Capítulo 7

Lisa pasó la mañana siguiente con la rutina habitual de los sábados, la limpieza de la casa. Había cambiado las sábanas, ordenado la primera planta, pasado la aspiradora por los peldaños, y limpiaba la alfombra de la sala cuando le pareció escuchar la puerta de la calle. Lo oyó de nuevo con más claridad, y, murmurando una maldición, apagó la aspiradora con el pie desnudo.

Abrió la puerta principal y quedó paralizada. Allí, con las caderas apoyadas en la barandilla de hierro forjado, estaba Sam Brown, ¡prácticamente desnudo!

– Hola -saludó jadeando-. Esta es una visita obscena.

Sin previo aviso, Lisa se echó a reír. Se cubrió la boca con ambas manos y se inclinó hacia delante dominada por el regocijo.

– ¡Oh, Brown, le creo!

Después él se sentó; tenía puesto únicamente un par de zapatillas para correr, y vestía unos pantalones cortos blancos con una raya verde y una faja roja. El sudor le caía por el torso agitado y brillaba bajo la luz del sol. Tenía poco vello en el pecho, pero el que había emitía chispas rojas y doradas, mientras los hilos de transpiración descendían por el centro en dirección al ombligo. Tenía las piernas cruzadas en los tobillos, y sus hombros se inclinaban hacia delante, mientras respiraba pesadamente.

– No me diga que corrió todo el camino hasta aquí -dijo Lisa.

Él asintió, tratando de recuperar el aliento.

– iPero son casi trece kilómetros!

– Trece… kilómetros no es nada. Estoy en… buena forma.

– Ya lo veo. -Y así era, a pesar del jadeo. Él parecía una estatua de cobre fundido, húmeda, lisa, ágil y bien esculpida, los músculos de las piernas tan duros como los de un corredor olímpico, los hombros relucientes y bien desarrollados.

– Seguramente he perdido tres kilos hasta aquí.

– Eso también es evidente.

Sam respiró hondo, y su respiración comenzó a regularse mientras el cuerpo descansaba apoyado en la barandilla.

– No le negarás un poco de líquido aun hombre sediento, ¿verdad?

– ¿Y arriesgarme a perder un excelente empleo? -replicó Lisa con expresión impertinente-. Entre.

Sam se apartó de la barandilla y entró con Lisa a la casa; ella se sintió incómoda ante las piernas desnudas y la parte del tórax que quedaba al descubierto. Rechazó la idea de posar una mano sobre el torso desnudo. Acompañó a Sam por el corredor hasta el fondo de la casa, donde la puerta corredera de vidrio de la cocina se abría sobre el patio pequeño y sombreado. Sam permaneció de pie en ese lugar, con las manos sobre las caderas, dejando que la corriente de aire refrescara su cuerpo sudoroso, mientras ella abría el frigorífico.

– Aquí. -Ella se le acercó con dos vasos.

– Gracias.

– Vamos al patio, donde estaremos más cómodos. -Ella abrió la puerta y Sam la siguió. Había una sola silla plegable, y antes de que él pudiera protestar Lisa se dejó caer sobre el cemento, mirando la silla, mientras cruzaba las piernas al estilo indio-. Siéntese -dijo.

– No, mira, tú tienes que ocupar la silla…

– No sea tonto. Usted es quien ha corrido varios kilómetros, no yo. De todos modos, el cemento está fresco.

Sam se encogió de hombros, se instaló en la silla plegable, bebió un sorbo de té, y miró alrededor las macetas sembradas con geranios rojos, helechos y enredaderas. El lugar era fresco y tranquilo a la sombra, pero Lisa se sintió incómoda cuando los ojos de Sam volvieron a mirarla. ¿Qué debía decirle a ese hombre que rehusaba aceptar su rechazo, y se presentaba ante su puerta al día siguiente, con un descaro incorregible… y conseguía que ella se riera?

– ¿Corre todos los días?

– Lo intento.

– No creo que me agradara correr en un día como hoy. Dicen que hará mucho calor.

– Por eso aprovecho la mañana.

– Hum.

– Ella sorbió su bebida, consciente de la mirada de Sam, que inspeccionaba de tanto en tanto los geranios, pero siempre regresaba a las rodillas desnudas de Lisa.

– ¿Interrumpo algo importante? -Miró hacia la casa, donde la aspiradora ocupaba el centro de la sala.

– Solo la limpieza semanal de la casa. -Lisa esbozó una mueca, y después agregó-: ¡Uff!

Sam se echó a reír, y después sus labios conservaron la mueca burlona.

– ¿Limpiar la tienda es un trabajo que le parece desagradable?

Ella no pudo contener una sonrisa.

– Muestre un poco de respeto, ¿quiere Brown?

– Bien, deberías verte tú misma. -Hizo un gesto con la mano-. Sentada con el vaso, las piernas cruzadas y las trenzas colgando sobre la espalda, y tu piel del color de un melocotón demasiado maduro. El nombre de cheroqui es hoy más apropiado que nunca.

Bebió de un trago el resto de su té, y, siempre sonriendo, dejó el vaso.

– Mire -Lisa inclinó la cabeza hacia un lado-. Me extraña que le permita tantas libertades. Si otra persona me dijera esa clase de cosas, le daría un puñetazo en el ojo.

– ¿Recuerdas que una vez lo intentaste conmigo?

– Lo merecía.

Él echó hacia atrás la cabeza, cerró los ojos y cruzó las manos sobre su vientre desnudo.

– Sí, lo merecía.

¿Cómo debía tratar una mujer aun hombre así? Allí estaba sentado, sereno como un potentado. Un observador hubiera sospechado que se disponía a dormir una siesta en el patio.

– Si se ha detenido para descansar un poco, ¿se opone a que termine la limpieza?

Él abrió un ojo.

– En absoluto. -Cerró de nuevo el ojo, y un momento después abrió la puerta de alambre tejido. La aspiradora zumbó, y quién sabe por qué ella sintió deseos de sonreír. No supo nada más de Sam Brown hasta unos quince minutos después, cuando estaba regando las plantas de la sala. Él entró y se detuvo en el vestíbulo, detrás de Lisa.

– ¿Tienes inconveniente en que use tu cuarto de baño antes de regresar?

Ella se giró y lo vio en la puerta de la sala, con los hombros y el pecho desnudos.

– Está arriba, a la derecha.

Sam Brown subió los peldaños, mientras ella se volvía para continuar regando las plantas. Pero un momento después recordó la puerta abierta que comunicaba con el dormitorio de las camas gemelas y se volvió, dispuesta a cerrarlo con llave antes de que él saliera del cuarto de baño. Pero cuando llegó al primer peldaño, la puerta del piso alto se abrió bruscamente y el sonido apagado de los pasos de Sam resonó en el corredor, y se detuvo por un momento mientras ella retrocedía escuchando, con una mano apretada sobre el corazón. De nuevo se aproximó el ruido de pasos, y ella se deslizó hacia la cocina. Cuando él la encontró de nuevo, estaba atareada limpiando el fregadero.

– Gracias por el té helado. Todavía tengo un tramo de trece kilómetros por delante, de modo que será mejor que regrese.

Ella puso las manos bajo el agua, cogió un paño y caminó distraídamente en dirección ala puerta principal, consciente de que no le agradaba la idea de que él se marchara. Salieron al porche bañado por la luz del sol, él descendió dos peldaños y después se volvió mientras ella se apoyaba en la barandilla con el paño cruzado sobre el hombro.

– Te veré el lunes, cheroqui -dijo por fin Sam Brown.

El sol iluminó sus cabellos, y al tocar su piel le confirió un tono cobrizo, mientras él la miraba sin moverse. En un minuto más, desaparecería corriendo a través de la ciudad. Y de pronto sintió que no podía permitirle que se alejase.

– La temperatura ya es muy alta. No es necesario que corra todo el trayecto hasta su casa. Puedo llevarlo en mi coche, si lo desea.

– ¿Y la limpieza de tu casa?

– He terminado.

– En ese caso, acepto.

Ella se sintió reanimada y se alegró.

– Deme un minuto para vestirme con alguna ropa decente, ¿quiere?

Lisa ya había atravesado la puerta principal cuando la pregunta de Sam Brown la detuvo.

– ¿Es necesario?

Ella lo miró con expresión severa por encima del hombro, pero se limitó a levantar las manos, se encogió de hombros y sonrió.

Lisa regresó poco después, vestida con una falda blanca y un top que le cubría desde la cintura y hasta un poco por encima del busto. Con los pies desnudos descendió los peldaños, en la mano llevaba un par de sandalias de tela roja; se adornaba las orejas con plumas blancas. Sam estaba apoyado en el guardabarros trasero del polvoriento Pinto de Lisa. Inmediatamente se incorporó y abrió la puerta para Lisa, esperando que ella subiera.

Cuando Sam estuvo sentado en el puesto del copiloto, Lisa puso la marcha atrás.

– Si recuerdo bien -dijo ella-, vive en Ward Parkway… en el tugurio de la familia.

Lo miró de reojo.

– Todos tenemos que vivir en algún sitio.

Sam se acomodó para iniciar el viaje, y quince minutos después Lisa seguía la dirección del dedo de Sam, que señalaba hacia la entrada de un camino adoquinado, que llevaba de la calle a una mansión majestuosa y bien conservada.

Con las manos sobre el volante, ella observó con un asombro mal disimulado. Al comprender que Sam no se había movido, se volvió para ofrecerle una sonrisa tímida, y después contempló la chimenea cubierta de hiedra de la enorme residencia de estilo Tudor.

– Vive en un hermoso y pequeño tugurio -dijo ella.

– ¿Te agradaría conocerlo?

– ¿Bromea?

– Mi madre no está en casa. Ha salido a jugar al golf.

La mención de la madre provocó una vacilación momentánea en Lisa, pero por otra parte sentía vivos deseos de entrar en la casa y ver el lugar en que vivía.

Parecía que él adivinaba la vacilación de Lisa, y se volvió apoyando una rodilla en el asiento entre los dos, con un brazo sobre el respaldo.

– Cheroqui, me agradaría mucho pasar el día contigo. ¿Qué te parece si vamos a la ciudad? Lo que se te antoje… piensa en las cosas más absurdas e ilógicas que jamás hayas imaginado, y te aseguro que lo intentaremos todo. Y no volveremos a hablar de lo que sucedió ayer en el campo. Te lo prometo.

Era una promesa que ella no le habría arrancado si hubiera podido elegir.

– Trabajo para usted. ¿No le parece un poco…? Bien…

– Demonios, ¿eso es todo? ¿Crees que si llegamos a ser algo más que amigos perderás el empleo una vez concluido el romance?

– Algo por el estilo. O por lo menos nos sentiremos bastante más nerviosos cuando nos encontremos todos los días en la oficina.

Unas arrugas seductoras se insinuaron en las comisuras de los ojos de Sam.

– Quizá debería despedirte aquí mismo, porque de ese modo no habría problemas.

– Brown, usted es imposible. -Pero Lisa no pudo evitar una sonrisa mientras meneaba la cabeza ante el absurdo razonamiento de Sam. Sí, era un hombre imposible. Era imposible resistírsele, con su sombría belleza y su provocativo sentido del humor. Lisa desechó sus inquietudes y se dijo que bien podía pasar un día de despreocupada diversión. Reiría mucho, respondería a las bromas y las provocaciones de Sam, y aceptaría el hecho de que le agradaba muchísimo la compañía de aquel hombre.

– Di que sí -le incitó Sam.

Lisa lo miró de reojo.

– Si me niego, ¿me despedirá?

– No.

– Entonces, sí, maldito sea.

El interior de la casa era un lugar fresco, con una escalinata abierta que arrancaba bajo la ventana más grande que Lisa había visto jamás. Sam corrió al primer piso, dejando que Lisa lo examinara todo mientras se daba una rápida ducha y se cambiaba. Lisa pasó de una habitación a otra, las manos unidas en la espalda, como si temiera tocar lo que no le estaba permitido. La sala de estar tenía dos conjuntos enormes de puertas que se abrían sobre un solarium de paredes de vidrio, que daba al patio lateral, el lugar donde se habían mantenido las tradiciones de Kansas City… hermosas jardineras de flores, curvadas alrededor de longevos magnolios; una pequeña fuente con un cupido del cual brotaba agua; y bancos de hierro forjado cerrados sobre tres lados por los setos de boj recortados con precisión.

– ¿Lista?

Lisa se volvió y comprobó que Sam se había acercado en silencio por detrás, amortiguados sus pasos por la alfombra blanca y gruesa. Parecía que estaba invitándola a su casa y a su jardín. Ella hizo un esfuerzo para pasear la mirada por el hermoso panorama extenor.

– No tenía idea de que fuera así -murmuró.

– A veces es un poco solitario -replicó él.

Lisa se giró de nuevo. Ahora él estaba más cerca, olía al jabón y a la loción que solía usar. Tenía en la mano las llaves de su automóvil.

– Vamos a divertirnos -dijo ella, dirigiendo a Sam una mirada perversa, destinada a sugerir precisamente eso.

Tomaron por asalto la ciudad, revoloteando como insectos enloquecidos. Sam conocía bien Kansas City, estaba familiarizado con los lugares de diversión y con su historia, e inició a Lisa en ambas cosas. Alquilaron patines y atravesaron Loose Park, donde un artista famoso cierta vez había cubierto las aceras con relucientes lienzos dorados, titulando a su trabajo «Senderos protegidos». Compraron vendas en la farmacia, y llamaron a su propio trabajo «Rodillas protegidas». Adquirieron un anillo de fantasía en el Country Club Plaza y lo deslizaron por el dedo de la ninfa de una fuente, en el Crown Center; afirmaron al mismo tiempo que había un vínculo eterno entre las dos grandiosas muestras, cuyos creadores tenían las mismas iniciales. Se encontraron por separado en la pintoresca Festa Italiana de Crown Center Square, y cada uno rescató al otro arrancándolo de los brazos de los exuberantes bailarines italianos. Tomaron una crema helada en el local de Swenson, y bebieron piña colada en el Kelly's Saloon; después, casi se extraviaron en la Zambezi Zinger en Woíds of Sun, y descansaron recostándose entre las lápidas del Cementerio de Mount Washington. Escupieron en medio del Puente Aníbal, y, riendo, se disculparon ante Octave Chanute, que no había consagrado dos años y medio a crear esa obra solo para permitir que dos irreverentes se burlaran. Entraron en la Biblioteca Truman y dejaron una nota conmemorando la fecha en la Encyclopaedia Britannica -volumen 7, página 754- prometiendo volver un año después, para comprobar si aún estaba allí.

A lo largo del día recorrieron las calles de Kansas City, que tenían los nombres de los fundadores -Meyer, Swope, Armour. Sam le señaló el bulevar Lisa Kessler, diseñado por el arquitecto paisajista que había concebido el proyecto de restauración de los bulevares, los jardines y las fuentes, que convertían a la ciudad en un espléndido calidoscopio de belleza. Le relató la historia de William Rockhill Nelson, fundador del Kansas City Star, que había luchado catorce años con el fin de que el municipio aprobara la original red de bulevares; y le demostró cómo el planteamiento precursor de Jesse Clyde Nichols había dotado de esculturas, fuentes y objetos de arte a las bocacalles de la ciudad. Se desplazaron tranquilamente a través de la urbe bañada por el sol, y cuando cayó la noche y las luces de las fuentes tiñeron de rojo, esmeralda y zafiro las aguas en movimiento, Lisa y Sam se sentaron en el borde de una de ellas para comer golosinas y arroz frito que venía en envases de cartón blanco.

– ¿Cómo está tu rodilla? -preguntó Sam.

– Todavía intacta. La próxima vez no permitiré que me convenzas de que haga giros de trescientos sesenta grados cuando llevo años sin practicar con los patines.

Sam sonrió, pero su mirada permaneció fija en ella, con un fulgor cálido y apreciativo.

– Eres muy animosa. ¿Lo sabías, cheroqui?

– Gracias. Tú tampoco estás del todo mal, Su Señoría.

– ¿Estás dispuesta a dar por terminado el día?

– Como quieras. -Se palmeó el vientre, suspiró, y los dos comenzaron a alejarse de la fuente en dirección al automóvil de Sam, dejando en el camino los restos… y, por alguna razón, a ella no le importó.

Pocos minutos después, mientras se alejaba con paso lento, Sam Brown pasó un brazo alrededor del cuello de Lisa y la acercó a su propio cuerpo. Era agradable estar así, de modo que ella alzó una mano y cogió la muñeca de Sam. Advirtió entonces que los pies de los dos se movían con una lentitud cada vez mayor.

Sam conducía sin prisas a través de la noche de Kansas City, escuchando los sonidos nocturnos de los grillos y las ranas a través de las ventanillas abiertas. Las fuentes distribuidas a lo largo de Ward Parkway susurraban al paso, y Lisa apoyó la cabeza contra el asiento, y deseó que la noche no terminara nunca. Sam entró por el sendero de su casa y apagó el motor.

Ninguno de los dos se movió.

– Gracias por un día realmente divertido dijo ella con voz suave.

– El placer fue completamente mío. Tampoco ahora se movieron.

– Veo que mi madre está en casa. ¿Quieres conocerla?

– Esa noche no. Es tarde… y ya tengo las rodillas flojas y manchas de comida en la camisa.

La idea de conocer a la madre de Sam amenazaba turbar el esplendor del día perfecto.

Lisa sintió que Sam la examinaba desde su sitio frente al volante, y un momento después llegó su voz neutra.

– ¿Cheroqui?

– ¿Sí?

Él vaciló antes de decir:

– No hay manchas de comida en tu camisa. -Inmediatamente ella extendió la mano hacia la puerta, pero la mano de Sam vino a detenerla-. De veras, me agradaría que conocieras a mi madre. ¿Por qué quieres escapar?

Ella rió con nerviosismo, y dijo sin mirarle:

– En realidad, no soy muy eficaz con las madres. -Dirigió una expresión de ruego a Sam, y agregó en voz baja-: Prefiero que no.

El pulgar de Sam se movió suavemente, rozando el hueco del codo de Lisa.

– ¿Quieres explicarme por qué?

Ella contempló esa posibilidad, y después contestó sin rencor:

– No quiero decírtelo.

Sin tener en cuenta la respuesta de Lisa, él insistió:

– Trataré de adivinar. ¿Tiene que ver con el hecho de que tengas mezcla de sangre india?

Ella se sintió desconcertada porque él había planteado algo que se aproximaba a la verdad, y sintió, durante unos instantes, que él estaba adivinando mucho de lo que ella era.

– ¿Cómo lo has sabido?

Los ojos de Sam observaron las plumas que adornaban las orejas de Lisa, y con un solo dedo movió uno de los adornos y después explicó:

– Mira, tienes una actitud demasiado defensiva.

– Toda la gente usa joyas indias en los tiempos que corren. Es muy elegante.

– Cheroqui, no te enojes. Ha sido un hermoso día, y quiero mantenerlo así. Pero también deseo que hables francamente conmigo. Hasta ahora no me has dicho casi nada acerca de tu pasado. -Siguió una larga pausa, antes de que él insistiera en voz baja-: ¿Por qué no me hablas ahora?

Ella pensó un momento, y comprendió que sentía intensos deseos de abrirse ante él. Pero era difícil explicar una historia que había durado tanto.

– No sé… por dónde empezar.

– Comienza con tu marido. ¿Era blanco?

– Sí. -Bajó los ojos.

– ¿Y?

– Y…

Como ella calló, Sam insistió con ternura.

– Mírame, cheroqui. ¿Y qué?

Los ojos de Lisa eran puntos oscuros cuando él se inclinó en la sombra, y, al advertir la preocupación en la voz de Sam, de pronto se dio cuenta de que deseaba decirle cosas que había prometido no revelar jamás. Pero necesitaba poner cierta distancia entre ella misma y Sam Brown mientras le hablaba, de modo que abrió la puerta y descendió. Él la siguió. Mientras caminaban despacio hacia el coche de Lisa, ella comenzó a hablar con voz entrecortada.

– Joel se casó conmigo en uno de esos… esos rebotes idiotas, después de pelearse con la mujer con quien inicialmente pensaba contraer matrimonio. Una mujer muy blanca aprobada sin reservas por su madre. Él… había reñido con esa mujer, de modo que cuando me conoció fue… -Suspiró y elevó los ojos hacia las estrellas-. Oh, no sé lo que fue. Quizá una mezcla química. Un impulso estúpido. Pero en todo caso no reflexionamos mucho. Sencillamente, lo hicimos. Y lo hicimos con excesiva prisa… -Lisa se encogió de hombros y se apretó los brazos mientras caminaban sobre el césped húmedo-. Nada estuvo bien, desde el principio mismo, excepto quizá el sexo. Pero eso no alcanza para mantener un matrimonio. Después de un tiempo, la desaprobación que yo provocaba en la madre comenzó a influir sobre Joel, él comenzó a criticarme diciendo que yo lo distanciaba de su familia. Un año después de nuestro divorcio se casó con una muchacha que según la opinión de la madre era la esposa ideal. -Se detuvieron frente al automóvil de Lisa-. Ahora sabes por qué no me llevo bien con las madres.

Las luces de la casa proyectaban largas manchas blancas sobre el prado oscuro que se extendía detrás. Sam permaneció de pie con una mano en el bolsillo del pantalón. Lisa esperó su respuesta. Cuando esta llegó, la sorprendió agradablemente. La mano salió del bolsillo de Sam y se agarró del codo de Lisa. Entonces habló con voz suave e insinuante.

– Ahora que eso está resuelto, ven aquí. -Su presión suave la obligó a volverse para verlo; después, él cerró los brazos sobre la cintura de Lisa, hasta que las caderas de los dos presionaron con fuerza una sobre la otra. Y de pronto, ella olvidó el tema de las madres y las historias personales, pues la cara de Sam Brown le sonreía en la noche tibia y perfumada por las flores. Parecía como si las fuentes musicales de Kansas City bailaran en el pecho de Lisa, que ahora esperaba lo único que necesitaba para lograr que ese día culminara en la perfección total. Después, él inclinó los labios abiertos, suaves y tibios, sobre su boca, y ella elevó sus propios labios, apenas entreabiertos, aceptando sin vacilar el contacto de la lengua masculina, un contacto suave y gentil.

«Ah, Brown, qué cosas me haces», pensó. Élla presionó apenas, y solo los pezones de los pechos de Lisa rozaron la camisa de Sam, mientras apoyaba las manos sobre los bíceps masculinos. La lengua de Sam la acarició y atrajo. Lisa respondió al estímulo, y sus dedos se deslizaron bajo la tela de las mangas cortas, en una invasión inconsciente de la piel firme y escondida. El beso fue tranquilo, casi perezoso, una tierna seducción con la lengua, mientras ellos se separaban un poco y comenzaron a balancearse indolentes a un lado y otro. Era una suerte de aperitivo del beso, destinado a abrir el apetito para cosas más sólidas. Pero cuando concluyó, en un abrazo lento y prolongado, evitaron separarse más.

Sam levantó la cabeza con un gesto de amable burla.

– Esto es mejor que la crema helada que venden en Swenson.

Lisa sonrió y se apoyó en el círculo formado por las manos de Sam.

– Hum… y además no te dará dolor de estómago.

Él sonrió perversamente, y apretó con más firmeza su vientre contra el de Lisa.

– ¿De veras?

Pero ella sabía que no era el vientre de Sam lo que le dolía. Podía sentir lo que le dolía, algo que la presionaba con fuerza e intentaba atraerla.

De modo que se sorprendió cuando un momento después comprobó que el honorable Sam Brown la obligaba a darse la vuelta y la llevaba hacia el coche. En resumen, Sam Brown estaba demostrando que era cada vez más honorable.

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