Capítulo 11

Si le hubieran pedido que definiera con exactitud cuál era el factor que había determinado los cambios entre ellos, Lisa no habría podido contestar sinceramente si tenía origen en Sam o en ella misma. Solo supo que la relación se paralizó y esto la lastimó muchísimo durante las semanas siguientes. Ver todos los días a Sam en la oficina representaba un auténtico infierno. Él ya no se acercaba al escritorio de Lisa al final de la tarde para preguntar a qué hora regresaba a su casa. Ella ya no le preguntaba si quería acompañarla. Lisa sabía que cualquiera de los dos hubiera podido derribar la barrera invisible que los separaba. Se habría necesitado nada más que una sola palabra y, sin embargo, ninguno de los dos la pronunció.

En apariencia, todo estaba igual. Se consultaban cuando llegaba el momento de presentar una oferta en algún concurso, tropezaban el uno con el otro en la sala de copiado, y estudiaban juntos los planos. Pero en el curso de toda esa actividad Sam mantenía un aire de normalidad que por inconmovible parecía inverosímil, y por su parte Lisa no le mostraba una indiferencia exagerada ni un afecto más o menos encubierto. En cambio, se trataban con una cordialidad neutra, que la hacía estremecer en su fuero interno. Sam le ábría la puerta para cederle el paso cuando salían juntos, ocasiones en que charlaban acerca de los proyectos con un espíritu animoso que agobiaba todavía más el alma solitaria de Lisa.

Un día de mediados de septiembre Sam pasó al lado de Lisa, cuando ella estaba sentada cerca de la fuente y almorzaba. Él agitó un rollo de planos como saludo, sin interrumpir el ritmo de sus pasos, mientras decía:

– Hola, Lisa. ¿Disfrutando del buen tiempo? -Una intensa sensación de pérdida la atravesó, mientras le veía entrar decidido en el edificio.

A fines de septiembre, seis miembros del personal de la oficina ofrecieron a Raquel un almuerzo para celebrar su cumpleaños. Fueron al restaurante Leona, en el Fairway Center. Todos se amontonaron en el automóvil de Sam, para salvar la corta distancia que los separaba del restaurante. Lisa fue aparar al asiento trasero. El lugar que ocupaba le recordó los días de intimidad, y evocó aquellos momentos con inquietante claridad mientras observaba la nuca de Sam.

En el restaurante Leona, Lisa se encontró sentada en ángulo recto con Sam. Mientras se acomodaban en las sillas, las rodillas de los dos chocaron bajo la mesa.

– ¡Oh, discúlpame! -se excusó Sam-. ¡Siempre estas piernas tan largas! -Su buen humor hizo aquel gesto tan impersonal como si hubiera tocado la rodilla de Frank, y de nuevo Lisa sintió una punzada de dolor. Sin embargo, intentó reír y remedar la indiferencia de Sam.

Para Lisa encontrarse con él llegó a ser una forma refinada de tortura. A veces, lo estudiaba desde un extremo del salón, y se preguntaba si hacía gala de esa insípida neutralidad con el propósito de castigarla. ¿Tenía conciencia de lo que estaba haciendo? ¿Mantenía ese aire jovial sabiendo que cada uno de estos episodios acentuaba el sufrimiento de Lisa? Quizá la relación entre los dos solo respondía a la necesidad de acumular experiencias nuevas, para después vincularse a otras mujeres. Si él la amaba, como había afirmado, ¿era posible que se mostrara tan… tan condenadamente trivial? Cuando la sorprendía mirándolo, sonreía y regresaba a lo que estaba haciendo sin el más mínimo esfuerzo, y ciertamente sin enviar mensajes íntimos con los ojos. Pero por otra parte, ¿acaso ella no hacía lo mismo?

Septiembre llegó a su final, y el primer atisbo del otoño se manifestó en la atmósfera. Un día Sam llamó a Lisa a su despacho. De nuevo se mostró tan cordial como siempre y le dijo que como ya llevaba dos meses en la empresa, le concedía un aumento porque estaba muy complacido con su trabajo. Aunque era nada más que un reducido incremento del sueldo, dijo Sam, le asignaba el valor de un voto de confianza. Después la acompañó hasta la puerta abierta, donde permanecieron un minuto a la vista de todos los dibujantes. Ella estaba tan familiarizada con el olor que desprendía Sam, que sintió que se le hacía la boca agua. La visión de las mangas de camisa subidas hasta el codo, mostrando los antebrazos bronceados por el sol estival, y el modo conocido en que deslizaba una mano en el bolsillo del pantalón mientras conversaban, le provocaron escalofríos que llegaron hasta los niveles inferiores del vientre de Lisa.

Sam se apoyó en el marco de la puerta y cruzó los brazos sobre el pecho, mientras comentaba cierto aspecto de la obra que estaban realizando a orillas del río Little Blue, que en ese momento se encontraba en pleno desarrollo. Por aquel entonces las manzanas del huerto estarían maduras, ya no habría mosquitos, y los mirlos y las torcazas seguramente estarían volando hacia el sur. «Oh, Sam, Sam, no he cesado de amarte.» Él continuó comentando el trabajo como si entre ellos jamás hubiera sucedido nada. «Sam… Su Señoría… Quiero tocarte, refugiarme en tu pecho, y volver a ser parte de tu vida.» Había llegado el momento de adoptar algunas decisiones importantes acerca del equipo, decía Sam, mientras del cuerpo de Lisa se desprendía un torrente de necesidades físicas y emocionales de las que él era el objetivo. ¿Acaso puedes comportarte como si nada hubiera sucedido, cuando todos los rincones de mi cuerpo están afectados por tu cercanía?

– De modo que Raquel se ocupará de las reservas en la línea aérea. Me propongo pasar la noche fuera -decía Sam.

– Yo… ¿qué? -balbuceó Lisa.

– Me propongo pasar la noche fuera -repitió Sam-. Me parece imposible que vayamos en avión a Denver, participemos en el remate de equipos, y regresemos el mismo día. Sobre todo si en definitiva compramos algo. Entonces habrá que hacer gestiones financieras y encontrar un lugar para depositar la mercancía.

Ella sintió las palabras de Sam como un golpe en el estómago. Estaba trazando planes que contemplaban la visita de los dos a la subasta de equipos pesados en Denver, con los mismos miramientos con que hubiera podido programar un viaje parecido para Frank o Ron, o para cualquiera de los otros empleados. Dios, ¿acaso suponía que ella realizaría diligencias nocturnas con él, y soportaría el que la relación fuera platónica? ¿De qué creía que estaba hecha? ¿Quizá de PVC, como los caños que usaban en las obras? Su falta de sensibilidad la irritó… y la perspectiva de estar sola con él la dejó debilitada y temblorosa.

Salieron en avión de Kansas City un luminoso día de mediados de octubre, y, mientras el vuelo se dirigía hacia el Oeste, dejando atrás las instalaciones del Aeropuerto Internacional de Kansas City, Lisa tuvo la sensación de que todo aquello era un déja vu, porque estaban regresando al mismo lugar donde se habían conocido.

Desde el inicio del vuelo, Sam se había recostado en el asiento y dormía. Se despertó el tiempo suficiente para rechazar el desayuno, de modo que Lisa comió sola, siempre atenta a la respiración lenta y profunda que percibía cerca de su hombro; la respiración que le recordaba las mañanas en que ella había despertado escuchando esa misma respiración en el lado opuesto de la cama. Él todavía dormía pacíficamente, cuando la orden de ajustarse los cinturones para el aterrizaje apareció en el tablero. Lisa examinó los ojos cerrados de Sam, las pestañas largas y oscuras que le acariciaban las mejillas, sus labios, los miembros en actitud de reposo, y ahora sintió en su fuero interno una renovada sensación de deseo. Vacilante,.le tocó el brazo, que yacía sobre el asiento, entre los dos.

– ¿Sam?

Los ojos de Sam se abrieron de repente y se clavaron en los de Lisa. Hubo un momento de desorientación, un regreso dulce e intenso a los tiempos en que despertaban juntos, cuando una sonrisa sensual que era como un saludo comenzó a entreabrir los labios, antes de comprender en dónde estaba, para reprimir de inmediato una reacción cálida.

– Aterrizaremos en un momento -dijo Lisa, desviando la mirada cuando él unió las manos, endureció los brazos y se estiró; todas las reacciones que ella le conocía de episodios anteriores.

– Dios mío, dormí como un muerto -dijo Sam, mientras con la mano buscaba el cinturón de seguridad.

Ella sintió deseos de decir: siempre te sucede lo mismo. Los codos de ambos se rozaron al comenzar a ajustarse los cinturones, y Lisa se preguntó cómo podría sobrevivir a esa tortura durante dos días.

En el Aeropuerto Internacional de Stapleton permanecieron uno al lado del otro, observando el movimiento del equipaje, y los dos tratando de apoderarse de la primera maleta conocida apenas terminó su recorrido. Lisa retrocedió, permitiendo que Sam la recuperara y verificara la etiqueta.

– Esta es tuya -afirmó Sam, y la depositó a los pies de Lisa, sin más comentarios. Un momento después llegó la maleta de Sam y los dos fueron a alquilar un automóvil.

Sam depositó las dos maletas idénticas en el maletero del automóvil, abrió la puerta correspondiente al copiloto y esperó mientras Lisa subía. ¿Cuántas veces había hecho lo mismo cuando eran amantes? Sin embargo, ahora existía solo la cortesía impersonal que él manifestaba como algo sobrentendida hacia todas las mujeres. Cuando Sam se instaló detrás del volante, Lisa se sintió desbordada por sus movimientos que ella había visto tantas veces, por su perfume, por las manos descansando sobre el volante.

La subasta debía realizarse en la feria del condado Adams, en Henderson. Cuando llegaron, Lisa se sintió muy complacida ante la posibilidad de abandonar el estrecho espacio del automóvil, que le traía a la memoria inexorables e inquietantes evocaciones. Pero la jornada resultó tan agobiante como el viaje, pues el tiempo resultó ser demasiado agradable; de hecho, el tipo de clima que encanta a los enamorados. El cielo de Colorado era de un intenso azul sin nubes, y no había ni una pizca de la acostumbrada bruma de Denver que echara a perder aquel color tan puro.

Los famosos álamos del estado estaban también en su mejor momento y sus hojas resplandecían como monedas de oro bajo un sol intenso. Al acompañar a Sam para inspeccionar las máquinas y discutir las necesidades de la compañía en los inminentes trabajos de primavera, Lisa se vio en dificultades para concentrar la atención en los nuevos proyectos. En repetidas ocasiones percibió que estaba pensando en el hombre que tenía al lado… en la textura de su piel bañada por el sol dorado de las montañas, en las sombras de sus omoplatos bajo la camisa que delineaba la forma tan conocida de su pecho y de sus brazos; en el brillo de sus cabellos oscuros que ella había descubierto por primera vez en un cepillo dentro de una maleta en aquella habitación de hotel, que no estaba lejos del lugar donde ahora se encontraban.

Incapaz de concentrarse en el trabajo, Lisa siguió observando a Sam. Se recreó en el perfil de los músculos de las piernas, enfundadas en los pantalones, esos músculos en los que ella había reparado por primera vez en la puerta principal de su casa, aquella mañana estival que había cambiado para siempre su vida. También recordó la voz de Sam, cuando le sugería muchas intimidades al oído y aliviaba su alma dolorida con expresiones reconfortantes, precisamente cuando más las necesitaba.

Estar sola con él, sin la compañía de otras personas, elevó su tensión emocional hasta tal punto que Lisa tuvo la sensación de que con un gesto involuntario de su brazo, podía cortar ese hilo imaginario ahora estirado al máximo.

Sam presentó ofertas por varias máquinas, y, en definitiva, compró dos. Luego concertó acuerdos acerca del pago y el traslado con el financiero que colaboraba con el rematador.

Cuando regresaron al coche alquilado era bastante tarde y las autopistas de Denver estaban atestadas. Lisa no tenía idea del lugar en que se alojarían, pero temía que Raquel de nuevo hubiera reservado habitaciones en el Cherry Creek. Pero vio aliviada que Sam dirigía el coche aun hotel distinto… un edificio alto cercano al aeropuerto. Se registraron juntos, pero tomaron dos habitaciones separadas. Sam presentó la tarjeta de crédito de su empresa sin manifestar el más mínimo atisbo de incomodidad. Entregó aLisa una de las llaves y juntos subieron en el ascensor hasta el noveno piso. El corredor alfombrado estaba silencioso, cuando los dos se acercaron a las puertas contiguas.

Lisa supuso que Sam le sugeriría que se encontraran para cenar; en cambio, abrió su puerta, echó una ojeada al interior y comentó:

– Hum… parece una habitación agradable. -Después, levantó su maleta y respondió a la pregunta que estaba en la mente de Lisa-: Nos veremos por la mañana.

Habría sido poco elegante e incluso imprudente señalar que ella se sentía sola y extrañaba la compañía de Sam, y que deseaba pasar la noche con él. En cambio, entró en su habitación solitaria y se apoyó desalentada en la puerta cerrada, los ojos fijos en la alfombra verde y a juego con el cubrecama sin ver ninguna de las dos cosas. Lo que tampoco vio fueron la cara, las manos y el cuerpo del hombre amado, del hombre que estaba separado de ella por una pared de yeso y por el obstáculo igualmente concreto de unas normas a las cuales ellos mismos se sometían. Saber que estaba allí, tan cerca y sin embargo inalcanzable, constituía una tortura. Mientras ella miraba la habitación solitaria, notó el escozor de las lágrimas. Sentía una fuerza que le apretaba el pecho. Se acercó a la ventana y contempló el horizonte de Denver…las grandes Torres Occidentales, la plaza, y a lo lejos las Torres Anaconda. El sol se ponía detrás de las montañas, que aparecían en primer plano como una sucesión de escalones, en una gama que iba desde el púrpura oscuro al lavanda claro, en tres capas diferentes, desde la tierra al cielo.

Se apartó de ese panorama desconcertante y cayó sobre la cama, tratando de contener las lágrimas. Sam, sabes que te amo. ¿Por qué me haces esto? Después de llorar se sintió mejor y fue a lavarse la cara; retocó el desastre de su maquillaje, y en definitiva bajó para cenar, pues era evidente que Sam no tenía intención de invitarla a compartir su mesa.

Mientras cenaba sola, la cólera comenzó a sustituir al sentimiento de ofensa. Su ego le dolía. «¡Maldito seas, Sam Brown, maldito seas! ¡Maldito seas! ¡Maldito seas!»

De regreso a su cuarto, dejó la llave sobre la cómoda y miró hostil a la pared; un minuto después le aplicó el oído, y le pareció que podía escuchar el sonido del televisor en la habitación de Sam, pero no estaba segura. Encendió su propio televisor, pero los programas no le interesaron en absoluto. Se arrojó sobre la cama, acomodando las almohadas bajo la espalda. Su cólera se había atenuado ahora, dejándola desesperada y con un ansia abrumadora que anulaba su sentido común.

A las nueve y cinco de la noche descolgó el teléfono y marcó el 914.

– ¿ Sí? -dijo la voz de Sam. -Cerró los ojos y apoyó la mano en el respaldo de la cama. El corazón le latía como un tambor, y sentía la lengua seca e hinchada.

– Esta es una llamada telefónica obscena de la habitación 912. ¿Quieres… por favor, venir y… y… -Pero le falló la voz mientras agarraba con fuerza el teléfono y tragaba saliva.

– ¿Y qué?

Por Dios, al parecer él no estaba dispuesto a ayudarla. Quería prolongar aquella farsa. Ella se tragó el orgullo, cerró los ojos y reconoció la verdad.

– Pensaba pedirte que me hicieras el amor, pero te necesito por muchas más razones que esa. Te extraño tanto que ya no encuentro nada bueno en mi propia vida.

Lisa tuvo la impresión de que él suspiraba fatigado, y lo imaginó, quizá apoyando la espalda en la pared del otro lado, a pocos centímetros de ella. La Tierra pareció realizar una vuelta completa antes de que él preguntara finalmente:

– Lisa, ¿ahora estás segura?

Las lágrimas brotaron de los ojos de Lisa.

– Oh, Sam, ¿qué estuviste tratando de hacerme estas últimas semanas?

– Te estuve ofreciendo la oportunidad de que te curaras.

En medio de su sufrimiento ella percibió un primer rayo de esperanza. Cerró los ojos, y comprendió que eso era también lo que ella había tratado de hacer.

– Sam, por favor… por favor, ven aquí.

– Está bien -dijo él en voz baja, y cortó la comunicación.

Un instante después se oyó un suave golpe en la puerta.

Cuando la abrió, Lisa retrocedió, enlazando sus propios dedos y apretándose el vientre con las manos. Se miraron durante un momento interminable, y él se mantuvo con el hombro apoyado en el marco de la puerta. Estaba vestido con calcetines negros, pantalones grises y una camisa celeste sostenida por un solo botón al nivel de la cintura. Los faldones colgaban fuera de los pantalones, sus cabellos en desorden también estaban alborotados.

– ¿Ya estabas durmiendo? -preguntó Lisa con expresión culpable.

Él negó con la cabeza, en un gesto de fatiga.

– Creo que no he dormido estas últimas seis semanas… excepto hoy en el avión.

¿Era posible que ella no hubiera advertido las arrugas en el contorno de los ojos, y el gesto de cansancio en la boca?

– ¿Por mi culpa? -preguntó Lisa con expresión esperanzada.

Él se apartó del marco de la puerta, e inclinando hacia delante la cabeza se giró y cerró lentamente. Sam suspiró y al fin volvió a mirarla.

– ¿Qué te parece? ¿Qué es lo que tú crees? -preguntó con voz neutra.

Ella lo miró, cegada por el dolor y las lágrimas que amenazaban con brotar de sus ojos.

– No he sabido qué pensar desde que te fuiste de mi casa aquella noche. Yo… tú… has sido…-Se cubrió la cara con las manos, y los sollozos le sacudieron los hombros-. Yo… yo… te amo tanto -dijo con voz sofocada, hablando a través de sus propias manos.

Él se acercó a Lisa, y sus manos cálidas se cerraron sobre las muñecas de la joven, obligándola a mostrar la cara. Depositó un beso suave en el borde de los dedos, que estaban humedecidos a causa de las lágrimas.

– Yo también te amo -dijo, la voz suavizada por el dolor.

Con un grito breve y ahogado ella se arrojó sobre Sam, y le rodeó el cuello con los brazos y se apretó contra su cuerpo. También los brazos de Sam la presionaron tenaces, mientras oprimía la cara sobre su cuello tibio. Sam se balanceó hacia delante y hacia atrás, y repitió varias veces el mismo movimiento, manteniéndose con los pies separados mientras sostenía con firmeza el cuerpo de Lisa pegado a su propio cuerpo. Ninguno de los dos habló, y ambos sentían que la proximidad los reconfortaba.

Los pechos, el vientre y los muslos de Lisa se pegaban al cuerpo rígido de Sam, y parecía que en la mente de ella no había otra palabra que el nombre del ser amado -Sam, Sam, Sam-, y con la dulce comprensión de que él era lo que necesitaba para completar no solo su cuerpo, sino también su vida, su ser.

Por fin, ambos levantaron la cabeza. Se miraron a los ojos, y parecía que cada uno deseaba expresar el dolor que había experimentado durante la separación; que cada uno deseaba hablar de la angustia que ahora al parecer culminaría en el amor.

Las bocas de los dos gimieron sin palabras, y parecía que intentaban compensar el vacío de las seis semanas de soledad. Las lenguas sedosas y húmedas se unieron, expresando la necesidad que se había multiplicado hasta el infinito desde la última vez que habían estado en contacto. El beso duró minutos interminables -¡algo glorioso, pleno de codicia!- hasta que los corazones golpearon sus pechos y la sangre latió acelerada en las venas. Sam mordió con suavidad a Lisa, y ella movió su lengua para sentir la solidez de los dientes del hombre, elevándose y descendiendo, como si hubiera querido saborearla. Los dedos de Lisa encontraron el hueco tibio detrás de su oreja, y emitió un sonido ronco que trataba de expresar a Sam todo lo que sentía por él.

Las manos de Sam se deslizaron hasta las caderas de Lisa, acariciando con firmeza el cuerpo femenino. Apretó su cara sobre el lado del perfumado cuello de Lisa, y ella inclinó aun costado su cabeza, mientras Sam murmuraba:

– ¿Por qué todavía estás completamente vestida?

Parecía que el corazón de Lisa estaba a un paso de estallar cuando acercó los labios al oído de Sam y contestó con voz trémula:

– Estoy esperando que me pidas de nuevo que me case contigo.

Él irguió la cabeza, sorprendido, y una sonrisa jugueteó en las comisuras de los labios.

– Háblame de ese asunto más tarde, cuando no tengamos nada mejor que comentar.

Después, él recuperó de nuevo la calma, y paseó la mirada por los cabellos, la cara y los senos de Lisa, en un gesto amplio que le devolvió de nuevo a los ojos negros e inquisitivos de esa cheroqui, que desbordaban amor y anhelo.

Sam alzó la barbilla de Lisa y se acercó a su cara. Con ternura infinita, describió un círculo alrededor de los labios femeninos con la punta de la lengua. Después, volvieron a besarse buscándose uno al otro, mientras ella sentía el movimiento de los dedos de Sam en la depresión de sus senos.

Él levantó la cabeza, y sus ojos volvieron a encontrarse y luego descendieron hasta los dedos bronceados de Sam, que soltó los botones y después arrancó la blusa del cinturón que la sujetaba. Sin pronunciar palabra, la desprendió de los hombros de Lisa. También sin decir nada, pasó las manos oscuras tras la espalda de la joven y, cuando volvió a apartarse unos pocos centímetros, sujetaba con sus manos el sostén blanco. Arrojó a un lado la prenda y contempló el vientre femenino. Un momento después, él ya había soltado el cierre del cinturón, revelando un retazo de piel sobre unas bragas muy breves. Sam inclinó una rodilla, presionando su cara sobre el cuerpo de Lisa, besándole el estómago donde unas semanas antes había descubierto la línea que ella temía explicar y siguió de nuevo su curso, esta vez con el movimiento leve de su propia lengua.

– En ti no hay nada que yo no ame… nada. -Cerró los brazos fuertes sobre las caderas de Lisa y apretó los párpados. Volvió un lado de su cara sobre la carne de la joven, mientras su voz sonaba cargada de emoción-. Jamás debes tener miedo de contarme algo. Recuérdalo siempre.

Las lágrimas pugnaban por brotar mientras ella enrollaba con los dedos los cabellos de Sam, y apretaba con más fuerza su cara. Lisa cerró los ojos para asimilar la extraña y tierna sensación que las palabras de Sam originaban en su pecho, y entonces sintió complacida el roce un poco áspero de la barba del hombre. Los cabellos de Sam le acariciaron la curva inferior de los senos, y ella se inclinó todavía más sobre la cabeza de Sam y la acunó con los dos brazos.

– Oh, Sam, temía tanto que vieras esas marcas. Tenía miedo de tu desaprobación y… deseaba ser perfecta, cuando eso era imposible. Pero ese es el efecto que el amor origina en uno… desear ser incuestionable a los ojos de la persona amada.

Sam se apretó un poco para mirarla.

– Cheroqui… -Sus ojos oscuros expresaban con elocuencia un sentimiento de aprobación, incluso antes de que pronunciara las palabras-. Yo no cambiaría nada en ti, ¿sabes?

Extendió la mano bronceada para cerrarla sobre un seno, elevándolo al mismo tiempo que acentuaba una caricia con el pulgar, pero siempre con los ojos clavados en la mirada de Lisa.

Y de pronto, ella supo a qué atenerse, del mismo modo que supo que amaba a ese hombre cálido y complejo. Lisa unió los dedos de las dos manos tras la cabeza de Sam, y después la sostuvo con firmeza, al mismo tiempo que saboreaba su contacto físico.

– Lo sé -dijo al fin con voz muy tenue.

Después, Lisa se inclinó para besarle los labios, al principio con suavidad y después con ardor cada vez más intenso, acariciándola, y se deslizaban bajo la tela delineando la curva de la cadera. Cuando el movimiento de sus propias manos amenazó con desequilibrar el cuerpo de Lisa, se detuvo, y después la sujetó por las axilas hasta que la levantó en el aire. La sostuvo sin esfuerzo mientras sus labios le acariciaron la barbilla y ella apretaba las manos sobre sus hombros duros y, con el movimiento convulsivo de las piernas, se liberaba de la ropa. Pero aunque las prendas de vestir cayeron al suelo, él continuó sosteniéndola en el aire.

– Sam, Sam, suéltame -dijo Lisa, sintiéndose indefensa e impacientándose, al mismo tiempo que se contorsionaba frente Sam.

– Jamás -respondió él al mismo tiempo que sonreía, y después ella comenzó a deslizarse hacia abajo, sobre su cuerpo; y entonces soltó el único botón que mantenía sujeta la camisa en la cintura del hombre. Mientras se desprendía de ella, Lisa le soltó la hebilla del cinturón.

De pronto, ella se percató de que Sam se mantenía inmóvil, y entonces pareció que los dedos de Lisa se paralizaban. Volvió los ojos y descubrió que la observaba con la sombra de una sonrisa en los labios. Era increíble que después de todo lo que habían pasado ella pudiera sentir de pronto tanta timidez, como si se tratara de la primera vez. Las manos de Lisa colgaban a los lados, y la expresión de su cara fue una mezcla de placer y expectativa.

– Te invito -dijo él en voz baja.

Lisa entreabrió los labios. Un escalofrío le recorrió el cuerpo, y al mismo tiempo sintió que se le cortaba la respiración en la garganta. Al fin, aceptó la propuesta de Sam, y se desprendió de las últimas prendas que todavía los separaban.

Cuando estuvieron desnudos, fue suficiente un paso y Sam comenzó a presionarla, obligándola a retroceder hasta que sus pantorrillas tocaron la cama y ella cayó hacia atrás, arrastrando a Sam en movimiento. Los cuerpos de los dos eran todo gracia y armonía, y sus labios pronunciaban mensajes íntimos sin palabras, mientras las manos se deslizaban unas sobre otras, de modo que cada uno se familiarizaba de nuevo con el cuerpo del otro.

– Oh, Sam, cómo te he echado de menos. -Los hombros de Sam eran lisos y firmes, sus cabellos tenían una textura sedosa, los tendones del cuello eran resistentes, mientras ella lo acariciaba con las manos. Sam se inclinó sobre Lisa, besándole las sienes y los párpados, y apretando entre los dientes sus labios, mientras los ojos de Lisa se cerraban y ella disfrutaba con tanta adulación.

Él se inclinó sobre Lisa, y los dos cuerpos giraron apenas, cayendo de un lado, mientras Sam le daba besos en la barbilla, y después a lo largo del cuello bajando por entre los senos, desviándose para dejar un beso prolongado en cada uno antes de continuar su trayecto. La presionó todavía con más fuerza, y su atención se concentró en el vientre para ver de nuevo esas líneas pálidas que ella ya no pretendía ocultar.

– Cheroqui… -La voz de Sam era ronca y sus labios suaves, mientras descendía más… y más-. Cheroqui…

Después, todo fue sensación. Algunos movimientos eran ásperos y otros suaves; algunos eran el flujo y otros el reflujo, y pasaban del hombre a la mujer. Emitió sonidos profundos e inarticulados, levantando el cuerpo de Lisa mientras ambos se unían en un dominio etéreo de la sensualidad.

Él la poseyó un instante antes de la culminación; se acercó a ella, elevándose de nuevo sobre el cuerpo femenino para unir la fuerza de su amor con el amor de Lisa, en una serie de movimientos que expresaban la pasión tanto como el ansia íntima de dar y compartir.

La cabeza de Lisa cayó hacia atrás con los ojos cerrados, buscaba con las manos un sostén para aferrarse y encontraba solamente una almohada en la cual se hundieron sus dedos, mientras él observaba el placer en los párpados temblorosos de la mujer.

El nombre de Sam brotó de la garganta de Lisa, cuando compartieron otra vez esa fuerza abrumadora del sentimiento que ya habían compartido antes. Siguió el suspiro de la satisfacción consumada. Un beso en la frente de Lisa, el desplazamiento del peso, el movimiento para apartarla hacia un costado, la mano pesada que acariciaba los cabellos femeninos, y después una bienhechora lasitud, cada uno descansando en los brazos del otro.

– ¿Cheroqui? -murmuró Sam después de mucho tiempo.

– ¿Sí?

El pecho de Sam tenía la piel cálida y húmeda cuando ella apoyó allí su frente.

– ¿Ahora podemos hablar?

– Sí, ahora podemos -dijo ella sonriendo ante el sentimiento de alegría que experimentaba al pronunciar esa palabra.

– ¿Qué dices? -preguntó él, sorprendido.

– Que la respuesta es afirmativa. -Miró con inocencia los ojos de Sam-. Sí, me casaré contigo. ¡Sí, sí, sí! -Besó el pecho de Sam con una caricia rápida y ligera.

Y por supuesto, él se burló.

– Todavía no te lo he pedido.

– Te disponías a hacerlo.

– Oh, ¿de verdad?

Ella se acurrucó contra el cuerpo de Sam y lo abrazó. Se refugió cómodamente junto a él, la cabeza bajo la barbilla del hombre.

– ¿Sabes lo que he pensado durante estas últimas seis semanas? -El tono de Sam era reflexivo-. Que fui un estúpido la noche que pedí que te casaras conmigo. Mi sentido de la oportunidad no fue muy brillante. Ahora lo sé. Esa noche te encontrabas en un verdadero aprieto emocional, y era absurdo que yo abordara el tema justo en aquel momento. Pensé… -Pasó los dedos sobre los cabellos de Lisa-. Pensé que te daría un tiempo para recuperar el equilibrio después de esa visita de tus hijos y tu ex marido.

– Me has asustado, Sam. -Cerró con fuerza los ojos, y después se abrazó al hombre con un fiero espíritu de posesión-. Nunca he sufrido tanto como estas semanas. En cambio tú… me pareció que todo esto no te afectaba en absoluto.

– ¡Que no me afectaba! -exclamó Sam, apartándose un poco para mirarla a los ojos-. Mujer, cada día que pasaba moría un poco esperando que te acercases a mí para decir que habías cambiado de actitud.

– ¿De veras? -Ella abrió los ojos exageradamente, en actitud de sorpresa-. No pareció que estuvieras muriéndote. Te comportaste como si yo hubiera sido uno más de tus empleados.

– ¿Uno más de mis empleados? -Ahora volvió a sonreír, mientras miraba y acariciaba su seno desnudo-. Oh, cheroqui. Nada de eso. No quiero compartir mi casa con uno de los empleados… y tampoco mi vida… sin hablar de mi cama.

Ella sonrió y sintió un impulso de vanidad femenina, ante la aprobación que expresaba Sam.

De pronto, Lisa adoptó una expresión grave y miró preocupada a Sam.

– Sam, ¿realmente no experimentas ningún miedo?

Él besó la frente de Lisa.

– No, no siento nada de eso. Sobre todo después de ese maravilloso fin de semana contigo, cuando descubrimos todo lo que podemos compartir.

– Pero… -Ella exploró con atención los ojos de Sam, con la esperanza de que él no interpretara mal lo que ella se disponía a decir.

– Sam, yo sí siento temores. Por favor, trata de entenderme.

– Ya lo sé, cheroqui. Ahora lo sé.

– Por lo menos, dame un poco de tiempo antes de que empecemos a organizar una familia, ¿quieres?

Él irguió sorprendido la cabeza, cerró una mano sobre el hombro de Lisa y la obligó a recostarse de nuevo.

– ¿Hablas en serio, cheroqui? ¿Estuviste pensado… en los hijos?

– Sí, Su Señoría, debo confesar que lo hice. -Fingió un gesto de contrariedad-. Pero cuidado, no ahora mismo. Después de que pase un poco de tiempo hasta que me acostumbre a la idea.

Sam le contestó con una sonrisa radiante. Después, con gran asombro de Lisa lanzó un auténtico alarido indio de guerra, y cayó de espaldas al lado de la joven, frotándose el pecho con aire de satisfacción y sonriendo al techo.

Lisa yacía al Iado de Sam, sonriendo al ver que él se sentía muy feliz, y preguntándose cuál sería el aspecto de esos hijos medio indios. Tendrían cabellos más oscuros que los de Sam, hermosos ojos, con las pestañas largas heredadas del padre, y los labios más bonitos que se hubieran visto en mucho tiempo…

La ensoñación se vio interrumpida por la conciencia cada vez más clara de que Sam ya no estaba mirando el techo sino el busto desnudo de Lisa. El mensaje en los ojos de Sam era evidente, incluso antes de que el dedo comenzara a insinuarse.

– Eh, cheroqui, ¿qué te parece si vamos a la ducha juntos y volvemos a empezar para celebrar el encuentro? Exijo cierta compensación por todo lo que he sufrido.

Ella se echó a reír y apartó el dedo de Sam.

– ¿Qué has estado haciendo solo en tu cuarto? ¿Leyendo de nuevo las revistas pornográficas?

– ¿Por qué supones eso?

Ella fingió que reflexionaba un momento.

– Pensándolo bien, no sé si me conviene unirme definitivamente con un hombre que lee revistas pornográficas cuando tiene una mujer muy capaz. -Se sentó con movimientos provocativos y ya se acercaba al borde del lecho cuando vio interrumpidos sus progresos. Un segundo después ella estaba chillando-: ¡Brown! ¡Suéltame, Brown! ¡Tengo que ir al cuarto de baño!

– No irás sola, cheroqui. ¡Irás conmigo, en línea recta hacia la ducha! -Un instante después, Sam la cargó en hombros y sus cabellos negros colgaron sobre la espalda del hombre, mientras su antebrazo bronceado la sujetaba por las piernas, y la otra mano le pellizcaba el trasero.

– ¡Brown, suéltame!

– De ningún modo. -Sam se echó a reír y caminó hacia el cuarto de baño.

– ¡Pervertido! -chilló ella.

– Sin duda -coincidió Sam, y después se volvió para morder juguetonamente la seductora cadera de Lisa, que se debatía sobre los hombros de su carcelero.

Ella apenas podía respirar cuando llegaron al cuarto de baño, y él le permitió apoyar los pies en el suelo. Fue a parar a la bañera dura, y, un minuto después, el chorro de agua fría le cayó con toda su fuerza en la cara. Antes de que el agua se calentara, ya estaban besándose y deslizándose uno sobre el otro, pugnando por apoderarse del minúsculo jabón.

Mientras Sam retiraba el frasco, ella se apartó de los ojos los cabellos mojados.

– Eh, Brown, debo hacerte una pregunta más, y creo que merezco una respuesta.

Irritado por la interrupción, frunció el ceño.

– Muy bien, ¿de qué se trata? Pero date prisa, y termina de una vez, de modo que podamos continuar con las cosas importantes.

– ¿Leíste mi oferta el día que nos conocimos?

Una sonrisa lenta y astuta se dibujó en la cara de Sam. Cerró los ojos, y echó hacia atrás la cabeza, hasta que el agua de la ducha le dio de lleno en la cara. Después, se enderezó, se sacudió como un perro y abrió de nuevo los ojos.

– Te diré una cosa. -La acercó con fuerza, apoyó sus caderas en las de Lisa, y la provocó con una sonrisa-. Tú harás todo lo que yo diga, y yo pensaré en la posibilidad de contestar a tu pregunta.

– Brown… -comenzó ella a censurarlo juguetonamente, pero sus palabras se vieron interrumpidas, por los labios de Sam, y un momento después la respuesta perdió toda importancia.

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