel acento eran inconfundibles. Sin embargo, debía haber docenas de chicas en ese tren que hablaban como Jilly.

– No va a ser un problema, ¿verdad? No podía esperar. Verá…

Max se volvió, y ahí estaba ella, a la entrada del buffet, con la cabeza agachada buscando el monedero en el bolso.

– ¿Puedo pagarle con tarjeta de crédito?

– Sí, señorita. ¿Adónde va?

– A Newcastle.

– ¿Sencillo o de ida y vuelta?

Jilly titubeó.

– La verdad es que no estoy segura…

Max se inclinó sobre el hombro de Jilly y le dio la tarjeta de crédito al revisor.

– Dos billetes en primera, por favor.

Jilly se dio la vuelta al momento.

– ¡Max!

Todo el amor que sentía estaba en sus ojos. ¿Cómo. no lo había visto antes? De repente, no sintió necesidad de buscar las palabras adecuadas, la verdad estaba ahí.

– Creía que…

– Iba a buscarte, Jilly.

– Amanda me lo ha dicho. He venido a Londres a la boda de Rich, y me pasé por la oficina… Y fue cuando ella me dijo que…

¿A Jilly no le importaba que se casara con otro?

– Creía que me llevabas horas de adelanto -añadió ella cuando Max no dijo nada.

¡Y había ido a buscarlo a él! Saberlo le dio valor, coraje, esperanza…

– Te necesito, Jilly.

– ¿Me necesitas? -Jilly lo miró a los ojos-. ¿Como secretaria?

El revisor esperaba.

– Laura es mi secretaria. Te necesito… como esposa.

Jilly creyó estar soñando. Amarlo y que la amara era más de lo que se atrevía a soñar. Y sabía lo mucho que eso significaba para él.

– Max… -pronunció ella en voz apenas audible-. Oh, Max, ¿estás seguro?

– Claro que está seguro, jovencita -dijo alguien animándola-. ¿Es que no ve que el pobre está perdidamente enamorado?

La intención de Max había sido ir despacio, de mostrarle poco a poco lo mucho que la quería.

– Sí, Jilly, estoy completamente seguro. Pero estoy dispuesto a esperar hasta que tú también lo estés. Y no me importa el tiempo que te lleve.

– Dios mío, mujer, ponga fin al sufrimiento de ese pobre hombre.

Los labios de Jilly esbozaron una sonrisa insegura.

– Yo estoy segura si tú lo estás.

– Bien, ya está arreglado. ¿A qué están esperando? Vamos, hombre, dele un beso.

Max le puso una mano en la mejilla, pero antes de poder hacer lo que aquel desconocido pasajero le había sugerido, el revisor tosió para llamarle la atención.

– Perdone, caballero, pero ¿le importaría posponer este momento y decirme antes para dónde quieren los billetes?

Max no apartó los ojos de Jilly.

– Para el paraíso -respondió Max.

– ¿El paraíso? Bien, caballero -el revisor sabía cuándo darse por vencido-. ¿Y los quiere sencillos o de ida y vuelta?

– Sencillos -respondió Max sin vacilar-. No vamos a volver nunca de allí.

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