La noche que precedió a su primer día de trabajo, Lisa durmió en ese estado semiconsciente y tenue que a menudo experimentaba antes de un día que prometía algo especial. Una especie de sueño superficial y ligero, durante el cual la excitación consiguió mantenerla tan alerta que paró el despertador antes de que su campanilla sonara dos veces. Lisa permaneció mirando el techo, teñido de rosa por el sol naciente, y dijo asombrada:
– Cuarenta mil dólares anuales, ¿qué me dicen?
Después se puso de pie, con movimientos vivaces y ágiles, mientras encendía el aparato de radio; se duchaba, se lavaba los cabellos, consagraba una desvergonzada cantidad de tiempo a peinarlo, y después se aplicaba el maquillaje. Tenía la cabeza echada hacia atrás, el rimel oscureciendo sus pestañas, cuando de pronto se incorporó, miró su propia imagen reflejada en el espejo, sonrió, y dijo a la mujer que la miraba desde el cristal.
– Un naranjo… ¡tienes un naranjo junto al escritorio!
Después, la mujer del espejo la reprendió:
– Walker, eres tonta, termina de arreglarte o llegarás tarde el primer día.
Lisa lo pensó mucho antes de decidirse entre un abrigado traje pantalón de color rosa y una falda blanca con una chaqueta haciendo juego. Eligió la falda por respeto a la categoría de la oficina, y el blanco porque realzaba el color de su propia piel. La prenda complementaba la piel oscura y los cabellos negros de un modo tan sorprendente que Lisa se sintió muy complacida por su aspecto cuando terminó de vestirse. La falda recta acentuaba su estatura, y además destacaba sus caderas. Después se puso un solo brazalete blanco que armonizaba con los aros blancos de sus pendientes, y se dio por satisfecha.
Pero se alisó la falda por última vez sobre las caderas, contemplo de nuevo su imagen reflejada en el espejo, y frunció el ceño preocupada. ¿Se había vestido con tanto esmero para complacer a Sam Brown? La posibilidad era inquietante. Desvió los ojos hacia las fotografías de Jed y Matthew, colocadas sobre la cómoda. El conocido sentimiento de pérdida la agobió un momento. Después empezó a quitarse las peinetas negras que le sostenían el cabello detrás de las orejas, y las reemplazó, con una actitud desafiante, por otras que exhibían pequeñas plumas de bronce.
«¡Eres lo que eres, Lisa Walker, y más vale que no lo olvides!»
En la oficina pareció que Sam Brown apenas prestaba atención a lo que ella se había puesto. Las mangas de su camisa a cuadros ya estaban arremangadas, hasta la altura de los codos, y tenía unos planos en la mano. Aunque saludó a Lisa con mucha amabilidad y le dijo:
– Buenos días… ¿preparada para conocer a la gente? -lo cierto es que toda su atención estaba concentrada en el trabajo.
Cuando Lisa llegó, tres personas más ya estaban allí. Sam la presentó como la primera empleada permanente de la división de aguas corrientes y residuales. Raquel Robinson, encargada de la oficina, era eficiente y enérgica. Usaba un vestido amarillo pálido que impresionaba en contraste con su piel oscura, y que daba la impresión de una prenda muy moderna.
Lisa adivinó inmediatamente que Frank Schultz era la mano derecha de Sam Brown. Era el principal calculista de la sección de fontanería, y había estado trabajando con Sam en las pocas propuestas presentadas hasta aquel momento. Un irlandés de cabeza grande llamado Duke era el superintendente jefe de las cuadrillas que trabajaban en las obras; bajo sus órdenes se encontraban varios capataces cuya voz solía escucharse por la radio. Ron Chen era el contable, un chino de cuerpo menudo con gruesos anteojos y una sonrisa amable. Su segunda al mando era su propia hija Terri, de veinte años, que trabajaba solo parte de la jornada, y el resto del tiempo asistía a la Universidad de Missouri en Kansas City. Del ordenador se ocupaba una mujer mayor y robusta, llamada Nelda Huffman, que parecía más la encargada de la limpieza que la persona a cargo de los sueldos de los empleados. Como lo supo después, las fotos que estaban sobre el escritorio de Nelda eran las de sus nietos.
Cuando ya todos los empleados de Brown & Brown hubieron comenzado su jornada de trabajo, Lisa Walker se sintió como si estuviera en el anfiteatro del edificio de las Naciones Unidas. Comprendió que allí nadie prestaría atención a una pluma en sus cabellos, pese a que, en efecto, Raquel había comentado que su peinado era muy elegante.
Brown & Brown significaba un cambio muy agradable en relación con Construcciones Thorpe. Aunque Lisa no tenía su propia oficina, como en Thorpe, no le importaba. Todos los miembros del personal estaban unidos por evidentes lazos de camaradería, que compensaban la falta de intimidad. La atmósfera era tan armoniosa, la decoración de tan buen gusto, que Lisa sintió un deseo casi infantil de trabajar bien, aprender rápido y demostrar sus cualidades, para sentirse justificada por ocupar el escritorio y disfrutar del naranjo.
Cuando llegaba la pausa del café, la sala de copias se convertía en un lugar de reunión. Contenía no solo fotocopiadoras, sino también una nevera, un horno de microondas y una cafetera abastecida constantemente por Rachel, que parecía ser la alegre matrona del personal de la oficina. Al parecer, todos simpatizaban con ella.
El día comenzó con una breve sesión en la cual Sam Brown, Frank Schultz y Raquel analizaron el modo de ayudar a Lisa para que aprendiera la mejor manera de utilizar todos los recursos de la empresa. Después de que Lisa hubo cumplimentado los formularios acostumbrados, Frank le explicó los procedimientos generales de presentación de ofertas, la psicología y el margen con que trabajaban.
Sam se retiró al mediodía, y Lisa tomó su almuerzo junto a la fuente. De regreso se sintió descansada. Vio de nuevo a Sam bastante avanzada la tarde, cuando apareció un momento; las botas de cuero polvorientas y los vaqueros color caqui ponían de manifiesto que había estado en las obras. Cuando Frank Schultz comenzó a ordenar su escritorio, al final de la tarde, Lisa no pudo creer que fueran casi las cinco. El día había pasado con tanta rapidez que parecía que acabara de entrar por la puerta.
La mañana siguiente ella, Sam y Frank colaboraron en la preparación de una pequeña propuesta. Enseguida Lisa advirtió que en la empresa, antes de introducir cambios, se acostumbraba a mantener una discusión inteligente. No había sorpresas de última hora, a menos que hubiera un acuerdo mutuo. Conversaron acerca de las licitaciones inminentes mencionadas en El Boletín de la Construcción, y decidieron cuáles requerían la preparación de planes por parte de Lisa. Sam preguntó si Frank dispondría de tiempo al día siguiente para salir con Lisa y mostrarle las obras que estaban realizándose; de ese modo ella podría conocer el equipo con que contaba la empresa; además, habría que suministrarle un inventario completo, de modo que supiera con exactitud cuál era la capacidad de trabajo con la cual contaba la firma.
Al tercer día, ella y Frank salieron en una camioneta de la empresa, y fueron de una obra a otra. En cada una, Lisa fue presentada a los operarios y a los capataces.
Al acercarse a la estructura de la base de acero de un edificio de dos pisos, Lisa se sorprendió al ver a Sam Brown, con casco y botas de trabajo, que saludaba con la mano. Se abrió paso entre las tuberías y los accesorios, y, al aproximarse, comenzó a quitarse un par de sucios guantes de cuero.
– ¿Hay problemas, patrón? -preguntó Frank.
– No, nada que Duke no pueda resolver. -Sam sonrió por encima del hombro mientras Lisa escuchaba la voz de Duke en segundo plano; rugía como un elefante enojado, y decía a uno de los obreros que utilizara la grúa sujetando bien la tubería, para retirarla del lugar y que si volvía a fallar, su trasero soportaría las consecuencias, Lisa sonreía cuando Sam le volvió la espalda. El lenguaje rudo de los capataces de la construcción no era nada nuevo para ella.
– Lisa, ¿hasta ahora todo va bien? -La pregunta de Sam era sencilla y directa, y no había en ella nada que la conmoviera. Pero tal vez la naturalidad con que la había llamado Lisa, o el modo de acomodarse el casco sobre la cabeza y enjugarse la frente con una manga, fue lo que aceleró los latidos de su corazón.
– Ni una sola queja -contestó ella-. Hemos visitado todas las obras, menos una. Me estoy haciendo una idea bastante exacta del equipo que la compañía tiene, pero veo que no hay muchas máquinas pesadas.
– Hasta ahora hemos alquilado la mayoría de los aparatos pesados, y continuaremos haciéndolo hasta que tengamos la certeza de que vamos a continuar en el sector de la distribución de aguas y de las aguas residuales -explicó Sam.
– Algunos de los trabajos de los que hablamos ayer exigirían máquinas especiales para la carga, pero todavía no he visto ninguna.
– Lo sé. No tenemos nada. Por eso quise que usted recorriera las obras con Frank. Debo tomar algunas decisiones acerca de la compra de equipos nuevos, y quiero que usted participe.
Había algo elemental en Sam Brown, allí de pie, bajo el sol cálido, con una bota manchada de polvo sobre un trozo de tubo, acomodándose el casco sobre la cabeza, y después sacudiendo los sucios guantes de cuero. Las mangas arremangadas mostraban los brazos bronceados hasta alcanzar un tono canela, y un vello casi rojo a causa del sol. Una gota de sudor emergió bajo el casco y corrió a lo largo de la sien. Lisa desvió la mirada.
Al fondo, una máquina empezó a funcionar, y Sam gritó para que lo escucharan a pesar del ruido.
– Frank, ¿puedes ir al ayuntamiento y pedir un conjunto de planos para la obra de la orilla del río Little Blue?
– Por supuesto, Sam. De todos modos tenemos que regresar por esa dirección.
– Muy bien. Lisa y yo iremos a ver el lugar el viernes por la mañana. -Al oír que se mencionaba su nombre, se volvió hacia la gota de sudor, que ahora era más irresistible a medida que descendía y recogía el polvo. Lo cierto es que atraía la mirada de Lisa como si hubiera sido el caudal del río Colorado, aquella insignificante gotita que brotaba de los cabellos de un hombre.
Ella volvió a desviar la mirada, con la esperanza de que Sam no hubiera percibido lo que sentía. Al principio, pensó que Sam no había visto nada, pero en definitiva no se sintió muy segura, pues cuando Frank comenzó a alejarse de la obra conduciendo la camioneta, Lisa miró por encima del hombro, y descubrió que Sam estaba de pie en el mismo lugar en que lo habían dejado, con las piernas afirmadas sólidamente y los ojos siguiendo el movimiento del vehículo.
El jueves, poco antes de que Lisa saliera de la oficina, Sam la llamó a su despacho.
– Ha sido una semana muy atareada. Lamento no haber podido prestarle mucha atención.
Los codos de Lisa estaban apoyados sobre la superficie del escritorio, mientras examinaba una larga lista de tareas. Al volverse, casi chocó con el muslo de Sam, que estaba muy cerca. Lisa se apoyó en el respaldo de la silla para mirar a su jefe.
– Frank se ocupó de mí. La semana fue muy interesante.
Sam cruzó los brazos, se inclinó sobre el borde del escritorio, y estiró las piernas hacia delante.
– Bien, me alegra saber eso. Escuche, ¿tiene inconveniente en usar algo…? -Durante un momento los ojos de Sam Brown se posaron en la rodilla desnuda de Lisa, donde la falda se le había subido un poco-. Bien, mañana póngase unos pantalones, ¿de acuerdo? Probablemente caminaremos entre escombros, cuando vayamos a ver la obra.
– Haré lo que usted diga.
– ¿Tiene botas? -Ahora, los ojos de Brown pasaron de las pantorrillas a los zapatos de tacón alto que calzaba Lisa.
– Sí, tengo justo lo que usted necesita.
– Magnífico. Tráigalas. Saldremos a primera hora de la mañana y el rocío puede ser intenso.
– ¿Algo más?
– Sí. -Por primera vez él recorrió con los ojos la sala, donde varios escritorios ya estaban vacíos, y ninguno de los que aún estaban allí le prestaron la más mínima atención. La mirada de Brown volvió hacia Lisa-. ¿Estuvo almorzando tal como me mencionó el primer día?
– Todos los días he comido queso con pan de centeno junto a esta fuente deliciosa.
– ¿Mañana podría traer dos raciones? -Los ojos de Brown se suavizaron cuando miró sonriente a: Lisa.
– Por supuesto. ¿Qué celebraremos?
– Nada. Es posible que estemos con los operarios a la hora de almorzar. De modo que si usted trae la comida, yo colaboraré con un poco de Coca-Cola en una nevera.
– Los viernes suelo preparar queso bologna y encurtidos.
– ¿Dulces o ácidos?
– Ácidos.
– De acuerdo. -Se puso de pie-. Nos encontraremos aquí a las ocho.
La mañana siguiente amaneció nublada, después de una noche de aguaceros intermitentes. Las nubes bajas y grises ocultaban el sol, y el aire espeso y pesado parecía cubrirlo todo con un manto pegajoso.
Lisa apareció vestida con vaqueros azules, zapatillas de tenis y un sencillo jersey de algodón, con rayas azules y blancas, cuello marinero y la cintura apretada; además, trajo un par de botas de goma, un envase con repelente contra los mosquitos, y una bolsa de papel de estraza con tres bocadillos, una bolsa de patatas fritas, encurtidos y algunas galletas de chocolate.
Ella y Sam partieron después de que él regresara de su inspección matutina de todas las obras. Sam se detuvo frente al escritorio de Raquel para informarle dónde podía encontrarlos.
– Si nos necesita, puede llamarnos por la radio.
– De acuerdo, jefe.
– Iremos en mi camioneta -informó Sam a Lisa mientras cruzaban el estacionamiento en dirección a un elegante vehículo con el color de la empresa, un marrón intenso y metálico con el logo B &B en blanco sobre las puertas. Sam miró los pies de Lisa.
– ¿Trajo las botas?
– Las tengo en mi coche. Vuelvo enseguida. -Prefería distanciarse de Sam Brown, pues ella también sentía verdadero placer al recorrer con los ojos las piernas fuertes de ese hombre, y el espectáculo que percibía en general era demasiado incitante. ¿Qué había en él? Siempre que Lisa estaba cerca de Sam Brown, sus pensamientos se concentraban en la masculinidad de ese hombre, y esto había sucedido desde la primera noche en Denver, el día que ella descubrió la revista en la maleta.
Él había sacado la camioneta y estaba esperando cuando Lisa llegó con las manos llenas. Esta vez la mirada de Lisa se entretuvo en el espectáculo del brazo largo y bronceado, con la manta blanca enrollada, mientras él se inclinaba sobre el asiento de la camioneta, para abrirle la puerta.
«¡Despierta, Lisa Walker, y piensa en el trabajo!» Tratando de llevar sus pensamientos a un terreno más seguro, Lisa trepó al alto asiento, al lado de Sam Brown, y dejó sus cosas en el suelo.
Una serie de planos, los guantes de trabajo y el casco estaban entre los dos, y, al mismo tiempo que murmuraba una disculpa, Sam los acercó, más hacia su lado, para dejar un poco de espacio para Lisa.
– Está bien -le aseguró Lisa, mostrándole una, rápida sonrisa.
Pero no estaba bien. Había una sensación de encierro en el espacio un poco limitado de ese asiento único. Y caramba, ¿acaso los vehículos de Sam Brown siempre tenían que oler como él? Era su mundo, ese dominio masculino de los cascos, las botas de cuero y las camionetas.
– Yo conduciré, y usted ocúpese del rumbo -ordenó Sam en el momento de partir.
Casi agradecida, Lisa cogió el mapa entre la nutrida serie de planos y lo estudió. Pero incluso así, comprobó que prestaba excesiva atención al brazo bronceado con esa muñeca fuerte que introducía los cambios, la mano que vibraba con la palanca. Con disimulo observó cómo se le endurecían los músculos bajo los pantalones vaqueros, mientras trataba de manejar el vehículo. Recordó que a él le agradaba correr, y supuso que esos músculos eran duros y estaban bien entrenados. La tela de la pernera se adaptaba como la cáscara a una naranja.
De pronto comprendió que el vehículo continuaba en el mismo sitio, y apartó sus ojos de la pierna de Sam y comprobó que él había estado observándola- ¿Cuánto tiempo? Sintió que se ruborizaba, y vio que él sonreía perezosamente.
– Veo que ha traído los bocadillos -la cara de Sam Brown aparecía oscura en contraste con el cuello abierto de la camisa blanca, y el espectáculo originaba efectos extraños en la boca del estómago de Lisa.
– Hice lo que me ordenó. ¿Dónde está la Coca-Cola? -consiguió preguntar Lisa con voz extrañamente normal.
Él insinuó un gesto con el hombro y movió la barbilla.
– Detrás. -Sus ojos perezosos provocaron una sensación extraña en Lisa, pero en ese momento la luz del semáforo cambió y el vehículo comenzó a desplazarse. La mirada de Sam se apartó de Lisa, y ella retornó al examen del mapa.
– La salida en la doscientos noventa y uno sur -ordenó Lisa.
– Doscientos noventa y uno sur -repitió Sam.
Después, se oyó únicamente el gemido intenso de las ruedas sobre el pavimento, y el chirrido estremecedor originado en el asiento en el que estaba sentada Lisa, mientras la camioneta se desplazaba en silencio. Ella observó el movimiento de las mangas de la camisa de Sam, agitadas por el viento que entraba por la ventanilla abierta; después, miró el panorama que se desplegaba al lado de su propia ventanilla, tratando de sentirse cómoda en presencia de aquel hombre.
De pronto, la voz de Raquel sonó en la radio.
– Base a unidad uno. Adelante, Sam.
Mirando de reojo, Lisa lo vio descolgar. El dedo índice presionó el botón destinado a activar el aparato, y el micrófono casi le rozó los labios.
– Aquí, unidad uno. Habla Sam. Adelante, Raquel.
– Tengo una llamada de larga distancia procedente de Denver. Es Tom Weatherall, que contesta su llamada; me ha parecido que le podía interesar.
– No es nada importante, es solo sobre una pregunta que le hice acerca de una subasta de equipos que se realizará dentro de un tiempo. Dígale que me comunicaré con él el lunes.
– Muy bien, jefe…cambio y fuera.
– Gracias, Raquel. Unidad uno; cambio y fuera.
La manga de la camisa blanca se cruzó en diagonal sobre el antebrazo de Sam, mientras él colocaba el micrófono en su sitio. Lisa desvió decidida los ojos, y de nuevo resistió el impulso de observar a su jefe. Pero le molestó descubrir que no necesitaba mirar para recordarlo. Él estaba vestido con pantalones azules, camisa blanca y botas de cuero… un conjunto que no era distinto del que usaban miles de hombres en el trabajo todos los días. Sin embargo, tenía mejor aspecto que esos millares de hombres, y esas prendas absolutamente prácticas le conferían una atracción sexual magnética, muy distinta de cuando usaba los pantalones de vestir y la chaqueta deportiva de las primeras veces.
«Walker, concentra la atención en el mapa. Él todavía ni siquiera te ha besado», se dijo Lisa.
Salieron en la doscientos noventa y uno sur según las instrucciones y se internaron por caminos cada vez más estrechos, hasta que llegaron a un sendero cubierto de grava que se internaba en el campo.
– Creo que esta es la ruta. -Lisa señaló una granja abandonada, hacia la derecha.
La camioneta se desvió hacia un lado del camino, y siguió con el motor en marcha pero sin avanzar, mientras Sam ponía el codo izquierdo sobre el volante, descansaba la mano derecha en el respaldo del asiento, y miraba por la ventana. Lisa recibió una sugestiva bocanada de la loción que él usaba, mientras los nudillos de Sam pasaban frente a la cara de Lisa para hacerle una indicación.
– Parece que el lugar comienza precisamente a este lado de los árboles, y después continúa y cruza el campo. Más vale que bajemos y caminemos.
Lisa se alegraba mucho de escapar de la estrecha proximidad con Sam Brown, de modo que saltó de la camioneta con un suspiro de alivio. Se sentó sobre un reborde para quitarse las zapatillas de tenis y reemplazarlas por las botas impermeables color verde oliva, consciente ahora de que Sam la estaba mirando con las manos en la cintura. Lisa metió el borde inferior de los pantalones bajo las botas, pero dejó colgando los cordones amarillos. Permaneció inmóvil, el peso distribuido sobre los dos pies, mientras sentía que la piel se le erizaba a causa de la expectativa. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que un hombre la había visto cambiarse de ropa, aunque se tratase de un artículo tan impersonal como los zapatos; y tuvo la sensación de que ese hombre estudiaba el proceso con excesiva atención. Lisa enderezó el cuerpo, se apretó el cinturón de un tirón para devolverlo a su lugar. La cara de Sam exhibía ahora una sonrisa apreciativa y al mismo tiempo inquietante, y su mirada se centraba en un pequeño retazo de piel de la cintura de Lisa, una imagen que desapareció cuando ella se arregló la camisa.
– ¿Qué está mirando, Brown? -preguntó ella. Pareció que él reaccionaba para regresar al presente.
– Yo diría que los calculistas de las licitaciones tienen diferente aspecto que hace años -dijo burlonamente.
«Más vale mantener la cosa en un tono jocoso», le advirtió su yo más equilibrado, al percibir que el comentario de Sam Brown la excitaba un poco. Lisa mostró un pie, alzándolo frente a ella misma.
– Lo mismo que usted, vaqueros y botas.
Pero cuando los ojos de Sam Brown se deslizaron hacia las botas, Lisa advirtió que, en lugar de desvalorizar su femineidad, este calzado la acentuaba. Vio aliviada que en ese momento la mano de Sam se descargaba sobre su propio cuello, y que pegaba un manotazo al aire, pero no conseguía alcanzar al mosquito que acababa de picarle.
– Acérquese, le pondré un poco de repelente. -Lisa recogió el frasco que había dejado sobre el suelo de la camioneta.
Con una sonrisa él observó:
– Vino preparada, ¿verdad?
– ¿En Missouri y en agosto, la mañana después de una lluvia intensa? -preguntó ella con acento intencionado. Él fue a detenerse frente a Lisa, mientras la joven sacudía el frasco y rociaba a Sam Brown, con largos movimientos que abarcaban desde el cuello hasta las botas; durante ese rápido recorrido observó incluso ciertos lugares donde los vaqueros de Sam estaban más gastados.
«Maldita sea, Walker, ¿qué te pasa?»
– Dese la vuelta, le aplicaré el repelente por detrás. -Pero de espaldas también mostraba un conjunto de músculos tan seductor como de frente. Los hombros eran amplios y firmes, ella los rociaba apuntando el líquido al lugar en que la camisa de Sam apenas formaba arrugas, al desaparecer bajo la cintura angosta de los vaqueros. Tenía el cuerpo tan liso que apenas había curvas bajo la tela. De nuevo Lisa recordó que él solía correr. Le pareció que su cuerpo era inacabable desde el cuello hasta las botas amplias y bien separadas una de la otra.
Sam Brown se volvió para mirar a Lisa por encima del hombro.
– Dese prisa. Esta sustancia hiede.
Cuando ella se incorporó, no pudo resistir la tentación de burlarse.
– No sea tan infantil, Brown. No me parece que este producto huela tan mal. -y como para demostrar la afirmación, le envió un chorro bajo el cuello, y después retiró un poco el frasco y lanzó una nube hacia la nuca de la víctima. Él se dobló por la cintura y lanzó un tremendo estornudo.
Ella rompió a reír mientras él trataba de ponerse fuera de su alcance y giraba sobre sí mismo.
– Maldita sea, si no es una cosa es otra.
Ella esbozó una mueca y fingió que se disculpaba.
– Oh, cuánto lo siento.
Una sonrisa perversa curvó los labios de Sam, que replicó secamente:
– Sí, ya veo cuánto lo siente.
Avanzó amenazador un paso en dirección a la joven, y Lisa retrocedió.
– Vamos, Brown, ¡fue un accidente! -advirtió Lisa, alzando una mano para rechazar al hombre. Pero él avanzó otro paso.
– Esto también será un accidente. -Arrancó el frasco de la mano de Lisa y lo agitó. En sus ojos había un destello amenazador.
– ¡Brown, se lo advierto!
– Usted comenzó, y ahora recibirá su merecido.
Ella no tuvo más remedio que darle la espalda, cerrar con fuerza los ojos y esperar. Él se tomó su tiempo, y entretanto Lisa se sintió cada vez más incómoda. Por fin, notó el rocío sobre la nuca. Después, el repelente descendió y se detuvo en las caderas de Lisa
– Levante los brazos -ordenó Brown. Ella apretó los dientes e hizo lo que le decía, pero al instante comprendió su error, pues cuando levantó los brazos también alzó la camisa. Hubo un silencio prolongado, y ella sintió que comenzaba a sonrojarse. Después, el zumbido del repelente concluyó su descenso por la espalda, y él la tocó con el frasco al mismo tiempo que ordenaba:
– Vuélvase -Lisa se giró, arriesgando una rápida mirada al cabello de Sam, mientras él se ponía de cuclillas frente a la joven. Pero ella se apresuró a cerrar los ojos, cuando la nube de spray se elevó. El ataque se detuvo de nuevo en las caderas y ella soportó un momento de sufrimiento, y se preguntó qué estaría haciendo Brown, cuando en aquel momento un disparo directo la alcanzó en el ombligo.
Lisa pegó un alarido y saltó hacia atrás.
– ¡Maldito sea, Brown!
Él sonrió con malicia.
– No pude resistir la tentación.
Ella lo miraba cuando dobló una rodilla, con los ojos casi al mismo nivel que el cinturón que ella ahora mantenía en su lugar, para protegerse mejor. Estaba luchando sin éxito en un intento de olvidar que Sam Brown era hombre… y él no la ayudaba en absoluto. El único recurso al que podía apelar era la indignación fingida. Le quitó el frasco, se acercó ala camioneta y arrojó el repelente por la ventanilla abierta.
– Brown, tenemos que trabajar. ¡Basta de tonterías!
Felizmente, él la siguió, y los dos se dedicaron a sus tareas. Caminaron entre la hierba que les llegaba a las rodillas, cargados de rocío y adornados con telarañas, a las cuales se adherían gotitas de humedad. Avanzaron con lentitud, y los únicos sonidos fueron los de sus propios pasos caminando sobre la hierba que a veces producía un chasquido al paso de las botas de goma húmedas que calzaba Lisa. Se detuvieron y permanecieron hombro con hombro, cada uno sosteniendo un extremo de los anchos diagramas mientras los estudiaban.
Había que pensar muchas cosas para decidir si convenía o no licitar en una obra como aquella. El primer factor, y también el más obvio, era la cantidad de tierra que habría que mover, adónde podrían llevarla, y con qué medios. Mientras caminaban, examinaron los pros y los contras del asunto, considerando, discutiendo, realizando cálculos mentales. Abandonaron el borde relativamente elevado del maizal y llegaron a un sector de tierra desigual-la mayor parte estaba formado por pastizales- con quebradas y promontorios, muchos salpicados de charcos lodosos después de las lluvias de la noche anterior. La humedad del suelo era otro aspecto importante, y por eso Sam y Lisa a menudo se arrodillaban, uno al lado del otro, y recogían puñados de tierra, comentando si les parecía o no necesario realizar perforaciones de prueba.
Lisa tenía conciencia del olor del líquido repelente y la tierra húmeda, y de la sugestiva fragancia masculina de Sam Brown, mientras se ponían en cuclillas, casi tocándose. Continuaron caminando, siguiendo la ruta que llevaría la cañería, cruzando un terreno cubierto por la pradera ya florecida, hasta que llegaron aun pantano, donde los mirlos de alas rojas estaban encaramados sobre las plantas de espadaña. Los trinos de los pájaros formaban una auténtica cacofonía, mientras Sam y Lisa permanecieron inmóviles varios minutos… solo escuchando y disfrutando del momento que vivían. Todo era pacífico e íntimo. Lisa llegó a tener conciencia de que los ojos de Sam la buscaban, mientras él permanecía detrás con los pulgares metidos en el cinturón. Necesitó hacer un gran esfuerzo para no mirarlo, pero, en efecto, lo consiguió. Adoptando un aire sumamente concreto, Lisa observó:
– Aquí hay muchos pájaros.
Sam dirigió una mirada superficial al pantano y emitió un gruñido de asentimiento; pero casi enseguida volvió los ojos hacia ella.
– El Departamento de Recursos Naturales nos obligará a obtener un permiso antes de venir a perturbar el área ocupada por los nidos. Prepare una nota al respecto.
Pero cuando ella comenzó a redactar la nota, se atrevió a dirigir una mirada a Sam, y lo sorprendió mirándola de un modo inquietante. Enseguida consultó una serie de planos, pero la pregunta siguiente de Sam consiguió que olvidara la cifra que tenía ante los ojos.
– ¿Cuánto tiempo lleva divorciada?
El aire parecía inmóvil, todo resplandecía depurado por las lluvias nocturnas que todavía mantenían gotas sobre las hojas y los tallos, convertidas en pequeños diamantes cuando el sol aparecía a veces entre las nubes. Lisa encontró la mirada de Sam y comprendió que si contestaba sería más difícil que nunca volver al trabajo.
– Tres años -replicó.
Pareció que él reflexionaba, hasta que al fin preguntó:
– ¿Vive aquí?
– No.
– ¿En St. Louis?
Aunque formulada en tono casual, la pregunta la obligó a reaccionar.
– Se supone que estamos buscando un límite señalado con una bandera roja -le recordó Lisa.
– Oh. -Sam se encogió de hombros, como si el intento de evasión promovido por Lisa tuviera escasa importancia-. Oh, sí… bien, olvide lo que le he preguntado.
Ella intentó hacer precisamente eso, pero el resto del recorrido la pregunta sin respuesta perduró entre ellos.