Capítulo 10

A medida que pasaron los días de aquel mes de agosto, Lisa y Sam se acostumbraron a verse a diario en la oficina y, todas las noches, a solas; pero a pesar de las promesas que Lisa se formulaba en su fuero interno, nunca sacó a colación el tema de sus hijos. Por una razón o por otra, el momento adecuado no se presentó la primera noche, y, a medida que pasaron los días, fue cada vez más fácil postergar el tema.

Sin embargo, ella veía cada vez más a Sam. Conoció cuáles eran sus comidas preferidas, sus colores favoritos y las estrellas cinematográficas a las que admiraba. Asistieron aun concierto al aire libre, y él le ayudó a elegir sillas para la sala. Fueron a un encuentro de pretemporada de los Chiefs de Kansas City, en el lujoso estadio Arrowhead, y casi todos los días corrían juntos.

En apariencia todo estaba bien, y la relación entre ambos se consolidaba, pero, cuando se aproximó la última semana de agosto, fue evidente que se acentuó la tensión entre ellos. Sam nunca había preguntado por qué ella necesitaba la semana libre; pero Lisa sabía que estaba intrigado.

Ella tuvo muchas oportunidades para explicarle la situación, por ejemplo cuando él alzó en brazos a Ewing, miró en los ojos al gato y dijo:

– Amigo, me agrada tu nombre. ¿Quién te lo puso?

Era la oportunidad perfecta, de modo que fue imperdonable que ella no la aprovechara para explicar que el inventor del nombre fue Jed, y que lo había pronunciado por primera vez en su media lengua infantil.

Todo habría sido mucho más sencillo si ella hubiera escuchado a su conciencia y le hubiera revelado las cosas desde el comienzo. Pero cuanto más guardaba el secreto, más complicada parecía la situación, hasta que el asunto se convirtió en una suerte de temor maligno, como ella bien sabía, debía ser extirpado antes de que llegara a matarla. Pero a estas alturas de las cosas, ya había postergado tantas veces la revelación del asunto, que estaba adoptando una actitud paranoica.

Había ocasiones en que descubría que los ojos de Sam la estudiaban reflexivamente, y Lisa sabía que él se mordía la lengua para no formular la pregunta. Sin embargo, en una actitud muy respetuosa no decía nada. Y la tensión entre ellos se acentuaba cada vez más.

Hasta la noche en que él la llevó a su propia residencia para cenar con la madre. La velada fue un éxito completo, y Lisa comprendió que representaba otro paso en su relación, cada vez más profunda. Pero sabía también que Sam no había elegido esa velada, antes de la semana en la que ella estaría ausente, sin haberlo pensado muy bien. La había invitado como diciendo… hemos eliminado otro obstáculo; ahora es tu turno.

En el trayecto de regreso a casa de Lisa, se acentuó la tensión entre ellos. Afuera, una tormenta se abatía sobre la ciudad, con grandes relámpagos que zigzagueaban sobre la llanura y ensordecedores truenos. Comenzó a llover a cántaros. Los limpiaparabrisas marcaban su propio ritmo, y los neumáticos chirriaban al deslizarse sobre las calles llenas de agua, mientras, en el coche Sam evitaba tomar la mano de Lisa, un gesto que él acostumbraba hacer cuando conducía el vehículo.

Ya en la casa, apagó el motor y las luces, y después unió sus manos sobre el volante y miró al frente, como esperando una explicación.

– Lisa… -comenzó.

Pero antes de que él pudiera seguir, Lisa lo interrumpió.

– No tiene sentido que los dos nos empapemos. Quédate aquí.

El silencio de Sam pareció decir: ¿En nuestra última noche juntos? Pero continuó cavilando mientras la tensión se acentuaba aún más entre ellos. Por último, como no podía encontrar una salida elegante, Lisa se inclinó y lo besó en la mejilla. Él permaneció sentado, rígido como una estaca, pero cuando ella extendió la mano hacia la puerta, la mano de Sam surgió de la oscuridad y cogió la de Lisa con tanta fuerza que ella contuvo una exclamación. Él la soltó inmediatamente, y su voz demostró que estaba arrepentido.

– Lisa, te echaré de menos.

– Yo… yo también. -Ella esperó, casi sin aliento, pero tampoco ahora formuló la pregunta, y ella no le ofreció una explicación. Lisa deseaba mucho ser sincera con él, pero temía que la considerara poco inteligente. El silencio se prolongó, y pareció que la tensión en el automóvil desembocaría en una explosión. Y entonces, justo en el momento en que ella pensó que ya no podía soportar un instante más, Sam le soltó la mano, suspiró con fatiga y se hundió en el asiento. Ella buscó la cara de Sam en las sombras, y durante un segundo el interior del automóvil quedó iluminado por un rayo. Él tenía los ojos cerrados, y ahora desvió la cara, mientras se pellizcaba el puente de la nariz.

– Lisa, no estoy seguro… no, olvida eso, empezaré de nuevo. -Apartó la mano de su propia nariz, pero tenía la voz tensa, con un inconfundible acento de fatiga-. Lisa, creo que te amo.

Era lo que menos esperaba escuchar de sus labios. Se le llenaron los ojos de lágrimas y le latió con fuerza el corazón. Buscó la mano de Sam entre los dos asientos, la encerró entre las suyas y se la llevó hasta los labios. Sobre el dorso de esa mano depositó algo más que un beso. Era como si quisiera absorber su textura, su tibieza y su seguridad. Y también era como un modo de disculpa.

Lisa enderezó los dedos largos y apretó la mejilla y la frente contra los nudillos.

– Oh, Sam -dijo con tristeza apoyando los labios sobre la mano, después se la llevó al lado de su cuello, y la apretó bajo la barbilla, mientras el pulso le latía aceleradamente-. Creo que yo también te amo.

En el interior del cuerpo de Lisa todo se manifestaba como si allí se estuviera desarrollando una tormenta igual a la que prevalecía afuera. Pasó las yemas de los dedos sobre la cara interior de la muñeca de Sam y sintió su pulso acelerado; pero él se sentó como antes, hundido en la butaca.

– ¿Qué hacemos? -preguntó Sam, y ella comprendió que ese hombre estaba muy cerca de obligarla a contar el porqué se disponía a ausentarse de su vida con tanto misterio durante una semana.

– Esperar y ver. Ambos hemos dicho que lo pensaríamos.

Pero incluso a los ojos de Lisa la respuesta parecía impropia, y percibió que la frustración de Sam se agravaba.

– ¿Esperar? -rezongó, y la cólera surgió de nuevo a la superficie, mientras él preguntaba con voz dura:

– ¿Cuánto tiempo?

Sus dedos se cerraron con fuerza alrededor de los de Lisa.

– Sam, déjame entrar.

Él pareció reflexionar un momento, como si calculara el efecto de la pregunta antes de formularla.

– ¿Puedo entrar contigo?

Ella le soltó enseguida la mano.

– No, Sam, esta noche no.

– ¿Por qué? -Él se enderezó en el asiento, y pareció que su cuerpo se endurecía al mismo tiempo que se inclinaba hacia ella.

– Yo… -Pero no atinaba a explicarlo. Solo sabía que el asunto guardaba relación con la visita de sus hijos al día siguiente, y con el sentimiento de su propia incapacidad. Pero antes de que pudiera hallar una respuesta, la voz de Sam resonó muy fría en el tenso espacio que los separaba.

– Está bien, ven aquí. -y antes de que ella pudiera adivinar sus intenciones, tendió las manos hacia Lisa, en un gesto insolente que antes nunca había usado con ella y la acercó al asiento, hasta que ella apoyó el cuerpo contra el pecho de Sam. Comenzó a besarla con una desagradable falta de sensibilidad.

– Sam… ¡no! -Ella se debatió, rechazándolo instintivamente, pero él la sostuvo por las muñecas, y manifestó una temible fuerza en la expresión de su cólera. Mientras, los dos se miraron medio inclinados sobre el asiento del coche. Los dedos de Sam se hundieron en la piel suave de Lisa, allí donde se manifestaba con más fuerza el pulso. Las lágrimas temblaron en los párpados de la joven, y el miedo pareció subirle por la garganta.

– ¿Por qué te resistes? Deseo que me des una buena despedida. Eso es todo.

– Sam… -Pero antes de que por sus labios tensos brotaran más palabras, ella se vio arrojada contra su pecho duro, y su mano derecha quedó atrapada entre los cuerpos, de modo que ya no pudo utilizarla. Y entretanto, la voz de Sam le lastimaba el oído.

– Acabo de decirte que creo que te amo, y tú me has confirmado lo mismo. En vista de eso, creo que merezco una despedida apropiada. -Ella intentó rechazarlo con la mano libre, pero él la controló sin mayor dificultad, mientras abría brutalmente el cierre de sus pantalones y deslizaba su mano bajo la tela.

– Sam… ¿por qué… por qué haces… esto? -sollozó.

Pero él se mostró implacable.

– ¿Por qué? -Su mano invadió la parte del cuerpo femenino que él nunca había tocado si no era con la mayor ternura, pero su voz convirtió el acto en una burla-. Para esto me tienes, ¿no es verdad? Eso es lo que quieres de mí, ¿no es cierto?

La manoseó con habilidad consumada, mientras un inenarrable sentimiento de pérdida se manifestaba en Lisa. Ahora, ella sollozaba sin ruido, y, en algún lugar de su mente, surgía el pensamiento de que ella misma había provocado esa reacción. La confesión del amor realizada por Sam había equivalido a una invitación para que Lisa confiara en él, y, sin embargo, ella se había negado de nuevo. Las lágrimas descendían por su cara cuando ella por fin renunció a la lucha y yació pasivamente sobre el cuerpo duro y excitado de Sam, y le permitió hacer lo que se le antojara.

Con la misma rapidez con que se había manifestado, el espíritu de lucha se disipó en él. Su mano cayó inerte mientras su pecho todavía jadeaba a causa de la emoción. El corazón de Sam latía a través de la delgada tela de la blusa de Lisa, y él respiraba compulsivamente. Al oír aquel sonido, ella también contuvo las lágrimas que le anudaban la garganta. Poco a poco los dedos de Sam se retiraron para descansar sobre la piel suave y tibia de su vientre. Ninguno de los dos habló.

En esos momentos, mientras yacía sobre él, sintiendo su respiración torturada sobre su cuello, Lisa vio la muerte de aquel amor que podía haber sido. Contuvo los sollozos que luchaban por salir a causa de la destrucción de algo que los dos habían construido lenta y cuidadosamente, algo que había encerrado una promesa tan luminosa poco tiempo atrás.

Y por Dios, ¡cómo dolía! Él había atacado uno de los puntos más vulnerables de Lisa, y lo había usado en contra de ella, muy consciente de que su actitud la humillaría. Lisa deseaba poder retroceder diez minutos y comenzar a vivirlos de nuevo. Pero a lo sumo, podía apoyar la muñeca sobre los ojos, mientras los músculos de la garganta se sacudían espasmódicamente. Entretanto, yacía sobre Sam como una flor cortada, mustia por culpa del mismo sol que otrora le había infundido vida.

Lisa abrió los ojos y miró sin ver los hilos de lluvia que descendían por el parabrisas. Los chispazos intermitentes del relámpago habían convertido el verde en un color fantasmagórico. Durante un minuto se sintió desorientada y como dividida.

Después, encontró la fuerza necesaria para reaccionar y enderezar el cuerpo, muy lentamente, apoyándose en los muslos de Sam y pasando los dedos temblorosos a través de sus propios cabellos en desorden, pero todavía incapaz de encontrar la fuerza necesaria para separarse por completo de él.

– Cheroqui…

– ¡No! -La palabra que él había comenzado a pronunciar quedó cortada por el endurecimiento de los hombros de Lisa y la contundente negativa. Ella había movido una mano en un gesto de advertencia, pero todavía continuaba apoyada sobre él, todavía le daba la espalda. Siguió un silencio mortal, interrumpido solo por el tamborileo de la lluvia en el techo del vehículo y el estallido del trueno.

Después, un músculo tras otro, ella desplazó su cuerpo fatigado hacia el lado más extremo del asiento, y separó sus piernas de las piernas de Sam. Del mismo modo intencional, él se enderezó detrás del volante, colgó las manos sobre él y miró al frente durante varios segundos, antes de descender muy despacio la frente sobre los nudillos.

Ella se acomodó la blusa, cerró y abotonó los pantalones, y se inclinó para calzarse, todo con los movimientos rígidos de una autómata. Pero cuando extendió la mano para recoger su bolso y después para abrir la puerta, Sam alzó la cabeza y apoyó una mano sobre el brazo de la joven, para detenerla.

– Cheroqui, discúlpame. Hablemos de esto.

– No me toques -dijo ella con voz neutra-. Y no me llames cheroqui.

Sam retiró la mano, pero su voz tenía cierto acento persuasivo.

– Esto sucedió porque no quieres confiar en mí. Si ahora te vas y rehúsas obstinadamente…

La puerta del automóvil interrumpió el ruego de Sam. Ella descendió a los torrentes de lluvia y cerró el coche con un fuerte golpe. Una especie de río de agua corría a lo largo de las alcantarillas, pero ella apenas lo sintió cuando su pie, protegido por la media de nailon, chapoteó. Después, avanzó casi a ciegas hacia la puerta. Detrás de Lisa se oyó el ruido del motor, y el automóvil se alejó a velocidad vertiginosa, y las luces traseras aparecieron sobre el pavimento a lo largo de la calle. Al llegar a la esquina, él se limitó a aminorar la marcha. Después reanudó la carrera con un segundo chasquido de los neumáticos y un movimiento pendular de las luces de posición, que al fin se perdieron a lo lejos.

La noche que siguió fue una de las peores en la vida de Lisa. Estaba destrozada por la riña entre ella y Sam, pero al mismo tiempo sabía que debía reaccionar para recibir a sus hijos. Condenaba a Sam Brown porque había provocado ese torbellino emocional en su vida en un momento en que ya soportaba un exceso de contratiempos. El recuerdo de que vería a sus hijos le provocó de nuevo una sensación agridulce en su corazón, algo que era mitad alegría mitad dolor.

Al día siguiente, mientras se arrodillaba para saludarlos, tenía la conciencia de que aquella visita en cierto modo estaba condenada desde el principio.

Jed y Matthew habían crecido mucho desde la última vez que los había visto. Con sus seis y ocho años, ahora se oponían a los abrazos de bienvenida de la madre. Diciéndose que no debía sentirse despreciada, ella retrocedió y comprendió que seguramente les parecía extraño que ella necesitara unos minutos para reaccionar. De todos modos, les encantó la nueva casa, y ocuparon sus camas con gestos de alegría y exclamaciones de sorpresa. Cayeron sobre Ewing, y parecía que lo habían extrañado más que a su madre, que contemplaba la escena con cierto vacío dolorido, recordando que ella y Joel habían decidido adoptar el gato en un momento de graves problemas de convivencia, y pensaron que el animalito sería bueno para sus hijos.

Los niños explicaron a su madre que papá los trataba muy bien, y que Tisha, la nueva esposa, era en verdad buena. Tisha cocinaba la mejor lasaña del mundo. No, contestó Lisa a su hijo menor, cuando preguntó, ella no tenía mucha práctica con la lasaña. ¿No prefería un plato de espagueti? Pero al parecer Matthew ya no adoraba los espagueti tanto como antaño.

Lanzaron gritos de alegría cuando ella sugirió la posibilidad de llevarlos a ver un partido de fútbol, el segundo día que estuvieron en la casa. Pero no conocían los nombres de los jugadores de Kansas City, y, antes de que pasara mucho tiempo, ya estaban moviéndose inquietos en los asientos. A veces se mostraron desordenados, y se burlaban uno del otro o peleaban durante el juego; y sus brincos y gritos atraían las miradas desfavorables de las personas que estaban en los asientos más cercanos. Se retiraron del estadio después del tercer tiempo. En el camino de regreso a casa, Lisa supo que el fútbol era ahora el juego favorito de los dos hermanos. Papá estaba entrenando al equipo, y Tisha asistía a todos los encuentros.

El lunes Lisa los conquistó llevándolos de paseo al parque de atracciones. Viajaron en el Orient Express y en la montaña rusa, hasta que a Lisa le dolieron los pies de tanto esperarlos. Pero, después de cada viaje, ella compartía el placer de sus hijos y escarbaba de nuevo en su cartera empobrecida para pagar las golosinas que los niños reclamaban. Olvidó llevar la loción bronceadora, de modo que al final del día los dos chicos estaban quemados por el sol y aquella noche fueron a acostarse irritados e incómodos.

Ya en su cama, pensó en Sam y en el día que los dos habían ido al parque de atracciones; pero aquella ocasión había sido tan grata, que ahora ella la recordaba con un sentimiento agridulce. En definitiva, se echó a llorar desconsolada. Lo extrañaba terriblemente, incluso ahora que lo odiaba por el dolor que le había provocado. Contempló la posibilidad de llamarlo, pero su equilibrio emocional ya era muy dudoso por la necesidad de atender de nuevo a sus dos hijos.

Los chicos casi ya no parecían sus hijos, y ella se sentía cada vez menos eficaz. Nada de lo que hacía parecía apropiado de acuerdo a las necesidades de los dos pequeños, y en cambio todo lo que Tisha hacía era perfecto. Se prometió que al día siguiente no cometería errores.

Ese día los llevó al zoológico Swope, que ocupaba una extensión de treinta hectáreas, con sus seiscientos animales. Pero el año anterior, los niños habían estado en los Busch Gardens de Florida y habían participado en el Safari Africano, que incluía la presencia de elefantes. El zoológico Swope pareció a los ojos de sus hijos un parque de segunda clase.

Todas las noches, cuando estaban durmiendo en sus camas gemelas, Lisa se acercaba a la puerta del dormitorio y observaba las cabezas oscuras sobre las almohadas de color claro, y las lágrimas formaban un nudo en su garganta. En esos momentos, olvidaba los días desastrosos. Se sentía desesperadamente feliz de tenerlos allí. Los dos niños dormidos de nuevo eran suyos, carne de su carne, seres que ella había creado. Los amaba con terrible intensidad, pero al mismo tiempo sabía, con una dolorosa certidumbre, que el amor de la madrastra era mucho más influyente que todo el que ella podía prodigar. Pronto se convertiría para ellos en una mera sombra. Quizá ya estaba en esa situación.

Matthew tuvo una pesadilla la siguiente noche y despertó llorando. Lisa se sentó sobre el borde de la cama, mientras el dorso de las manos bronceadas de su hijo se manchaba con las lágrimas que le corrían por las mejillas.

– ¿Dónde está mami? -dijo Matthew sollozando.

– Aquí estoy, querido -contestó ella tratando de tranquilizarlo. Pero desorientado, y acostumbrado a las seguridades de su vida en la otra casa, Matthew gritó:

– No, quiero a mami.

El viernes Jed y Matthew estaban haciendo comentarios acerca de sus amigos en la otra casa, y trazando planes acerca de lo que harían cuando regresaran.

El sábado mostraron el dinero que «mami» les había dado para que compraran un regalo para el padre. Lisa los llevó a la gran tienda Halls, en el Crown Center, donde había artículos desconocidos de otros lugares del mundo. Compraron para el padre una barra de jabón que tenía la forma de un micrófono, de manera que pudiese cantar bajo la ducha.

El domingo, Lisa vistió a cada uno con el traje nuevo que les había comprado, y esperó ansiosa que el padre viniera a buscarlos. Se preguntó cuál sería su reacción frente a Joel y experimentó una punzada en el estómago cuando sonó el timbre de la puerta de la calle. Los niños se lanzaron a abrir. Hablaron con él acerca de las cosas interesantes que habían hecho durante la semana. Y poco después fueron con los brazos extendidos a abrazar a Tisha, que esperaba en el coche.

Joel tenía un aspecto saludable y complacido, y observó cómo los niños cruzaban corriendo el jardín, antes de girarse hacia Lisa. Ella lo observó con inmenso alivio, y comprobó que ese hombre ya no representaba una amenaza para sus sentimientos. En determinado punto había cesado de amarlo, y ahora podía estar frente a él sintiéndose cómoda con la situación.

– ¿Cómo estás, Lisa?

– Oh, muy bien. Las cosas marchan bien con mi nuevo empleo, y ahora tengo la casa, y… -Su mirada se volvió hacia los niños, y después retornó a la cara de Joel-. Tú y Tisha estáis haciendo un trabajo maravilloso con ellos.

– Gracias. -Él permaneció sereno frente a Lisa-. Esperamos otro hijo en febrero.

– Bien, ¡felicidades! -Lisa sonrió-. Yo… bien, transmite mis felicitaciones a Tisha.

– Eso haré. -Joel insinuó un movimiento para alejarse, y por primera vez pareció un poco incómodo-. Bien, creo que los niños volverán a verte en Navidad.

– Sí. -La palabra le sonó muy distante.

– Niños -llamó Joel-, venid a despediros de vuestra mamá.

Regresaron corriendo, dieron a Lisa el beso requerido, y después se olvidaron de todo y regresaron al coche con la mayor rapidez posible.

Cuando se marcharon, Lisa recorrió la casa como un alma en pena, abrazando su propio cuerpo. La cocina olía a golosinas; encontró una disolviéndose en el fregadero. Uno de los niños la había arrojado allí cuando les dijo que llegaba su padre. Recogió los restos pegajosos y los arrojó al cubo de la basura; después, echó agua para enjuagar el fregadero. Pero la mancha sonrosada persistió. La contempló largo rato, hasta que se disolvió del todo. Una lágrima descendió por su mejilla y cayó al lado de la porcelana de color almendra. Un momento después apoyó un codo sobre el reborde y sollozó desesperada. El sonido de su propio llanto hizo que gimiera con más intensidad todavía, y los ecos de su queja resonaron en la habitación vacía. Mis hijitos. Se agarró el estómago y permitió que el sufrimiento la abrumara, apoyando la cara en su antebrazo hasta que este se puso resbaladizo. Sus sollozos se convirtieron en una queja tan prolongada que Lisa se quedó sin aliento; y ahora sintió que se le aflojaban las rodillas. Se acercó a la mesa de la cocina y se desplomó en una silla, dejando caer la cabeza sobre los brazos y llorando hasta que pensó que ya no podían salir más lágrimas de sus ojos: Ewing apareció, frotó su cuerpo contra la pierna de Lisa y ronroneó, lo que aumentó su sufrimiento. Necesitaba un pañuelo, pero no tenía en la cocina, de modo que subió a la primera planta, se sonó la nariz y se secó los ojos. Sosteniendo un puñado de pañuelos arrugados contra la nariz y la boca, se apoyó en el marco de la puerta del dormitorio, y sintió que se reanudaba su pesar al ver las camas gemelas y los estandartes en la pared, encima de las camas. Su cabeza se apoyó fatigada en el marco de la puerta, y siguió llorando hasta que le dolieron la garganta y el pecho. Te quiero, Jed. Te quiero, Matthew, susurró. Su dolor parecía ser eterno. Los sollozos convulsivos continuaron hasta que sintió que la cabeza le estallaba, y se arrastró hasta el cuarto de baño en busca de dos aspirinas. Pero al ver su cara descompuesta en el espejo, más lágrimas afloraron a los párpados hinchados, y pensó que si no escuchaba pronto el sonido de otra voz humana, en verdad moriría.

Entró vacilante en la cocina, y marcó el número buscando ayuda en la única persona que podía reconfortarla. Cuando oyó la voz de Sam, trató de calmar su propia voz, pero perdió el control de sus nervios y comenzó a hipar en medio de las palabras.

– ¿Sam…?

Un momento de silencio, y después la voz preocupada.

– Lisa, ¿eres tú?

– Sam… -No podía decir otra cosa.

– Lisa, ¿qué sucede? -Pareció que el pánico lo dominaba.

– Oh, Sam… yo… te necesito… tanto. -Un enorme sollozo brotó de su garganta mientras aferraba el auricular con las dos manos.

– Lisa, ¿estás enferma?

– No… no… enferma no… yo… me duele mucho. Por favor… ven aquí…

– ¿ Dónde estás?

– En casa -respondió ella con voz ahogada.

– Ya voy.

Cuando se cortó la comunicación, el brazo de Lisa descendió hacia el suelo, y el auricular se balanceó, colgado de los dedos inertes, mientras ella rogaba:

– Por favor… date prisa.

Estaba sentada frente a la mesa de la cocina diez minutos después, cuando Sam Brown irrumpió a través de la puerta del frente. Se detuvo en mitad del vestíbulo, el pecho agitado.

– ¿ Lisa? -La vio cuando ella se levantó de la silla. Se encontraron en el centro del vestíbulo. Ella se arrojó sobre Sam, sollozando de un modo humillante y aferrándose al cuerpo sólido del hombre, mientras él intentaba abrazarla.

– Sam… oh, Sam… abrázame.

Él la estrechó en un gesto protector.

– Lisa, ¿qué sucede? ¿Estás enferma?

El cuerpo de Lisa temblaba tanto que era imposible que pudiera responder. Él cerró los ojos y apretó una mejilla contra los cabellos en desorden de Lisa, mientras las lágrimas cálidas caían sobre la camisa y el cuello. El cuerpo torturado de Lisa estaba sacudido por estremecimientos, y él la abrazó con fuerza, con la esperanza de que se calmara.

– Sam… Sam… -sollozaba Lisa desesperada, incansablemente.

Nunca un cuerpo le había parecido tan grato. Su pecho sólido y los brazos eran un terreno conocido. El aroma y la textura de la piel de Sam la reconfortaban. Por su parte, él se mantenía firme como una roca, las piernas abiertas y el cuerpo largo protegiendo a Lisa. Estaban olvidadas las ofensas que cada uno había infligido al otro. Y también el dolor de la separación. Las barreras cayeron mientras ella buscaba la fuerza de Sam y él la concedía de buena gana.

– Estoy aquí -le aseguró Sam, abarcando todo el ancho de la cabeza de Lisa con una mano grande, y apretando contra su cuerpo el cuerpo femenino-. Dime.

– Mis niños… mis pequeños. -Dijo ella, ahogándose, y las sencillas palabras fueron el comienzo de la confesión, mientras él escuchaba inmutable, como el cimiento sólido de la vida de Lisa.

– ¿ Estuvieron aquí?

Ella solo asintió.

– ¿Y ahora se han ido?

De nuevo ella asintió y él le acarició los cabellos. Lisa retrocedió unos centímetros.

– ¿Cuánto tiempo hace que lo sabes?

Las manos de Sam le apretaron la cabeza, mientras sus pulgares enjugaban las lágrimas que aliviaban el dolor de Lisa.

– Casi desde el principio.

Ella lo miró a través de una confusa bruma, mientras el corazón se le inflamó de amor por ese hombre.

– Oh, Sam, yo temía tanto… decírtelo. -Hundió la cabeza en el hombro de Sam.

– ¿Por qué? -Sam habló con voz espesa, y ella percibió en la pregunta los restos del dolor que le había provocado, y se prometió que lo compensaría-. ¿No podías confiar en mí?

Las lágrimas comenzaron a brotar de nuevo, mientras Lisa se aferraba a él.

– Temía tanto… lo que pudieras pensar de mí.

Los sollozos le sacudieron los hombros, a pesar de que se sentía tremendamente aliviada porque él conocía la situación.

– Vamos, no llores. Ven aquí. -La apartó con suavidad, y le pasó un brazo sobre los hombros, tratando de obligarla a caminar hacia la escalera. Se sentó en el tercer peldaño con Lisa y la encerró entre sus rodillas en el peldaño inferior. Después, atrajo hacia él la espalda de la joven. Su ancho antebrazo cruzó su pecho y la abrazó con fuerza, mientras le apretaba el brazo y apoyaba su barbilla sobre su cabellera-. Ahora, cuéntamelo todo.

– Quise decírtelo la… la última vez que estuvimos juntos. Lo deseaba mucho, pero… no sabía lo que pensarías de… una madre a quien el juez le había quitado los hijos.

Los labios de Sam depositaron un beso sobre la cabeza de Lisa.

– Querida, vi las camas el primer día que entré en esta casa. Desde entonces estuve esperando que me explicaras la situación.

– De modo que lo supiste. Oh, Sam, ¿por qué no me lo preguntaste?

– Lo hice una vez, pero tú me llevaste a creer que habían fallecido, y yo llegué a la conclusión de que tú temías explicar las cosas. Y la última noche que estuvimos juntos, yo… Dios mío, cheroqui, lamento tanto lo que hice. Pero casi me destruyó ver que no podías confiar en mí y no me lo contabas. Pasé una semana dolorosa, pensando en lo mucho que te había lastimado, y preguntándome si mis sospechas acerca de tus hijos eran ciertas. A veces, descubría que yo mismo me preguntaba si todavía te sentías unida a tu ex marido, y me decía que, si ese era el caso, yo me encontraba exactamente en la situación que merecía. El brazo de Sam presionó con más fuerza el pecho de Lisa.

– No, no es eso. Él volvió a casarse, y ya están esperando otro hijo.

– ¿Y tú lo has visto esta semana?

– Sí, ha venido a buscar a los chicos poco antes de que yo te llamara.

– ¿De modo que viven con él?

Las preguntas de Sam indujeron a Lisa a hablar de los niños, y ella se maravilló al contar con un hombre que comprendía tan a fondo sus necesidades. La mano cálida de Sam le acarició el brazo desnudo, y, cuando habló, lo hizo con voz muy suave y serena.

– ¿Cómo se llaman?

Ella le rozó el antebrazo, y sintió el aliento tibio sobre su cabeza.

– Jed y Matthew. -Solo pronunciar esos nombres hizo que se le oprimiera el corázón. Permaneció sentada en silencio largo rato, recordando las camas vacías del primer piso. Pero apoyó la cabeza sobre el pecho de Sam, y élla animó a continuar: -Oh, Sam, no sé si jamás superaré la pérdida de mis dos hijos. Ese día en el tribunal fue como… el día del juicio, y desde entonces siento que vivo en un infierno. Fue algo totalmente inesperado. Mi abogado se sorprendió tanto como yo cuando el juez declaró que otorgaba a Joel la custodia de los niños. Pero Joel tenía un abogado muy influyente, y le podía pagar los suficientes honorarios. Yo contaba con un hombre menos experimentado, al que además tenía dificultad para pagar. Ni por un instante había imaginado que perdería el juicio. Mi abogado me dijo que había algo denominado el «concepto de la edad infantil», lo que en esencia significaba que los niños pequeños necesitan a su madre. Los chicos en aquel momento, solo tenían tres y cinco años. Pero el juez dijo que el tribunal consideraba en interés de los niños, que debían contar con un sólido modelo de conducta masculina. -Lisa se apartó del cuerpo de Sam, cruzó los brazos sobre las rodillas y apoyó en ellos la cabeza-. Por Dios, el modelo de conducta masculina. Yo ni siquiera sabía lo que significaba eso.

Sam examinó la espalda de Lisa, extendió la mano para apretarle el hombro, y de nuevo la sostuvo con firmeza entre sus piernas.

– Continúa -ordenó en voz baja, deslizando el brazo sobre la clavícula de Lisa.

Ella cerró los ojos y tragó saliva, y después continuó con voz tensa.

– El abogado de Joel trajo a colación el tema de la economía, y el mío lo refutó, pero según parece el nivel económico influye sobre el bienestar emocional de los niños. Yo no tenía medios de vida, ni carrera ni perspectivas. Había sido una esposa dedicada ala crianza de sus hijos. ¿Cómo podía tener dinero?

Un estremecimiento le recorrió el cuerpo. Tragó saliva y abrió los ojos. Las lágrimas descendieron por sus mejillas, y sintió un nudo en la garganta.

– Oh, Sam… ¿tienes idea de lo que… significa que a una mujer le quiten a sus hijos? ¿Tienes idea de la sensación de fracaso que experimentas en una situación así?

Una lágrima cálida cayó sobre el brazo de Sam. Él le apretó los hombros y el pecho, con un gesto enérgico destinado a reconfortarla, y apoyó la mejilla contra el cabello de Lisa.

– No eres un fracaso -murmuró con voz ronca-. A mi juicio, no lo eres… porque yo te amo.

¿Cuántas veces en el curso de esa semana ella había deseado escuchar esas palabras? De todos modos, en ese momento sintió que los términos en que hablaba Sam le llegaban al alma, precisamente porque ella lo amaba deseaba ofrecerle la imagen misma de la perfección. Pero no era así… no, de ningún modo era así, de manera que continuó inculpándose.

– Esta semana he comprendido que soy inepta como madre. Es probable que los tribunales hayan tenido razón al quitarme a los niños. Esa mujer ha hecho mejor trabajo que el que yo habría podido realizar… todo… me salió mal. Se quemaron a causa del sol, y yo…

– Lisa, termina de una vez.

– No supe cómo… consolar a Matthew, cuando tuvo esa pesadilla y…

– ¡Lisa!

– Y yo… yo… -Las lágrimas volvieron a brotar de sus ojos, y ella continuó con sus recriminaciones-. No sé… preparar… -Él la abrazó con fuerza y apretó la cara de Lisa contra su cuerpo, y entonces la palabra llegó confundida con un sollozo-…no sé cocinar lasaña.

– Dios mío, cheroqui, no debes herirte de ese modo.

– Lo hice… todo mal. -Se aferró a la espalda de la camisa de Sam, y continuó desgranando su lamentable letanía.

– Calla… -Él le acarició los cabellos y le sostuvo la cabeza con las dos manos.

– Cuando ella llegó… corrieron hacia ella… y se olvidaron de mí…

Los labios de Sam interrumpieron el flujo de palabras. La había abrazado, y la sostenía ahora con toda la fuerza de sus brazos. Lisa tuvo que torcer el tronco a la altura de la cintura, porque estaban en peldaños diferentes. Él la besó con ardor, y después irguió la cabeza y sostuvo su barbilla, mientras le miraba la cara.

– Han estado alejados de ti mucho tiempo, y ahora están acostumbrados a su madrastra. Esto no significa que seas una fracasada. No te culpes. Me destroza el corazón verte así.

Y desde la profundidad de su sufrimiento ella comprendió lo que hallaba en Sam Brown. Fuerza, comprensión, compasión. El dolor de Lisa era también el sufrimiento de Sam, pues él lo asimilaba y sus ojos reflejaban el pesar que veía en los ojos de la joven. Ella temblaba, ahora a un paso de comprender la verdadera profundidad del amor. Y como no deseaba provocar más dolor en Sam, por fin realizó un débil esfuerzo para controlar sus lágrimas. Cuando consiguió calmar sus sollozos, él la apartó con dulzura, pero solo lo justo para levantarse un poco y sacar un pañuelo del bolsillo trasero del pantalón. Después que le hubo secado los ojos y la nariz, Lisa se sintió mejor. Emitió un enorme suspiro, y se sentó en el mismo peldaño que ocupaba Sam. Apoyando los codos en las rodillas, Lisa presionó con las yemas de los dedos los párpados que le quemaban, y susurró con voz segura:

– Me duelen los ojos. No he llorado tanto desde que me divorcié.

– En ese caso, significa que lo necesitabas.

Ella apartó sus manos y miró la cara de Sam, y vio su expresión comprensiva.

– Lamento haber descargado en ti mi sufrimiento. Pero te agradezco… que estés aquí Sam, te necesitaba muchísimo.

Él observó los ojos hinchados con un ribete rojo y los dedos que le cubrían las mejillas. Se acercó un poco más, se apoderó de una de las manos de Lisa, y ambos unieron los dedos.

– Eso es el amor… estar cuando el otro te necesita, ¿no es verdad?

Ella le tocó la mejilla con la mano libre.

– Sam… -dijo, ahora más serena, abrumada de amor hacia él, segura de que lo que decía era cierto.

Los dos se miraron, y él se giró para depositar un beso sobre la mano de Lisa.

– ¿Ya has decidido si en realidad me amas o no?

– Creo que eso lo decidí el día que apareciste aquí, con tus pantalones de gimnasia.

En los labios de Sam se dibujó una breve sonrisa, después él recuperó la seriedad. Dijo en voz baja:

– Lisa, me agradaría que lo dijeras por lo menos una vez.

Estaban sentados uno al lado del otro, en una postura extrañamente infantil, sosteniéndose las manos, al mismo tiempo que se rozaban sus rodillas, y ella dijo mirándole a los ojos:

– Te amo, Sam.

– Entonces, debemos casarnos.

Ella abrió mucho los ojos sobresaltada. Lo miró diez segundos enteros, y después balbuceó:

– Caramba… ¡casarnos!

Él le dirigió una sonrisa torcida.

– Bien, no te sorprendas tanto, cheroqui. Sobre todo después del último mes turbulento y maravilloso que hemos compartido.

– Pero… pero…

– Pero ¿qué? Te amo. Te amo. ¡Incluso simpatizamos! Trabajamos en el mismo sector, poseemos un notable sentido del humor, e incluso tenemos la misma estirpe racial. ¿Qué podría unirnos más que todo eso?

– Pero no estoy preparada para casarme otra vez. Yo… -Desvió los ojos-. Lo intenté una vez, y mira lo que ha resultado.

– Cheroqui, no admito que vuelvas a lo mismo; nada de todo eso sucederá si te casas conmigo.

– Sam, por favor…

– ¿Sí? -Su voz adquirió cierto filo-. ¿Qué insinúas?

– Por favor, no me lo pidas. Mantengamos las cosas como están ahora.

– ¿Cómo están ahora? ¿Quieres decir hacer el amor todas las noches en tu casa y a lo sumo saludarnos cortésmente en la oficina? He dicho que te amo, Lisa. Nunca se lo he dicho a otra mujer. Deseo vivir contigo, y colgar nuestras ropas en el mismo armario, y tener una familia que…

– ¡Una familia! -Ella se puso bruscamente de pie y miró a Sam-. ¿No escuchaste una sola palabra de todo lo que he dicho? Ya tuve una familia, ¡Y fue la peor tragedia de mi vida! Perdí a mis hijos… los únicos que he deseado tener… en un tribunal de divorcio. No estoy en condiciones de ser madre. ¡Ya te lo he dicho!

– Lisa, todo eso es pura imaginación. Serás una madre tan buena como…

– ¡No es pura imaginación! -Se volvió hacia la sala-. Yo… soy una mujer insegura y lastimada, y ya una vez fracasé cuando quise representar el papel de esposa y madre. Y no creo que jamás pueda ser muy eficaz en ninguna de las dos funciones.

Él estaba de pie detrás de Lisa, en el centro de la sala.

– Entonces, ¿esa es tu respuesta? ¿No te casarás conmigo porque tienes miedo?

Ella tragó saliva con dificultad, y sintió que aquellas terribles lágrimas fluían de nuevo en sus ojos.

– Sí, Sam, esa es mi respuesta.

– Lisa. -Apoyó una mano sobre su hombro, pero ella se desprendió.- Lisa, no aceptaré eso, creo que de verdad me amas. El único modo de superar el miedo a algo es intentarlo de nuevo. Tú… no fracasarás. Tenemos muchas cosas a favor. Lo sé muy bien.

– Sam, eso está fuera de la cuestión. Sencillamente no comprendo cómo tú… -Se volvió para mirarlo-. Sam, no sabes cómo debilita la confianza en uno mismo perder a los hijos. Cuando me sucedió, juré que jamás volvería a pasar por lo mismo. Le mostraría al mundo que el juez estaba equivocado. Yo no era una… estúpida india… sin una carrera ni capacidad adquisitiva. Tenía que demostrar un montón de cosas, y aún no he terminado de demostrarlas.

– ¿Una india? -replicó Sam irritado-. ¿Todo este asunto en definitiva va a parar en eso?

– Hasta cierto punto. Nadie me convencerá jamás de que ese juez no me miraba con malos ojos porque yo era india y Joel era blanco. Esa cuestión tuvo tanto que ver con la decisión como el hecho de que yo no podía mantener a los niños. Bien, no podía hacer nada con respecto a mi origen racial, pero sí podía modificar mi situación financiera. Me propuse ganar tanto dinero como cualquier hombre, y en una profesión que tradicionalmente estaba monopolizada por los hombres; pero todavía me falta un largo trecho para alcanzar mis metas.

Sam la miró con expresión sombría.

– Lisa, te anima un sentimiento de rencor gigantesco e intenso. Y está a la vista de todos, en tu actitud desafiante… por eso muchos se sienten provocados. ¿Cuándo aprenderás que estás mezclada con muchas otras razas en este crisol que es nuestro país, y cuándo dejarás de aludir todo el tiempo a tu herencia?

La cólera se encendió de nuevo en Lisa.

– ¡No comprendes una palabra de todo lo que he dicho hoy! ¡Ni una palabra!

– Lisa, lo comprendo todo. Sucede sencillamente que no estoy dispuesto a aceptar una parte de lo que me has dicho. Te amo y te acepto como eres, y no dudo de que podemos tener un matrimonio feliz… con hijos, y todo el resto. Tú eres la que no comprende que cuando se ama a alguien de verdad, es necesario olvidar el pasado, y también hace falta depositar toda la confianza en la fuerza de ese sentimiento.

Ella extendió la mano para tocar a Sam, y ahora tenía la cara tensa a causa del dolor.

– Créeme, Sam, yo te amo. Pero ¿debo demostrarlo casándome contigo?

Él retiró de su propio pecho la mano de Lisa y la retuvo.

– Es lo que suele hacerse, Lisa. -La miró, y sus ojos oscuros expresaron un sentimiento de dolor, antes de que agregara por lo bajo:

– Es el modo honorable de hacer las cosas.

¿Qué podía decir Lisa? Después del modo en que se habían separado la última vez, de las ofensas que cada uno había infligido al otro, ¿cómo podía discutir con él? Percibió que en sus rasgos se manifestaba un sentimiento de fatiga, mientras permanecía de pie, sosteniendo su mano con las puntas de sus dedos y rozando los nudillos de la joven con su pulgar.

Ella lo miró fijamente, en aquel momento ya se sintió agobiada por el sentimiento de pérdida.

– Sam, no te vayas.

De nuevo percibió la fatiga en Sam, y la carga de tristeza que su negativa había volcado sobre él. Sam la miró a los ojos, y su mirada expresaba el pesar más profundo.

– Tengo que hacerlo, cheroqui. Esta vez es necesario.

– Sam, yo… te necesito.

Él se acercó de nuevo, la obligó a levantar la cara, y depositó en los labios de Lisa un beso de despedida; en esos labios todavía inflamados a causa del llanto.

– Sí, creo que dices la verdad -fue la respuesta de Sam.

Observó las pupilas negras, tocó con un pulgar la piel púrpura del párpado inferior, después se volvió y un momento más tarde la puerta se cerró tras él.

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