Un minuto después, Lisa abrió su maleta y contempló desalentada el contenido. Gimió: no, otra vez no. La desagradable revista continuaba allí dentro y despertaba sus instintos más sórdidos. Comenzó a cerrar la maleta, pero un trozo de tela azul asomó bajo una camisa plegada, de modo que algo prohibido e irritante le sacudió las entrañas. Cruzó los brazos sobre la cintura, miró disimuladamente las prendas dobladas, y después deslizó un índice inocente entre las páginas de la revista, hojeándola en un sentido y en otro varias veces, hasta que por fin la dejó caer abierta, y cruzó los brazos con fuerza sobre el vientre.
Miró, hipnotizada por el cuerpo sin duda espléndido que estaba tendido a orillas de un río. La piel aceitada relucía bajo las gotas de agua, tenía las piernas abiertas de un modo que no ocultaban nada. Los ojos de la modelo estaban cerrados, y la expresión de la cara era una combinación de sensualidad y placer. Los labios abiertos, duros, dejaban escapar la lengua que asomaba entre unos dientes perfectos. Las uñas largas y escarlatas de la mujer descansaban sobre el triángulo oscuro de la femineidad.
Lisa tragó saliva, se sonrojó pero volvió la página. Más de lo mismo. Pensó: «La piel y el pecado… justo lo que uno podía esperar de un hombre como Sam Brown». De todos modos, giró otra página.
La sangre afluyó a su cara, a los dedos de los pies, a la cara interna de sus rodillas, mientras contemplaba las escenas pornográficas de una conocida película. Sintió un vacío en el estómago. Su pecho experimentó cierta tensión, y el vello de los brazos y las piernas se le erizó. El hombre y la mujer estaban íntimamente enlazados, los miembros y los dientes al descubierto…
«¡Sam Brown, eres un individuo repulsivo!» Arrojó la revista, cerró con fuerza la maleta, y retiró la mano como si se la hubiera chamuscado, en el mismo instante en que oyó llamar a la puerta.
Irguió la cabeza, tragó saliva y se llevó las manos frías a las mejillas antes de cruzar la habitación y abrir, aparentando mucho mayor control del que sentía.
Era de nuevo Sam Brown. Pero esta vez se había quitado la chaqueta deportiva y un solo botón le sostenía la camisa al nivel de la cintura, con los faldones marcados por una sucesión de arrugas. Por el cuello abierto Lisa vio de nuevo la pequeña crucecita adornada con turquesas. Apartó rápidamente los ojos de ese pecho desnudo, y comprobó que además el visitante estaba descalzo.
– Parece que hemos vuelto a repetir la escena -dijo él.
– Así parece -replicó Lisa, sin sonreír.
A ella le pareció imposible enfrentarse a la mirada del visitante después de haber visto la revista. «No seas tonta, Walker, este hombre no puede adivinar tu pensamiento.» De todos modos, tenía la impresión de que si la miraba con más atención sabría lo que había estado haciendo antes de su llegada.
– Me preparaba para salir cuando… -Esbozó un gesto con la mano-. Lo mismo de antes, segunda parte. -Volvió los ojos hacia su maleta depositada sobre la cama, con la tapa cerrada pero suelta. De todos modos, ella permanecía como un guardia de palacio, agarrando el borde de la puerta con una mano e impidiendo la entrada del visitante.
– Escuche, lo que dije antes es inexcusable. Desearía disculparme -dijo Sam Brown.
– Sí, creo que tiene que hacerlo -replicó Lisa con voz tensa. La imagen de la revista todavía permanecía en su mente.
Él le entregó su maleta.
– ¿Ese es el modo de responder cuanto intento enterrar el hacha de guerra? Lo menos que puede hacer es mostrarse cortés.
– Está bien, yo… no debí abofetearlo hace un rato; Lo lamento. Bien, ¿estamos de acuerdo así? -Pero tenía la voz tensa y cínica.
– No del todo. -Señaló su maleta-. Deseo que me devuelva mis cosas. Quisiera ir a correr un poco y calmar la cólera y la frustración, pero mi ropa de deporte está allí.
Él esbozó una mueca de reconciliación dirigida a Lisa, y ella se apartó con brusquedad, y con un gesto indicó a Brown que entrara y retirara su maleta. Observó las arrugas en los faldones de la camisa mientras él levantaba la tapa de la maleta para revisar su contenido. La revista estaba encima. La examinó un momento, y después se volvió para mirar a Lisa, con una expresión en el rostro más sombría que antes.
– Verá, que un hombre compre una revista pornográfica no significa que sea un pervertido.
– Cada uno tiene sus propios gustos -contestó Lisa, pero su tono expresaba de manera indudable un juicio negativo.
– Esta revista tiene excelentes entrevistas y críticas de cine y… -De pronto, se le ensombreció el rostro, bajó la cubierta de la revista y accionó el cierre con tres movimientos de muñeca-. No sé por qué demonios debo justificarme ante usted y de todos modos, ¿qué le da derecho a condenar a un hombre por lo que descubre en su maleta?
Ella suspiró con un gesto de fatigada paciencia.
– Escuche, ¿tiene inconveniente en que demos por terminado el asunto? Llevo puesta la misma ropa todo el día, y desearía tomar un baño y comer algo. Ha sido una jornada difícil.
– Muy bien… muy bien. -El retiró de la cama la maleta-. ¡Ya me voy!
Ella estaba esperando para cerrar la puerta, pero antes de que pudiera hacerlo Brown se volvió para mirarla. Casi con enojo afirmó:
– Lamento lo que dije. Fue totalmente impropio, pero tampoco es adecuado su comportamiento, no acepta mis disculpas y no me deja en paz. Sus ojos dicen que…
– Le he aclarado que acepto sus disculpas.
– Entonces, ¿dejará que le pague la cena y podamos hablar de… cualquier cosa? Hay muchos temas de interés, excepto las maletas.
– No, gracias, señor Brown. No estoy interesada. Trabajo para un machista empedernido, y no tengo más remedio que soportarlo mucho tiempo a lo largo de la semana; pero, fuera de él, tengo mucho cuidado cuando elijo a las personas con quienes comparto mi tiempo.
Brown la miró con la frente fruncida. Tenía una expresión ominosa, y parecía dispuesto a explotar de nuevo; pero Lisa defendió su posición, observando sin vacilar a Brown, con una mano sobre el borde de la puerta. De nuevo tuvo conciencia de que él mantenía muy erguido el cuerpo -sobre todo ahora que trataba de controlar su irritación- cuadrando los hombros, y con la piel desnuda del pecho tenso como un tambor. Mostraba una expresión de ira en la cara, con los labios tensos. Sus ojos oscuros parecieron penetrarla durante un momento largo y amenazador. Después, se volvió y comenzó a alejarse.
Con un inquieto suspiro de alivio, Lisa cerró la puerta, apoyó en ella un momento la cabeza, y después echó el cerrojo.
La tensión del día la había consumido, hasta el extremo de que ahora sentía el cuello y los hombros endurecidos por la fatiga. Echó hacia atrás el cuerpo, se pasó la mano sobre la nuca y se masajeó. Con los ojos cerrados y los cabellos sueltos, se preguntó qué había inducido a Sam Brown a formular su invitación. Después, al recordar el material de lectura que él prefería, se dijo que ya sabía la respuesta.
Lisa se acostó en la cama, cruzó los brazos detrás de la cabeza, y trató de apartar de su pensamiento la figura de Sam Brown. Pero la cara de ese hombre reaparecía, como la había visto la primera vez al final de la licitación, cuando él estaba aceptando los saludos de otros hombres… sonriendo, o riendo, o complacido consigo mismo. Recordó las minúsculas arrugas a los costados de los ojos, y se preguntó qué edad tendría. ¿Estaba en mitad de la treintena?
Cuando fruncía el ceño parecía tener más edad… ¡Y ese día había fruncido a menudo el ceño! Pero la expresión de desagrado también lograba que ese rostro sin duda bien formado, pareciera todavía más atractivo…
Apoyó su antebrazo sobre la frente. Pensó, fatigada, que la belleza física no tenía mucha importancia. Cargaría lo que había sucedido durante esa jornada a la cuenta de la experiencia, y olvidaría que había visto a ese hombre.
La cara de Floyd A. Thorpe desplazó la imagen de Brown, y Lisa se preguntó cuál de los dos le parecía más inquietante. Thorpe se mostraría más ofensivo que nunca después del fiasco. Sobre todo porque ella había desobedecido intencionadamente sus órdenes y había pasado la noche en Denver. Había ocasiones en que parecía que era inútil competir en el mundo de los hombres. Pero ella tenía que demostrar su capacidad para soportar la prueba… ¿verdad? ¿Acaso no había tenido que demostrarlo, tanto ante sus propios ojos como frente a los que habían ayudado a trastornar su vida?
Se hundió en un sueño inquieto, y los rostros de Thorpe y Brown se mezclaron en un collage inquietante de su pasado… el de Joel, el del juez…
Despertó sobresaltada, y desvió los ojos hacia la muñeca… ¡las siete y media!… abandonó la cama y comenzó a desvestirse, todo al mismo tiempo.
Llenó de agua la bañera, se dio un baño rápido y refrescante, y maldijo las delgadas toallas del motel y el jabón barato que apenas producía espuma. Mientras se secaba, se acercó a la mesa de tocador y arrojó a un lado la toalla, mientras buscaba el cepillo y comenzaba a alisarse el cabello. Este le llegaba hasta los omoplatos -una cabellera espesa y negra, salvaje como la hierba de la pradera, tan abundante que la obligaba a inclinarse, como si el peso la desequilibrara. Se inclinó en dirección contraria y después enderezó el cuerpo, observando cómo sus pechos se elevaban y descendían rítmicamente con cada movimiento del cepillo.
Su mano se detuvo en el aire, olvidó el cepillo mientras juzgaba en el espejo el reflejo de su cuerpo desnudo. Sin que ella lo deseara, evocó las imágenes seductoras de la revista y la visión de la cara de Sam Brown, el pecho desnudo y los pies descalzos. Miró fijamente sus ojos oscuros, hasta que le temblaron los párpados, y entonces los bajó. Su mirada recorrió el cuello largo y delgado hasta los pechos medianos con los pezones oscuros.
Vacilante, acercó el cepillo y pasó el dorso del mismo sobre el borde exterior del seno derecho. El plástico frío y amarillo era suave y le resultaba agradable en contacto con la piel. Lo movió a lo largo del hueco que estaba debajo del pecho, y después lo alzó hasta el pezón. Evocó los chispazos del recuerdo.
Había pasado mucho tiempo.
Hay ciertas cosas que el cuerpo de una mujer necesita.
Cerró los ojos, mientras invertía la posición del cepillo, y pensó en las patillas plantadas en aquella cara firme, mientras sentía el roce ligero de las cerdas sobre su pecho, y después en las costillas, a través del abdomen, hasta el hueco de la cadera.
Un sentimiento de profunda soledad le hizo evocar recuerdos de un pasado en que los sueños juveniles habían consistido en las imágenes rosadas de lo que sería la vida. El matrimonio, los hijos, la felicidad permanente. ¿Qué había sido de todo eso? ¿Por qué estaba allí, sola, en una habitación de Denver, colorado, recordando a Joel Walker? Ahora estaba casado con otra mujer, y a decir verdad Lisa ya no lo amaba. Lo que amaba era el recuerdo de esos sueños que ella había alimentado al principio de la relación, la intensa necesidad de cada uno en el cuerpo del otro, esa sensación que habían creído suficiente para consolidar un matrimonio. Ella añoraba aquel período anterior a la etapa en que habían cometido todos los errores, antes del nacimiento, de Jed y Matthew.
Lisa abrió los ojos y vio una mujer vacía y triste. Una mujer con pálidas y tensas arrugas que llegaban desde el hueso de la cadera hasta el abdomen, como único recordatorio de los dos embarazos. Extendió los dedos sobre ellas, y apoyó el cuerpo en el armario. Después se irguió y elevó los ojos. «¡Maldita seas, Lisa, prometiste que no te detendrías a recriminarte sobre lo que no puedes cambiar!»
Apretó con más fuerza el cepillo y comenzó a trabajar sobre sus cabellos. Cepilló con tanta fuerza que le dolió el cuero cabelludo, tiró de la pesada masa oscura que cubría la parte posterior de la cabeza y la recogió por encima y por detrás de las orejas, para que formara un nudo grueso y suave. Tenía la piel naturalmente bronceada, y no necesitaba un maquillaje especial; de todos modos, aplicaba un poco de sombra plateada a sus párpados y se ponía rímel en las pestañas. El lápiz labial tenía dos tonos, un carmín intenso reforzado por otro tono más claro. Se aplicó un toque de perfume detrás de cada oreja, y comenzó a vestirse.
Se vistió con unos pantalones blancos abolsados que se estrechaban en el tobillo, sobre las zapatillas de lienzo y cáñamo; después, se puso una camisa a rayas celestes desabotonada en el centro, y con mangas cortas y abultadas que terminaban en los codos. Alrededor de la barbilla Lisa lucía un amplio volante de encaje, que como ella sabía, destacaba el tipo de su elegante cuello.
Se acercó al espejo, para agregar las plumas que acostumbraba usar… esta vez colgadas de las orejas, como toques azules que se balancearon cuando ella se volvió para coger su bolso y salir a cenar.
El comedor estaba casi vacío. Se hacía de noche y las luces de Denver se encendían una tras otra más allá de las ventanas. Lisa se detuvo en el umbral y miró hacia la semipenumbra, donde la música desgranaba con discreción sus acordes. En un rincón del fondo, una pareja de cabello canoso bebía café. Fuera de ellos, el otro ocupante del comedor era Sam Brown. Él apartó la mirada del diario cuando Lisa se detuvo a la entrada del comedor. Sus ojos se encontraron un instante antes de que él volviera a la lectura con un gesto inexpresivo, inclinando el periódico para recibir la última luz que entraba por la ventana. Lisa esperó, sintiéndose avergonzada y en evidencia, mientras estudiaba el perfil de la caja registradora. Al fin una camarera la llevó a una mesa.
Por desgracia, estaba en el centro del salón, frente a Sam Brown. Él levantó de nuevo los ojos, que otra vez regresaron lacónicamente al periódico, y Lisa se sintió más que nunca la protagonista que actuaba en el centro de una pista de circo.
La camarera le entregó un menú.
– Esta noche hay poca gente -comentó la mujer, y su voz resonó como un clarín en la sala vacía.
– Ya lo veo.
– ¿Puedo traerle algo del bar?
– Sí, un Smith &Kurn. -Lisa tenía conciencia de que Sam de nuevo estaba mirándola-. Sé que es una bebida para tomar después de comer, pero en realidad me apetece en este momento.
Rió nerviosa, y se dijo que era absurdo ofrecer explicaciones; sabía que no había hablado para la camarera, sino para Sam Brown. ¿Qué le importaba lo que él pensara?
La camarera se acercó a la mesa de Brown, le entregó un menú, y sus voces también resonaron en la sala.
– Señor, ¿le traigo algo del bar?
– Un martini muy seco con encurtidos, si tiene. Caramba, pensó Lisa, que refinado. ¡Encurtidos con el martini!
– Por supuesto -replicó la camarera, y se alejó para salir de la sala. En el recinto solo alcanzaba a oírse la música tenue, que apenas calmaba la incómoda tensión entre los dos.
Lisa leyó el menú y enseguida vio lo que deseaba comer, pero se refugió en el estudio de la carta durante unos cinco minutos; la camarera llegó finalmente con su bebida, y Lisa tuvo otra cosa en la cual centrar su atención.
La bebida con sabor a chocolate le pareció refrescante. Bebió, y siguió con los ojos a la camarera, mientras su espalda le impidió, por un momento, ver a Sam Brown.
– Le he traído una ración doble de encurtidos. ¿Qué le parece? -fue la pregunta de la camarera.
– Magnífico, gracias. -La voz profunda de Brown resonó en los oídos de Lisa.
Cuando la mujer se apartó, los ojos de Sam encontraron la mirada de Lisa. Ella se inclinó para beber un sorbo. Sintió que el líquido le resbalaba por la mano. Se secó la palma en la pierna y se concentró de nuevo en el menú, dedicando al asunto la atención más completa y maldiciendo a la camarera que se alejaba sin preguntarle si ya deseaba pedir la cena.
La mujer regresó al fin con un lápiz y una libreta. Hasta ahora, Lisa había conseguido mantener los ojos apartados de la mesa que estaba junto a la ventana.
– ¿Puedo tomar nota de su pedido?
Lisa reprimió la tentación de responder con ironía y, con mucho esfuerzo, esbozó una sonrisa agradable. Intentó hablar en voz baja, pero las palabras rebotaron en las paredes como si hubieran sido disparos.
– Quiero pescado, sin patatas, y una ensalada bien condimentada.
– ¿Desearía otra cosa en lugar de las patatas?
– Me apetecería, pero esta noche quiero ser rigurosa conmigo misma.
Siguió una risa falsa, la que Lisa apenas reconoció como propia, mientras los ojos de Brown la exploraban de nuevo. Ella sintió de pronto que acababa de decir algo personal que él no tenía derecho a saber, y pensó que había cometido un error al hacer aquel comentario inocente.
Él pidió una chuleta y una patata asada con mantequilla y nata agria, y el condimento de la casa… sin que nadie le explicara lo que era. Una actitud que por cierta razón irritó a Lisa, que comía en restaurantes pocas veces, y por lo tanto nunca se mostraba audaz. Por fin, pidió una taza de café.
Esta vez, cuando la camarera se retiró, los ojos de los dos comensales se encontraron y vacilaron mirándose durante un momento más prolongado. Ahora, Sam Brown se acomodó mejor en su silla con una suerte de perezosa desgana, un hombro más bajo que el otro, mientras apoyaba como al descuido un codo sobre la mesa y tocaba el borde de su copa con los dedos.
Lisa sorbió su bebida y miró hacia un lado, pero el recuerdo de las imágenes de la revista volvió a molestarla. Sintió que él le clavaba la mirada, y durante un momento tuvo la inquietante impresión de que estaba observando fijamente su pecho desnudo y determinando cuál de los que había visto era más hermoso. Para desagrado de Lisa, el recuerdo de las marcas de su propio sostén se grabó con fuerza en su cerebro.
– ¿Ha conseguido tomar su baño?
Al escuchar la pregunta, formulada como sin intención, ella movió los ojos, y se sonrojó como si él acabara de decir una obscenidad; después miró deprisa a la pareja que estaba en el rincón. Bebían en silencio su café, sin prestar la más mínima atención.
– Sí. ¿y usted ha podido salir acorrer?
Él esbozó una sonrisa torcida.
Lo he intentado, pero el aire de esta ciudad es tan denso que he temido la posibilidad de un ataque cardíaco.
– Qué lástima que no lo haya sufrido. -Ella enarcó las cejas y con la punta de un dedo revolvió los cubitos de hielo.
– Todavía no me cree, ¿eh?
Lisa levantó su vaso, miró a Brown por encima del hombro, bebió un trago largo y después movió lentamente la cabeza de un lado a otro.
– ¡Ajá! -dijo.
Él se encogió de hombros con indiferencia, bebió de nuevo su cóctel, y estudió el panorama del otro lado de la ventana. Por el modo en que tenía un hombro más alto que el otro, parecía que la camisa amarilla no correspondía a su cuerpo. El botón superior estaba varios centímetros más bajo, y la cruz de plata brillaba frente a Lisa, mientras ella intentaba fingir que Brown no se encontraba allí. Pero eso fue imposible porque, un momento después la pareja de ancianos se puso de pie, pagó la cuenta y se fue, de modo que Lisa y Sam se convirtieron en los únicos comensales.
La camarera regresó, presentó los primeros platos y se fue de nuevo.
Lisa se arrojó sobre su ensalada como un pecador arrepentido a un confesionario. Pero cada golpe del tenedor sobre el plato parecía amplificarse y perturbarla. El ruido de su propia masticación le parecía notorio en aquella sala. Apenas pudo evitar un movimiento inquieto en su propia silla mientras sentía la mirada de Sam Brown, que se posaba sobre ella con una insistencia cada vez más irritante.
La voz de Brown rompió de nuevo el silencio.
– Oiga, esto es ridículo, ¿no le parece?
Lisa lo miró y vio que sus manos descansaban inertes junto al cuenco de ensalada.
– ¿A qué se refiere? -consiguió decir Lisa.
– Que estamos sentados aquí como un par de niñitos que acaban de pelear porque uno de ellos rompió el castillo de arena.
Lisa no pudo pensar en ninguna respuesta. Con una sonrisa de simpatía él continuó diciendo:
– Por lo tanto, usted permanecerá en su jardín, yo en el mío, y nos miraremos hostiles y nos sentiremos solos y miserables porque ninguno de los dos toma la iniciativa de la aproximación.
Ella lo miró con atención, tragó lo que le pareció una lechuga entera, y no dijo una palabra.
– ¿Puedo llevar allí mi ensalada? -preguntó Brown, y después agregó con un gesto encantador-: ¿y si prometo no tirar su castillo de arena?
La sombra de una sonrisa jugueteó en los labios de Lisa, y antes de que pudiera controlar el gesto había reído, y el sonido le aportó cierto alivio.
– Sí, venga. Es terrible permanecer sentada aquí, evitando mirarle.
Él, su ensalada y los encurtidos atravesaron la distancia en tres segundos. Brown se acomodó en la mesa frente a Lisa, le sonrió audazmente y le dijo:
– Bien, así está mejor.
Después, se dedicó a devorar su lechuga.
Ella había afirmado que Brown era un mentiroso, un estafador y un pervertido. ¿Qué conversación podían mantener en esas circunstancias? Comprobó aliviada que él encontraba un tema.
– Debo reconocer que usted es la primera mujer que encuentro en una licitación.
– Y yo soy la primera mujer que yo misma he visto en una licitación -reconoció Lisa. Las arrugas a cada lado de la boca de Brown se ahondaron.
– ¿Cuánto tiempo hace que está en esta profesión?
– Comencé en el sector hace tres años y participo en licitaciones desde hace poco más de uno.
– ¿Por qué?
Ella lo miró extrañada.
– ¿Qué significa por qué?
– ¿Por qué ha elegido una carrera en un sector difícil, dominado tradicionalmente por los hombres?
– Porque de este modo puedo ganar dinero.
Él aceptó con un gesto la respuesta.
– Usted trabaja para el viejo Floyd Thorpe, ¿verdad?
– Sí, lamento decir que así es.
– Es un verdadero bandido… un auténtico sinvergüenza.
Sobresaltada, ella miró los ojos oscuros de Brown.
– ¿Usted lo conoce?
– Hace mucho que trabaja en Kansas City. Allí todos conocen al viejo Floyd. La gente como él hace que las empresas constructoras tengan tan mala reputación. Es tan torcido como la pata trasera de un perro.
– Pero sabe ganar dinero, de modo que lo disculpan, ¿no es verdad? -preguntó sarcásticamente Lisa.
Sam rehusó morder el anzuelo y preguntó a su vez:
– Si tanto le desagrada, ¿por qué trabaja para él?
– En vista de que esta actividad depende en forma directa de la construcción de viviendas, ¿necesita preguntar eso?
Él se limpió los labios con una servilleta.
– No, creo que ahora no hay muchas oportunidades de empleo, ¿eh?
Ella pinchó la rodaja carnosa de tomate que estaba en la ensaladera, como si se tratara del vientre redondo de Thorpe.
– Lo que más me desagrada de él es su costumbre de escupir saliva con tabaco apuntando a mis pies.
Brown rió, y Lisa lo miró con una expresión maligna en la cara.
– ¿Puedo revelarle una broma muy personal? ¿Un chiste de verdad irrespetuoso?
– Me encantan los chistes irrespetuosos.
Lisa se mordió el labio inferior, y después confesó:
– A solas, cuando estoy enojada con mi jefe, lo cual suele sucederme, lo llamo usando sus iniciales.
– ¿Cuáles son?
– F.A.T. * -Brown se recostó en el respaldo de su asiento y rió mientras ella continuaba diciendo:
– A Thorpe no le agrada que se sepa que hay una inicial intermedia. Quizá por eso me complace tanto incluirla.
Las finas líneas blancas de alrededor de los ojos de Brown desaparecieron cuando sus labios se distendieron en una sonrisa, mientras miraba a Lisa atacar con insistencia el tomate. Los ojos de Brown se posaron en los pómulos altos y anchos, en la nariz orgullosa y recta, en los cabellos negros recogidos tras las orejas formando un moño suave y abultado, en la piel cobriza y los ojos casi negros.
– Usted es india, ¿verdad?
Los ojos de Lisa centellearon desafiantes, y las plumas se balancearon junto a su barbilla.
– Un cuarto cheroqui. Y Thorpe nunca permite, que lo olvide.
Brown miró las plumas, pero se abstuvo de formular comentarios.
– En otras palabras, que el viejo Thorpe sabe de qué lado está la mantequilla de su rebanada, ¿verdad?
– Así es. Me ha pedido por lo menos cinco veces que aceptara el título honorario de vicepresidenta.
– Veamos. -Brown se inclinó hacia delante. -De ese modo él podría afirmar que es un contratista que da trabajo a miembros de las minorías, ¿verdad?
Ella sonrió de mala gana.
– Y por lo tanto podría presentar ofertas en todas las obras relacionadas con los programas de ayuda a las minorías, las obras que el gobierno federal se propone realizar; podría presentarse como contratista principal o como subcontratista. Como usted sabe, parece que ahora son los proyectos más lucrativos.
Él la examinó frunciendo las gruesas cejas negras que parecían bumeranes.
– Entiendo que usted haya rechazado la vicepresidencia.
– Con muchísimo placer.
De nuevo Sam Brown se inclinó en su asiento y rió de buena gana.
– En Kansas City hay unos pocos contratistas que sonreirían de oreja a oreja si supieran que alguien le ha jugado una mala pasada a Floyd A. Thorpe, después de todas las veces que él los ha engañado.
– Yo sonreiría también con mucho entusiasmo por el placer de incomodar a Thorpe si no fuera por el aumento de sueldo.
– ¿Sería más sensato decir que le está aplicando el tratamiento cheroqui? -bromeó Sam, mirando con mucha atención a Lisa.
Ella sonrió y sus ojos oscuros chispearon un momento antes de que una expresión pensativa los dominara. Movió unos trozos de lechuga en el cuenco de la ensalada y juntó las manos bajo la barbilla. Apoyó un codo sobre la mesa, afirmó el otro antebrazo contra el borde y tamborileó sobre el vidrio húmedo del vaso frío.
– Verá -murmuró, mirando los cubitos de hielo en el vaso vacío-. Mi orgullo no me permite adoptar ciertas actitudes. Ni siquiera por dinero.
– Pero creí que usted decía que el dinero era la razón por la cual había aceptado este empleo.
– En efecto, era la razón. Pero ahora gano lo suficiente para mantenerme. Es todo lo que necesito.
Lisa vio que los ojos de Sam Brown se fijaban en la mano que jugaba con el vaso. Mostraba únicamente una turquesa grande y ovalada engastada en una base de plata.
– ¿No está casada? -preguntó él.
Los ojos de Brown se elevaron, encontraron la mirada de Lisa, y los dedos de la joven cesaron de tamborilear sobre el vaso húmedo.
– No -contestó ella, y comprendió que debía aclarar su respuesta; después, desechó su conciencia, y pensó que no le debía nada a aquel hombre. En todo caso, solo estaban compartiendo una mesa… dos extraños en una ciudad solitaria, lejos del hogar.
Llegó el plato principal, y Sam Brown cambió de tema.
– Entiendo que nuestro amigo comenzará a subirse por las paredes cuando se entere de que usted ha perdido el concurso, ¿eh?
Lisa miró a su interlocutor, sonrió y dijo:
– Usted sí tiene un sentido irrespetuoso del humor, ¿no es verdad? En todo caso, él está siempre perdiendo los estribos por una razón o por otra. En su caso es un modo de vida. Si no se descontrola porque perdió la licitación, usará como pretexto que yo me quedé a pasar la noche aprovechando la tarjeta de crédito de su preciosa empresa… precisamente lo que me advirtió que no hiciera.
– Pero usted lo hace de todos modos. -El ceño fruncido unió las cejas de Brown.
– Tenía que hacer eso o llegar a Kansas City en mitad de la noche, después de perder el vuelo de las seis de la tarde. Después del día que he pasado, no deseaba estar media noche en un avión.
– Y todo porque yo tenía su maleta, ¿verdad?
Lisa encontró la mirada de Brown, pero se limitó a encogerse de hombros y volvió a su cena.
La camarera les trajo café, e interrumpió por un momento la conversación. Cuando de nuevo estuvieron solos, Lisa estudió reflexivamente a Sam y preguntó:
– Si usted ha estado trabajando en Kansas City el tiempo suficiente como para conocer las dudosas prácticas comerciales de mi ilustre jefe, ¿por qué no nos hemos visto antes?
– Quizá porque nos dedicamos sobre todo a los contratos de lampistería, y solo hace un tiempo decidimos pasar a la distribución de agua y el tratamiento de aguas residuales.
– ¿Nosotros? -preguntó ella con curiosidad-. ¿Quién es el otro Brown en la firma Brown & Brown?
– Fue mi padre. Era el hombre que conocía los secretos de los contratistas de toda la ciudad. Estuvo años enteros en el sector de los contratos de construcción.
– ¿Estuvo?
– Falleció hace cuatro años -dijo Sam con voz neutra, mientras cortaba su chuleta.
– Yo… lo siento.
Él la miró animado.
– No es necesario. Mi padre tuvo una vida excelente, consiguió todo lo que siempre deseó, y cuando falleció era un hombre feliz… murió nada menos que en un campo de golf, en el sexto hoyo. -Sus ojos pardos pestañearon-. El sexto hoyo siempre le acarreó problemas.
Aunque Sam Brown relató todo esto sin tristeza evidente, Lisa se sintió avergonzada por estar compartiendo de ese modo un relato personal cuando apenas conocía a su interlocutor. Pero él continuó.
– Era un noruego que bebía mucho y trabajaba duro…
– ¿Un noruego llamado Brown?
– El nombre deriva de Brunvedt, que era el apellido de la familia.
– Discúlpeme… lo he interrumpido.
– Como le decía, era un noruego de carácter fuerte, y cuando afirmo que él hizo todo lo que quería, eso incluyó desobedecer las órdenes del médico. Sufrió un pequeño ataque y le ordenaron que viviera tranquilo algunos meses; pero, cuando a un noruego obstinado se le mete en la cabeza que quiere salir a jugar golf, nadie puede impedírselo.
Lisa comprobó que ahora disfrutaba con la compañía de Sam Brown, y ella misma se sorprendió al contestar:
– Y cuando a un noruego obstinado se le mete en la cabeza que saldrá a cenar con una mujer, tampoco nadie puede impedírselo, ¿verdad?
Sam esbozó una sonrisa al ver el moño que los cabellos formaban detrás de las orejas de Lisa; y después miró los ojos de la joven y por último sus labios. Lisa pensó que de ningún modo se parecía a cualquiera de los noruegos que ella había llegado a conocer. Tenía los cabellos castaños y la piel tan bronceada que parecía reflejar la cara de la propia Lisa. Mientras levantaba la taza de café y, sin quitarle los ojos de encima, dijo en broma:
– Bien, después de todo no fue tan doloroso, ¿verdad?
Ella hubiera deseado contestar de otro modo, pero comprobó que eso era imposible.
– En efecto, no fue tan difícil -dijo.
– Tal vez podamos volver a hacerlo en Kansas City.
Durante un momento ella se sintió tentada, pero al recordar los aspectos menos favorables de la personalidad de Brown, le advirtió:
– No trace planes en ese sentido. A menos que yo gane una licitación.
– Hum… -Levantó su taza de café. Los ojos maliciosos chispearon por encima del borde de la taza-. Tal vez valga la pena arreglar un concurso a su favor la próxima vez.
– No dudo de que usted es capaz de hacerlo. -Lo estudió unos instantes, y después reconoció-. Tengo la costumbre de asignar títulos a la gente a la cual conozco. ¿Sabe cuál le he aplicado?
– ¿Cuál?
Los ojos de los dos se cruzaron en un agradable duelo de ingenio.
– El honorable Sam Brown.
– Eh, me agrada… muy inteligente.
– Y su expresión es del sarcasmo más puro y concentrado. Brown, usted es un canalla muy deshonesto, y yo no sé por qué estoy ahora sentada en esta mesa con usted.
Él inclinó la silla hasta que esta quedó sobre dos patas.
– Porque usted deseaba comprobar si soy tan pervertido como se desprende de mí material de lectura. Dicen que todas las mujeres se sienten atraídas por el tipo equivocado por lo menos una vez en su vida. ¿Quién sabe? Quizá es lo que yo represento para usted.
– Y quizá no. -Lisa inclinó la cabeza y observó con detenimiento a Brown. Era un ejemplar masculino de aspecto sumamente agradable… ella tenía que reconocerlo. Y su malévolo sentido del humor no era hiriente. Pero Lisa recordó de nuevo que Brown no era el tipo de hombre con el cual ella podía intercambiar escarceos sexuales. Las conversaciones de esta clase causaban vibraciones que decían mucho más que lo que se expresaba en las meras palabras, y ella de ningún modo estaba preparada para aceptar otra vez esas vibraciones. Sus heridas no se habían curado después de su última y desastrosa relación. Pero incluso, mientras se autocriticaba por incurrir en ese toma y da, los ojos de Sam se mantuvieron fijos en ella, mientras su silla se sostenía de nuevo sobre las cuatro patas. Sam apoyó los brazos sobre el borde de la mesa y se inclinó un poco hacia ella.
– Dígame -preguntó, en voz grave e íntima- ¿Qué le pareció la mujer tendida sobre la roca, al lado del río?
¡No estaba dispuesta aparecerse a una adolescente vergonzosa a quien sorprendían espiando los pechos de una africana en un ejemplar de la revista National Geographic! Lisa miró a Brown a los ojos y replicó sin vacilar:
– El fotógrafo seguramente se olvidó de untar la cara interior de la pantorrilla derecha y el agua no llegó hasta allí.
Sam Brown la recompensó con una risa sonora y apreciativa, mientras Lisa censuraba su propia conducta y su actitud demasiado precoz. Un momento después él depositó su servilleta sobre la mesa, recogió la cuenta, y estaba de pie detrás de la silla de Lisa, esperando para retirarla. Pero antes de ejecutar el movimiento, se inclinó hasta quedar muy cerca y, hablando casi al lado de una de las plumas, dijo:
– El jefe Toro Sentado la habría expulsado de la tribu si él hubiera, ja… ja… -Se apartó a tiempo-. ¡Achís!
Ella lo miró por encima del hombro, y con los labios dibujó una sonrisa descarada.
– Dios mío, Brown, parece que usted es alérgico a mi persona. No se acerque tanto la próxima vez.
El estaba limpiándose la nariz con un pañuelo.
– Es ese perfume que usted usa.
– Le presento mis disculpas -sonrió ella, sin sentir el más mínimo arrepentimiento.
Pensó que así estaba bien. Ella no tenía ningún motivo para compartir con él la cena. Pero de todos modos necesitaba sonreír y lo hizo pues en el camino de regreso a sus respectivas habitaciones estornudó tres veces más y, cuando llegaron a la puerta de la habitación de Lisa, Brown se mantenía a respetable distancia.