Cuatro

A la mañana siguiente, Claire esperó hasta que estuvo segura de que Wyatt no iba a aparecer, y entonces hizo el desayuno ella misma y se lo subió a Nicole. Encontró a su hermana despierta, lo cual fue una sorpresa. Cada vez que había ido a ver a Nicole el día anterior, estaba dormida, o fingiendo que dormía.

– Todavía estás aquí, por lo que veo -dijo Nicole, a modo de saludo.

– ¿Siempre estás de tan mal humor por la mañana, o es que yo saco lo peor que hay en ti?

– Todo el mérito es tuyo.

– Qué suerte tengo.

Dejó la bandeja en la mesilla de noche. Nicole miró la sencilla comida.

– Gracias -dijo, con evidente esfuerzo.

Claire estaba muy orgullosa.

– La avena está muy buena. La he hecho yo.

– Dos ingredientes, incluyendo el agua. Impresionante.

Claire no permitió que el sarcasmo de su hermana le estropeara el buen humor. Aquél era el primer desayuno que preparaba, y había salido a la primera. ¡Aquel día avena, y al día siguiente un sándwich!

Nicole tomó el cuenco.

– Pensé que quizá te hubieras ido.

– No, lo siento. Voy a quedarme hasta que puedas levantarte -dijo, y pensó en la ausencia sin explicación de Jesse-. A no ser que quieras que llame a Jesse y le diga que venga.

– No.

– ¿Estás segura?

La mirada de Nicole se volvió de hielo.

– Jesse no es bienvenida aquí.

Así que había un problema. Claire pudo suponer, al menos, eso.

– ¿Cuándo dejasteis de hablaros?

– No voy a hablar contigo de eso.

– ¿Qué hizo?

– ¿Qué parte de mi frase anterior no has entendido? Es una mentirosa nata. Te mintió a ti diciéndote que yo quería que vinieras, y además… -Nicole dejó caer la cuchara en el cuenco de avena-. Vete.

Claire pensó que se refería a la habitación, más que a la casa. De todos modos, se quedó allí.

– Sólo es una niña.

– Tiene veintidós años, y tú no sabes de lo que estás hablando.

Claire quería entender, pero tenía la sensación de que no iba a conseguirlo presionando a Nicole.

– Tienes que comer algo. Te recuperarás antes comiendo.

– Motivación. Eso está bien -dijo Nicole, y tomó un poco de avena-. Sí que está rica, ¿lleva azúcar morena?

– Sí.

Nicole comió un poco más mientras Claire permanecía en la puerta. Quería sentarse, pero eso le parecía demasiada intromisión.

– ¿Por qué no estás de gira? -le preguntó Nicole mientras tomaba la taza de café-. ¿No es eso lo que haces tú, tocar el piano para la gente? ¿No te echarán de menos tus admiradores?

Claire se puso rígida. Sin querer, recordó su última actuación. El calor de los focos, la presión en los oídos, el murmullo del público y, sobre todo, la tensión que notaba en el pecho.

No podía respirar y, al salir al escenario, se sentía como si fuera a sufrir un ataque al corazón. No había podido concentrarse en la interpretación. Sólo sentía los latidos del corazón como truenos, y era consciente de que podía desmayarse en cualquier momento.

Había tocado mal, pensó, recordando su humillación. Aunque ella podía tocar la misma música una y otra vez, siempre tenía en cuenta que, para su público, aquélla era una ocasión especial. Ellos habían reservado un tiempo de su vida y habían comprado una entrada para ir a verla. Ella les debía lo mejor. Y aquella noche había fracasado. Después se había desmayado, y habían tenido que ayudarla a salir del escenario.

Estaba avergonzada. Había fallado públicamente. Había permitido que la venciera el pánico. Y lo peor era que no sabía cómo evitar que siguiera ganando.

– No quería que la pregunta fuera tan difícil -dijo Nicole.

– Estoy tomándome un descanso -murmuró.

Sonó el teléfono móvil de Nicole y ésta respondió.

– Hola, Sid. ¿Qué tal? -hizo una pausa, y después soltó un gruñido-. No, no. Lo entiendo -dijo, y miró a Claire-. No, ni hablar. ¿Lo dices en serio? Pero te acuerdas de que… Bien, tú decides. Se lo diré.

Nicole colgó y miró a Claire.

– Tenemos un problema en la panadería.

Claire recordó el incidente de la sal y se preguntó qué otro perjuicio habría causado.

– ¿Qué sucede?

– Las dos dependientas de la mañana han llamado para decir que están enfermas. No hay nadie para atender el mostrador. Cuando sucede algo así, normalmente, las sustituyo yo, o a veces Jesse, pero ahora ninguna de las dos podemos. Tendrás que hacerlo tú.

– ¿Qué? ¿Qué quieres decir?

Nicole miró al cielo con resignación.

– ¿Es que no me he expresado claramente? Atender el mostrador. Tomar el dinero que te den a cambio del género. No tengas miedo. No tienes que hacer uso de las matemáticas. La caja registradora lo hará por ti. Tú sólo acepta el dinero y da el cambio. Incluso tú podrás hacerlo.

Claire no quería. Realmente, no quería. La metedura de pata potencial le parecía un riesgo demasiado grande. Sin embargo, Nicole la necesitaba.

– Está bien -dijo-. Iré.

– Muy bien. No te acerques al obrador.


Un cuarto de hora después, Claire se había cambiado e iba hacia el coche. Salió de la casa y se encontró a Jesse apoyada en su coche de alquiler.

– Hola, hermana mayor. ¿Cómo te va?

– ¿Que cómo me va?, ¿que cómo me va? ¿Eso es todo lo que tienes que decirme? Estarás de broma, ¿no? -estaba muy contenta de ver a su hermana, pero también muy enfadada-. Me tendiste una trampa, me mentiste. Nicole no quiere que esté aquí, me odia. ¿Qué pasa con eso? ¿Y por qué no estás tú aquí, ocupándote de las cosas?

– Nicole y yo tenemos algunos problemas.

– ¿Sabes una cosa? No me importa. ¿Cómo pudiste mentirme?

Jesse, alta y delgada, guapa, con el pelo largo hasta la cintura, se irguió.

– Yo no mentí. Nicole iba a operarse y te necesita.

– Pero me odia. No tiene ningún interés en una reconciliación, y todo el mundo sabe que me odia.

– Bueno, eso es cierto -dijo Jesse, y sonrió-. Cuenta algunas historias estupendas sobre ti.

– ¿Estupendas desde la perspectiva de quién?

– De cualquiera que esté escuchando. Probablemente, de la tuya no -respondió Jesse con un suspiro-. Necesita ayuda. Sé que piensa que ella no me importa, pero sí me importa. No sabía a qué otra persona recurrir. Estás aquí, eso es lo que importa.

– No, no es lo que importa. Yo no tengo por qué estar aquí. Cada segundo que pasa es embarazoso. ¿Y quién es Wyatt? Él también me odia. ¿Es que Nicole se pasa la vida contándole cosas horribles sobre mí?

– No la vida, pero sí bastante rato. Wyatt y Nicole son amigos desde hace mucho. El hermanastro de Wyatt, Drew, se casó con Nicole, pero… eh… rompieron hace un par de semanas. No sé si van a volver.

Jesse se cruzó de brazos mientras hablaba, y Claire tuvo la sensación de que había algo más.

– No me invitó a la boda -murmuró Claire.

– ¿Esperabas que lo hiciera?

– Claro. Habría venido.

– Suponiendo que no tuvieras que tocar para la Reina esa noche.

Claire le lanzó una mirada fulminante.

– No adoptes esa actitud conmigo, Jesse. La mayor parte de esta situación es culpa tuya.

– Yo no soy la que se marchó y dejó a su familia para ser famosa.

Había amargura en las palabras de su hermana. Claire frunció el ceño.

– ¿Es que piensas que eso fue lo que pasó? ¿Que yo decidí irme y ser famosa? Tenía seis años. No podía decidir nada. Otros decidieron por mí.

Sus padres, su profesor. Vivía en Seattle, y un día la montaron en un avión hacia Nueva York.

– Me apartaron de mi familia y, por mucho que yo pidiera volver a casa, no me lo permitían.

– Pobre niña prodigio -dijo Jesse-. ¿Es que la fama es demasiado para ti? ¿Te lo estás pasando demasiado bien?

– No es así. Yo soy un animal amaestrado, de circo. Nada más.

– Tú eras la princesa -replicó Jesse-. Mimada, consentida. Deseada. Probablemente, todavía lo eres. Las cosas no eran así por aquí. Al menos, para mí no.

– ¿Qué quieres decir?

Jesse se encogió de hombros.

– No importa.

Claire tenía la sensación de que importaba mucho.

– ¿Por qué os habéis peleado Nicole y tú?

Jesse se puso muy tensa.

– No quiero hablar de eso.

– Será mejor que me lo cuentes. Es el motivo por el que me mentiste. Me hiciste venir hasta aquí para solucionar un lío que tú no puedes resolver. ¿Qué pasó?

– Yo… -Jesse tomó aire. Su expresión se volvió desafiante-. Nicole me sorprendió en la cama con su marido. No se puso contenta.

Claire abrió la boca. Después la cerró.

– ¿Te has acostado con el marido de tu hermana? Eso es imposible. Es de tu familia…

– Nicole no estaría de acuerdo. Ha renegado de mí.

Hablaba con mucha calma de todo aquello. Como si lo que había hecho no tuviera importancia. Claire tenía ganas de zarandearla.

– ¿Y la culpas por ello? ¿En qué estabas pensando?

– No estaba pensando en nada. Había muchas cosas que no estaba haciendo, pero nadie quiere oír hablar de eso.

– Necesitas una excusa mejor que ésa. El sexo no ocurre porque sí. Tú no te tropezaste con él y de repente empezasteis a tener relaciones. Eso requiere un plan, una relación de algún tipo. No puedo creerlo. ¿Cuánto tiempo llevabas saliendo con él?

– No estábamos saliendo. Ya te lo he dicho. No es… No quiero hablar contigo de esto.

– No me importa -dijo Claire. No era de extrañar que Nicole estuviera disgustada y malhumorada. ¡Su propia hermana y su marido!-. ¿Estás enamorada de él?

– Oh, por favor, no me subestimes. Además, tengo novio.

– ¿Y te acostaste con Drew? ¿Por qué?

– No me acosté con él.

– ¿Qué? ¿Nicole entró en la habitación antes de que consumarais la relación y por eso piensas que no tiene importancia?

Jesse la miró durante un largo instante.

– Sé que no me crees, Nicole tampoco me creyó. No sé por qué sucedió. Por qué tenía que suceder. Quizá sea porque siempre lo estropeo todo. Esto sólo es uno más de mis estropicios.

– Eso no vale.

Jesse la miró, y después fue hacia su coche y abrió la puerta.

– Qué gracioso. Es lo mismo que dijo Nicole.


Wyatt le abotonó la espalda de la blusa a su hija y después tomó el cepillo. Ella le hizo signos mientras él la peinaba, pero él fingió que no la veía. Amy no estaba diciendo nada que a él le apeteciera escuchar.

Sin embargo, cuando la niña se volvió hacia él y se puso en jarras, comprendió que no tenía más remedio que hacerle caso. Dejó el cepillo y puso ambas manos boca arriba.

– ¿Qué?

– Ya sabes qué -respondió Amy por signos.

Wyatt lo sabía. No quería, pero el mensaje de su hija había sido muy claro.

– No es buena idea -dijo él.

– ¿Por qué?

¿Por qué? Había cientos de razones, pero ninguna que quisiera explicarle a una niña de ocho años.

– Quiero a Claire -dijo ella, y adoptó aquella expresión terca que él temía tanto.

Por lo general, Nicole cuidaba de Amy desde que la niña salía del colegio hasta que Wyatt terminaba de trabajar. Si él estaba en la oficina, Amy iba allí, pero la mayor parte de las tardes, Wyatt estaba en alguna de sus obras, y no era sitio para una niña de ocho años.

Ahora que Nicole estaba convaleciente, el cuidado de su hija por las tardes se había convertido en un problema. Amy quería proponer su solución.

Él no quería decirle que Claire no era apta para cuidar a un niño. Amy no sabría a qué se estaba refiriendo. Tampoco podía mencionar el hecho de que él estaba intentando evitar a Claire en lo posible. Las chispas que saltaban entre ellos eran demasiado peligrosas, por no decir indeseadas.

– Me cae bien -dijo Amy-. Es simpática.

– Ella no querrá hacerse cargo de ti -respondió él, por signos-. Está muy ocupada.

Amy sonrió.

– Yo también le caigo bien.

Wyatt se vio atrapado. No podía decirle la verdad a su hija: que no confiaba en Claire y que no estaba del todo seguro de poder controlarse en su presencia. ¿Acaso no era una excusa patética?

– Hablaré con Nicole y con Claire.

La respuesta de Amy fue echarse a sus brazos. Él la abrazó con fuerza. El amor lo embargó, como siempre que estaba con su hija.

Quizá tuviera la peor suerte del mundo con las mujeres, pero en lo referente a los niños, tenía a la mejor de todos.


Claire dejó el coche en el aparcamiento de la panadería y entró decididamente por la puerta trasera del edificio.

– ¿Hola?

No obtuvo respuesta, así que se dirigió hacia la tienda. Al abrir la puerta batiente, se encontró con un caos.

Había gente por todas partes. La zona de espera estaba llena, y todos los clientes tenían cara de impaciencia.

Había demasiada gente, pensó con el estómago encogido. ¿Por qué tenían que ir todos a la vez?

Sid la vio.

– ¿Por qué has tardado tanto? -preguntó-. No damos abasto.

Antes de que ella pudiera responder, le entregó una redecilla para el pelo y un delantal, y le ordenó que se los pusiera. Después, sin más, la llevó al mostrador.

– Maggie te dirá cómo utilizar la caja registradora. Es fácil. Tecleas lo que compren y les dices el total. Después les cobras. Las tarjetas de crédito son muy fáciles. Buena suerte.

Dicho aquello se metió en el obrador y dejó allí plantada a Claire, que no sabía qué hacer.

La mujer a la que había visto el día anterior le entregó el cambio a un cliente y se acercó a ella rápidamente.

– Los precios están en esa lista de ahí -dijo, y le señaló a Claire una hoja que había junto a la caja-. Donuts, bagels, cruasanes. No te preocupes por las teclas de la cantidad. Si compran cinco, teclea cinco veces lo mismo.

Después le explicó por encima el funcionamiento de la máquina, le mostró cómo cobrar una tarjeta de crédito y le señaló el número que brillaba en la pared.

– Llama al siguiente.

¿Eso era todo? ¿Treinta segundos de capacitación y habían terminado? Claire miró a su alrededor sin saber qué hacer. Miró hacia atrás, a la pared.

– Eh… ¿número ciento sesenta y ocho?

– Aquí -dijo una mujer muy bien vestida, que se acercó al mostrador-. Quería dos docenas de bagels variados, dos docenas de magdalenas y crema de queso normal y sin grasa.

Claire se acercó a los bagels, que estaban en cestas de metal. Tomó una bolsa de papel pequeña y comenzó a echar en su interior un bagel de cada clase. Después de un par de segundos se dio cuenta de que la bolsa no era lo suficientemente grande. Tomó una más grande, pero no sabía cómo poner los bagels de la primera bolsa en la segunda.

– ¿Podría darse prisa? -pidió la mujer con impaciencia-. Llego tarde.

– Eh, claro -dijo Claire.

Sin saber qué hacer, echó los bagels de la primera bolsa en la segunda y continuó llenándola. Cuando terminó, volvió hacia la mujer, intentando no chocarse con Maggie, y le entregó la bolsa.

– Lo siento. ¿Qué más quería?

La mujer la miró como si fuera idiota.

– Queso en crema. Normal y sin grasa. Y dos docenas de magdalenas. Rápido.

Claire se dio la vuelta. No estaba segura de en qué lugar tenían la crema de queso. Maggie le puso dos paquetes en las manos.

– Gracias -murmuró Claire, y se acercó hacia las magdalenas.

Cuando hubo reunido todo, se acercó a la caja registradora. Su clienta le entregó una tarjeta de crédito.

Claire se quedó mirándola, y después miró la máquina.

– Dios santo, ¿no podría darse más prisa?

Claire sintió una opresión en el pecho, e intentó no hacerle caso.

– Lo siento. Es la primera vez que hago esto.

– Nunca lo habría imaginado.

Maggie se acercó y tomó la tarjeta de crédito.

– Yo cobraré esto. Tú atiende al próximo cliente.

Claire asintió y miró el número del letrero electrónico.

– Ciento setenta y cuatro.

Se acercaron dos adolescentes de uniforme.

– Un danés de queso con cerezas y un café mediano. Con mucha leche, por favor -dijo la primera chica.

– Claro -respondió Claire, y tomó aire dos veces, profundamente. No consiguió mitigar el dolor. La presión que tenía en el pecho se incrementó y sintió un pitido en los oídos.

Rodeó a Maggie y se puso frente a la vitrina.

– ¿Cuál? -le preguntó a la chica.

– El de queso y cerezas -respondió la adolescente, y le señaló el pastel con impaciencia-. Sí, ése.

Claire tomó una servilleta de papel y lo sacó de la vitrina. Se lo entregó a la chica y fue a buscar el café.

Había cuatro dispensadores en fila. Tomó un vaso de plástico y lo llenó casi hasta el borde. Cuando lo llevó al mostrador, la chica se quedó mirándola.

– Mediano, no pequeño, y café normal, no descafeinado. ¿Qué le ocurre?

Claire miró la taza, y después miró hacia atrás y vio que el letrero del dispensador que había usado decía que era café descafeinado.

El dolor del pecho empeoró. No podía respirar. Por mucho que inspirara, el aire no le llegaba a los pulmones. Iba a desmayarse, y después iba a morir.

– No puedo… -jadeó, y dejó el café en el mostrador-. No puedo.

– ¿Qué le ocurre? -preguntó la chica-. ¿Le está dando un ataque?, ¿le está dando un ataque? ¿Puede darme mi café primero?

Claire tenía un zumbido en los oídos. Se tambaleó hacia atrás. Tuvo que apoyarse en la pared.

Maggie se acercó rápidamente a ella.

– ¿Qué te pasa?

– No puedo… respirar. Tengo un ataque… de pánico.

– Eres peor de lo que decía Nicole. Sal de aquí, vete. Estás asustando a los clientes.

Era exactamente lo que le había ocurrido en el escenario durante su última actuación, sólo que en aquella ocasión, nadie la ayudó. No le dijeron que se tumbara y tomara un poco de agua. Era como si no existiera.

Se puso de cuclillas, jadeando. Le ardían las lágrimas en los ojos. Aquello no era lo que quería, pensó con tristeza. Quería ser algo más que una loca con manos de mutante. Quería ser fuerte y capaz. Quería ser normal. Pero ¿cómo?

Se dijo que, pese a lo que estaba sintiendo, sí podía respirar. Que estaba respirando. De lo contrario, habría muerto ya. Los ataques de pánico sólo eran una sensación. En realidad no le ocurría nada.

Lo que quería hacer era acurrucarse en el suelo hasta que hubiera terminado. En vez de eso, se obligó a ponerse en pie. Después de respirar un par de veces, profundamente, se acercó al mostrador y llamó al número siguiente.

Un hombre se acercó.

– Una docena de donuts -dijo-. Son para las secretarias de mi oficina, así que con mucho chocolate.

Ella asintió y tomó una caja. Después de tomar doce donuts con chocolate, fue a la caja registradora y miró el precio en el papel. Había un precio único para una docena.

– Cuatro con cincuenta -dijo.

El hombre le entregó cinco.

Claire metió el billete en la caja, tomó el cambio y se lo entregó al hombre. Éste sonrió.

– Gracias.

– De nada.

Miró el siguiente número y lo dijo en voz alta. Todavía le dolía el pecho y no respiraba bien, pero siguió. Trabajó concienzudamente, intentando sonreír y darle a cada cliente lo que quería.

Un cliente se convirtió en dos. Dos en cinco. Finalmente, la panadería se vació. Cuando se quedaron a solas, Maggie la miró.

– ¿Estás bien?

Claire asintió.

– Siento lo del ataque de pánico. Me pasa a veces.

Últimamente, todo el tiempo, aunque no quería admitirlo.

– Pero no te has rendido -dijo Maggie-, eso ya es algo. Y has ayudado, así que gracias.

– De nada.

– Ya puedes irte. A partir de ahora hasta la hora de comer, no habrá mucho jaleo. Y para entonces, Tiff ya estará aquí.

Claire asintió y salió por la parte trasera de la panadería. Después de quitarse la redecilla del pelo y el delantal, tomó su bolso y fue hasta el coche.

Arrancó el motor y se apoyó en el respaldo. Estaba agotada. Miró el reloj y comprobó que habían pasado menos de dos horas desde que había llegado. No le parecía posible. Se sentía como si llevara días trabajando.

Sonó su teléfono móvil. Lo sacó del bolso y miró la pantalla. Era Lisa otra vez. No podía salir nada bueno de aquella llamada. Apagó el teléfono y lo guardó en el bolso.

Sin duda, Nicole tendría algo desagradable que decir sobre su ataque de pánico, pero no quiso preocuparse. Había conseguido superarlo y, para ella, era la primera victoria en mucho tiempo. No iba a permitir que nadie se la arrebatara.

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