Capítulo 3

Floyd A. Thorpe tenía su oficina más o menos como sus dientes…manchados en los bordes. Planos enrollados, muestras de suelos, taladros, accesorios para caños de hierro fundido, clavijas, la correspondencia recibida, llaves inglesas y francesas, y tazas de café usadas… el conjunto creaba un montón casual de restos rara vez ordenado o desempolvado, pues Floyd se irritaba especialmente si alguien interfería en su desorden especial. La habitación tenía un olor desagradable, una combinación de tabaco de mascar rancio, polvo, alcohol expuesto al aire, alquitrán y arcilla seca, todo mezclado con el olor peculiar del hierro fundido. Cuando Lisa se había incorporado a la empresa de Construcciones Thorpe, Floyd estaba en uno de sus períodos esporádicos de abstinencia, en esos momentos se mostraba menos abusivo y más razonable. La oficina estaba más limpia, y lo mismo podía decirse de Floyd.

Pero ahora ya llevaba varios meses bebiendo bastante. La nariz le brillaba como un faro, y las mejillas exhibían las manchas rojizas y el perfil abotargado del hombre bebedor.

Aquella mañana Lisa no tuvo más remedio que enfrentarse a él sobre la maraña de objetos que ocupaba su escritorio.

– ¿Cómo dice? -rugió Floyd Thorpe.

Lisa retrocedió un paso. La segunda copa que estaba bebiendo Thorpe originaba un olor demasiado intenso.

– Se apoderó por error de mi maleta, dentro encontró la oferta y la presentó al mismo tiempo que la suya.

– ¡Y se adueñó de la licitación, como si hubiera sido una barra de caramelo arrancada de las manos de un niño de pecho! -Thorpe estaba irritado y se paseaba; por fin, se apoderó de un recipiente de papel y escupió en su interior. Lisa clavó la mirada en un pedazo de tubo de PVC depositado sobre un cajón, detrás de su jefe, en lugar de observar el desagradable espectáculo de la espuma marrón-. ¡Y por unos mezquinos cuatro mil dólares! -Floyd Thorpe descargó el puño sobre el centro del escritorio, levantando polvo y consiguiendo que el teléfono bailoteara. Se acomodó en su sillón, frente al escritorio, y miró hostil a Lisa. De pronto, adoptó una expresión pensativa-. Es el hijo del viejo Wayne Brown, ¿verdad? Caramba… parece que el hijo tiene más inteligencia que el viejo. -Thorpe entrecerró los ojos con un gesto de astucia, y emitió un sonido regocijado. Después volvió a clavar en Lisa sus pequeños ojos-. Espero que esto le haya enseñado una lección. En este mundo cada uno trata de destruir al resto, y Sam Brown así lo ha demostrado. -Con un rápido movimiento de cuerpo se acomodó mejor en su sillón-. ¿Ha vuelto a pensar en la vicepresidencia que le propuse?

– Lo siento, prefiero dedicarme a los concursos.

Otra vez él descargó un puñetazo sobre el escritorio.

– Maldita sea, Walker, he soportado muchas cosas de usted, entre ellas que lleve sus ofertas en una maleta Como si fuera novata, o que se equivoque de tal modo que pierda una obra por valor de más de cuatro millones de dólares. ¿Cuánto tiempo cree que podremos soportar errores de esta clase? Quiero que su nombre aparezca en los documentos de la empresa. Es lo menos que puede hacer después del error que ha cometido Con este asunto de Denver.

– Lamento haber perdido la maleta, pero el resto del asunto no fue culpa mía. Si Sam Brown comparó mi oferta con la suya, no lo va a reconocer.

– ¡Por supuesto! ¿Quién lo haría? -Floyd Thorpe tenía un vientre tan duro que apenas se hundió un poco cuando él cruzó las manos por encima-. Le diré una cosa, muchacha, le concederé hasta el viernes para pensarlo. O me ayuda a salir adelante con este asunto de las minorías, y acepta ocupar el cargo de vicepresidenta, o puede buscarse otro lugar para trabajar. Está costándome dinero, y, a menos que me ayude a recuperar una parte, llegaré a la conclusión de que usted no me interesa.

De regreso a su oficina, Lisa se acercó irritada a su sillón, se acomodó muy deprimida, maldijo por lo bajo, y contempló la posibilidad devolver al despacho de Thorpe para decirle dónde podía guardarse su vicepresidencia y su saliva cargada de tabaco.

No habría nada tan dulce como entrar allí y demostrarle a ese cerdo maloliente que no necesitaba ni un momento más su precioso empleo ni su mente calculadora.

Pero la amarga verdad era que lo necesitaba.

No tenía un marido que recibiera el cheque de otro empleo para mantenerla. Se valía de su propio esfuerzo, y necesitaba el sueldo semanal para sobrevivir. Sam Brown había dicho la verdad al resumir el mercado de trabajo para los especialistas en licitaciones… ¡no había nada! Dos años atrás, antes de la crisis económica que se había abatido sobre el país, Kansas City y las urbanizaciones de los alrededores habrían reunido unos veinte contratistas más que en ese caso. En ese momento, las comunicaciones internas en el ámbito de la industria aludían siempre a rumores de que esta o aquella empresa estaba aun paso de cerrar sus puertas, y todos contenían la respiración, con la esperanza de que la próxima quiebra no los alcanzara.

El teléfono interrumpió la ensoñación de Lisa. Comunicó con la línea uno y atendió:

– Lisa Walker.

– De modo que ha vuelto.

La voz sorprendió a Lisa.

– Brown, ¿es usted?

– Exactamente. El honorable Sam Brown. La busqué en el avión de regreso. Pensé que podíamos, compartir el asiento y mi revista.

Ella no tenía el más mínimo deseo de sonreír, pero ahora no pudo evitarlo. Condenado individuo, la hacía reír cuando había sido el origen del altercado que acababa de tener con Thorpe.

– ¿De veras? Tomé un vuelo anterior. Regresé a eso de las diez.

Una breve pausa. y después:

– ¿Cómo ha recibido Thorpe la noticia?

Ella rió, pero fue un sonido sin alegría.

– ¿Necesita preguntarlo?

– Bien, uno gana algunos puntos y pierde otros. Él ya debería saber a qué atenerse.

– Brown, eso no es nada divertido. ¡Sobre todo después de lo que usted me hizo! Cayó sobre mí como una carpa cuando terminan las funciones del circo, y lo queme irrita es que en realidad Thorpe parece sentir admiración por usted a causa de su hipocresía. Sus palabras exactas fueron: «El joven tiene más cerebro que el viejo». Parece que usted y mi jefe son iguales.

Por el hilo llegó la risa despreocupada de Brown.

– Ambos somos un par de degenerados, ¿verdad?

– En efecto -coincidió Lisa.

– Bien, ¿por qué no intenta reformarme… por ejemplo cenando conmigo el viernes por la noche?

Lisa estuvo apunto de explotar, la reprimenda que acababa de sufrir de Floyd Thorpe todavía le quemaba la garganta.

– ¡Cenar! ¿Otra vez? ¿Y destrozar mi reputación en la ciudad cuando me vean con un pervertido como usted? Ya le dije, Brown, que no sé por qué acepté comer con usted.

– La llevaré al restaurante Americano -prometió en un evidente intento de soborno.

¡EI Americano! De pronto Lisa se sintió deprimida, y sin duda tentada. El restaurante Americano, en el centro de Crown, era la creme de la creme de los restaurantes de Kansas City.

– Brown, ese es un golpe bajo y sucio, y usted lo sabe.

– Lo sé -dijo Brown, y su voz sugería que estaba sonriendo.

– Le dije que no aceptaría hasta que ganara una licitación, y ahora no lo estoy haciendo como usted bien sabe.

El restaurante Americano, pensó anhelante, mientras se despedía de esa oportunidad.

– Está bien, cheroqui, pero le tomo la palabra… cuando usted presente la oferta más baja…

– Cheroqui…-Ahora Lisa estalló-. ¡Cheroqui! Brown, nunca vuelva a llamarme así… ¿Brown? -Pulsó el botón para cortar la comunicación-. ¡Brown!

Pero él ya había cortado. También ella lo hizo, y golpeó el auricular con tanta fuerza que se cayó de la base.

– ¡Cheroqui! -escupió cruzando los brazos y mirando al instrumento culpable de transmitir aquella voz sugestiva y condenadamente sensual cuando ella no estaba de humor para dejarse manipular por un hombre de hablar dulce como él.

Cómo se atrevía a llamarla Cheroqui cuando… cuando…

Un momento después los labios de Lisa la traicionaron, y la joven descubrió que estaba sonriéndole al teléfono. Era la última vez que sonreiría en el curso del día.

Las cosas fueron de mal en peor. El obeso Thorpe entró y salió con furia de la oficina, maldiciendo como un infante de marina, y exigiendo que ella preparara ofertas para proyectos que, como bien sabía la propia Lisa, no justificaban que ellos se presentaran. Además, ordenó la instalación de tuberías de inferior calidad, con las cuales ya habían tenido dificultades anteriormente; exigió cambios de última hora en una propuesta que casi había concluido. A medida que avanzó el día se mostró cada vez más imperioso y prepotente. Lisa tuvo que apelar a toda su fuerza de voluntad para mantener el control de los nervios.

Cuando salió de la oficina, estaba a un paso del estallido. Llegó a su casa, fatigada, colérica y deprimida. En el vestíbulo se descalzó; se quitó los leotardos, y lo dejó todo formando una pila. Los pies descalzos le producían una calma que parecía eliminar la presión de su cabeza.

En la cocina, hundió la mano en la nevera buscando un melocotón, y le clavó los dientes mientras se acercaba a la puerta corredera y contemplaba su minúsculo patio fantaseando acerca de la posibilidad de apelar a la Comisión de Derechos Humanos para quejarse porque se la discriminaba. ¿El viejo obeso quería designarla vicepresidenta y concederle un aumento, y ella rechazaba la oferta? Que Thorpe tratara de que su firma fuera candidata a la categoría de los contratistas en proyectos relacionados con la minoría no tenía nada de ilegal. ¡Era solo antiético! Y Lisa rehusaba ser un peón en esa partida de ajedrez.

Se paseó por la sala cubriendo de maldiciones la persona de Floyd Thorpe. Repasó el diario, y examinó el Kansas City Star, pero como había sospechado, nadie pedía especialistas en licitaciones. El Boletín de la Construcción no le aportó nada más, y la depresión de Lisa se acentuó.

Sentada sobre el suelo, de espaldas al sofá, cruzó los brazos sobre las rodillas levantadas, y apoyó la frente. El hueso del melocotón se entibió y se convirtió en una cosa resbaladiza en la mano. Levantó fatigada la cabeza y apoyó la barbilla en un brazo, examinando los pliegues precisos de las cortinas blancas que ella aún pagaba a plazos…

Había trabajado mucho para conseguir este puesto. Pasó una mano sobre el espeso pelaje de la alfombra de color rojizo. Había comprado la vivienda hacía apenas unos seis meses y, aunque tendría que esperar mucho antes de terminar la decoración, le encantaban los muebles que había logrado adquirir hasta ese momento. Tenía el modesto sueño de añadir artículos elegantes, pieza tras pieza, completando los toques finales de acuerdo a su economía.

Suspiró, echó hacia atrás la cabeza, y apoyó el cuello en el almohadón del sofá tuxedo cubierto por una tela con un curioso dibujo maya de tonos ocres intensos y profundos. Los huecos estaban cubiertos con cojines gruesos que hacían juego. Los ojos de Lisa se desplazaron hacia el lugar donde deseaba poner un par de sillones complementarios.

Pero la habitación consiguió que de pronto ella se sintiera más sola que nunca. Examinó las plantas sembradas en las macetas y formuló el deseo de que crecieran con más rapidez y ocuparan los espacios vacíos. Sus ojos pasaron enseguida al otro objeto que había en la habitación… el dibujo del ojo de Dios que colgaba de la pared, detrás del sofá, con los cordeles rojizos y pardos pegados tan torpemente que era indudable que el trabajo era obra de un niño.

Sí, era indudable que se trataba de un espacio desnudo y solitario, pero era un comienzo, y si ella perdía el empleo también perdería la casa.

Deprimida, regresó a la cocina, arrojó el hueso del melocotón al cubo de la basura, se lavó las manos y abrió de nuevo la nevera. Un par de minutos después continuaba mirando el espacio casi vacío, recordando el día en que había cambiado y redistribuido todos los muebles tratando de dejar espacio para las cosas que provenían del pasado.

Cerró la puerta a los recuerdos, y deseó que el juez pudiera ver ahora lo que ella había avanzado desde el momento en que se le había enfrentado en el tribunal. Llevó una botella de leche al patio, se sentó en una silla de jardín, y bebió lo que quedaba utilizando el envase rojo y blanco, excesivamente desalentada para preocuparse por si la leche estaba o no en un vaso de vidrio.

Mucho más tarde subió al piso. La primera planta de la casa tenía dos dormitorios y un baño. Cuando se aproximaba a la puerta de la habitación más pequeña, aminoró el paso. Se detuvo, deslizó la mano y encendió la luz. Un par de camas gemelas con pesados cabezales de pino ocupaban la pared del fondo. Entre ellas había una cómoda haciendo juego, cuya madera oscura y pesada parecía más sólida sobre el fondo de la alfombra escarlata; pero todo el resto estaba desnudo… habían solo una lámpara y una caja sin abrir de toallas de papel. Incluso así, la habitación parecía completamente adornada. Los cubrecamas y las cortinas estaban confeccionados con telas tersas y nuevas, cuyo diseño general era un conjunto de colores básicos. Sobre la pared, al lado de la cama, había dos estandartes de Kansas City.

Lisa estudió con hosquedad la habitación, conteniendo las lágrimas que le quemaban los ojos y tuvo de nuevo la frustrante sensación de injusticia que nunca podía superar cuando pensaba en los niños.

Contó los días.

Un gato marrón y blanco entró silencioso en la habitación y acarició con su pelaje el tobillo de Lisa.

– Ewing, otra vez te has acostado en la cama, ¿no es verdad?

Lisa miró hacia abajo, vio cómo el gato se frotaba sinuoso contra ella, y después se acercó a una de las camas para sacudir el almohadón y alisar la manta. Al salir, recogió al gato, hundió la cara en el pelaje del animal y extendió la mano hacia la llave de la luz. Pero se detuvo en el umbral, se volvió, y paseó de nuevo la mirada por la habitación silenciosa.

– Ewing, ¿qué haré si pierdo mi empleo? -se lamentó-. Tendré que renunciar a este lugar.

El viernes por la mañana, Lisa estaba trabajando en una propuesta destinada a una sencilla instalación de distribución de agua corriente y eliminación de aguas negras en Overland Park, un sistema que atendería a un sector donde se proyectaba construir un centro comercial. La apertura de las propuestas se realizaría a las dos de la tarde. Esas últimas horas eran siempre las peores. El teléfono llamaba sin parar con mensajes de los vendedores que suministraban las últimas cotizaciones de los materiales; una amplia gama que abarcaba desde tuberías de cemento reforzado a piezas de hierro fundido. Acababa de recibir la cotización de un material que representaba varios centavos menos que la oferta precedente, y estaba recalculando el costo del subcontrato de la mano de obra cuando sonó el teléfono. Absorta, los dedos todavía recorriendo las teclas de la calculadora, Lisa retiró sin querer el auricular, apoyándolo entre el hombro y el oído, mientras sus ojos continuaban repasando una columna de números.

Un momento después comprendió que había cogido una llamada cuyo destinatario era Floyd Thorpe. Una voz masculina decía:

– …puedo conseguir esta tubería de cemento reforzado de treinta centímetros que hemos puesto alrededor del espacio libre. Los fallos están en el refuerzo, no en el cemento, de modo que será muy difícil descubrirlos.

Floyd se echó a reír, y después replicó con voz muy suave:

– ¿Y dividiremos la diferencia por la mitad?

Horrorizada, Lisa apartó de la oreja el auricular agarrándolo con un gesto compulsivo y comprendiendo que hubiera debido cortar la comunicación apenas supo que la llamada no era para ella. ¡Pero todo había sido tan rápido! Depositó el teléfono sobre las hojas en las cuales estaba trabajando y miró su botón iluminado, asimilando lo que acababa de escuchar. Con cada segundo que pasaba aumentaba su repulsión. Había oído decir muchas veces que Floyd Thorpe conocía todas las trampas de la profesión y no temía usarlas, pero nunca antes había contado con pruebas. Utilizar materiales de calidad inferior, arreglar los precios, establecer situaciones de complicidad, sobornar a la competencia antes de las ofertas… había muchos engaños y era posible utilizarlos. Algunos eran ilegales, otros simplemente deshonestos. Pero, en cualquier caso, hasta ahora no habían pasado de ser meros comentarios.

Devolvió con cuidado el teléfono a su lugar.

Todavía estaba sentada allí, muy agitada, cuando Floyd Thorpe entró en la oficina. Esa mañana tenía entre los dientes el extremo mordido de un puro apagado.

– No importa quién haya ofrecido suministrarnos las tuberías de cemento reforzado de treinta centímetros para ese trabajo de Overland Park, no las utilizaremos. Recibiremos las de Jacobi.

– ¿Cómo? -replicó Lisa.

– Sí, puede calcularlas a doce con cincuenta los treinta centímetros, solo los materiales.

– ¿Y cuál es su margen de ganancia a doce dólares con cincuenta los treinta centímetros?

Los ojitos pequeños se clavaron en ella como si hubieran sido dos rayos láser. La colilla del puro pasó al rincón contrario de la boca.

– No le importa, calcúlelo así.

Lisa saltó de su silla.

– ¡No, calcúlelo usted!

– ¡Yo! Esa licitación se abrirá a las dos de la tarde y…

– ¡Y yo no la entregaré, si debo incluir las tuberías defectuosas de Jacobi!

Los dedos gruesos apartaron lentamente de sus labios el puro mojado.

– De modo que la Señorita Orejas Grandes estuvo escuchando las conversaciones telefónicas que no le interesaban, ¿eh?

– Sí. Acabo de escuchar hace un momento la conversación entre usted y Jacobi. Pero fue sin intención. En realidad, solo alcancé a oír diez segundos de la conversación.

– Pero fue suficiente para provocarle un súbito ataque de moral, ¿no es verdad? -Lo dijo de tal modo que pareció que se trataba de una palabra obscena.

Lisa se estremeció. Apretó un muslo contra el borde del escritorio para controlar los nervios que tenía apunto de saltar.

– ¡Esa actitud es deshonesta!

Thorpe cambió de posición, hasta pareció que su hombro apuntaba a Lisa como un bateador de béisbol que estudia las señales de su compañero. Movió la colilla del puro ante la nariz de la joven.

– Es ganancia. ¡Y no lo olvide!

– Ganancia obtenida a costa del contribuyente. ¡Y podría agregar que del medio ambiente!

– Bien, ¿qué me dice? -Thorpe paseó los ojos por las paredes de la oficina, como si buscara algo-. Lástima que no tengamos aquí un poste, para que usted misma se ate y encienda una cerilla -comentó burlón.

Lisa ya estaba abriendo los cajones del escritorio, depositando el maletín sobre el sillón, abriéndolo, separando las cosas personales de los artículos que pertenecían a la empresa.

– Me niego a ser cómplice de sus… materiales defectuosos o su plan para ingresar en la categoría de contratista de obras de interés para la minoría. ¡Caramba! No trabajaría en esta compañía ni aunque el propio Gerónimo fuese el presidente. -Depositó la agenda de direcciones, los libros legales y los portafolios en el centro del escritorio. Cada vez que sacaba un objeto, producía un golpe cuyo ruido era como un signo de exclamación en la oficina.

– Gerónimo no habría tenido la inteligencia necesaria para administrar una empresa como esta y tener beneficios en un año tan duro como el pasado. Con una sola llamada telefónica me embolsé 10.000 dólares limpios y bien, ¿quién puede ser tan estúpido para rechazar una ganancia como esa?

Lisa interrumpió sus preparativos, apoyó los nudillos sobre la superficie del escritorio y miró a Thorpe con una expresión siniestra.

– Y nadie sabrá qué pasó cuando de aquí a cinco años la tubería se rompa y las aguas residuales sin tratamiento se infiltren en el depósito de agua de alguna persona o… se vuelquen al río Missouri o…

– Usted es una auténtica Albert Schweitzer, ¿verdad? Bien, supongamos que yo le ofrezco una parte de mi beneficio en este pequeño negocio, y usted acepta el cargo de vicepresidenta. ¿Unos pocos miles aliviarían su conciencia?

La convicción de que todos podían ser comprados indignó todavía más a Lisa. De pronto se sintió muy segura de que estaba haciendo lo que hubiera debido hacer meses antes. De pronto su cólera desapareció y se sintió poseída por una renovada sensación de bienestar. Aflojó los labios; se le calmó la voz.

– Supongamos que acepto. ¿Y cuál sería la siguiente actitud antiética que usted me pediría? ¿Y la subsiguiente? ¿Y cuánto pasaría antes de que usted me pidiese que abandonara las posiciones simplemente antiéticas para ingresar en las que son ilegales? Verá, Thorpe, no es solo el dinero… es algo mucho más profundo. Es algo que corresponde a la naturaleza de un indio, y que no puede ser programado. Llámelo respeto elemental por la tierra… o como le plazca. Es parte de la razón por la que hago lo que hago. No puedo impedir el desarrollo o la extensión de las urbes. Pero puedo hacer mi parte para cuidar de que esos procesos no aniquilen por completo el medio. Coincido con usted, Gerónimo probablemente no sería un individuo rico si dirigiera esta compañía u otra parecida, pero bebería agua limpia en lugar de depositar diez mil dólares en el banco. -Lisa posó la mirada en su propio escritorio y después sonrió a Floyd Thorpe-. Ya que lo pienso, los indios nunca fueron famosos porque supieran ahorrar para los días de mal tiempo, ¿verdad?

Las pertenencias de Lisa estaban apiladas entre el escritorio y el sillón. Cerró con fuerza el maletín, recogió en una brazada los blocs y carpetas y se giró hacía la puerta.

– Pero ¿qué dice de la licitación de esta tarde? -chilló Thorpe.

– Termínela usted mismo.

– Muchacha, si usted sale de aquí, renuncia a su sueldo, porque yo negaré que la haya echado. Y no pretenda que le ofrezca recomendaciones y…

El ruido de la puerta al cerrarse interrumpió sus palabras. Lisa pensó: «Como si su recomendación valiese algo en esta ciudad».

El Ford Pinto rojo de Lisa se encontraba estacionado al lado del vehículo largo y aerodinámico de Thorpe, un Diamond Jubilee Mark V. El sedán azul marino estaba cubierto con una fina capa de polvo, como si recientemente hubiese pasado por una obra en construcción. Lisa depositó su carga sobre el asiento trasero del Pinto, y después se enderezó y examinó el polvoriento símbolo del estatus de Floyd. Pegado al vidrio de la ventanilla -todavía intacto- estaba el diamante ilustre, pero ahora desprovisto de brillo.

Con una sonrisa sardónica, Lisa se inclinó hacia delante, echó su aliento sobre la insignia, levantó un codo y la lustró con cuidado. Retrocedió un paso para examinarla con espíritu crítico, asintió complacida y después se subió al Pinto y se alejó.

Pero su actitud altanera había desaparecido por completo tres días después, cuando comprobó que no había nada que ni siquiera remotamente se pareciera a un empleo. Mientras se paseaba por la habitación, se dijo que había adoptado la única actitud que estaba a su alcance. Estaba pasando revista a los kilómetros que había recorrido con su automóvil y a pie los últimos días, cuando sonó el teléfono. Cuando atendió desde el supletorio de la cocina, pensó que la voz del Honorable Sam Brown era la última sobre la tierra que hubiera esperado escuchar en ese momento.

– ¿De quién demonios se esconde? -dijo Brown sin rodeos.

– ¿Qué?

– ¡Estuve tres días tratando de conseguir su maldito número telefónico!

– ¿Y puede saberse quién habla? -preguntó ella con un almíbar mal disimulado en cada sílaba.

– Mi apreciada indiecita, habla el Honorable Sam Brown. ¿Se puede saber por qué demonios no está en la guía telefónica?

– Porque estoy divorciada, y no quiero recibir llamadas telefónicas obscenas. ¿Y por qué no llamó a Construcciones Thorpe pidiendo mi número?

– Lo hice, pero parece que a Floyd Thorpe de pronto le creció la conciencia… yo diría tarde, y rehusó suministrar información confidencial.

– ¡Maldita rata sobrealimentada!

– Es justo lo que yo pienso.

– ¿Y cómo lo consiguió al fin?

– Gasté sesenta y cinco dólares invitando a una pelirroja tonta y pagándole la cena, y después embriagándola con un vino alemán, porque sucede que ella trabaja en la compañía telefónica.

Lisa se quedó atónita.

– ¿Qué?

– Y en definitiva, lo único que ella pudo ofrecerme fue un casto beso de buenas noches -aclaró Brown con acento malicioso.

– Ya le dije, Brown, que no acepto llamadas telefónicas obscenas.

– Qué lástima, porque la pelirroja al final se entregó… es decir, me reveló el número de su teléfono.

– Brown, usted es una víbora maliciosa. ¿Quiere decir que sobornó a una pobre joven para conseguir mi número que no está en la guía?

– Llámelo como quiera… lo conseguí, ¿no es verdad?

– ¿Con qué propósito?

– Oí decir que Floyd la despidió.

– Bien, le informaron mal. Yo me retiré de la empresa.

– Lo siento por usted. ¿Ya tiene otro empleo?

– ¿Bromea? He estado recorriendo todo el ramo, de un extremo al otro de la ciudad, pero es inútil.

– Escuche, le haré una propuesta.

– Estaba segura de que era esa su intención, pero todavía no estoy tan desesperada. Si es la misma que le hizo a la pelirroja en su puerta, olvídese del asunto.

– Usted es la mujer más suspicaz por la cual haya pagado alguna vez sesenta y cinco dólares, ¿lo sabía?

– Imagino que hubo muchas, ¿verdad?

– No continúe provocándome, cheroqui, este es un asunto serio. Deseaba hablar con usted acerca de la posibilidad de que trabaje en mi empresa.

– ¿Qué?

– Pero no lo hablaremos ahora. Jamás celebro una entrevista por teléfono, solo lo hago cara a cara. ¿Está muy ocupada mañana por la noche?

– ¡Brown, usted está loco!

Brown continuó como si ella no hubiese hablado.

– Mañana estoy atareado el día entero, incluso a la hora del almuerzo, pero estaré libre digamos… a eso de las cuatro y media. ¿Por qué no nos reunimos en algún sitio a beber un cóctel y hablamos del asunto?

– Brown, no puedo trabajar para usted. ¡Sería como saltar de la sartén a las brasas!

– Escuche, me agradaría continuar oyendo su hermosa voz, pero tengo mucha prisa. Nos encontraremos en la calle State Line cinco-tres-cero-uno, y discutiremos razonablemente el asunto. Cinco-tres-cero-uno… ¿Lo ha anotado?

– Sam Brown, no confío en usted. ¿Por qué cree que…?

Pero él había cortado la comunicación.

– ¿Brown?… ¡Brown, vuelva aquí!

La línea estaba vacía, y antes de que la dirección se le borrara de la mente, fue a buscar un lápiz.

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